EL ROSTRO DEL ALMA

 100 paisajes para meditar - II

ÍNDICE

 

1-  El lugar más bello del mundo

2-  El río más bello del mundo

3-  El hombre del río

4-  La princesa del Valle de los Pedroches

5-  El lago de la niebla

6-  El sueño de su vida

7-  Desde el Carmen de los Mártires, Granada

8-  Junto al Guadalquivir, su rincón pequeño

9-  El salvaje

10- El rostro del alma

11- Desde el collado de la hierba

12- La casa y el hombre

13- Su media vida

14- El libro más bello del mundo 

15- La casa del misterio 

 

 

16- La mayor desgracia 

17- El inadaptado  

18- El hombre y la lluvia

19- Una cabaña para la noche de Navidad

20- El árbol de Navidad

21- Zaherido // A M. Delibes 

22- Tenía su propio sueño 

23- Granada y tú, como un sueño

24- Secretos en el Albaicín, Granad

25- Espejo de la primavera y de Granada

26- El loco engreído 

27- Frente a las estrellas 

28- Como un sueño 

29- El bulevar de la Constitucion

30- El palacio de sus sueños 

 

El lugar más bello del mundo

 

            Conocí a una persona que se pasaba el día diciendo:

- Quiero viajar para conocer mundo, sitios bellos, culturas diferentes, personas interesantes…

Y, de vez en cuando, yo le preguntaba:

- ¿Y cual es tu fin último en este sueño?

- Porque quiero encontrar la felicidad. Desde hace tiempo tengo claro que la felicidad que necesito no la voy a encontrar donde vivo ahora. 

Y, en algunas ocasiones, yo le argumentaba:

- Sin embargo, creo que la felicidad no está ni en sitios lejanos ni en países exóticos ni en personas extranjeras ni en culturas originales.

- Entonces, según tú ¿dónde está la felicidad?

- En nosotros mismos. En nuestra mente, en nuestro corazón.

Y, a esta reflexión, casi siempre me respondía:

- Eso es una falacia, un tópico… Yo, lo que con más fuerza deseo desde que tengo uso de razón, es viajar y conocer mundo.

 

            Y, pocos días después, conocí a otra persona que me dijo:

- Yo sí sé dónde se encuentra la felicidad total, la que tú tanto predicas.

- ¿Dónde se encuentra?

- Es en el corazón, como tantas veces dices, y en un lugar muy concreto que pocas personas conocen en este mundo.

- ¿Dónde se haya ese lugar? Quiero conocerlo para mostrárselo a la persona amiga que solo sueña en viajar para encontrar la dicha total.

Y él me dijo:

- Ven conmigo que te lo voy a mostrar.

 

            Confié en él y, aquella mañana de primavera, nos preparamos. Cogimos una pequeña mochila, algo para comer, una cámara fotográfica y poco más. Le pedimos a un amigo que, con su coche, nos llevará próximo al sitio. Nos dejó ya donde el camino es pura senda y el terreno, grandes montañas con también inclinadas laderas, muchas cascadas cayendo desde las altas cumbres, cientos de arroyuelos torrenciales y claros y dos grandes ríos corriendo casi en paralelo. Le pregunté a mi amigo:

- ¿Cómo se llama este lugar y en qué parte del mundo se encuentra?

- Su nombre es “El Lugar más Bello del Mundo”. Y ahora ya no preguntes más. Camina en silencio conmigo, mira y observa.

 

            Durante mucho tiempo estuvimos caminando por una estrecha senda que, tranzando grandes curvas, poco a poco iba llevando a uno de los extremos de la ladera. Bajamos luego y, por un rústico puente de madera, cruzamos la corriente de uno de los ríos. Dimos un par de curvas más, ascendiendo ahora por el lado derecho y, cuando ya estábamos a punto de coronar a lo más elevado, mi amigo me dijo:

- Déjame que te tape los ojos. Ya no queda mucho y por eso yo te voy guiando hasta llevarte al lugar concreto.

- ¡Vale!

Le respondí. Y con su pañuelo blanco, me vendó los ojos para que no viera nada. Me dio luego ánimo y su mano y seguimos avanzando. A mis sentidos ahora solo llegaban el rumor de las aguas de los ríos despeñándose por las cascadas y laderas y el roce del vientecillo.

 

            Una media hora más tarde mi amigo de nuevo me dijo:

- Hemos llegado. Ponte aquí y prepara tu corazón porque voy a quitarte el pañuelo de los ojos.

- De acuerdo, estoy preparado. Cuando tú quieras.

Noté como poco a poco me fue desatando los nudos del pañuelo y luego noté como me lo iba retirando de los ojos.

- Mantén los ojos cerrados hasta que yo te diga.

Y así lo hice. Esperé paciente y, cuando ya me había retirado el pañuelo, se puso a mi derecha y otra vez me dijo:

- Mira al frente, tal como estás y prepara tu corazón.

De nuevo le hice caso y esperé a que él diera la orden. Al poco oí que dijo:

- ¡Ya puedes abrir los ojos!

 

            Lentamente comencé a abrir los ojos y, tal como estaba, quieto fui mirando. Lo primero que vi fue una pequeña llanura recogida en lo más alto de la loma. Descubrí enseguida que, a ambos lados, corrían dos grandes ríos, caudalosos y claros. Unos kilómetros más abajo se juntaban, dejando entre los dos como una pequeña isla. Y descubrí que en esta isla y llanura, solo había unas cuantas casas. Pequeñas y construidas con piedras y madera. Y, cerca, entre las casas y los ríos, vi trozos de tierra sembrados. Miré para mi izquierda y descubrí una enorme torrentera cayendo hacia el río. Miré para mi derecha y vi una llanura alargada toda cubierta de bosque. Y, de entre este bosque, sobresalían árboles gigantes como montañas, de troncos muy recios y ramas ampulosas.

 

            Pregunté:

- ¿Quién vive aquí?

- Solo unas cuantas personas que nunca han tenido contacto con el resto del mundo que tú y yo conocemos.

- ¿Y son felices?

- Tanto como nunca ha sido ningún ser humano desde que existe este planeta.

- Pero si no han viajado nunca ni conocen más mundo que este lugar ¿cómo pueden tener la felicidad que dices?

- Será por lo que tú siempre proclamas: “que la felicidad no se encuentra en ninguna otra parte o lugar del mundo sino dentro de nosotros mismos. Y en el amor y respeto a las cosas y personas que nos rodean".

           

 

 

El río más bello del mundo

Muchos conoces, casi en su totalidad, hasta los más apartados rincones del Parque Natural de Cazorla, Segura y las Villas.  En los últimos años, a este lugar, acuden muchas personas: Montañeros, algunos, aficionados, otros, turistas, la mayoría, campamentos, excursiones organizadas y grupos de amigos.

 

            Algunas de estas personas, los más amantes de la naturaleza, se adentran y patean bien las cumbres más altas, los barrancos más escarpados, los ríos y remansos y hasta las ruinas de viejos cortijo. Y luego, casi todos estos aventureros, escriben en los foros y comparten con muchos otros, sus hazañas.

 

            Y se asombran, una vez y otra, de las mil y una maravillas que todos estos lugares encierran. Árboles centenarios, animales silvestres, cumbres nevadas, desfiladeros complicados, manantiales, embalses, lagunas y ríos. Todo esto y mucho más, para unos y otros, resulta como el asombro máximo en sus vidas y las proezas jamás nunca realizadas.

 

             Nada voy a decir de ello. No lo comentaré pero voy a narrar que, en estas montañas, conozco algo que nadie ha visto nunca. Por donde dos grandes cordilleras se juntan y ya casi al final de una porción de sierra. Por el curso del río ha subido algunas veces. Siguiendo siempre la sendilla casi, trabada en las rocas de la ladera, hasta que llega donde ya todo se cierra en un estrecho cañón. Justo aquí mismo se remansa un gran charco, azul verde y muy transparente. Y, algo más arriba, se despeña una pequeña cascada. Como una bailarina vestida de blanco en el mejor momento de su danza.

 

            Pasando esta cascada, una vez atravesado el primer charco, se llega a una repisa. Es donde el caudal del río se remansa como en un lago sin fin y alargado. Claro como el diamante más puro y sereno como el amanecer de un día de primavera. Y, en este punto, es donde yo más de mil veces me he sentado. Sobre una de las rocas de lado derecho y frente al remanso que se adentra hacia el corazón de la montaña.

 

            Y, casi todas estas veces, aquí me he quedado horas y horas. Como alimentándome del color de las aguas, de su transparencia y quietud.  Para saciar ese hambre oculto que todos llevamos en el alma. Luego, si acaso, despacio he caminado por el lado derecho hasta perderme en lo más profundo. Y, quiero decirlo: siempre con el aliento contenido y sintiendo que iba al encuentro del un mundo nuevo, muy diferente al que conozco.  Un mundo jamás visto en el Planeta Tierra y por eso hermosamente misterioso.

 

            Tan bello y a la vez dulce para el espíritu, que  nunca me atreví a contarlo. Y hoy lo hago solo como agradecimiento. Porque a mí el cielo me haya permitido conocer esta grandeza de sueño y, al mismo tiempo, porque nadie todavía lo haya descubierto. Para que eterno conserve, este lugar de la sierra, su misterio y belleza. Así que aquí lo dejo dicho. Solo pretendía que se supiera que, en el Parque Natural de Cazorla, Segura y las Villas, existen todavía rincones que nunca nadie ha visto. Ni siquiera los montañeros más avezados. Y, de esto, claro que me alegro.

           

 

 

 

El hombre del río

     

            Un día me dijeron:

- Desde hace mucho tiempo, cada día al amanecer, coge el caminillo y se marcha a su rincón. Siempre va solo y siempre vuelve al anochecer.

Y pregunté:

- Y “su rincón” ¿Cuál es y dónde está?

- Allá por lo hondo del barranco, en uno de los remansos del río de los juncos.

 

            Unos días después quise verlo con mis propios ojos. Al amanecer de una mañana de otoño, lo vi caminando solitario, buscando la sencilla que lleva al barranco del río. Y, unos minutos después, se me perdió por entre los árboles de la primera curva. Esperé un rato. A que el sol saliera y se iluminaran los campos. Luego, también solo y con nada más que mi mochila, algo para comer, un cuaderno, bolígrafo y la cámara de fotos, me puse en camino. Siguiendo la senda por donde se me había perdido y procurando ir despacio y atento por si me lo encontraba.

 

            No me lo encontré. Después de casi hora y media de camino, sí ya me encontraba casi en lo más profundo del barranco. Pero, cuando estuve cerca del río, en lugar de irme para las cascadas, sitio por donde discurría la senda, me desvié para el lado derecho. Busqué el cauce del arroyo de los juncos y por aquí continué acercándome al río. Con mucho cuidado para no hacer ruido y que me descubriera, si acaso se encontraba por algunos de estos sitios. Recorrí todo el arroyo y tampoco vi ninguna señal de su presencia.

 

            Y cuando, junto con el cauce del arroyo llegué al río, ya era casi media mañana. Con el sol brillando hermoso y destacando sobre el intenso azul del cielo, cuajado de nubes blancas. No hacía frío ni tampoco amenazaba lluvia. Por eso me animé a seguir avanzando río arriba, despacio y ahora sin senda. Saltando de una piedra a otra y por entre las matas de juncia, para rodear los charcos y la corriente del río. Y a cada paso y momento la emoción, en mi interior, iba creciendo. Porque presentía que iba a encontrarme con él en algunos de los recodos o rocas del río.

 

            Y así fue: cuando ya había recorrido casi medio kilómetro subiendo por el cauce y cuando ya me aproximaba a la cascada de las madroñeras, lo vi. Como a unos doscientos metros todavía de él, me paré, me quedé quieto y miré con mucho interés. Porque, al salir de la espesura de unas adelfas, lo descubrí sentando en una pequeña piedra. Cerca de unas matas de juncia y como si estuviera meditando. Fijo y quieto miraba hacia el largo charco que descendía desde la cascada.

 

            Por entre las ramas de las adelfas me quedé quieto y miré durante un buen rato. Observando detenidamente y como dudando acercarme más. Comencé a sentí cierto respeto de su paz y armonía y tuve miedo romper esta tranquilidad. Sin embargo, después de un largo rato, seguí subiendo. Despacio y todo sigiloso para que no se percatara de mi presencia. Y no me descubrió. Logré ponerme a solo unos metros de donde estaba y, después de pararme otra vez y observar, me decidí. Modulando la voz para asustarlo lo menos posible, pronuncié un sencillo:

- ¡Hola!

Vi que, tal como estaba sentado, giró un poco su cabeza y me descubrió. No dijo nada. Esperó a que me acercara más y, cuando ya estuve a su lado, volvió su cabeza otra vez para las aguas del charco.

 

            Le pregunté:

- ¿Te molesta mi presencia?

Y me respondió, con un tono amable:

- No me molesta.

- He venido porque siento curiosidad de este comportamiento tuyo. ¿En qué piensas o meditas tantos días y horas por aquí y siempre solo?

Y, como susurrando una oración, me respondió:

- Me alimento de su recuerdo y medito el momento en que se abra la puerta, allá al fondo del charco y antes de la cascada, para irme con ella.

           

 

 

 La princesa del Valle de los Pedroches

 

            Desde tiempos muy lejanos, se le conoce con el nombre de El Valle de los Pedroches. Porque es donde se forman varios arroyuelos que, algo más abajo, se juntan y dan cuerpo a un cauce mucho mayor. Y porque también en este lugar, hay muchas piedras de granito. Piedras grandes, pedroches, pedregal, que han sido el origen de nombre de este pequeño valle.

 

            Y abajo, donde se juntan los arroyuelos que van naciendo y corriendo por lo ancho del valle, mana una fuente. Un pequeño venero que, en verano y cuando todo el entorno se queda seco, da mucha vida a las plantas y animales que viven por aquí. Quizá por esto, en tiempos muy lejanos, un poco más arriba del venero, construyeron un colmenar. Un pequeño cuadrado, levantado con piedras sin mezcla, recogidas por las tierras del valle. Como un corral para ovejas pero sin techo para que las abejas pudieran entrar y salir sin ninguna dificultad y al mismo tiempo, las colmenas, estuviera protegidas de sus depredadores.

 

               Siendo él todavía pequeño, por este valle, por donde mana la fuente y por donde se encontraban el colmenar, jugó muchas veces. Casi siempre en solitario y casi siempre soñando sueños muy hermosos. Y, entre todos estos sueños, el que más le gustaba era el de una princesa. Alguien que nunca había visto y por eso ni sabía cómo se llamaba ni de qué color era su piel pero que la imaginaba hermosa. Como a la más hermosa de cuantas princesas hayan existido nunca.

 

            Por eso se sentía orgulloso de ella y por eso, recorría el valle llevándola siempre de la mano y compartiendo y contándole todos los secretos de estos sitios. Los colores de las flores y los vuelos de las mariposas, el fluir bello del agua por los arroyuelos, el canturreo del viento por entre las ramas y hojas de las encinas y otras muchas maravillas. Porque para él, todas estas cosas, eran los portentos más grandes nunca vistos y por eso se sentía orgulloso de compartirlos y ofrecérselos a ella, la princesa de sus sueños. La más dulce, la más hermosa, la más buena.

 

            Pasaron los años y creció como cualquier otra persona. Se alejó de aquel valle y se puso a recorrer mundo por pueblos, ciudades y naciones. Conoció a mucha gente, aprendió muchas cosas, tuvo algunos amigos, fue dueño de una pequeña fortuna y se enamoró y sufrió. Por el valle de las piedras también siguieron cayendo las lluvias, corrieron los arroyos, florecieron las primaveras y, lo veranos y otoños, no dejaron de pasar un año detrás de otro. Siempre a paso lento pero siempre firmes y sin detenerse.

 

            Y, una tarde de invierno, se le volvió a ver por donde mana la fuente. Justo unos metros más debajo de donde todos los arroyuelos se funden en uno solo. El que ya recibe el mismo nombre del valle: Arroyo de los Pedroches. Oscurecía, llovía débilmente y hacía frío. Quizá por esto él recogía leña. Ramas secas de encina, raíces secas de fresno, matas secas de aulagas, ramas también secas de romeros y algunas piñas viejas. Con todo esto fue haciendo un haz y luego, se lo echó a cuestas, subió por la cuestecilla de la fuente, recorrió la pequeña sendilla hacia la llanura del cerrete y, donde las derruidas paredes del colmenar, se paró. Soltó su haz de leña, buscó un rincón junto a las paredes de piedra y algo resguardado del viento y la lluvia y aquí se puso a encender una lumbre.

 

            Tardó un poco porque toda la leña estaba mojada pero lo consiguió. Ya era de noche por completo cuando el humo y las llamas surgieron de entre las paredes de piedra de viejo colmenar. Y, al poco, hizo como una cama frente a la lumbre y aquí se recostó. Al calor de la candela y frente al valle que tantas veces había recorrido de pequeño. Porque sí, después de tantos años y tantas experiencias y mundo recorrido, nada había logrado apartarlo de la princesa de sus sueños.       

 

El lago de la niebla

 

Desde hace mucho tiempo a bastantes personas se lo he preguntado:

- ¿En qué lugar del mundo se encuentra el lago de la niebla y las aguas azules?

Y todos, todos, siempre me han respondido:

- Eso debe ser cosa de alguna leyenda. En ningún lugar del mundo existe ese lago.

Y, ante la ambigüedad de esta respuesta, desde hace también mucho tiempo ando investigando. Buscando en las bibliotecas, en los archivos, en Internet… Como si dentro de mí tuviera necesidad de conocer la auténtica verdad.

 

            Todavía hoy nada tengo claro a cerca del lago de la niebla y de las aguas azules. Bueno, nada, tampoco es verdad. Desde el día que me lo comentaron, lo tengo fijo en mi mente. Como si de una pesadilla se tratara y que de ningún modo puedo rechazarla. Así es, más o menos, la historia que me contaron:

 

            “El lago es alargado. Como un pantano artificial y no muy grande. Rodeado de montañas, por el norte, por el sur y al levante. A las montañas se les ven cubiertas de niebla todos los días del año. Niebla espesa como un día sin sol y que se reflejan en los azules espejos de las aguas. Pero el lago siempre se muestra sereno y transparente. Como si estuviera reflejando el sueño más placentero jamás conocido entre los humanos.

 

            Y aquella mañana, un típico día de primavera, la extraña barca blanca, subió por la orilla norte del lago. Serenamente planeando sobre las aguas y portando en uno de sus asientos a la más bella niña nunca vista. Rubia, ojos negros, cara blanca y algo delgada y de cuerpo menudo. Tierna ella como la misma brisa del viento y con una hermosa sonrisa dibujada en su cara. El que le acompañaba le dijo:

- Si te sientes mal, lo dices y paramos.

Y ella dijo que no se preocupara.

 

            Era media mañana, la niebla se mostraba espesa y el agua del lago, tranquila como la sinfonía más fina, se mecía serena. La barca dejó atrás la montaña puntiaguda del lado norte y se iba recta para el lado de arriba del lago. Y de pronto la niña, se incorporó de su asiento, hizo por irse hacia la parte del centro de la barca y luego agachó la cabeza. El que la acompañaba preguntó:

- ¿Te has mareado?

Y la niña no respondió. Pero sí, en ese mismo momento, se dobló, cayó al agua y la misma barca la sepultó. El que la acompañaba creyó que enseguida aparecería por la parte de atrás pero no fue así. Giró con la barca, llamó por teléfono pidiendo ayuda y, en cinco minutos, todo el lago era un hormiguero buscando a la niña.

 

            Por ningún lado la vieron. Ni en una hora ni en dos ni en tres ni una semana después. La noticia corrió como la pólvora y todos decían:

- ¡Qué historia más triste para una niña tan bella!”

 

            Y hoy, más de cinco años después de aquella tragedia, también yo me digo lo mismo. Y aunque he preguntado e investigado, no he podido llegar a saber con certeza si este lago existe y si fue cierto o no lo ocurrido a la niña. Esto es así. Y sin embargo, cada día estoy más convencido de que existe el lago y que la historia de la barca y la niña, es real. Por eso tengo necesidad de seguir en mi interés por conocer la verdad.

 

El sueño de su vida

 

Por fin consiguió hacer real el sueño de su vida. El sueño que, a lo largo de muchos años, había soñado. Y, a veces, una noche detrás de otra. Como si hubiera sido la misión más importante que debía realizar en este mundo. O como si, su alma misma, necesitara vivir esta experiencia. Y todo sucedió de la siguiente manera:  

 

            No había amanecido aun cuando, en la casa de piedra, cerca del río y donde las montañas son grandiosas, ya estaban todos preparados: El matrimonio con sus dos niños, un par de amigos y él. No había sido invitado pero, al enterarse del sitio por donde pasaba el recorrido, preguntó:

- ¿Puedo unirme a vuestra comitiva?

- ¿Has pisado tú esos parajes alguna vez?

- Más de mil veces a lo largo de mi vida. Por eso los conozco como a la palma de mi mano.

- ¿Y son bonitos?

- Sencillamente espectaculares.

- Pues entonces, te rogamos que nos acompañes. Sed bienvenido a nuestro grupo.

Y no se habló más.

 

Quedaba muy poco para los primeros rayos del sol, cuando salieron de la casa. El padre tomó la delantera diciendo:

- Este primer tramo me lo conozco bien. Luego, cuando lleguemos a lo más complicado, nos guías tú.

Y él estuvo de acuerdo. Subieron por la estrecha senda que va cañada arriba y caminaron en silencio. Por entre la espesura de los pinares hasta llegar al manantial: un pequeño abrevadero para los animales silvestres, entre grandes rocas y al norte de un gran cerro. Por eso, abajo, no muy lejos y por donde discurría el río, se fraguaba un profundo desfiladero, por donde la corriente retumbaba embravecida. Dijo el padre:

- Por ahí es por donde queremos que nos lleves. Y, en cuanto el sol se alce un poco más y mientras nos vamos acercando, por entre la espesura de estos pinos, podemos ir buscando níscalos. Es una de las razones de esta excursión nuestra.

- De acuerdo.

Confirmó él. 

 

            Y el sol comenzó a brillar con fuerza, alzándose sobre el horizonte de la mañana y por encima de las altas cumbres.  Iban ya rodeando el cerro por donde las ruinas de la aldea y, en lugar de seguir la vieja senda, se metieron por donde los pinares son más espesos. Y se pusieron a buscar las setas que habían dicho, por entre las hojas secas de los pinares, por entre las matas de lentiscos y junto a las piedras y espesura del pasto. El padre sabía bien donde crecían los mejores níscalos y por eso animaba. Sin embargo él, aun conocía mucho mejor los sitios y las setas.

 

            Llegaron a las ruinas de la aldea y, mientras recorrían las solitarias calles llenas de zarzas y carrascas, miraban y preguntaban. Él les dijo:

- Fue esto un pequeño poblado de trabajadores, muy bello en otros tiempos.

- ¿Por qué se marcharon?

- Los jóvenes fueron yéndose a las ciudades y los mayores, todos poco a poco murieron. Sus montañas, sus huertos y sus caminos, para siempre por aquí se quedaron abandonados.

- Pero el lugar es un paraíso.

- Lo fue y lo sigue siendo y más para el turismo de estos tiempos.

- ¿Y ese árbol?

 

            Señaló el padre a un gran árbol, al final de las ruinas de la aldea. Dijo él:

- Es un moral. Al final de la primavera, cada año se carga de moras gordas y dulces como la miel.

- ¿Nos traerás por aquí cuando este año llegue la primavera?

Preguntó la niña.

- Os traeré por aquí, si vosotros queréis.

Y el padre, al llegar a la vieja fuente de piedra, dijo:

- Debemos coger agua para que no nos falte el resto del camino.

- Cruzaremos el río. Tendremos toda el agua que necesitemos.

Y siguieron.

 

            Al poco dejaron atrás las ruinas de la aldea y comenzaron a bajar por la estrecha senda. Escoltada a los lados por grandes bloques de rocas, acebuches, madroñeras y muchas carrascas. Delante seguía el padre abriendo camino.  Al comenzar la pendiente hacia el río, él comentó:

- Seguí bajando hasta llegar al río. Para cruzarlo, hay un pequeño y viejo puente de cemento. Es seguro y la senda lleva derecho. No tiene pérdida.

- ¿Y tú?

- Os seguiré desde lo alto.

- ¿Desde lo alto?

- Sí, hoy por fin voy a realizar mi sueño.

Y los del grupo, aunque estaban un poco extrañados, continuaron.

 

                Se quedó rezagado. Se fue para la izquierda, buscó la mejor subida a la gran molen de piedra, caminó durante un buen trecho por la misma arista de la roca y, cuando ya descubrió el oscuro y profundo desfiladero del río, saltó. Con los brazos abiertos al modo en que lo hacen los pájaros con sus alas y, con suavidad, avanzó por el aire. Sintiendo la emoción y sintiendo que por fin realizaba el sueño que tantas veces había soñado a lo largo de su vida.

 

            Y, al pasar por encima de ellos que bajaban siguiendo la senda que lleva a lo más hondo del desfiladero del río, les dijo:

- Os espero en la ladera de enfrente, al otro lado de la corriente. Cuando lleguéis, ya os tendré preparados un buen montón de los más buenos y hermosos “guíscanos” que hayáis visto nunca. 

Desde el Carmen de los Mártires, Granada

 

         El Carmen de los Mártires, en Granada, es un pequeño espacio sobre la colina gemela de la Alhambra. Ya en todo lo alto y a la derecha, según se sube por la Cuesta de Gomérez. Entre el río Genil y el río Darro y desde donde se ven las altas cumbres de Sierra Nevada. También se divisan perfectamente muchas torres, un gran trozo de muralla, la iglesia de Santa María y el amplio bosque que cubre la colina de la Alhambra.

 

            Dentro del recinto amurallado del Carmen de los Mártires, hay un pequeño palacio, varias explanadas llenas de palmeras, cinco o seis fuentes, un lago artificial, muchas madroñeras y caminos de tierras. Paseos sencillos que, por entre rosales, hiedras, álamos y cipreses, van y vienen por todo el ancho recinto de este hermoso rincón granadino. Por eso este espacio es tan misterioso y a la vez mágico y hermoso. Porque, además, desde aquí se divisa gran parte de la ciudad de Granada, toda su extensa vega, el río Genil cruzando estas tierras y los atardeceres más espléndidos.

 

            Quizá por todo esto que he dicho o quizá por algo más profundo que desconozco, él venía por aquí casi todas las tardes. En verano, cuando el calor apretaba, en otoño cuando las hojas de los árboles tejían hermosas alfombras por el suelo, en invierno cuando las nieves vestían de blanco las cumbres de Sierra Nevada y en primavera cuando todas las plantas de los jardines del carmen se llenaban de rosas y jazmines.

 

            Una tarde y otra, él volvía a este rincón de Granada. Siempre solo, siempre con su cabeza agachada y como metido en sí, siempre caminando despacio y siempre haciendo alguna foto. Algunas veces se paraba en algunos de los bancos que hay a los lados de la Cuesta de Gomérez y aquí se quedaba un rato. A descansar o a refrescarse un poco en la sombra de los árboles cuando el calor era mucho y luego seguía. Observando a las personas que con él se cruzaban y lavando sus manos en algunas de las fuentes que encontraba: Al final de la Cuesta de Gomérez, un poco más arriba, ya dentro del Carmen de los Mártires y en la acequia del lago.

 

            Y yo que vivo cerca por donde él una vez y otra pasaba, una tarde y otra, me quedaba mirándolo. Intentando adivinar quién era y qué era lo que con tanta constancia buscaba. Lo veía recorrer la calle Elvira, la antigua y estrecha calle que atraviesa Granada, por la linde del Albaicín. Seguía luego y atravesaba Plaza Nueva, por donde el río Darro discurre bajo tierra. Y después lo veía tomar la calle de la Cuesta de Gomérez. Y por aquí se me perdía siempre.

 

            Siempre hasta que una tarde de otoño, decidí seguirlo. Era ya mediado de octubre y por eso hacía algo de frío. En el cielo había algunas nubes y los estudiantes universitarios todos estaban ya presentes. Era una tarde hermosa, como tantas en esta ciudad de Granada y propia para el misterio y la poesía. Por eso lo esperé, sin que lo supiera o me viera y, cuando lo vi cruzar Plaza Nueva, lo seguí. A cierta distancia para que no sospechara pero pendiente de él para no perderlo. Y también para descubrí algo de su, para mí, extraño comportamiento.

 

            Atravesó la Puerta de las Granadas, la que da entrada a los bosques de la Alhambra por la Cuesta de Gomérez, subió despacio por esta cuesta, se paró en uno de los bancos, bebió luego en una de las fuentes y siguió. Llegó a la puerta de hierro que da entrada al Carmen de los Mártires, la atravesó, giró para la izquierda, recorrió uno de los caminos de tierra y subió por la ladera que lleva al mirador. A cierta distancia, como he dicho, lo fui siguiendo y por eso vi que, en lo más alto de la ladera y antes del mirador, se paró. Sobre una de las piedras que hay por ahí, se sentó y se puso a mirar para el azul del cielo que cubría.

 

            Dejé que pasara un rato y, al final, me acerqué. Disimulando para no llamar mucho la atención y, cuando ya estuve a su lado, me paré. Como observando los romeros y demás plantas que crecen ahí pero pendiente de él. Pasado unos segundos, me acerqué un poco más y, cortésmente, le pregunté:

- Solo por curiosidad ¿por qué vienes tantas veces por aquí y siempre solo?

Alzó su cabeza, me miró, dejó que pasara unos segundos y luego habló diciendo:

- Muchas veces he soñado que algún día aprenderé a volar.

- ¿Y para qué quieres aprender a volar?

- Para saltar desde aquí y elevarme hasta la estrella donde me está esperando.

- ¿Quién te espera en esa estrella?

 

            Vi que agachó su cabeza al mismo tiempo que por la cara le resbalaban dos lágrimas. No pregunté nada más pero esperé. Y sí, pasado unos segundos me volvió a decir:

- Vino a Granada a estudiar. Sin saber cómo, la conocí. Me dejó que la acompañaras por los sitios más bellos de esta ciudad y también la traje por aquí. Para que viera y conociera la belleza de este rincón. Y dejó que le lo mostrara y hablara de todos estos sitios y sus secretos. Siempre dulce y amable y siempre regalando cariño y respeto. Pero, al acabar el curso, se fue.

- ¿A dónde se fue?

- A su país, al otro lado del Planeta Tierra. Pero para mí, a una estrella muy brillante, en lo más profundo del Universo.

- ¿Y como la recuerdas mucho quieres aprender a volar para irte a donde vive ahora?

- Muchas noches he soñado que volaba. Por eso sé que un día lo conseguiré. Nada más me importa en esta vida que ella. ¡Era tan dulce, tan buena, tan cariñosa!  Simplemente la mejor de todas.  

 

 Junto al Guadalquivir, su rincón pequeño

 

         Al gran río se le conoce con el nombre de Guadalquivir. Nace en unas montañas muy bellas, justo en la Cañada de las Fuentes y corre dirección a saliente, durante unos kilómetros. Atravesando bosques y barrancos y tallando el más bello de los valles jamás nunca visto. El que también se le conoce con el nombre de “El Valle del Guadalquivir”, hasta el recodo del Tranco, donde se remansa un ancho pantano.

 

            Y, mientras el río desciende por el centro de su valle, esculpe cascadas, modela charcos, cincela corrientes, labra remansos… Como en el más bello de los juegos siempre consigo mismo, las montañas que le van prestando agua, los azules cielos que lo arropan y los bosques que lo miran desde las laderas que le escoltan.

 

             Como a la mitad de su recorrido, desde la cañada donde nace hasta el recodo donde gira, hay otro río. Un afluente pequeño que le llega por el lado izquierdo y le regalas sus aguas. A este segundo cauce se le conoce, primer afluente del Guadalquivir dentro del Parque Natural de Cazorla, Segura y las Villas, con el nombre, con el nombre de Borosa. Una segunda fantasía igualmente única en el mundo.

 

            Por eso aquella tarde de otoño, primeros días del mes de octubre, él volvió. A la querencia de las tierras que tanto había recorrido siendo pequeño y a dejar que su corazón se alimentara de los recuerdos. Se paró donde el río se remansa, ya casi en el centro del valle, y se dispuso a caminar para ir a su rincón del alma. Dirección al río Borosa y buscando la senda que miles de veces había recorrido siendo niño. Pero no encontró senda de tierra sino carretera asfaltada y, donde él siempre había conocido un pequeño vado con algunas piedras para cruzar la corriente, encontró vio un edificio. Al preguntar le dijeron:

- Sino paga no puedes pasar por aquí.

- Salo voy a dar un paseo río arriba, hasta el arroyo del Prado Chico. Ahí es donde yo siempre tuve mi hortal, mi huerta. ¿Tengo que pagar por esto?

- Como todo el mundo. Ahora son otros tiempos y no aquellos. Tienes que sacar una entrada que vale seis euros.

 

            Pidió y pagó la entrada que le exigían, cruzó el río por el puente de hierro y cemento y se puso a caminar por la orilla del río, subiendo. Y enseguida descubrió que la senda que cientos de veces había recorrido de pequeño, ahora era una pista forestal de tierra y muy ancha. Recorrida por muchas personas que, como él, subían y bajaban. A uno le preguntó:

- ¿A dónde vais?

- A unas lagunas hermosas que hay por encima de los túneles. Están lejos pero merece la pena la caminata. No hay nada más bello en este mundo. Y tú ¿a dónde caminas?

- A la querencia de los sitios que recorrí y fueron míos cuando pequeño.

 

            Nadie dijo nada más. Siguió subiendo y rozó el charco azul, entre rocas. Donde de pequeño había cogido truchas y cangrejos de río y luego rozó las madroñeras. Después el Charco de la Cuna y buscó el puente de madera que conocía. No lo vio pero sí descubrió que en los charcos se bañaban algunas personas mientras comentaban:

- Esto es el paraíso nunca visto. Nada hay mejor para la salud del alma y del cuerpo.

 

            Un poco más arriba bebió en la fuente de piedra y luego se apartó de la pista. Siguió el cauce del arroyo y, media hora después, llego al prado que buscaba. Un trozo de tierra llana junto al mismo arroyo, donde de pequeño, había tenido su huerto. Miró y vio que aun seguía en su lugar la higuera, el nogal, los tres álamos y un par de olivos. Buscó despacio y, cerca del manantial, encontró la Piedra de la Cruz. En ella se sentó, con intención de quedarse y meditar.

 

            Sabía que un poco más arriba, ya casi en la cumbre del Calarejo y unos metros al levante, estaban las ruinas de la aldea. Su mundo y su casa pero ahora no quería llegar a este sitio. Recordó que, por las tierras del prado, su mundo y rincón pequeño, subió y bajó muchas veces con su rebaño de ovejas. Y también recordó algunos de sus sueños, siendo pequeño. Y el que más le gustaba era en el que siempre estaba ella. Sin nombre y sin cara concreta porque solo la había visto en sus sueños, pero la imaginaba la más hermosa de todas. Y siempre, siempre que la soñaba, deseaba traerla a este rincón de la sierra. Para ofrecerle lo que él consideraba el más bello paraísos bajo el sol. Pero nunca llegó a conocerla y por eso ahora, en la tarde de otoño y tantos años después, volvía. Para seguir abrazándola, aunque solo fuera en sueño, en su corazón y alma.

 

El salvaje

 

            Sobre el collado, entre la espesura de las encinas y cerca del arroyo, se veía el cortijo. Un gran edificio en forma de palacete pero con las paredes encaladas. Por eso, al salir el sol cada mañana, el edificio relucía como un espejo mágico. Desde la curva del río, al poniente del cortijo y a unos dos kilómetros, se le divisaba con toda claridad. Y lo que más llamaba la atención eran las dos altas torres que, desde blanco cortijo, emergían por entre los encinares. ¿Quién era el dueño de este cortijo y quién vivía en él?

 

            Aquella mañana, un buen día de primavera y por eso los jareles mostraban ya un hermoso espectáculo de flores blancas, al grandioso cortijo llegó el joven. Y, lo mismo que otras muchas veces, se presentó dando voces para asustar a los sirvientes:

- Ha llegado el momento. A partir de hoy ya no se ríe más de mí ese felino salvaje que recorre estos montes míos. Preparadme la escopeta, poned apunto los perros y prepararos vosotros que nos vamos a cazarlo. En cuanto lo vea me lo cargo. Para que se entere de una vez que de mí nada ni nadie se ríe. Y menos este salvaje imbécil.

Y, a media mañana, la comitiva salió del cortijo. El busca del gato montés porque el joven, “el señorito mal educado”, según se decían entre sí los criados, quería darle caza. Todos se concentraron en torno al señorito para complacerlo y porque era el que pagaba.

 

            Al norte del cortijo, por entre los jarales del cerro de enfrente, encontraron al felino. Un viejo y hermoso gato montés, bello como la criatura más bella y libre como el mismo viento. Y al verlo, enseguida dijo el joven:

- Otra vez más no te ríes de mí. Nadie ni nada se ha reído de mí desde que tengo uso de razón.

Y disparó su escopeta una vez detrás de otra sin parar ni para tomar aliento.

Las explosiones de los disparos se oyeron por todos aquellos barrancos y, en ese mismo instante, también se escucho un gran maullido. Ladraron los perros, atravesando los montes y sorteando rocas pero el felino, como por arte de magia, despareció. Enseguida gritó el joven:

- Que no se escape este cabrón. Y lo quiero vivo.

 

            A lo largo de varias horas buscaron por todos aquellos montes. Azuzando a los perros y escudriñando cada hueco de cada peña. Hasta que comenzó a caer la tarde. El sol se hundía en horizonte lejano y un silencio enorme se adueñó de todos aquellos campos. Decidieron volver al cortijo y, mientras regresaban, el joven refunfuñaba lleno de rabia:

- No puedo consentirlo. Nunca nadie, en el tiempo que tengo de vida, se ha reído de mí como lo está haciendo este bicho sin corazón. El día que lo tenga entre mis manos me lo voy a comer con piel y todo.

 

            Oscureciendo, por la orilla del río, avanzaba el amante de las montañas. Cargado con su mochila y recreándose en la música que el agua de la corriente le regalaba. Y se acercó a la cueva. Descolgó su mochila, desdobló la tienda y se preparó para montarla. Pero, todavía no había terminado de oscurecer ni él de montar su tienda, cuando oyó un quejido. Como un lamento humano que venía de la curva del río, un poco más abajo. Cogió su linterna, avanzó por entre los juncos, mirando y escuchando atento. De nuevo oyó los lastimeros quejidos. Se acercó, procurando no hacer mucho ruido y de pronto lo vio. Estaba tendido muy cerca de la corriente del río, un poco oculto entre las raíces de un viejo fresno. Alumbró un poco más y vio que, un hilillo de sangre, manaba y levemente tenía las claras aguas de la corriente del río. Dijo, como si lo conociera de toda su vida o como si lo considerara su mejor amigo:

- Ya veo que te han herido. No tengas miedo. Otra vez estoy yo aquí para ayudarte. Ahora mismo lavo tus heridas porque yo quiero que tú sigas viviendo.

Se agachó, lo acarició con sus manos, lo puso luego sobre sus brazos y, poco a poco, se lo fue llevando hacia la cueva. Y lo primero que hizo, cuando ya lo había recostado junto a una de las rocas en la cueva, fue darle un poco de alimento. Luego lavó sus heridas y allí mismo, casi pegado a su cuerpo, tendió su saco de dormir y preparó la cama. Le dijo:

- Para que no te sientas solo ni esta noche tengas miedo. Y no te preocupes que ya verás como te curas. Tú tienes que seguir viviendo.

 

            Y la noche transcurrió serena. Solo perturbada por rumor de la corriente del río, el ulular de algún cárabo y el palpitar del corazón del amigo. Pero, al llegar el nuevo día, nada más amanecer, se oyeron ladridos de perros. Luego se oyeron voces humanas y al poco, desde el otro lado del río y la alta peña bermeja, se oyó un potente grito:

- ¡Maldito felino! Acabaré contigo aunque te escondas bajo tierra.

Nadie ni nada respondieron a estas voces. Se hizo el silencio y, al poco, de nuevo se oyó la voz del joven, dueño del blanco cortijo:

- Solo eres un salvaje sin corazón. No podrás conmigo.

Y, en esta ocasión, el acantilado de la curva del río, devolvió un potente eco: “Solo eres un salvaje sin corazón. No podrás conmigo”.

 

El rostro del alma

 

La ciudad de Granada, es conocida por muchas personas. De España, de Europa y del resto del mundo. Y casi todas estas personas, una vez y otra, pregonan que esta ciudad es única en el mundo. Hermosa, mágica, misteriosa, llena de aromas por todos sus rincones, preñadas de historias y repleta de leyendas y secretos.

 

             Y, además de todo lo dicho, la ciudad de Granada es única por el lugar que ocupa: al final de las altas montañas de Sierra Nevada, donde comienza una muy extensa vega y justo por donde cuatro pequeños ríos llegan de las montañas. El río Genil, el río Darro, el río Monanchil y el río Beiro. Todos se funden en uno solo en las llanuras de la vega y todos, a su paso, van regalando sus claras aguas para regar las tierras por donde avanzan. Por eso, parte de la ciudad de Granada, se levanta sobre tierras llanas, junto a las riveras de sus ríos, en las laderas de las pequeñas montañas y sobre lo más alto de varias colinas.

 

            Es el caso del barrio del Albaicín, parte del barrio del Realejo y todo el conjunto de la Alhambra. Y aquí, en la colina de la Sabika, pequeña montaña entre la ancha Vega y las altas cumbres de Sierra Nevada, es donde la ciudad de Granada tiene y guarda sus más hermosos misterios y secretos. Historias hermosísimas y únicas en el mundo que yo sí he tenido la suerte de conocer. No todas pero sí algunas.

 

            Muchas de estas historias ya han sido dadas a conocer por escritores, pintores, poetas, músicos, historiadores… y otras personas que vivieron o pasaron por aquí. Pero aun así, en Granada y más en concreto en la Alhambra, todavía quedan muchos misterios por descubrí. Y una de estas historias, bellísima y muy extraña, es la que yo un día conocí y ahora quiero contar. La he bautizado con el nombre de “El Rostro del Alma”  porque creo que de ninguna otra manera puede definirse mejor. Y la historia es como sigue:

 

            El verano se marchaba y, los últimos días de septiembre, comenzaban a dar paso al otoño. El verano había sido muy caluroso. Sobre la Vega, al borde de las montañas, se veía a la ciudad aplastada. Como esperando a que los días otoñales llegaran. Con la presencian del otoño, a la ciudad, la Granada mágica y misteriosa, de nuevo comenzaban a llegar los jóvenes universitarios. Algunos venidos de pueblos cercanos, otros, de ciudades algo más lejanas y, unos pocos, de otras partes del mundo. En los primeros días del mes de octubre abrirían sus puestas todas las facultades de la universidad. Pocos días después, comenzarían las clases.

 

            Y aquella noche, ya veintinueve de septiembre, recibió un correo que decía: “Buenos tardes. Soy estudiante de intercambio. Alice me dijo que tú eres su amigo y que me puedes ayudar a la llegada a Granada. Mi autobús llega a las siete de la tarde. ¿Podrías recibirme?” Y no lo pensó mucho. Al instante contestó diciendo: “Sí, con mucho gusto, te ayudaré en lo que pueda y necesites. A las siete estaré en la estación esperando tu llegada”.

 

            A la hora prevista llegó el autobús, la reconoció a instante, la saludó y luego la acompañó hasta su residencia universitaria. Venía muy cansada de su largo viaje. Y por eso, acordaron verse al día siguiente. Dijo ella:

- Me gustará que me guíes, al menos en mis primeros días, por algunos de los sitios de esta ciudad.

- Sí, puedo mostrarte lo más importante y necesario y responderé a todas las preguntas que quieras. Te gustará mucho esta ciudad porque es muy bella y encierra grandes sorpresas y secretos.

 

            Al día siguiente la llevó a su facultad, le mostró las calles más céntricas y grandes, le indicó los sitios donde podría encontrar información y luego se ofreció a llevarla a la Alhambra.

- Es lo que todos, en cuanto llegan a esta ciudad, desean conocer.

- Sí, yo también quiero conocerla y si no te importa, me gustaría que me acompañaras.

 

            Al caer la tarde de aquel día de septiembre, subieron por la Cuesta de Gomérez, en la segunda placeta de este paseo, giraron para la izquierda, subieron por la pequeña cuestecilla y llegaron a la Puerta de la Justicia. El gran arco y la gran puerta que da entrada al recinto amurallado de la Alhambra. Preguntó ella:

- ¿Podremos ver ese rincón donde dicen se aparece los reflejos del alma? Me han dicho que es algo muy bello y que sólo en estos palacios de la Alhambra puede observarse. ¿Sabes algo de esto?

- Sí que lo sé y voy a mostrártelo para que lo conozcas.

Dejaron atrás la Puerta de la Justica, siguieron subiendo, rozaron la Puerta del Vino y bajaron por el callejón que lleva a la puerta de los viejos palacios, frente al barrio del Albaicín y en unos de los costados del Palacio de Carlos V.

 

            Ya dentro del recinto nazarí, despacio y mostrando gran interés, fueron observando cada detalle: El Mexuar, el Oratorio, Patio del Cuarto Dorado, Palacio de Comares, Patio de los Arrayanes, Sala de la Barca, Torre de Comares, Salón de Embajadores, Palacio de los Leones, Sala de los Mocárabes, Sala de los Abencerrajes, El Harén, Sala de los Reyes, Sala de Dos Hermana, Sala de los Ajimeces, Mirador de Daraxa, Habitaciones de Carlos V, Peinador de la Reina, Patio de la Reja, Los Baños y Jardines de Daraxa, también conocido con el nombre de Jardines de Lindaraja, denominación adaptada al castellano de al-'Ayn Dar Aisa, los «ojos de la casa de Aisa».

 

            Cuando llegaron a este hermosísimo rincón de la Alhambra, se pararon, mirando para el lado del sol de la tarde. Junto a la fuente de mármol, en el mismo centro del patio. De ella brotaban delgados chorrillos de agua que parecían jugar con la sombra de los cipreses, con el viento y la luz del sol que iba cayendo. Y, justo en este mismo momento, un rayo de sol, muy brillante y puro, penetraba por entre las ramas de los cipreses. Parte de este haz de luz se reflejaba en el agua de la fuente, otra parte, en las ramas, una porción pequeña en su cara y el resto se dispersaba por los alrededores.

 

            Al ver ella este tan bellísimo rayo de luz y observar, al mismo tiempo, las claras aguas meciéndose en la pila de la fuente, se acercó. Casi hasta rozar con sus manos el líquido azul verde sin dejar de mirar para el lado de la tarde. Emocionada dijo:

- Recoge esta imagen en un video que quiero guardarla.

Se puso él a grabar la escena y, en esto mismo memento, se vieron los reflejos con toda claridad. Una leve ráfaga de aire con suavidad empujó el agua remansada en la pila de la fuente. La luz del sol, mezclándose con el agua, los colores del cielo, las nubes y las ramas de los cipreses, emitió un brillo casi cegador y comenzó a moverse como en un juego delicado. Y se formó como un espejo muy claro,  profundo y de colores, donde se veía estampada una bellísima imagen. Dijo él:

- Fíjate bien y espera unos segundos.

Preguntó ella:

- ¿Es aquí donde aparece o lo que estoy viendo es ya el rostro del alma?

Y respondió él.

- Mira despacio, concéntrate y espera unos segundos.

 

 

Desde el collado de la hierba

 

            Lo vi subiendo por la cuestecilla, siguiendo la estrecha senda que remonta al collado, por entre la espesura de las encinas. Caminaba despacio pero seguro de sí y como si le interesara mucho llegar a lo más alto. Al fondo y a sus espaldas, se veía la llanura, algunas casas blancas más allá de la llanura y, más al fondo aun, las torres de la iglesia del pequeño pueblo. A este lado de la llanura y antes de la cuestecilla por la que subía, se veía al grupo. Como unas quince personas que, alrededor de un grueso tronco seco de encina, se esforzaban en encontrar la llave para abrir la puerta.

 

       Oí que decían:

- Si giramos este nudo seco para la izquierda, creo que se abrirá la puerta.

- No podemos girarlo porque está muy duro y si lo forzamos puede romperse.

- Entonces ¿Cómo conseguiremos dar con la clave exacta para que la puerta se abra?

- Quizá sea solo cuestión de encontrar el resorte concreto.

- Sí, puede que todo sea más fácil de lo que pensamos.

 

            Sentado en el collado, por mi izquierda lo seguía viendo remontar. A mi derecha, ya quedaba la otra vertiente del collado y, en primer término, se veían los surcos de los primeros arroyuelos. Algo más al fondo y lejos, los surcos de estos arroyos, ya eran mucho más profundos. Y todavía un poco más lejos, se veían las grandes colinas pobladas de bosques y decoradas con inmensos bloques de rocas. Al final de estas colinas, los surcos de los arroyos eran tan profundos, que solo se distinguía oscuridad y neblinas. Se adivinada por allí, las cascadas de los caudalosos ríos y las bellísimas corrientes de agua. También se adivinaban, cada vez más hondo en los barrancos y tapados por las nieblas, los grandes charcos remansados y las clarísimas aguas de los lagos azules y verdes.

 

            Desde donde yo estaba sentado seguía observando su lento avanzar sendilla arriba en busca del collado. Solo, vestido con leve ropa color bosque, con un delgado palo en la mano para apoyarse y una gorrilla también color hierba. Me quedé quieto en mi sitio y, al fin, comprobé como iba llegando a la pequeña llanura del collado. Por aquí, tapizaba un fino manto de hierba, mojada por las últimas lluvias caídas hacía solo unas horas y por eso verde y fresca. A su derecha, según iba llegando, se clavaba la robusta encina, árbol más que centenario y cuyas  oscuras ramas cubrían parte de la llanura del collado. Por eso, cuando ya comenzaba a llegar a lo más alto, durante unos minutos lo perdí de vista. Pero enseguida apareció.

 

            Ahora ya donde las tierras del collado comenzaban a inclinarse para el lado de los barrancos de la niebla. Y vi que aquí mismo, se paró un momento. Miró despacio, como si escrutara las profundidades de los arroyos y luego se vino para la derecha. Para el mismo lado donde yo me encontraba. Temí que me viera, cosa que no me importaba pero prefería permanecer oculto. Me estaba interesando su comportamiento y el motivo que le traía hasta las tierras de este collado.

 

            Y tuve suerte: no me vio. Estaba tan entusiasmado en lo que planeaba que no mostraba interés por nada más. Como si en su mente no existiera otro deseo, que llevar a cabo lo que le había empujado venir hasta este sitio. Y creo que así fue. Porque, tal como venía moviéndose para la derecha del collado, comenzó a bajar hacia el comienzo de los arroyos. Derecho a una enorme roca que ahí mismo se clavaba en la torrentera. Llegó a esta roca, escaló por el lado más fácil, coronó a la parte más alta, se puso en pié, mirando siempre a la profundidades de los barrancos de la niebla, abrió sus brazos y se lanzó al aire.

 

Justo en este mismo momento, el corazón me dio un vuelco. Temí que se hubiera despeñado ladera abajo para acabar con su vida. Tampoco fue así si no que, para honda sorpresa mía, vi como quedaba suspendido en el aire. De igual forma que lo hiciera un gran pájaro. Y también de esta misma manera, vi como empezó a desplazarse y, con la suavidad de una pluma, se fue para las profundidades de los barrancos. Rozando las copas de los árboles y la superficie de las rocas más grandes pero sin dañarse ni tocar el suelo.

 

Por un momento llegué a creer que estaba soñando pero enseguida me convencí de que estaba despierto. Restregué mis ojos y seguí mirando, convencido de que lo que estaba viendo era tan real como la tierra del pequeño collado. Y fui descubriendo como, después de varias vueltas en el aire, siempre por encima de los paisajes de las colinas y barrancos, se vino de nuevo para el collado. Rozó, con carne y en su vuelo, otra vez las tierras del collado y siguió avanzando por el aire. Ahora ya por el lado de la cuestecilla de la senda. Se acercó a la primera llanura de las casas y se fue derecho a donde el grupo, alrededor del tronco seco de encina, buscaba la manera de abrir la puerta. Cerca del grupo se paró, los saludó y luego les pidió permiso. Hasta mis oídos llego los sonidos de sus palabras. Por eso escuché que preguntó:

- ¿Me permitís un momento?

- Intentamos dar con la clave para que se abra la puerta. ¿Acaso tú la cabes?

- Solo un momento.

 

            Le abrieron paso, se acercó, ahora ya caminando y no volando, al tronco seco de la encina, buscó el nudo color ceniza, puso sobre él sus manos, hizo como un pequeño esfuerzo y el nudo giró un poco. Solo un poco y con suavidad y, a los pocos segundos, se abrió la puerta. En el mismo aire que llenaba el especio sobre la llanura de las casas blancas y como si fuera en una nueva dimensión. Vi que al otro lado de la puerta apareció un mundo completamente diferente a todo lo que siempre he visto en este suelo. Los que formaban el grupo, dijeron:

- ¡Es lo que estábamos buscando! ¿Cómo lo has conseguido?

Y no contestó a esta pregunta.

 

            Volvió a poner su mano sobre el nudo color ceniza, apretó, giró un poco y la puerta comenzó a cerrarse. Los del grupo dijeron:

- No la cierres, por favor.

Pero él no les hizo caso. Siguió agarrado al nudo y la puerta continuaba cerrándose. Y, absorto hasta el extremo, ahora vi que, justo unos segundos antes de que la gran puerta se cerrara, saltó y se lanzó al aire. Comenzó a volar, con la suavidad de la pluma más leve y, en unos segundos, se perdió en el grandioso mundo que también quedaba oculto al otro lado de la puerta que de golpe se cerró.

 

La casa y el hombre

 

La pequeña plaza era cuadrada, con una fuente de mármol en el centro, cuatro asientos a los lados, rosales jóvenes alrededor de la fuente, arriates de mirto en cada uno de los cuatro lados de la plaza y una farola de hierro fundido, en el rincón del fondo. A la pequeña plaza se llegaba por el lado sur, bajando unas escaleras de tres peldaños. Y se salía de ella por la estrecha callejuela, justo a los pies de la farola de hierro.

 

            Y, aquí mismo, casi rozando el pie de hierro de la farola, crecía un acebo. Un verde arbusto de unos tres metros de alto que, en casi todas las épocas del año, estaba cargado de bayas rojas. Por eso, entre las ramas de este original y vigoroso arbusto, en todas las horas del día y parte de la noche, se veían pájaros: gorriones, currucas, petirrojos, tórtolas y mirlos. Los mirlos cantaban mucho al amanecer, al atardecer y también durante la noche. Animados ellos por la luz de la farola y para celebrar la abundante cosecha de bayas rojas siempre colgando de las ramas del acebo.

 

  Casi rozando las ramas de este pequeño árbol, se veía la puerta de la casa. De madera, decorada con adornos de hierro fundido del mismo estilo que la farola y con un simple escalón en la entrada. A la derecha, lado por el que se llegaba a la plaza después de bajar los escalones, la casa tenía una pequeña ventana. También con hojas de madera y rejas de hierro que hacían juego con la farola y los adornos de la puerta. Pintada en negro, la reja de la ventana, exactamente igual que el pie y brazos de la farola y adornos de la puerta. Por eso, tanto la reja de la ventana como los adornos de la puerta y la farola, formaban un conjunto muy hermoso. Sencillo y simple pero muy bello que realzaba y daba solemnidad a la pequeña plaza y porque armonizaba mucho con la fuente de mármol y los chorrillos de agua que la llenaban.

 

            La pequeña plaza y la casa, junto con todo lo que en el recinto decoraba, se encontraba al lado norte del cerro. Por donde las blancas casas del pueblo, chorreaban como buscando las tierras llanas, a kilómetro y medio más abajo. De aquí que la casa de la plaza fuera uno de los sitios más bonitos y cómodos del pueblo. A tan solo unos metros a la derecha, había varias tiendas, un coqueto paseo con bancos y que iba de un lado a otro del pueblo, la pequeña carretera que también atravesada por el centro del pueblo y el fabuloso balcón de piedra que servía para asomarse al barranco por donde corría el río. Todo un pequeño palacio, la blanca casa del acebo en la puerta y todo un remanso de tranquilidad y pura armonía.

 

            Y más auténtica era esta serenidad, en cuanto se cruzaba el pequeño escalón de mármol en la entrada de la casa. Se llegaba enseguida a una salita casi cuadrada, la de la ventana con su reja de hierro y luego estaba la cocina y después las habitaciones y el pasillo que llevaba al huerto y al corral para las gallinas y algún que otro animal. Ya el huerto y el corral, quedaban en lo más elevado de una parte del cerro que ocupaba el pueblo. Por eso, para llegar al corral y al huerto, había que recorrer toda la casa, a lo largo de una calle que arrancaba justo donde las escaleras de la plaza. Se podía llegar, al huerto y al corral, por dentro de la casa recorriendo el pasillo de habitación en habitación o siguiendo la pendiente de la estrecha calle, por fuera de la casa.

 

            Una familia humilde, con tres hijos, aquel año llegó al pueblo y alquiló la casa. Su dueño, desde hacía solo unos meses, no era rico del todo pero sí tenía algunos dineros y también tenía fama de ser caprichoso y pedante. Por eso un día, al poco tiempo de haber alquilado la casa a la familia humilde, llevó a acabo una de sus hazañas más desconcertantes. Al mediodía, aprovechando que la familia no estaba en la casa, llegó a la plaza con tres hombres. Venían estos cargados con ladrillos, sacos de cemento, palustres y espuertas de goma. Justo en la misma puerta de la casa se paró el dueño y les dijo:

- En no más de hora y media tenéis que hacer vuestro trabajo. Aquí tengo el dinero para pagaros y concluir esto en un abrir y cerrar de ojos.

 

Y se pusieron los hombres mano a la obra. Cogieron agua de la fuente, echaron yeso en la espuerta de goma, amasaron el yeso con el agua, cogieron ladrillos y comenzaron la obra. Con precisión pero aprisa. Con tanta prisa que, en menos de hora y media, ya tenían el trabajo terminado. Les dijeron al dueño:

- Hemos acabado. Cumple tú ahora con lo que nos ha prometido.

Y el dueño volvió a sacar los dineros, les pagó y se despidieron. Se sentó luego en uno de los bancos de la plaza y esperó mientras contemplaba la obra que había realizado. No tardó el padre en llegar y al ver lo que había ocurrido en la puerta de la casa, preguntó al dueño:

- ¿Y por dónde entro yo ahora a mi casa?

- Ya está viendo que la puerta ha sido tapiada y el acebo arrancado.

- Sí que lo estoy viendo y no te pregunto por qué lo has hecho porque tú eres el dueño. Pero ¿por dónde entro ahora a esta casa?

- Por detrás, por la puerta del corral y del huerto.

 

 

Su media vida

 

            Su casa era un simple piso muy pequeño. Una sola habitación, un cuarto de baño chico, muy chico, una sala con ventana, una silla, mesa y unos cuantos libros a la derecha. Esta era su vivienda, en el barrio más pobre, al norte de la ciudad. Y aquí se pasaba los días, las noches, las semanas, los meses y los años, siempre solo. Sin más compañía que unos gorriones que, alguna vez que otra, se paraban en el dintel de la ventana.

 

            Todos los días se levantaba muy temprano, mucho antes de que amaneciera, para ir a su trabajo. Al otro lado de la ciudad y por eso tardaba mucho tiempo en llegar. Dos horas cada día para ir y otras dos para volver porque siempre iba andando. Para ahorrar unas monedas cada día al fin de poder comprar pan, algo de leche, frutas, embutidos… Su sueldo no daba para más y por eso siempre tenía que buscar lo más barato

Cuando los domingos y días de fiesta no tenía que ir al trabajo, al caer las tardes, muchos días se daba un paseo por la ciudad. Nunca compraba nada. Ni un paquete de pipas ni una tableta de chocolate ni una cerveza con algún conocido… Aunque a veces sí era cierto que llevaba en el bolsillo algunas monedas. Pero siempre se decía: “Tengo que guardarlas par ir ahorrando”. Ahorraba cinco céntimos algunos días, cincuenta los fines de semana y algunos billetes pequeños cuando cobraba las pagas extraordinarias. Y así un día detrás de otro, semana tras semana, cada mes, cada año y a lo largo de mucho tiempo. Tanto tiempo que ya sumaba casi media vida.

         

            Y siempre se decía: “Aunque las cantidades sean pequeñas, al final, reuniré algún dinerillo”. Y logró reunir un poco de dinerillo. Mucha calderilla, algunos billetes de papel de cantidades chicas y, cada dos o tres años, juntaba para un billete un poco más grande. De los medianos siempre y que nunca lleva a ningún banco. Sus pequeños ahorrillos los iba guardando en el bolsillo de una vieja mochila que tenía en el rincón de un armario empotrado. Metidos en un sobre de papel, los billetes y la calderilla, guardada en una caja de plástico.

 

            Y, al caer las tardes de los domingos y días festivos, por las noches y también algunas mañanas que no iba al trabajo, siempre se entretenía en contar sus ahorrillos. Para comprobar cuánto había juntado y para descubrir que, aunque poco a poco, cada semana, cada mes, cada año, tenía algo más. Para que nadie le robara su tesoro, cuando salía de casa los domingos o días de fiesta, siempre se llevaba en el bolsillo el sobre con los pequeños billetes que había logrado juntar.

 

            Y, cuando en algún jardín de la ciudad o de su barrio, se sentaba a tomar el sol, muchas veces sacaba de su bolsillo el sobre con los billetes. Miraba y, cuando estaba seguro de que nadie lo veía, se ponía a contarlos. Para comprobar que todo estaba en orden y para sentir un poco de felicidad viendo como sus ahorros crecían. Luego cerraba el sobre, se lo metía en el bolsillo y seguía sentado tomando el sol.

 

            Todo era así, un año detrás de otro hasta que un día, cuando tomaba el sol en uno de los bancos del jardín, sacó nuevamente el viejo sobre de su tesoro. Se puso a contar, una vez más, sus ahorros y cuando terminó, no se lo guardó en el bolsillo sino que dejó el sobre a su derecha, sobre el mismo banco donde estaba sentado. Para tenerlo más cerca y mirarlo de cuando en cuando. Y no se apercibió de que aquella tarde y en aquel preciso momento, lo estaban observando. Y tampoco se dio cuenta de qué modo desapareció su viejo sobre con los ahorros de toda su vida. Solo lo advirtió cuando, después de unos minutos, miró para su derecha para acariciar con su vista al sobre de su media vida, y descubrió que no estaba.

 

El libro más bello del mundo

 

           

     El que había llegado, preguntó al de la casa del valle:

- ¿Cuántas novelas, cuentos, historias, leyendas, poesías… has escrito y leído en tu vida?

Y el sencillo hombre de la casa en el valle, respondió:

- Ni una sola cosa de esas he leído ni escrito yo en mi vida, señor.

- Entonces ¿Cómo puedes estar seguro de que no es importante creer en los extraterrestres, en los mundos fantásticos, en personas con super poderes, en espadachines, guerras y sangre?

- Ya le he dicho que no sé ni leer ni escribir. Nací, como puede ver, hace muchos años, en esta rústica casa del valle. Aquí me crié y aquí he vivido toda mi vida. Y ¿sabe lo que le digo?

- ¿Qué es lo que me dices?

- Que en ningún momento de mi vida he necesitado creer ni escribir ni leer ninguna de esas cosas que usted me dice.

- Entonces ¿de qué te alimentas, de qué alimentas tu fantasía, tus sueños, tu alma?

- ¿Quiere verlo usted?

- Claro que me gustaría.

- Pues venga conmigo y se lo enseño.

Y el hombre de la rústica y sencilla casa en el valle, se dispuso a enseñar lo que había anunciado.

 

La pequeña casa, construida de piedra, troncos de pinos, arena y agua del arroyuelo del valle, se alzaba justo aquí: en un recogido y pequeño valle, entre dos cuerdas montañosas, muy cerca de un arroyuelo claro y exactamente donde el terreno se allana. Entre pinos, algunas rocas, una inclinada ladera, a la derecha y el profundo surco del arroyo por donde, al final del valle, se alejaba. Por aquí mismo iba la senda. Arrancaba justo en la misma puerta de la casa, bajaba unos metros siguiendo el cauce, entraba por la estrecha cerrada de las cascadas y los charcos y luego se despegaba del arroyo para empezar a subir la ladera en busca de la cumbre. Collado de la Niebla, era como se llamaba el tramo de cumbre por donde la senda volcaba a la vertiente de los olivares.

 

            Y aquella mañana era precisamente un bonito día de otoño. Por la noche había llovido y por eso, según el sol iba alzándose, las nieblas subían por los barrancos y laderas. Arropando y metiéndose por entre los pinares, hondonadas, rocas y laderas hasta coronar las cumbres de las montañas. Por eso aquella mañana, la senda mostraba mucho más misterio, profundidad y belleza que nunca. Y por eso, el hombre de la casa del valle, se puso a caminar senda adelante, siguiendo el surco del arroyo. Y, nada más empezar a caminar, el hombre dijo al que había llegado:

- Usted, sígame, mire con atención los paisajes y detalles por donde vallamos pasando, aprenda de ellos lo que ellos proclaman y no diga nada hasta que hayamos coronado al Puerto de la Cumbre. Yo tampoco voy a pronunciar palabra, para no distraerle a usted. Cuando estemos en la cumbre, me dice y pregunta lo que quiera que yo le contestaré.

Y el que había llegado estuvo de acuerdo.

 

            Durante varias horas caminaron en silencio, sin dejar la senda en ningún momento. Atravesaron la cerrada del arroyo, por donde las cascadas se despeñaban, rozaron los alargados y cristalinos charcos, bajaron al barranco de los majuelos, bebieron agua en la fuente Guarondo y siguieron subiendo por la ladera. Sin salir en ningún momento de la espesa niebla pero sí atravesando, cada cien pasos, grandiosos bosque repletos de musgo y olores otoñales, por donde la niebla dibujaba las fantasías más bellas. Trazaron varias curvas, mientras remontaban la cuesta y, por fin y ya casi al mediodía, coronaron al Collado de la Cumbre. Aquí el hombre de la casa del valle hizo un alto, respiró profundo, miró despacio a su compañero y, antes de que éste dijera nada, él comentó:

- Ya ha visto usted lo que para mí es el libro más bello del mundo jamás escrito por ningún ser humano. Donde yo leo, escribo y gusto cada día y cada instante, desde que tengo uso de razón. Y por eso le dije y repito ahora, que no me hace falta saber leer ni escribir las cosas que usted me dice para tener conmigo el alimento que más me llena.

Y dijo el que había llegado:
- Tonterías. Mientras no leas y escribas libros de extraterrestre, mundos fantásticos y seres con super poderes, nunca serás una persona como Dios Manda.

 

 

La casa del misterio

           

El pueblo se fue desarrollando en lo más alto de un pequeño cerro. Una pequeña explanada había en lo más elevado de este cerro que se quedó convertida en la plaza principal. Cuadrada por completo y, en su mismo centro, una fuente, con un pilar y un solo grifo de agua potable. Muchas de las personas del pequeño pueblo, del grito de esta fuente era de donde cogían agua para beber, lavarse, lavar la ropa… y en el pilar bebían los animales: caballos, mulos, burros…

 

            El pueblo, a diferencia de casi todos los pueblos y ciudades del mundo, no se había desarrollado ni junto a un río ni junto a un abundante manantial ni en la cabecera de algún importante arroyo. Las primeras casas del pueblo habían surgido alrededor de unas minas de cobre y algún que otro mineral. Por eso el pueblo, además de la pequeña plaza cuadrada, tenía una calle muy larga. Era la calle principal que arrancaba en la misma plaza y se estiraba puntal abajo hasta el borde mismo de un barranco. Aquí eran donde estaban las escombreras de las minas.

Cuando la guerra, una ve y otra bombardearon las casas del pequeño pueblo. Tanto lo bombardearon, no se sabe si los de un bando o los del otro, que casi todas las casas quedaron destruidas. La estación del tren, donde en vagones de madera, cargaban el mineral, parte de la plaza cuadrada, todas las instalaciones de las minas… Casi todo el pequeño pueblo quedó convertido en ruinas. Esqueletos de casas sin tejado, caserones sin puertas ni ventanas, tapias desconchadas por entre montones de escombros…

 

            Casi nada quedó en pie después de los bombardeos de la guerra en el pequeño y bonito pueblo. Casi nada excepto dos casas y media, al final de la alargada calle que iba desde la plaza principal hasta el borde del barranco. Junto a un par de árboles, eucaliptos majestuosos y muchos hoyos profundos originados por las bombas. Al poco de terminar la guerra, en una de estas casas, se instaló una familia muy pobre. Solo tenían un borriquillo y el matrimonio estaba formado por la mujer, dos hijas pequeñas y el padre que había quedado mutilado de la guerra. Con una pierna de menos y por eso andaba con muletas. Sin embargo, las dos muchachas eran muy hermosas y, a pesar de todo, siempre andaban jugando por entre los escombros de las casas destruidas.

 

            Y a una de estas muchacha, la mayor, le llamaba mucho la atención lo que vía en la otra casa que había quedado en pie. Siempre que pasaba por delante de esta casa, veía que la puerta estaba medio abierta y dentro se observaba como una gran resplandor, rojo y muy luminoso. Las muchachas preguntaban a la madre y al padre y ninguno sabían darle razón de lo que sucedía en esta casa. Lo único que sí sabían es que en la casa vivía un hombre mayor. Y, en la muchacha mayor, la curiosidad aumentaba cada día y cada vez que pasaba por delante de la casa. Tanto aumentó su curiosidad que, algunos de los días que salió a jugar con su hermana por las ruinas de las casas destruidas, se paraba en la puerta y, durante mucho rato, miraba y miraba. Le decía a la hermana pequeña:

- Un día tenemos que entrar a ver qué es lo que ocurre dentro de esta casa. Y, sobre todo, tenemos que averiguar el por qué la puerta siempre está medio abierta y qué es ese resplandor que se ve a través de esta rendija.

 

            Y un día entraron. Después de jugar durante un buen rato por entre los escombros de las cosas rotas por las bombas, al pasar por delante de la puerta, se pararon. La mayor llamó al hombre que vivía dentro y éste le contestó:

- Sí, estoy aquí, podéis pasar.

Y la muchacha empujó la puerta, despacio cruzó el umbral de cemento y se encajó en el centro de una pequeña estancia. Al fondo ardía una gran lumbre y, frente a esta fogata, el hombre estaba sentado. Sin más, la muchacha le preguntó:

- ¿Por qué siempre la puerta de tu casa está medio abierta y por la rendija sale un gran resplandor?

Y el hombre le contestó:

- Tengo siempre medio abierta la puerta de mi casa precisamente para eso: para que el resplandor salga fuera y las personas que pasen por la calle lo vean y entren.

- ¿Y para qué quieres que las personas entren?

- Para que comprueben que la luz está dentro y la oscuridad fuera.

 

 

 

  La mayor desgracia

 

            El hombre, aquella mañana, se despertó con una extraña sensación. Desde la misma cama, tal como estaba acostado, miró por la ventana. Los cristales estaban abiertos de par en par, y por el hueco, entraba un buen chorro de aire fresco. Recordó que era otoño, ya casi mediado de noviembre y siguió mirando por su ventana. Fuera, justo a solo unos metros del dintel de su ventana y en el acebo, los gorriones revoloteaban alborotados. Y, mucho más lejos y colgadas en la profundidad del cielo, se veían las nubes blancas. Aunque blancas solo por el centro, porque por los bordes, como el sol comenzaba a levantarse, parecían arder como en vivo fuego.

           

       Desde la cama el hombre miró durante mucho rato mientras en su alma gustaba una extraña sensación. La recordaba y no con nostalgia sino todo lo contrario. Sentía indiferencia, malestar, frialdad y algo de desprecio. Pero al mismo tiempo, también sentía pena, mucha pena. Sabía que era una desgracia, un rotundo fracaso, que estuviera despreciada e ignorada por las mismas personas que había tenido junto a sí. Y esto era lo que él ahora descubría que ocurría en ella.

 

            Había aparecido en su vida, como aparece la luz de un relámpago: en un abrir y cerrar de ojos. Y aquello a él le pareció como el más bonito de todos los sueños. Por eso, desde los primeros momentos de su llegada, se lo dio todo: ternura, amor, respeto profundo, protección… Pero, en menos de un mes, comenzó a notar que era fría, distante, muy poco agradecida y por eso decidió distanciarse y dejarla. Olvidarla por completo y dejar que se marchitara en su alma como se marchitan las flores según va llegando el verano.

 

            Pero el hombre era bueno. Le dolía en su alma ignorarla y dejar que se la comiera el tiempo hasta quedar por completo borrada. Sabía, en lo más profundo de su corazón, que esta es la peor de todas las desgracias que puede ocurrirle a una persona. Por eso, según se iba incorporando al nuevo día y desde su cama, miraba de frente a la mañana, sentía una muy extraña sensación. Como si le doliera profundamente la desgracia que ahora ella tenía en su vida.

 

            Durante mucho rato y, mientras se recreaba en los gorgogeos de los gorriones, estuvo mirando por la ventana. Y se decía que sí, que era muy hermosa la mañana del nuevo día, acompañada del aire fresco del otoño y de nubes doradas y blancas. Y se decía que, al mismo tiempo, era amarga, muy amarga sentir la indiferencia que por ella experimentaba en su alma. Y no podía hacer nada para superarlo. Solo permanecer impasible, rezar algo y dejar que, poco a poco y todo, lo fuera borrando el tiempo.    

 

                                                            No hay mayor desgracia en la vida que                                                         sentirse despreciado por aquellos que antes te han querido.

 

 

El inadaptado

 

            I- El que tenía autoridad, aquella mañana lo llamó y le dijo:

- Como ya sabes, solo me queda un año al frente de la institución. Por eso, en esta ocasión, voy a ser sincero contigo diciéndote las cosas claras.

Sentado frente a él, en la pequeña estancia con vista al jardín, al hombre se le nublaron los ojos. Nada más oír las primeras palabras del que tenía autoridad, como en un veloz sueño, en cuestión de segundos, por su mente pasó lo que a lo largo de de toda su vida había temido. El miedo se apoderó de él y por eso ni siquiera tuvo valor mirar de frente al que tenía ante sí. Agachó la cabeza, se recogió en sí y, acudiendo al cielo, en su corazón exclamó: “¡Dios, me lo estaba temiendo”.

 

            El que tenía autoridad continuó exponiendo:

- Tu forma de comportarte no es correcta. Desde hace años te lo venimos diciendo y ni chispa de caso has hecho. Ha llegado el final. Puesto que no te adaptas ni cumples con honradez lo que la institución te pide, te expulsamos de ella.

Y el hombre tragó saliva. Ahora sí miró de frente y quiso hablar: “Tengo ya sesenta y siete años y entré a esta organización cuando aun no había cumplido los diecinueve. Si me expulsáis ¿adónde voy yo ahora y qué hago con mi vida, sin casa donde vivir, sin familias donde acogerme, sin amigos que me den una mano...? Quiso exponer al menos esto pero ni siquiera abrió la boca. Siguió mirando al que tenía delante y dejando que dijera todo lo que tuviera ganas. En el fondo, ya no prestaba atención a lo que le estaba señalando. Como si ya no le importaba lo que le dijera. Porque, lo que más había temido a lo largo de toda su vida, ya lo había oído. “Te expulsamos de la institución. Desde este mismo momento ya no tienes ni el apoyo del organismo ni el mío ni el de los que han sido tus compañeros”.    

 

            Y media hora después, dio comienzo su nueva realidad. El hombre salió de la pequeña estancia, subió a su habitación, sabiendo que ya no le pertenecía ni la casa ni las escaleras ni los pasillos. De su habitación cogió  un par de cosas. También sabía y sentía que nada de lo que en su habitación había ya le pertenecía. Pero cogió algunas cosas, las guardó en un viejo saco y poco después salió por la puerta de la casa. Con su saco acuestas y el corazón lleno de dolor y miedo.

 

            Y durante mucho rato caminó sin rumbo por algunos de los lugares que conocía. Hasta que la noche cayó. Buscó, en un caserón viejo fuera de la urbe, un rincón y junto al saco se acurrucó. Sintiendo el alma rota y su estómago vacío. Se acurrucó mucho en sí mismo, como si necesitara encerrarse en el más diminuto espacio y lo más hondo posible del dolor que le aprisionaba el corazón. Y, mientras se acurrucaba y el frío del ambiente se le empezó a colar por las carnes, lloraba. Y, mudamente en su alma, se decía: “¿Qué va a ser de mí, Dios mío, a partir de ahora?”.

 

            II- Era otoño, ya casi final de noviembre y no hacía mucho frío. Ni siquiera habían caído todavía las primeras lluvias ni las primeras nieves en las altas cumbres ni helaba por las noches. El otoño de este año estaba siendo muy caluroso y por eso aun parecía que era verano.

 

            Aquella mañana apareció algo nublado. Con nubes muy altas, nieblas en el horizonte que no eran nieblas sino suciedad en la atmósfera y con el viento en calma. Ya los árboles, los de las riveras del río y las umbrías en las montañas, se mostraban repletos de colores. Ocres pálidos y tonos oro brillante. Porque el otoño estaba muy avanzado a pesar de las altas temperaturas. Por eso, aunque las lluvias no habían llegado ni tampoco los fríos, la sensación de que todo iba ya hacia el final del otoño, se palpaba por todas partes.

 

            Sentado sobre la alta roca, a la derecha del río y al comienzo de la torrentera, miraba y se acurrucaba en sí. No hacía frío pero sí se notaba desvalido, solo y tristemente pobre. Desde que tenía consciencia de haber sido echado de la institución por no respetar y cumplir las reglas al modo en que estaban escritas, vagaba sin rumbo ni sentido. Por los sitios que, muchos años atrás, había pisado cuando todavía era niño. Buscando siempre alguna baya que llevarse a la boca para aplacar el hambre: madroños, almendras, bellotas, nueces, granadas… Y para dormir y refugiarse por las noches, había buscado la cueva más oculta, frente a las aguas del río. Para de este modo vivir, aunque no fuera cierto, en lo que siempre había sido el mundo de sus sueños. Con los paisajes que abrazó de pequeño, siempre antes sus ojos y con los olores que más le alimentaban, aspirándolos por todas partes.

 

            Ya no creía en Dios y por eso apenas rezaba. Aunque sí creía en Dios y rezaba a su manera. Solo que creía en el Dios que de siempre había llevado en su corazón y no en el que le habían enseñado en la institución. En este Dios, el de los libros y golpes de pecho, no podía seguir creyendo. Porque ellos le habían enseñado que someterse a las reglas y cumplir exactamente lo legislado, tenía que ser lo más importante. Y su corazón se resistía a someterse a esta forma de vida. En el fondo, intuía, sabía que esto no podía ser sincero y por eso se notaba vacío. Como en un absurdo tremendo aunque fuera lo establecido desde hacía siglos y siglos.

 

            Sentado en lo más alto de la roca y al comienzo de la torrentera, se acurrucaba en sí y miraba para el profundo valle del río. Por entre los fresnos, álamos, cornicabras, rocas y pendientes, se deslizaba la corriente. Clara como el viento más puro y reflejando todos los tonos del otoño presente en los bosques de las laderas. Y miraba, además de las aguas saltando en cascadas, al que unos momentos antes había bajado por la torrentera. Durante largo rato lo había observado, sentado cerca de la roca que él ocupaba ahora. Con su macuto abierto y sacando de ahí alimentos: bocadillos, leche, chocolate, frutas… para alimentarse bien antes de su faena de pesca en los charcos del río.

 

            Cuando ya terminó de comer, descendió por la torrentera con las artes de pescar y buscó el mejor lugar a orilla de las aguas. Desde lo alto de la roca ahora él lo observaba, allá en lo más hondo al mismo tiempo que miraba los restos de comida que cerca había dejado. Un poco de chocolate, cáscaras de frutas, un poco de pan… Se acurrucaba en sí, triste, lleno de frío y miedo y miraba los restos de comida. Planeaba acercarse y buscar y coger lo que encontrara para comérselo. Se moría de tristeza, de hambre y frío.

 

        III- Duarte mucho rato, ahora tenía pasa sí todo el tiempo del mundo, estuvo mirando. Justo parado donde la senda comienza a descender por la ladera. Y miró despacio hacia el barranco, por donde el amplio valle surcado por el claro río. Luego miró para la izquierda. Por donde, al final de la ladera, el Arroyo de los Membrillos, se precipita en busca del río. Sabía que por esos rincones, en una llanura muy hermosa casi en la cumbre, brotaban los manantiales. Los tres caudalosos manantiales, dos al principio y de agua dulce y uno algo más abajo y de agua agria. Agua de hierro que, de pequeño, había bebido millones de veces.

 

            Se dijo para sí, mientras recorría con sus ojos los paisajes por donde los manantiales, que tenía que subir a este lugar de las montañas. En busca de los manantiales y, sobre todo, el de la fuente de agua agria. Sabía que por aquí, al menos en otros tiempos, había muchos árboles frutales ya abandonados. Y pensó que, de estos árboles, podría recoger algo de fruta para alimentarse y quitarse un poco el hambre. Y también sabía que, en el arroyo de los tres manantiales, crecían espesos y frondosos muchos majuelos. Era otoño, época en que las bayas de los majuelos maduran. De pequeño, muchas veces había cogido puñados y puñados de majoletas maduras. Y sabía que, aunque estas bayas no eran gran cosa, sí podrían servir también para quitarse un poco el hambre.

 

            Al comienzo del camino, miró durante más de media ahora a los paisajes que tenía a su izquierda, al frente y para su derecha. Y sobre todo, miró despacio, muy despacio, a la casa, un poco a sus espaldas. Y sintió odio y ganas de vengarse. Dentro de la casa había comenzado su tragedia y ahora, el dolor y la tristeza en su alma y corazón, era casi insoportable. Por eso, y sin saberlo ni tener claro cómo, había brotado dentro de él un fuerte deseo de venganza. Algunos de los que seguían viviendo en la casa habían sido los principales artífices de su desgracia. Al menos, así lo sentía en su corazón.

 

              Comenzó a bajar por la senda, despacio, muy despacio. Sin dejar de mirar a la casa y para el fondo del valle. La senda, estrecha, casi tallada en las rocas de la ladera, desciende toda trazando curvas hasta dejar en el terreno llano del valle, junto al río. Conocía estos lugares como la palma de su mano. Y por eso estaba muy seguro de poder llevar acabo lo que planeaba. De aquí que, a cada paso que daba senda adelante, mirara a un lado y otro y en los recovecos de las rocas. Tenía que asegurarse bien para que nada fallara.

 

            Media hora tardó en llegar a la llanura del valle. Se paró junto a la gran noguera, buscó y encontró un puñado de nueces y se puso a partirlas con unas piedras. Mientras se las iba comiendo, miraba y miraba para la casa, ahora arriba y donde la senda comienza. Y una vez más pensó que cuando la explosión se diera y la hiciera saltar por los aires, iba a ser un gran espectáculo y sincero alivio en su alma.

 

            IV- El arroyo baja del lado norte y desde unas laderas muy tupidas de monte. Por donde los brezos, las madroñeras y los durillos, crecen altos y verdes. Se clavan en estas laderas grandes ejemplares de pinos, castaños centenarios, recias encinas y algunos arces y tejos. Por eso estas laderas y sus bosques son paisajes fantásticos que él conoce casi como la palma de la mano. De pequeño los había recorrido casi en todas las direcciones y, por las noches, muchas veces había dormido en las oscuras cuevas que se abren entre las rocas del monte.

 

            Por esto y más cosas, sabe del gran venero de agua caliente que hay en el arroyo. Ya casi al final y un poco antes de que el cauce se junte con el río. Bajo unas rocas calizas y casi arropado por las ramas de algunos álamos, el venero brota del fondo de un redondo y profundo charco. Como si surgiera del centro mismo de la tierra, en borbotones temblorosos y cristalinos como el más puro viento. Y al salir a la superficie del agua clara y caliente, exhala vapor en forma de nubes pequeñas. Como si se tratara de un bellísimo y natural juego para entretener y decorar a los paisajes del arroyuelo.

 

            La senda baja, surcando unas de las laderas tupidas de monte, derecha al gran charco del manantial. Por la senda, ya hoy casi borrada y comida por las jaras, aulagas y romeros, se le ve caminar. Despacio y con su saco acuestas y como metido en sí y meditando. Baja en busca del charco del agua caliente que bien conoce desde pequeño. Tiene vivos, muy vivos los recuerdos. Porque mil veces, en los días fríos del invierno y a las tardes cálidas del otoño, se ha bañado en este charco. Para limpiar su cuerpo y para disfrutar del agua caliente que tan generosamente ofrece el venero. Y siempre lo sentía como un generoso regalo de la naturaleza y, al mismo tiempo, como un juego repleto de sensaciones muy bellas.

 

            Con estos recuerdos, con algo de frío, un poco de hambre y un pellizco de tristeza en su corazón, llega al charco. Por el lado de arriba que es por donde las rocas se clavan en la ladera y, en la misma base, brota el venero. En un pequeño escalón que conoce, se para, suelta su saco, se quita su ropa, sus zapatos y se aproxima a las aguas. Tocándolas con sus manos, antes de meterse en lo más hondo. Y comprueba que están calientes. Templadas como en aquellos años de su niñez por estas tierras. Avanza y se adentra hasta lo más hondo. Donde los borbotones del agua surgen con más fuerza por los agujeros de las rocas. Aquí mismo es donde el agua ofrece su mejor temperatura y la mejor caricia para el cuerpo.

 

            Se hunde hasta lo más hondo y respira despacio. Gustando plenamente el cálido abrazo de agua y bebiendo el vapor purísimo que se eleva por el aire. Y siente que su cuerpo, su corazón y alma, se llenan de un placer sereno y bueno, muy bueno. Como si Dios mismo le regalara la más sincera y tierna de las caricias. Estira sus brazos, se zambulle en las aguas, bebe unos tragos y respira hondo. Mira y, algo más abajo, descubre a los almendros. Se dice para sí que, dentro de un rato, se irá por donde estos almendros y recogerás las almendras que seguro el otoño por ahí ha dejado. Se sentará luego al borde de las aguas del río y se las comerá despacio. Sabe que estos frutos son un alimento muy rico y sano.

 

          V- Ya hacía casi dos horas que había amanecido. Por eso el sol, ardiendo en tonos dorados, se derramaba por las cumbres de las montañas y parte de las laderas. Y, aunque se estaba alzando un día muy frío, por el cielo no se veían nubes y por entre los bosques, la sensación era de un bonito día de verano. Pero era pleno otoño. Pálido otoño, ya con los árboles muy teñidos de oro y con pequeños cristales de escarcha junto a los charcos del río. También el aire olía a setas y a musgo añejo.

 

            De su cama de hojas, color naranja casi como los rayos del sol que se iba alzando, aun no se había incorporado. Aunque algún mirlo, a la derecha suya y por entre los acebos, también ya hacía mucho rato que andaba canturreando. Como si quiera espabilarlo o como si pretendiera animarlo para que sus ojos se abrieran al nuevo día. Y ya había abierto sus ojos y esperaba, de un momento a otro, levantarse. En su blanda cama de hojas color otoño, se sentía cómodo. Acurrucado en sí, junto a su viejo saco y arrullado por la corriente del río. Porque su cama, bajo las ampulosas ramas de un viejo roble, casi rozaba las aguas del redondo charco.

 

            Quizá por esto no tenía prisa ninguna en levantarse. En abandonar el nido que hacía solo unas horas y mientras la tarde se marchaba, se había construido. Pero en ruido de unas personas lo alertaron. Venía del lado de abajo, por donde el río se alejaba surcando una llanura sembrada de álamos que también se vestían con el mejor traje del otoño. No abandonó su calentita cama de hojas de álamos, robles y arces. Sino que, tal como estaba acurrucado, alzó un poco su cabeza y miró. Para donde la corriente del río se alejaba.

 

            Y los vio. Era un pequeño grupo que subía despacio siguiendo la sendilla. Eran dos niños, él y ella. Esperó que se acercaran y, tal como estaba en su cama, los saludó. La niña se puso frente a él y también su compañero. Ella miró despacio y luego preguntó:

- ¿Te hemos despertado?

Y amablemente le dijo:

- Ya iba a levantarme.

 

            La niña avanzó unos pasos y se colocó muy cerca de su cama de hojas. Le dijo:

- En todo caso, perdona. Es que venimos buscando piñas viejas para el belén de nuestra casa. ¿Sabes tú dónde podremos encontrarlas?

- En los pinares que hay al final de la ladera que se ve a vuestra derecha.

Y la niña lo miró muy fijamente. Miró también con mucho interés el sitio donde estaba acurrucado y de nuevo preguntó:

- ¿Has dormido aquí esta noche?

- Sí, aquí he dormido.

- ¿Pues sabes lo que te digo?

Y guardó silencio y esperó sus palabras. Continuó diciendo ella:

- Que tu cama es la más bonita de cuantas camas he visto en mi vida.

 

            Se acercó un poco más, le tendió su mano y le volvió a decir:

- Voy a tirar de ti para levantarte y que te vengas con nosotros.

Sorprendido la miró y respondió:

- Si es que ni siquiera tengo ganas de levantarme y menos de caminar.

- Pero yo quiero que nos lleves a donde se encuentran esas piñas que me dices y andamos buscando. Las necesito para el belén que en mi casa estamos preparando. Dentro de poco llegará la Navidad.

Y no se hizo más de rogar. Tal como estaba, apoyó sus manos en el suelo, empujó un poco y se incorporó. Y, aunque ella seguía ofreciendo su blanca mano, blanda como la nata y calentita, no la cogió.

 

            Unos minutos después, caminaban despacio río arriba y, al llegar a la curva donde la vieja alberca, se pararon. Donde también crecen espesos los álamos y, en otros tiempos, hubo unos huertos. Por eso, entre los álamos, las zarzas y algunas carrascas, se veían varios granados. Ya con sus hojas pálidas, obra del otoño avanzado pero todavía con algunas granadas colgando de las ramas. Abiertas casi por completo y, otras, solo con la primera capa de cáscara rajada.

 

            Y fue la niña la que primero se acercó a uno de estos granados. Al que estaba un poco clavado en las tierras de la torrentera y por eso parecía el más grande y fácil de alcanzar sus ramas. Porque, de algunas de estas ramas, colgaban hermosas y casi por completo enteras, más de media docena de granadas. Aun sin abrir totalmente pero sí con sus cáscaras rajadas y algo amarillentas. Sin gran dificultad cogió ella la Granada más apetitosa y gorda que colgaba de la rama baja, cortó su tallo, se la trajo en su mano y al instante la mostró diciendo:

- ¡Fíjate qué buena! ¿A que parece que está gritando: cómeme, cómeme, cómeme?

 

            Su compañero, el niño casi de su misma edad, enseguida quiso coger la fruta que ella mostraba orgullosa pero  se la trajo para sí, apartándola del alcance de su compañero y guardándola entre sus manos, muy pegada al pecho. Dijo:

- No será para ti ni tampoco para mí. Se la voy a regalar a este nuevo amigo que hemos encontrado hace un rato.

Y él, cerca del granado y con su viejo saco acuestas, mirando a la niña comentó:

- Yo creo que te la debes comer tú. Eres la que la has cogido y parecer estar tan buena que te gustará mucho, seguro.

- Pero es que yo he desayunado no hace mucho y tú, no. Además, quiero regalártela por haberte animado a venir con nosotros. Toma, ábrela, arranca sus granos y te los va comiendo mientras seguimos hacia el pinar de las piñas que me has dicho.

 

             Con mucho cuidado y, al mismo tiempo decidido, abrió la Granada. Y la mostró en sus manos, en tres trozos muy hermosos. De colores tan brillantes, cada uno de los cien granos que entre sí se apiñaban, que parecían vivos rubíes. Rojos como la sangre más pura. La niña volvió a comentar:

- Uno a uno voy a ir arrancando cada grano de esta fruta y te los voy a dar para que te los comas. Es tu desayuno, natural como estos campos, jugoso y muy puro.

 

            Las pequeñas manos de la niña, color luna en las noches claras de verano, se fueron manchado del rojo zumo de la Granada. Decía:

- No te preocupes porque mis manos se llenen de la sangre de esta fruta. Luego me lavo en las aguas del río y asunto concluido.

Y, al oír esto y recibir de la pequeña los dulces granos de la fruta, a él se le enterneció el corazón. Tanto que le parecía estaba viviendo un sueño.

 

            Y mucho más se le llenó el corazón de ternura cuando, pasado un rato y después de que la niña lavara sus manos en la corriente del río, ella lo tomó de la mano. Sí, tal como iban caminando, senda adelante y sin dar ninguna explicación, ella lo cogió su mano. Hubo un momento de silencio y luego dijo:  

- Nunca he tenido un amigo tan bueno como tú.

Sintió él que el corazón se le anegaba por la emoción y quiso traducirlo en palabras. No fue capaz. Solo dejó que ella lo llevara de la mano, como si de toda la vida hubiera sido su mejor amigo. Como si confiera en él sin ninguna reserva. Por eso también el alma se le llenó de amor y se dio cuenta que la vida era hermosa, muy hermosa. Como si en la dulce niña, aun sin nombre para él, y en el calor de su mano se le manifestara el más bello de los cielos. Algo que jamás había experimentado a lo largo de sus muchos años en la institución de la que acababa de ser expulsado.

 

 

El hombre y la lluvia

           

    A veces, los que escribimos cosas: cuentos, relatos, poemas… deseamos, necesitamos ser muy claros y concisos. Porque, en muchos momentos de la vida, vemos cuadros, escenas, paisajes, que por su belleza y fuerza impresionan tanto, que ansiamos transmitirlo tal como hasta nosotros llegan. Con la misma claridad, resplandor, color, forma y olor, que antes nuestros ojos se manifiestan para que lo entiendan bien las personas que lo lean. Al menos a mí, en muchas ocasiones, me sucede esto.

 

            Y una de estas ocasiones la viví ayer mismo por la tarde. En el rincón de las tierras llanas al comienzo del río. Aquí es donde tiene él su propio huerto. Un trocico de terreno, muy cerca del riachuelo y que labra y siempre con el mayor esmero. Y en esta tierra siembra de todo un poco: tomates, pimientos, habichuelas, garbanzos, habas, maíz… También tiene aquí sembrados algunos árboles frutales y muchas plantas que solo dan flores: rosales, lirios, enredaderas… Y todo esto lo hace solo por el gusto de ver crecer las plantas y para gozar y disfrutar de sus frutos y flores. Por eso es, según he visto con mis propios ojos, el más feliz y libre de todos.

 

            Y ayer por la tarde lo pude comprobar. Su gozo llegó a tal extremo que parecía morirse de tan honda dicha. Se nubló mucho el cielo y, al caer la tarde, comenzó a llover con fuerza. Lo vi acercase a su huerto, se sentó en una piedra y se puso a mirar la lluvia caer sobre las hojas de las plantas. Con tanto interés miraba que parecía beberse la propia lluvia que ante él se derramaba y ahogarse en no sé qué océano de felicidad. Por eso, ahogándome yo también en mi propia curiosidad, me acerqué y le pregunté:

- ¿Qué es lo que tanto te emociona?

Y me respondió:

- La clara lluvia cayendo sobre las hojas de las plantas de mi huerto. ¿No ves tú qué espectáculo tan hondo, natural y bello?

Y miré y miré y, lo que más deseé en ese mismo momento, es lo que ya he dicho antes: haber tenido en mí la facultad de recoger, escribir y transmitir el acontecimiento con la misma sencillez, claridad, hondura y fuerza que él la estaba viviendo.

Una cabaña para la noche de Navidad

 

            La niña le dijo al abuelo:

- Quiero que nos acompañes.

- ¿A dónde?

- Al cerro de las rocas de cristal, frente al sol más brillante.

- ¿Y para qué queréis ir a ese sitio?

- Tú, acompáñanos y luego te lo digo.

 

            Y el abuelo se fue en busca del borriquillo que, en las praderas de la derecha, comía hierba en libertad. Preparó el pequeño carro, enganchó el borriquillo a los varales y le dijo: “Ale, llénate de entusiasmo y tira con alegría de este carro. Hoy los niños quieren que los llevemos al Cerro de la Luz”. Llamó el abuelo a los niños, él y ella y también les dijo:

- Nosotros ya estamos preparados. Cuando queréis nos ponemos en marcha.

- Ahora mismo.

Dijo la niña y, sin más, subieron al pequeño carro de madera de roble. Un carro construido por el abuelo expresamente para el borriquillo. Para llevar a los niños de paseo y para transportar frutas, hortalizas y las flores de la niña, cuando ésta se iba por los campos.

 

            El abuelo dio órdenes al borriquillo y, al poco, ya subían por el camino hacia lo más alto del cerro. Montados los tres en el pequeño carro y al calor del entusiasmo de la niña. Quiso él preguntar otra vez pero no lo hizo. Pensó que era mejor esperar y ver con sus propios ojos lo que ella se proponía. Por eso, mientras subían despacio, miraban a un lado y otro y esperaban que ella dijera algo. Él y ella, solo de vez en cuando comentaban:

- Abuelo, fíjate qué paisajes más bellos. A la derecha, el río con sus cascadas, a la izquierda, los bosques con sus tonos verdes oscuros y al frente, el Cerro de la Luz, con sus rocas blancas, cuarzo casi transparente.  

Y el abuelo miraba y callaba.

 

            Al mediodía llegaron a lo más alto del Cerro de Cristal. Al rellano donde los cinco gruesos pinos, las dos centenarias nogueras y el robusto almendro. Por entre la fina hierba de la llanura, avanzó el borriquillo tirando de su carro y con los tres en él montados. Dijo el abuelo:

- Tú dirás en qué sitios paramos.

- Sigue un poco más. Dile al borriquillo que lleve cuidado y que se acerque todo lo posible al balcón que mira al barranco, por donde el río nace y, desde aquí arriba, se ven sus cascadas y charcos.

 

            Pidió de nuevo el abuelo al borriquillo que siguiera hasta donde la niña estaba diciendo. Tiró el asnillo de su carro hasta que la niña otra vez comentó:

- Aquí es, abuelo.

Dio órdenes el abuelo a su borriquillo y éste se paró. Bajaron los tres del carro y de nuevo el abuelo preguntó a la niña:

- ¿Qué es lo que por aquí venimos buscando?

- Ven conmigo.

Lo cogió de la mano y se lo llevó para donde las rocas de cuarzo, color hielo y transparentes casi como el viento. Se acercó a la puerta de la cueva, separó frente a ella, miró al abuelo y a su compañero y dijo:

- Quiero que me ayudéis a construir aquí una cabaña.

- ¿Una cabaña en lo alto de este cerro?

- Sí, la cabaña más bonita que nunca nadie haya visto.

- ¿Y para qué quieres esta cabaña y en este lugar?

- Para venirme a vivir a ella y recibir desde aquí la noche de la Navidad. ¿No estáis viendo que escenarios tan fantásticos?

 

El árbol de Navidad

 

            Llovió a lo largo de toda la noche. Sin parar en ningún momento y con chaparrones fuertes aunque sin viento. Y comenzó a notarse el frío según la noche avanzaba y por eso parecía que, también en algún momento, la lluvia se convirtiera en nieve. No fue así. Según la noche trascurría, la lluvia siguió cayendo mansa y persistente sobre las ramas de los árboles, sobre los grandes charcos en el suelo, sobre el empedrado, en la entrada del cortijo y sobre los campos, a lo ancho.

 

         Ya de madrugada, el Anciano dejó su cama, abrió la ventana que da al acebo viejo y se puso a escuchar el chapoteo de la lluvia. Embelesado y al mismo tiempo como trasportado a un mágico sueño. Y, estaba él rumiando los recuerdos mientras gozaba la caricia de la lluvia en el alma, cuando se le acercó la niña. Recién levantada y, por eso, con sus ojos aun llenos de sueño y con la cara toda bañada en amapola y malva. Se puso al lado del Anciano, miró despacio, dejó que pasara un rato y luego dijo:

-  Yo ya estoy preparada. Cuando tú quieras nos ponemos en camino.

- Con esta lluvia tan recia nos empaparemos. Pero lo que digas tú. ¿Vamos o lo dejamos para mañana?

- Ya sabes que a mí la lluvia no me asusta. Si tú te animas yo ya estoy dispuesta.

 

         Salió la madre de su habitación, se acercó a la chimenea, removió las brasas de la lumbre, echó un puñado de ramas secas y al instante prendieron las llamas. Comentó ella:

- Os preparo el desayuno en un periquete.

Y comenzó a preparar las tostadas con aceite y el chocolate con leche. Poco después, sentados al calor de la lumbre frente a la chimenea, los tres saboreaban las tostadas recién hechas con una taza de chocolate calentito. Dijo de nuevo la madre:

- Poneros los gorros y los guantes, abrigaros bien y coged los paraguas. Las noticias dicen que hoy bajaran mucho las temperaturas y que caerá nieve casi por toda España. Y tened cuidado con los charcos, al cruzar el arroyo y con la cascada del Balneario.

 

          El Anciano y la niña hicieron caso a la madre. Luego éste cogió su mochila gris y ella la suya pequeña y una linterna y, cuando todavía no había amanecido del todo, salieron por la puerta del cortijo. Envueltos en sus abrigos y bajo los paraguas. La lluvia seguía cayendo recia y persistente. Sembrando, a todo lo ancho de los campos y en la oscuridad de la madrugada, su concierto de cristales blando y dando vida a los pequeños arroyuelos, a los lados del camino y por las laderas. Comentó ella:

- Esto es el pórtico más real y bonito para recibir a la Navidad que dentro de nada llega.

Y se agarró fuerte a la mano del Anciano. Éste no hizo ningún comentario. Caminaba decidido por el camino que lleva a la Cañada de las Nogueras y acercándose al arroyo del manantial del Balneario.

 

         Cruzaron la corriente saltando por unas piedras y siguieron. Rozaron las cascadas del Balneario, subieron por la Cañada de las Nogueras, de los naranjos junto a la acequia, cogieron unas cuantas mandarinas ya muy maduras, las guardó ella en su mochila y remontaron hasta lo más alto del Cerro de la Ermita. Comenzaron a divisar las luces de la ciudad allá a lo lejos. Volvió a comentar la niña:

- Mira qué bonita Granada, despertándose al nuevo día, bajo esta recia lluvia y velada en la frías nieblas.

- Sí que es bonita. Parece como si durmiera o se acurrucara en la espera de algo importante. Tú tienes razón en lo que dices: la lluvia, a veces, parece que asusta pero cuando cae como ahora y en un amanecer como éste, regala una fantasía tan grande que no tienen comparación con nada. La lluvia es bonita y muy buena.

- ¿A qué es una pena que no esté nuestra amiga?

- Una pena tan grande que hasta se convierte en tristeza.

 

         Atravesaron el bosque de los castaños, se pararon un momento en el balcón de las encinas para contemplar las luces de la ciudad a lo lejos y luego comenzaron a baja. Ya empezaba a verse el nuevo amanecer. Las primeras luces del día comenzaron a perfilar las altas y blancas cumbres de Sierra Nevada, las laderas que desde estas montañas caen hacia la ciudad y la ancha Vega por donde se alejan los ríos de Granada. Volvió a comentar ella:  

- Ya sabes que quiero comprar las más bonitas. Las de colores más vivos para que brillen mucho con los reflejos de las llamas de la lumbre.

- Tienes libertad para escoger las que a ti te gusten más.

La lluvia seguía cayendo.

 

         Bajo los paraguas, descendieron lentamente hacia el encuentro de Granada. Entraron por las primeras calles del barrio alto, pisaron el empedrado de estas estrechas callejuelas, contemplaron algunos de los escaparates adornados con luces y figuras de Navidad y siguieron bajando. Sin prisa pero sin detenerse para llegar justo en el momento en que las tiendas abrieran. El frío, ya por las calles de la ciudad, parecía menos aunque la lluvia no cesaba. Y llegaron a la puerta del gran comercio. Todavía un poco antes de la hora de abrir y por eso esperaron un buen rato, refugiados en un rincón de la puerta. Dijo otra vez la niña:

- El color rojo es el que más me gusta y el azul y el verde. Recuerda tú que a ella, el color que también más le gustaba, era el rojo.

- Pues de estos colores cogemos todas las que tú quieras.

 

         Abrieron las puertas del gran comercio, entraron mezclados ya con otras personas, recorrieron un amplio espacio y pasaron dentro. Se fueron directamente a las estanterías donde estaban las cosas de Navidad y se pusieron a buscar. Despacio y cogiendo todo aquello que a ella le gustaba. Madia hora después, pagaban en la caja, metió el Anciano en su mochila todo lo que pudo y salieron de establecimiento. Ya era casi mediodía y la lluvia seguía sin parar. Sin embargo, allá a lo lejos, se veían blancas las altas cumbres de Sierra Nevada. Relucientes como una sábana recién lavada. Comentó él:

- Allá arriba está nevando copiosamente.

Y susurró ella:

- Ojalá  hoy también por aquí cayera mucha nieva.

 

         No perdieron más tiempo. Subieron por las calles empedradas del barrio alto, al poco dejaron atrás las últimas casas de este barrio, cogieron el camino que lleva a la cresta del Cerro de la Ermita y, al coronar, la nieve les sorprendió. Primero, bandadas de copos pequeños y salpicados y luego, oleadas de copos grandes y muy apiñados. Dijo el Anciano:

- Vamos a parar y nos refugiamos un momento en el pórtico de la ermita. Yo sé que a ti te gusta la nieve y que estabas esperando verla caer. Desde aquí al cortijo nuestro ya queda poco y todo es cuesta abajo. Así que si la nevada es muy grande, en un periquete recorremos el camino y nos metemos en nuestro cortijo.

Y no se habló más. Tal como iban por el camino, se desviaron unos metros y se fueron derechos al pórtico de la Ermita. Aquí se refugiaron para ver más despacio y cerca la nieve caer. Comentó de nuevo el Anciano:

- Y como en tu mochila traemos las naranjas mandarinas que cogimos al subir por la Cañada de las Nogueras, mientras vemos la nieve vestir de blanco todos estos paisajes, nos las comemos.

Y ella dijo que era una muy buena idea.

 

           Durante un buen rato, casi una hora o algo más, estuvieron refugiando en el pórtico de la Ermita. Viendo nevar y saboreando las deliciosas mandarinas de las Tierras del Cortijo de la Viña. Luego siguieron y descendieron despacio por la Cañada de las Nogueras. La nieve, en muy poco tiempo, cubrió de blanco las laderas del lado norte del Cerro de la Viña, las huertas de los naranjos y por donde el Cortijo. Llegaron, entraron, saludaron a la madre y dijo la niña enseguida:

- Ya hemos cumplido un buen trozo de nuestro sueño.

Aclaró la madre:

- Y el árbol ya está preparado. Vuestro acebo de siempre y el que a ella le gustaba tanto.

A la derecha de la chimenea, se veía una gran maceta de barro y en ella, el acebo de metro y medio, repleto de bayas rojas.

 

         Enseguida la niña se preparó para decorarlo, pidiéndole al Anciano que le ayudara. Sacó éste de su mochila las bolas brillantes y las cintas de colores. Ella las fue trabando en el árbol, con mimo y cuidado. Las de colores azules, a la derecha, las de colores verdes, a la izquierda y las rojas, en el centro y frente a las llamas de la lumbre. Y en el centro total de las cintas rojas, colgó la más brillante y ancha. Miró al Anciano, miró a la madre y dijo:

- Ésta es especial para ella. El color rojo brillante era el que más le gustaba. Por eso quiero que destaque entre todas las demás y que brille con fuerza a la luz de las llamas de la candela. Para que esté muy presente y cerca de nosotros en estas fiestas y que compruebe que no la olvidamos.

 

         Subió el Anciano a su habitación y al instante bajó las escaleras. Se acercó al árbol y a la hermosa cinta roja, abrió sus manos y en el centro de la cinta enganchó un pequeño rótulo que decía: “TE RECORDAMOS, ALBINA, Y TE QUERMOS. FELIZ NAVIDAD”.  

 

 

Zaherido // Pequeño homenaje a M. Delibes

 

         Desde pequeño se afanó en recorrer los campos. Al atardecer se sentaba en la roca de la ladera, frente al sol cayendo, y miraba embelesado. Y, al amanecer, desde la puerta del cortijo, oteaba el horizonte y otra vez se extasiaba ensimismado en la llegada de un nuevo día. Y en primavera, verano, otoño o invierno, siempre recorría los paisajes, con la ilusión del joven más enamorado. Libre como el viento y en todo momento disfrutando del verde en los bosques y del rumor de las aguas yéndose por los regatos.

 

            Desde pequeño y, según fue creciendo, se despertaba en él la necesidad de recoger y guardar sus abrazos con estos campos. Por eso, a su modo y de la mejor manera que sabía, cada día escribía en su cuaderno. Dibujaba algunos planos, ponía nombre a los árboles, rocas, fuentes y ríos y daba colores a las nubes. Y su cuaderno se fue llenando. De sencillos versos, de relatos vírgenes, de caminos blancos, de flores, de vuelos de pájaros y, sobre todo, de muchos y precisos planos. Y cuando el padre le preguntaba:

- ¿Y para qué quieres todo esto?

Él siempre respondía:

- Para mí mismo. Para tener siempre conmigo las cosas que me gustan tanto.

- Pero todas estas cosas las tienes cada día y en vivo frente a ti.

- Es cierto pero no es lo mismo. Este cuaderno y los planos que en sus páginas estoy dibujando, es como un tesoro único y personal. Como mi mayor fortuna.

 

            Y el padre callaba y dejaba que siguiera con su juego. Hasta que un día, cuando ya tenía bastante años, se presentó en el cortijo el dueño de aquellos campos. Saludó al padre y luego le preguntó:

- ¿Y tú hijo?

- Con su cuaderno y por los caminos recorriendo los campos.

- ¿Su cuaderno?

Sí, su tesoro más íntimo y preciado.

- Me gustaría verlo.

Y el padre se fue con el dueño en busca del hijo. Desde el cortijo en la ladera, bajaron hasta el valle del río y luego subieron al cerro de los robles. Llamándolo a cada instante y mirando por todos los caminos. Caía la tarde y era primavera. Por eso todos los paisajes olían a hierba fresca, a flores y polen nuevo y cantaban los pajarillos.

 

            Se lo encontraron sentado en la roca alta, mirando al horizonte, con su cuaderno en las manos y esperando a que el sol se pusiera. Le dijo el padre:

- El señorito, dueño de todas estas tierras, quiere hablar contigo.

Miró él al señorito y le preguntó:

- Aquí me tiene. ¿Qué quiere usted de mí?

- Me han dicho que tienes un cuaderno donde escribes y dibujas cosas únicas y bellas.

- En mis manos usted ahora mismo lo está viendo.

- Déjame verlo.

 

            Y el dueño de las tierras arrebató el cuaderno. Lo abrió y lo ojeó y luego dijo:

- Lo que aquí tienes recogido son cosas que me interesan mucho. Desde hacía mucho tiempo, esto es lo que yo estaba buscando. Me quedo con tu cuaderno para siempre.

- Pero esta obra es mía, es mi sueño, mi tesoro, mi pequeña vida.

- Debes tener en cuenta que yo soy el dueño y estos campos son míos.

 

            Se ponía el sol y por el camino del río el dueño se alejaba llevando con él el cuaderno. Sobre la roca sentado, frente a sol de la tarde, triste dijo al padre:

- No tiene derecho. Es mi tesoro, mi íntimo sueño.

- Pero ten en cuenta, hijo mío, que él es el dueño.  

 

Granada y tú, como un sueño

           

Los almendros ya habían florecido. No había llegado aun la primavera pero, después de las abundantes lluvias a lo largo de todo el invierno, la hierba relucía. Como ansiando mostrar su fuerza y también con el deseo de alfombrar con miles de florecillas. 

 

            Sin embargo, aquella mañana de marzo, todo el campo amaneció nevado. Blanco puro, como si otra vez el invierno hubiera vuelto. Se asomó él a la torrentera y caminó despacio. Buscando la pequeña senda que, por el barranco que desciende hacia el río, avanza y busca las tierras de la vega.

 

            Pisando la nieve o más bien resbalando por ella, bajó a toda prisa. Como en un juego y agradeciendo al cielo estampa tan bonita. Y, mientras lo hacía, la recordaba. Lejana, como ya hacia mucho, mucho tiempo pero inmaculada y alegre en su alma, como el primer día. Y de nuevo dio gracias al cielo por tan hermoso sentimiento en su corazón, a pasar de la distancia y el tiempo.

 

            Llegó a la corriente del río, lo cruzó, subió por el terraplén, atravesó los olivos, por donde las parras aun desnudas y siguió bajando en la misma dirección que las aguas. Y al poco dejó atrás el estrecho desfiladero del río y salió a la panorámica. Donde el terreno se configura como un gran balcón frente a Granada y por donde la senda, agarrada a la ladera, se abre como un fantástico abanico. Y aquí se paró. Miró despacio y la visión que la ciudad le regalaba le llenó el corazón de hondo gozo.

 

            Sobre la alta colina, recostada y alargada, se veía la Alhambra. Al fondo, las altas cumbres de Sierra Nevada y a los pies, la fantástica ciudad de Granada. Blanca hoy y como durmiendo pero bella como el más delicado y hermoso de los sueños. Meditó un momento, miró al cielo, todo azul a pesar de la gran nevada y luego pensó en ella. Y como susurrando para sí y para el viento que le acariciaba, dijo:

 

“Una vez más mi corazón se alegra solo con recordarte. Fuiste tan buena en aquellos días que de armonía y paz y para la eternidad, dejaste sembrada mi alma. Por eso a cada instante sigues palpitando en mi pecho. De aquí que ahora mismo y, hoy de nuevo, te regale Granada. Los almendros ya han florecido y la nieve, esta noche, lo ha vestido todo de blanco. Y tú sigues viva, florecida y rociando de gozo y paz todos los sentimientos que laten en mi pecho”. 

 

Secretos en el Albaicín, Granada

  Conozco uno de los muchos secretos y misterios que se han dando y dan en el barrio del Albaicín. Ha llegado hasta mí a través de una persona amiga. Esta persona un día me dijo:

- ¿Has oído tú alguna vez el secreto de la muralla del Albaicín?

Algo sorprendido lo miré, estuve en silencio un buen rato y luego le pregunté:

- Algunos secretos sé yo de este barrio pero el de la muralla del Albaicín nunca lo he oído. ¿Qué misterio es?

- Dicen que solo se puede ver una vez al año y desde un punto concreto.

Y como la curiosidad se fue apoderando de mí le seguí preguntando:

- ¿Qué día del año y desde qué lugar se puede ver?

- El día es justo mañana. El primer día de la primavera y solo se puede ver este secreto a la hora exacta en que entra esta estación del año.

- Pues yo ya me muero en deseos de vivir esta experiencia. Mañana entra la primavera justo a la seis de la tarde. ¿Quedamos y vamos a este barrio y me muestras el enigma que me dices?

- Si tú quieres quedamos y te lo enseño.

Y no se habló más. Aquella mañana nos despedimos quedando vernos al día siguiente en el Mirador de San Nicolás.

 

            Se sabe que el barrio del Albaicín es el más antiguo de Granada. Y se dice que su origen es árabe. De la época de la Alhambra o mucho antes. Aunque algunas personas dicen que el Albaicín nació con los primeros pobladores de estas tierras. Cartagineses, fenicios griegos, romanos, ziríes, andalusíes, árabes… Y también muchos dicen que sobre el cerro donde ahora se asienta este barrio, fue donde nació Granada. Justo en lo más alto, desde donde se ve mejor todas las tierras de la Vega y la gemela colina de la Alhambra. El lugar exacto se le conoce ahora como Alcazaba Cadima, alcazaba vieja, y también Palacio de Daralhorra.

 

            Quizá por todo esto y algunas cosas más son tres las murallas que tiene el Albaicín. Por el barranco y ladera de la Cuesta Alhacaba,  entre el mirador de San Cristóbal y la colina de Alcazaba Cadima, es donde se pueden ver restos de estas murallas. Por aquí y por otros sitios del actual barrio del Albaicín: por algunos tramos de la calle San Juan de los Reyes, por donde Haza Grande, por las laderas de San Miguel Alto…

 

            Estas cosas y más aun, se saben del bonito barrio del Albaicín, en Granada. Porque eso sí: este barrio es el lugar más hermoso de la ciudad de la Alhambra, no solo por su historia y el trazado de sus calles y casas. También y fundamentalmente por el sitio que ocupa. Como ya he dicho: en lo más alto de un precioso cerro que forma colina gemela con la de la Alhambra. Se puede decir que el Albaicín es el espejo de la Alhambra y, al mismo tiempo, la Alhambra espejo del barrio del Albaicín. Porque, en lo más elevado de las colinas, se miran y reflejan sobre las aguas del río Darro y las tierras de la Vega, iluminados por las nieves de Sierra Nevada. Cosas estas realmente curiosas y originales que son apreciadas por muchas personas. Pero este blanco barrio, antiguo y nuevo, guarda en sí misterios y secretos que muy pocas personas conocen. Al menos el secreto que pretendo contar y que me descubrió la persona que ya he dicho. 

 

A la noche siguiente del encuentro que dije, llovió mucho. Sin parar estuvo lloviendo toda la noche y, al amanecer, la lluvia seguía cayendo. Recordé yo que la persona conocida, el día anterior me había comentado:

- Y además de ser en el primer día de la primavera, la noche antes tiene que haber llovido mucho. Sin embargo, cuando se acerque la hora exacta del paso del invierno a la primavera, las nubes deben abrirse en el cielo y el sol tiene que salir. Si estas cosas no se cumplen no será posible ver el secreto que te he anunciado.

 

            Así que al amanecer del día acordado descubrí que las cosas estaban siendo tal como él me lo había contado. Pero temía que a la hora exacta de la llegada de la primavera, el sol no saliera. Sin embargo, confié y a mediodía, salí de mi casa. Con el paraguas en la mano y con la ilusión de encontrarlo en el Mirador de San Nicolás.

 

            Despacio subí por la Cuesta Alhacaba y lentamente me fui acercando al mirador. Y me lo encontré como siempre: lleno de gente que miraba y hacia fotos a la Alhambra y también muchos hippies con perros. Miré y vi a mi amigo. Estaba sentado en el viejo aljibe de ladrillos y también miraba esperando. Seguía lloviendo y por eso se cubría con un paraguas. Le dije:

- Aquí estoy.

- Has llegado a tiempo.

- ¿A dónde tenemos que ir para presenciar el acontecimiento?

- Hay que caminar un poco para llegar a un punto muy concreto.

- ¿Qué punto es ese?

- Es un lugar en este barrio del Albaicín que no te digo ahora. Vamos a caminar y lo verás dentro de un momento.

- Pues, cuando tú quieras.

 

            Y dejó el sitio donde estaba sentado y se puso a caminar. Lo seguí. Cruzamos la plaza por detrás de la iglesia de San Nicolás, entremos en el callejón Cementerio de San Nicolás, salimos a la placeta Hornos Moral, rozamos el aljibe Polo, cruzamos la plaza Aliatar y por el lado de arriba caminamos. Recorriendo muchas callejuelas siempre en dirección a la ladera de San Miguel Alto, que es por donde hay muchas cuevas. Pensé que me llevaba a una de estas cuevas pero no fue así.

 

            Lentamente fuimos remontando toda esta ladera hasta que coronamos al Mirador de San Miguel Alto, por delante de la ermita con el mismo nombre. También pensé que sería por aquí donde él debía mostrarme el secreto pero tampoco acerté. Porque seguimos caminando, le dimos la vuelta a la ermita y volcamos para el barranco del Sacromonte. Y al llegar a este sitio sí le pregunté:

- ¿A dónde me llevas?

- Observa el cielo.

- Sí, parece que ya no llueve. Las nubes se abren y, en algún momento, el sol quiere salir. ¿Es esto lo que tiene que suceder para que podamos ver tu secreto?

- Exactamente esto.

- ¿Y queda mucho por llegar al sitio?

- Muy poco.

 

            Nos acercamos a un tramo de muralla. No digo ahora exactamente el sitio porque esto fue lo que me pidió mi amigo:

- A nadie debes decir nunca las cosas con claridad para así evitar que muchas personas vengan a este lugar.

Y le dije a él:

- Cumpliré siempre con este deseo tuyo.

Por eso ahora solo digo que nos fuimos acercando a un pequeño trozo de muralla, sobre el cerro de San Miguel Alto. Buscamos un punto muy concreto, desde donde se ve todo el Albaicín y seguimos con los ojos puestos en el cielo. Las nubes se abrieron más, el sol comenzó a brillar y la hora exacta en que debía comenzar la primavera se acercaba.

- Todo va a salir bien, ya verás.

- Estoy tan nervioso que hasta me parece que esto no es cierto.  ¿Qué tenemos que hacer ahora?

 - Debemos buscar la piedra que, al tocarla, nos abrirá la gran puerta al secreto.

- ¿La piedra?

- Sí, una piedra no muy grande, algo blanca porque es caliza y casi redonda.

- ¿Sabes dónde se encuentra?

- Tranquilo.

 

            Miró el reloj, miró luego al sol y se agachó un poco. En este momento miré yo y vi la piedra. Metida en un trozo de la tapia que conforma la muralla y del color que me había dicho. Volvió a mirar al cielo, se abrieron mucho más las nubes, brilló con mucha fuerza el sol y él alargó su mano. Eran las seis en punto de la tarde, momento en que comenzaba la estación de la primavera. Con su mano tocó la piedra y, antes mis ojos, ocurrió el asombro. Vi como el trozo de muralla que teníamos ante nosotros, se abrió en dos. No al frente si no a lo largo. Como si el grueso de la pared que conforma la muralla, a lo largo, se abriera por el centro. Y no solo el trozo que teníamos por la izquierda, hacia la Alhambra, sino el de la derecha y por el otro lado de la ermita de San Miguel Alto, lado de Haza Grande. Y el trozo que caía para el barrio del Albaicín comenzó a transformase como en mil pétalos de rosas, en todos los colores. Lo mismo sucedía con el trozo de muralla que caía hacia el barranco de Sacromonte.

 

            Y, conforme estos trozos de muralla se transformaban en grandes pétalos de rosas, del centro de estos pétalos, comenzaron a surgir más hojas, también de mil colores y brillantes casi como el mismo sol. Y, entre estos pétalos del centro, vi aparecer todo el barrio del Albaicín. Como transformado en una gran montaña de color blanco y desprendiendo haces de luz hacia los lados. Lentamente surgía  del centro de esta gran rosa y al mismo tiempo se elevaba hacia el cielo. Al fondo, muy al fondo y sobre montañas de nubes rojas, se veía la Alhambra.   

 

            Con el aliento contenido, yo miraba sin creer que fuera cierto lo que mis ojos estaban viendo. Pero me animé y le pregunté:

- ¿Qué explicación tiene esto?

Y él, con su mano apoyada en la blanca piedra, me respondió:

- Yo no lo sé y por eso no me preguntes más. Solo puedo decirte que no es sueño y de aquí mi deseo de que lo vieras.

- Pero, y si me permites, yo sé que muchas de las personas que han vivido y viven ahora en este barrio del Albaicín, lo pasaron y lo pasan mal, tuvieron y tienen enfermedades, sufrieron y fueron y son pobres. ¿Cómo es que todo lo que ahora mismo veo es glorioso y bello? ¿De dónde sale tanta luz y tantos colores fantásticos?

- En lo que preguntas es donde se encuentra el gran misterio. Y quizá por esto es por lo que a tantas personas les gusta mucho todo este barrio del Albaicín.

- Sigo sin entenderlo.

- Ni yo sé explicarte más. Pero te repito: Esto no es un sueño.

 

Espejo de la primavera y de Granada

“Te regalo, una vez más, Granada entera, vestida hoy de sol primaveral, azul y nieve y te regalo la magia y colores de la Alhambra. Comienza la primavera y tú, aunque no estás, sigues viva en mi recuerdo y alma”.

 

            El día se presentó muy sereno. Con el cielo todo azul, varias nubes blancas, sin viento ninguno y el clima templado. Solo a primera hora hizo un poco de frío y luego, en cuanto salió el sol, la temperatura fue subiendo. Un sol brillante y cálido, como siempre lo es en los primeros días de la primavera en Granada. Era sábado, anterior al Domingo de Ramos.

 

            Y él, por la estrecha senda que se agarra a la torrentera, caminó despacio. Por su derecha iba quedando la blanca y ampulosa cascada. En las altas cumbres ya empezaban a derretirse las nieves y por eso el arroyo bajaba casi a tope. También por esto la cascada caía más llena que nunca y más luminosa que ningún otro día del año. Se paró en la curva que la senda traza justo frente donde la cascada es más grande. Tan cerca de las aguas que casi podía tocarlas con sus manos. Y miró despacio a las aguas y luego observó los rayos de sol  cayendo desde lo más alto. Como si se derramaran desde la misma nieve de las altas montañas. Meditó durante un rato y la recordó.

 

            Siguió luego subiendo hasta que media hora más tarde, llegó a lo más elevado. Donde las tierras se tornan llanas y el pequeño lago se extiende plácido. La fresca hierba tapizaba limpia, un par de tórtolas arrullaban en las ramas del viejo castaño y la inmaculada nieve relucía esplendorosa en lo más alto de las cumbres. Cerca de las aguas del pequeño lago se mecían los narcisos, algunas peonías, muchas margaritas y más de una docena de otras frescas florecillas. Y en las limpias aguas del lago, el azul del cielo se reflejaba. Con la nitidez del más limpio espejo y como si jugara.

 

            Por el lado de arriba, casi bajo las ramas del centenario castaño, buscó un sitio y se sentó. Sobre una gran roca, frente al sol de la mañana y frente a las serenas aguas del lago. Al fondo se veía la ciudad de Granada y, emergiendo como del propio corazón de la ciudad, se veía el barrio del Albaicín y la Alhambra. Como si pretendieran elevarse desde la tierra y venirse a jugar con las tranquilas aguas del lago. El día seguía muy sereno y el cielo sangrando azul intenso.

 

            Sacó su pequeño cuaderno de la mochila, cogió el bolígrafo y despacio escribió: “A este lugar no te traje nunca. Pero hoy, cuando la primavera comienza y la Semana Santa llega, me vengo aquí contigo. Aunque solo sea en forma de recuerdo y sueño en mi corazón y alma. Todo brilla con la luz más fresca y la más sincera belleza. Y en las aguas azules de este lago ahora mismo se refleja Granada, tu recuerdo, la nieve de las cumbres de Sierra Nevada y el sol purísimo de la hermosa mañana. Como si hoy fuera un día único. Por eso todo es como en aquellos tiempos y por eso jamás te borras de mis pensamientos. Te regalo este momento, la limpia luz de estas aguas, el verde de las ramas del viejo castaño y todas las florecillas que la primavera viene regalando. Te regalo, una vez más, Granada entera, vestida hoy de sol primaveral, azul y nieve y te regalo la magia y colores de la Alhambra. Comienza la primavera y tú, aunque no estás, sigues viva en mi recuerdo y alma”.

 

            Y después de escribir esto cerró su cuaderno. Guardó el bolígrafo y, junto a las serenas aguas del lago, se quedó sentando. Contemplando y meditando y agradeciendo. Como si ninguna otra cosa fuera más importante en su vida en ese momento.

 

El loco engreído

 

       Al norte de la ciudad, ya a las afueras y en la ladera, se alzaba la casa. Rodeada de un buen trozo de tierra donde crecían muchos árboles y los jardines eran muy espesos. También abundaban mucho los lirios, las violetas, los narcisos, los tulipanes y las rosas. Pequeñas fuentes de aguas claras y rumorosas acequias, completaban con delicadeza, la luz y sombra y colores de este singular paraíso.

 

            Y la casa, muy blanca y toda ella perfectamente camuflada entre cedros, cipreses, naranjos y arces, estaba ocupada por un grupo de hombres. Todos mayores pero todos cultos y por eso con muy buenos títulos. Se dedicaban ellos a los estudios, a la investigación, a dar clases y a compartir con la sociedad la mejor filosofía para la vida. Y hasta parecía que el gran roble que crecía en la misma entrada de la gran casa, majestuosamente los dignificaba.

 

            Más de trescientos años tenía el grandioso roble y casi otros tantos la gruesa higuera que llenaba el hueco de la puerta a la derecha. Y era una gloria ver solo estos árboles, pasar por debajo de ellos, rozar sus ramas o sentarse a la sombra al fresco. Y así era como lo sentía y disfrutaba el anciano calvo que cada día regaba estos árboles, los contemplaba y se sentaba a su sombra. Y le gustaba mucho hablar con sus compañeros no solo de estos dos árboles sin también de todos los del jardín de la casa y de los mirlos que por estos sitios vivían y de los gorriones, los ruiseñores y palomas. Siempre decía:

- Qué gloria más grande y qué suerte tenemos nosotros poseyendo este tan singular paraíso.

- Tienes razón.

Le respondía casi siempre algunos de sus compañeros.

- Y a nuestra edad, en este rincón tan especial de la ciudad y con estos manantiales de agua y tantas sombras y silencios, es la mejor fortuna que pueda darnos el cielo.

 

            Y el hombre se iba de paseo por el jardín y se llenaba el corazón de estas maravillas. Todo así de sencillo y natural hasta que un día llegó a la comunidad un hombre algo más joven. Nombrado a dedo por un superior para que cuidara de la casa, del jardín, de los alimentos y demás necesidades que en la casa hacía falta. Y lo primero que hizo el hombrezuelo, nada más encontrarse en el pequeño paraíso, fue cerrar puertas. Y cuando alguien le preguntaba por qué lo hacía, si siempre las mismas puertas habían estado abiertas, respondía:

- Porque lo mando yo.

Y nadie se atrevía a contradecirlo.

 

            A los pocos días contrató a un jardinero y le dijo:

- Aquí soy yo el que manda. Ni chispa de caso debes hacer a  lo que te digan los demás.

Y le dio orden para que podara todos los naranjos. Justo cuando estos árboles ya estaban repletos de flores y, entre sus ramas, los mirlos habían hecho los nidos. Uno de estos mirlos hizo su nido en el arrayan del pequeño patio, entre el comedor y la sala de entrada. En cuanto lo vio el hombrezuelo dijo al jardinero:

- Ese nido lo hechas al suelo.

Y al enterarse los demás dijeron molestos:

- Pero hombre si es un privilegio que una de estas avecillas venga a hacer su nido aquí tan cerca de nosotros.

- Será así pero yo soy el que manda y he decidido que ese nido se destruya.

Y el jardinero obedeció.

 

            También obedeció cuando unos días más tarde dio orden para que se cortaran más de la mitad de los pinos de la ladera sur. Y al enterarse el hombre calvo también dijo:

- Ten en cuenta que estos pinos alguien los sembró aquí hace ya muchos años. Y también a lo largo de muchos años varias personas los han estado regando.

- Pero yo decido que se corte y no hay nada más que hablar.

Una semana más tarde, a primera hora de una mañana de sábado frío, se presentaron cinco hombres con un camión grande, una máquina para triturar ramas y cinco motosierras.  Y el hombrezuelo salió a recibirlos y enseguida les dijo:

- Empezad por allá y cortad todo lo que se os antoje.

 

            Y a la media hora ya estaban todas las sierras funcionando. Cortaron más de cincuenta pinos, varios olivos, seis almezos, diez viejos granados, cinco castaños de troncos recios, todos los arbustos de madroños, romeros, durillos… Y también los cilindros, dos o tres macasares, dos lilos de flores moradas y blancas y el gran cedro centenario. El más Anciano, hermoso y recto como una vela. Dijo el hombrezuelo:

- Lo cortáis en trozos y os lo lleváis junto con la peana y los demás árboles.

 

            Todo el día estuvieron con las motosierras en marcha y triturando ramas con la máquina. Y todo el día los mirlos, palomas, ruiseñores, gorriones y ardillas, estuvieron de un lado para otro desconcertados y buscando algo de paz. Y cuando ya caía la tarde, los de las máquinas llegaron a la puerta de la casa y se pusieron con el roble centenario. Primero le cortaron las ramas bajas, luego las más gruesas y al final lo cortaron a ras del suelo. Cayó con la dignidad del más noble y junto con él la vieja encina y la higuera. Y el hombre calvo, todo humillado y en su corazón muy dolido, dijo al hombrezuelo:

- Es un crimen lo que estás haciendo.

- Lo será pero ya sabes que en esta casa, jardín y bosque, soy yo el que manda.

 

            Y el hombre calvo se fue ahora a sus compañeros y preguntó:

- ¿Cómo es posible que estemos gobernados por un loco?

- Pagará algún día por lo que está haciendo.

- Pero un árbol con trescientos años no se cría de la noche a la mañana. Es un patrimonio que pertenece a la humanidad entera. ¿Cómo es posible que tan alegremente pueda destruirlo un loco?  

 

Frente a las estrellas

 

            Era Sábado Santo. Y el día amaneció muy sereno, con solo algunas nubes en el cielo, sin frío ninguno y con la primavera toda abierta. Por esto, la pequeña ladera de las rocas, se vía engalanada de romeros florecidos. También de almendros cargados de verdes hojas y frutos tiernos. Y por entre los romeros y almendros comenzaban a brotar las nogueras, los membrillos y los cerezos. Todo con una fuerza y color como hacía mucho no se había visto por el lugar. Porque a lo largo de todo el invierno, las lluvias habían sido muy abundantes, las nevadas muy copiosas y las nieblas habían revoloteado sin para por laderas y barrancos.

 

            Y aquella mañana de Sábado Santo terminó de dar los últimos toques a la pequeña casa, alzada sobre la roca alargada. En ella había trabajado durante muchos años, tallando primero los cimientos, levantando luego las paredes piedra a piedra y colocando marcos de madera en puertas y ventanas. Con la ilusión más ardiente y siempre pensando en ella. Porque de ninguna manera quería borrarla de sus pensamientos y porque siempre soñaba ofrecerle el más bello palacio del mundo. En la soledad más absoluta de las montañas, donde la naturaleza mostraba el más limpio esplendor y donde por las noches brillaba con más fuerza las estrellas. Por esto y también a lo largo de los años, había cuidado con esmero almendros, romeros, nogueras y demás plantas de la ladera. Y por esto había construido la pequeña casa de piedra sobre la pura roca, en la parte alta de la ladera, mirando al barranco del río, frente al sol de la tarde, muy cerca del arroyo cristalino y desde donde se veía los mejores azules del cielo.

 

            Y aquella mañana, ya vísperas del Domingo de Resurrección y día en que él soñaba que llegaría, dio los últimos retoques a la casa. Caminó luego un poco por el lado derecho y a unos cincuenta metros se paró. Se volvió, miró de frente a la casa y la vio espléndida. Toda de piedra, complementada con maderas naturales, color caramelo, cielo y fuego y limpia como el mismo viento que por toda la ladera se paseaba. Y muy satisfecho volvió a pensar en ella y en el palacio tan único que le tenía preparado. El mejor palacio del mundo y justo donde años atrás había soñado.

 

            Caminó luego un poco más, se vino para el lado de la derecha y buscó las aguas del arroyo. Justo por donde los charcos azules y las blancas cascadas. En uno de estos charcos se lavó las manos, bebió y luego comenzó a subir por el borde de la corriente. Saltando de vez en cuando charcos azules, pequeñas cascadas, limpias payas de arena, sombras de adelfas, fresnos y majuelos y se aproximó al manantial primero. Justo por donde la senda cruza el arroyo para acercarse a la casa por el lado de atrás y desde arriba. Aquí se paró y volvió a mirar despacio la construcción de lo que era para él el más hermoso palacio de la tierra. Y por eso otra vez le pareció único y exactamente lo que ella merecía.

 

            Caminó luego por la senda en sentido contrario, imaginando que ya iba a su encuentro y al poco se paró. Al lado de la alta roca y en lo más elevado de la ladera. Subió, por el lado derecho, a la parte alta de la roca y en el mismo sitio de siempre se sentó. Mirando de frente al camino que venía desde la ciudad y con la figura de su pequeño palacio en el lado de la derecha. Y como rumiando en forma de deseo y oración en su corazón, se dijo para sí mientras escribía en el pequeño cuaderno:

 

            “Mañana ya es Domingo de Pascua, día hermoso donde los haya y por eso es el mejor día para que Llegues. Desde que te fuiste es lo que a todas horas he estado soñando. Y ahora ya tengo para ti tu palacio preparado. En medio de los paisajes que siempre soñaste y donde por las noches brillan las estrellas con unos colores fantásticos. Puedes venir en cualquier momento. Te sigo esperando con mi corazón ilusionado. Ninguna otra cosa sueño ni quiero. Solo a ti y a tu presencia en estos campos y a mi lado. Porque sigo pensando como cuando estabas: que nada, ninguna otra cosa tiene más valor en este mundo que soñarte y soñar el cielo que en las estrellas tenemos reservado. Vuelve y llega. Todo para ti Dios y yo lo tenemos por aquí preparado”.

 

            Y cerró su cuaderno. Siguió mirando al camino por donde esperaba verla llegar mientras se recreaba en la música del agua del arroyo. El sol iluminaba con una luz muy espacial toda la ladera de los romeros y la pequeña casa de piedra levantada sobre la roca alargada. Como pórtico de Domingo de Pascua, día único y hermoso como ningún otro a lo largo del año.      

 

Como un sueño

 

            Preguntó:

- Esa planta que dices ¿existe de verdad?

- La he visto con mis propios ojos y, con estas manos, la he tocado muchas veces.

- ¿Y dónde se encuentra?

- No muy lejos de aquí, entre el bosque de una ladera y muy cerca de las rocas. Sé su nombre y sé también en qué época del año muestra más belleza.

- ¿Puedes llevarme hasta ese lugar y mostrármela?

- Cuando tú quieras.

- Pues por mí, si a ti no te importa, mañana mismo podemos ir a verla.

- Vendré mañana y te llevaré al sitio donde crece esa planta.

 

            Se despidieron y aquella noche se llenó el cielo de nubes espesas. Sopló fuerte el viento y, unas horas después, comenzó a llover. Abundantemente y con mucha fuerza. Como si las mismas puertas del cielo se hubieran abierto y derramaran sobre la tierra ríos enteros en cascadas gigantes. En su casa, sentado frente a la ventana estuvo gozando del cascabeleo de la lluvia. Casi a lo largo de toda la noche y también en todo momento sin dejar de pensar en ella. Aunque más que pensar lo que hacía era rezar, simplemente por rezar y para que de ningún modo en su alma se le muriera. Porque, desde hacía mucho tiempo, ya casi una eternidad, nada sabía de ella. Por eso hasta había perdido la esperanza de que algún día volviera. Sin embargo, día y noche y en cualquier época del año, luchaba para mantenerla viva en su corazón.

 

            Amaneció y la lluvia seguía cayendo. Solo a ratos amainaba y luego volvía con la misma o más fuerza. En la torre de la iglesia del pequeño pueblo en la ladera, se oyeron los chillidos de algunos mirlos y el crujido de las ramas de los cipreses. Se acercaba la hora que habían fijado para el encuentro. Y a la hora exacta lo vio subir por la calle. Envuelto en su impermeable y portando su mochila. Le salió al encuentro abriendo la puerta y lo saludó preguntando:

- Con tanta lluvia como está cayendo ¿podremos llegar a donde me has comentado?

- Por mí, estoy dispuesto. ¿Tú te animas?

 

            Tardó unos segundos en responder porque, rápido pensó en ella y luego escuchó la voz de su corazón. Contestó diciendo:

- Yo también estoy preparado. Cuando tú quieras.

Y no perdieron más tiempo. Del armario en la estancia de su habitación cogió la mochila, se envolvió en su impermeable, tomó un bastón para apoyarse al caminar por las inclinadas tierras de la ladera y salieron fuera. A la pequeña calle empedrada y en pendiente y, bajo la lluvia, en silencio caminaron. Como si estuvieran muy convencidos y seguros de la determinación que habían tomado. Y como si su aventura formara parte de algo muy importante.

 

            No tardaron mucho en dejar atrás las calles y casas del pueblo. Tampoco tardaron mucho, siguiendo la pequeña senda de tierra y por la solana, en descender al barranco. Por donde el arroyo grande bajaba repleto. Buscaron el puentecillo de piedra, el que todos por el lugar conocían como “el puente romano”, y cruzaron el cauce del arroyo. Siguieron ascendiendo y, como media hora después, se encontraban frente a los escalones rocosos, por donde el río se despeñaba. Dijo al que guiaba:

- Espera solo un momento.

 

            Detuvieron sus pasos y dejó que observara despacio el rincón por donde las aguas corrían. Miró durante un buen rato sin pronunciar palabra, con sus pensamientos ocupados por completo en los recuerdos y con su alma como perdida en el tiempo. Luego dijo:

- Podemos seguir cuando quieras.

Y el que guiaba quiso preguntar pero no lo hizo. Le parecía prudente respetar su mundo interno. Pero sí, como unos veinte minutos después, comentó:

- Ya estamos cerca. ¿Estás preparado?

- Claro que sí.

 

            Subieron por entre los pinares de la ladera, atravesaron el pequeño bosquecillo de robles, sortearon dos o tres regajos y, al salir al raso, aparecieron las rocas. Blancas como plata recién pulida. El que guiaba se adelantó, dio algunos saltos por encima de estas rocas y al fin se paró. Miró al que le acompañaba, señaló con su mano y dijo:

- Ahí puedes ver lo que hemos comentado y venimos buscando.

 

            Y al mirar las vio. Como un abanico abiertas, chorreando por el agua de la lluvia y destellando un hermosísimo verde claro. Observó despacio, se agachó, tocó con sus dedos sin intención de arrancarlas y preguntó al que guiaba:

- ¿Cuántas personas en este mundo conocen este sitio y estas plantas?

- Creo que yo soy el único y tú ahora.

Se levantó, miró para el barranco, por donde las nubes revoloteaban y la lluvia seguía derramándose. Pensó en ella y susurró en su corazón: “Solo en la eternidad, en el cielo de nuestros sueños, allá donde el tiempo es otra realidad, podrás un día compartir conmigo esta belleza”.  

 

Bulevar de la Constitución, Granada

 

        ¿Te acuerdas del Bulevar de la constitución, en el centro de Granada? Todavía no lo habían arreglado cuando estabas, en aquellos últimos días. Comenzaron las obras al poco de irte y han durado mucho tiempo. Yo lo fui visitando casi todos los días y por eso he seguido todo el proceso. Ya por fin terminaron las obras hace ahora tiempo y, en estos primeros días de la primavera, lo han decorado un poco más.

 

            Varias tardes seguidas llevo yendo a este sitio y por eso tengo claro qué es lo que por aquí pasa. Y pasa y pasaron muchas cosas, todas interesantes, algunas cargadas de melancolía y otras llenas de colores, luces y sombras. Y, en todas estas últimas tardes, siempre estuviste y sigues estando conmigo, a pesar de la lejanía y el tiempo. Siempre me anima tu recuerdo aunque al mismo tiempo me llene de tristeza. Y lo que más ¿sabes qué es?

 

            Sí, la primavera. No puedo borrar de mi mente que fue al comienzo de esta estación del año cuando te fuiste para siempre. A tu cielo concreto, a tus praderas eternas, a tus rincones de luz e hierba, a tus ríos cristalinos, a tu libertad, a lo mejor de los sueños que junto a mí soñaste. Te fuiste al comienzo de la primavera de aquel año de tanta lluvia y tanta hierba y tantas flores. También este año ha llovido mucho y por eso otra vez la primavera se ha presentado cargada de flores, de hierba fresca y de colores. Y por el rincón de las nogueras, donde duermes desde aquel día que te marchaste a tu cielo, los rosales silvestres han brotado ya. Se han cubierto con nuevas hojas las nogueras, tienen nuevos brotes las encinas y los pinos y se han llenado de grandes ramos de flores todos los lilos. Entre sus ramas, la otra tarde, revoloteaban las mariposas, las abejas y las libélulas.

 

             Y al ver tantas flores, tantas delicadas mariposas y todo tan verde, la otra tarde me llené de tristeza. Porque mi corazón te recuerda y sabe que en este recogido y apartado rincón del Planeta, duermes en silencio tu eternidad perfecta. Desde aquellos primeros días de la primavera de aquel año lejano. Y todo sigue como si nada hubiera pasado. Pero el tiempo no ha dejado de correr y con él te llevó para siempre. Se llevó, a los pocos días, a nuestra amada Princesa, a tu querida Raky y también a Guela, Lera, Yulia, Albina…Una lista no muy larga pero sí muy concreta y sincera. Y creo que lo mejor de cuanto Dios ha creado en ese suelo.

 

            A veces pienso que sueño y que tanto tú como todas ellas y demás personas que han sido amigos nuestros, nunca habéis existido de verdad. Que sois espejismos de mis deseos. Pero el corazón me duele y casi vive exclusivamente del recuerdo. En la soledad más grande y sin esperar nada más que la llegada del fin de los tiempos. Y por eso no quiero que te borres de mi alma ni que se borren tampoco ellos. Por eso, en estos días primeros de esta nueva primavera, casi cada tarde me voy a dar un paseo por el gran Bulevar de la Constitución. También han brotado por ahí los tulipanes, los rosales, los lilos, los árboles… Y justo en estos días han puesto, a lo largo de todo el paseo, algunas imágenes de personajes importantes de Granada: De Lorca, del Gran Capitán, de María la Canastera, de Manuel de Falla… Para que tampoco se borren de la memoria de las personas y para decorar, de alguna manera, este nuevo bulevar de Granada.

 

            Todo, creo, muy interesante y con muchos colores de primavera. Pero tú no estás ni la Princesa ni Raky. Por eso hoy, en esta mañana de primavera, te recuerdo y te ofrezco este pequeño homenaje. Porque ¿sabes? Por muy hermosa que sea Granada y el Bulevar de la Constitución, como tú me faltas y me falta la Princesa y todas aquellas personas que tanto hemos querido, yo no soy feliz. Siempre tengo en mí tristeza y siempre me noto con el corazón vacío. Porque sigo deseando, como cuando estabas, compartir la vida y mis sueños. No con cualquiera sino contigo, la Princesa y el puñado de amigos que dimos cobijo en el corazón.

 

            Por esto te digo, una vez más, que este Bulevar de la Constitución en el mismo corazón de Granada, es hermoso y me gusta. Lo han dejado muy bonito y agrada pasear por ahí. Yo también lo hago y saco fotos y me siento en los bancos. Pero como no estás ni están ningunas de las personas queridas, vivo triste. ¡Qué pena que no conozca esto! ¡Y qué pena que todos os hayáis ido tan lejos! Como ya te he dicho, es primavera y todo se ha llenado de flores, de olores, luces y sombras. Granada está muy bonita y por eso es duro, muy duro vivir por aquí con tantas ausencias.     

 

Álbum de fotos del Bulevar de Granada

http://www.facebook.com/album.php?aid=57242&id=1112504705&l=f42c78b03f

 

El palacio de sus sueños

 

            Al salir el sol la niña dijo al Anciano:

- Esta noche de nuevo lo he soñado.

Y el Anciano la observó, se mantuvo en silencio aunque quiso preguntarle y luego miró por la ventana.

El día se presentaba nublado, el viento todo en calma, sin nada de frío y con los mirlos por el jardín cantando. Era primavera ya muy avanzada y por eso todas las laderas y llanuras junto al río se veían repletas no solo de hierba sino también de pequeñas florecillas y algunos arroyuelos. El invierno había sido muy lluvioso y también lo estaba siendo la primavera.

 

            Se acercó ella al Anciano y otra vez le dijo:

- ¡Quiero verlo! Ahora mismo noto como si en el corazón me ardiera. Porque en mi sueño lo he visto con tanta claridad y tan rotundamente bello que es como si una vida entera hubiera estado ahí viviendo. ¿Me llevas?

Y ahora sí preguntó el Anciano:

- ¿Sabes exactamente dónde se encuentra?

- Sí, porque hasta la senda que va por entre los pinos y remonta al collado la he visto con tanta claridad como si una vida entera también la hubiera estado recorriendo. ¿Me llevas?

- Te llevo.

 

            Y media hora después los dos salieron del cortijo. Cruzaron el arroyo del balneario, remontaron por el puntal de los almendros, atravesaron el bosque de los robles, dejaron atrás las cascadas del río blanco y buscaron la senda del pinar de la solana. Por aquí caminaban ilusionados cuando otra vez dijo ella:

- Y es como si ahí estuvieran viviendo ellos: Albina, Guela, Lera, Katya y la Princesa.

Le preguntó él:

- ¿También Sinombre, Enebro y Bandolero?

- Por el lado de arriba de la pradera en el río he visto que tienen su cielo. Por eso tengo tanto interés en que me traigas y descubras conmigo esto.

Guardó silencio él al tiempo que para sí se dijo: “Quizá tenga razón y en su corazón de ángel se le manifieste en sueño el cielo que tanto necesitamos”. Y le dio su mano apretándola con fuerza. Dijo otra vez ella:

- Ya estamos llegando.

El sol se alzaba a medio cielo y brillaba con fuerza. Sus rayos blancos y dorados caían como en chorros gigantes sobre el valle del río y por donde el rincón que estaba buscando. Por eso, en cuanto se situaron en lo más alto del collado, se paró, miró para el valle del río y señalando, dijo al Anciano:

- ¡Míralo! Tal como lo he visto tantas veces en mis sueños.

Y observando el Anciano miró y lo descubrió.  

 

            Como incrustado en la misma ladera de la montaña, construido de piedra y tierra, cerca de la amplia llanura y casi al borde de las aguas. Y descubrió que por algunas de sus ventanas salían haces de colores en forma de llamas. Quiso preguntar pero ella se adelantó diciendo:

- Es como si fuera el palacio del reino más hermoso que nunca nadie haya imaginado. Por eso ahí tienen que vivir ellos y por eso dentro todo está lleno de mágicos secretos y tesoros fantásticos.

 


Aviso legal | Política de privacidad | Mapa del sitio
© José Gómez Muñoz. "El Último Edén"