Ventanas a la eternidad

        Relatos cortos // 2010-18

 El libro de los más bellos relatos de la Alhambra,

 río Darro, Albaicín, Realejo y Granada - XIX

 

1- Buscando trabajo

2- Los membrillos de oro

3- Jenni, la payasa

4- La casa de los mármoles

5- Desde el almez del puente 

6- Reflexión otoñal 

7- Estoy contigo y te quiero

8- Letras de oro

9- Las oropéndolas de la Alhambra

10- Escena de Navidad

11- Por Navidad

12- El rio azul verde

13- La muchacha del ramo de flores

14- Las tres Alhambra

15- El abrazo

16- Entre la nieve, junto al río

17- La muchacha de la Nieve y la Alhambra

18- La madre, la niña y el moral

19- Lágrimas en la tarde- I Amanda


416- BUSCANDO TRABAJO   

 

            La madre aquella mañana, como todos los días, se levantó la primera. En la desangelada estancia de la fría casa, preparó algo para desayunar. Un poco de leche recién ordeñada de una de las tres cabras que poseían y un trozo de pan de trigo y cebada. Reflexionó un momento mientras miraba como abstraída el recinto de la fría estancia y para sí se dijo: “Como Dios no se apiade de nosotros, cualquier día de estos morimos. Ya, ni siquiera leña para calentarnos tenemos y el puñado de harina que guardaba en la orza de barro, ahora mismo se ha terminado”.

 

               Miró a los tres hijos que, cerca de la chimenea, se envolvían en el colchón de paja y mantas viejas y les dijo:

 

- Ya el sol alumbra con fuerza. Levantaos, comed lo poco que he podido preparar y luego vais a las tierras que a noche dijimos.

 

Los tres hijos, dos varones y una niña ya casi con doce años, se levantaron y en silencio comieron lo poco que la madre les había preparado. La madre, mientras los tres hermanos se miraban, de nuevo les dijo:

 

- La mujer buena que todos conocemos y que tiene sus tierras por donde las aguas del río se derraman, quizá tenga trabajo para algunos de vosotros. Ella siempre nos trató bien. Acercaros, la saludáis y preguntarle si podéis trabajar en sus tierras.  

 

               Sin pronunciar palabra, unos minutos después, el menor de los dos varones, salía de la casa. Como a escondidas porque quería llegar el primero a la casa donde vivía la mujer buena. Por eso, caminó a toda prisa y media hora más tarde, se encontraba frente a ella. Recogía algunas hortalizas del huerto y al llegar el joven, la saludó y le dijo:

 

- Yo sé que, hace unos meses, su marido me despidió del trabajo porque no era lo bastante bueno. Pero ahora acudo a usted para pedirle que confíe en mí

 

Dijo la mujer:

 

- Te acogeré y a tu hermano y hermana. Confía tú en mí que haré por ti todo lo que pueda para que no te sientas tan desgraciado.

 

               Se acercó en ese momento el hermano mayor y al verlo, la mujer contenta lo saludó. Éste le dijo:

 

- Hasta hace poco tiempo estuve trabajando para usted y siempre me decían que era el mejor. ¿No podría seguir confiando en mí?

 

- Claro que sí porque eres el más fuerte, alto y noble pero tu hermano se te ha adelantado.

 

- Ya lo estoy viendo y también observo que por allí se acerca mi hermana. Ellos también necesitan trabajar pero usted ¿en cuál de los tres confía?

 

               Sentándose entre sus matas de hortalizas, en la torrentera y frente al río y con la visión de las torres de la Alhambra a lo lejos, la mujer miró fijamente al hermano mayor, al más pequeño y a la niña que en ese momento llegaba y le dijo:

 

- Si menosprecias a tus hermanos porque son menores y no tan buenos para el trabajo como crees que eres tú, algo falla en tu corazón. De ti tengo el más alto concepto por lo responsable que siempre has sido en los trabajos que se te han encomendado pero a ellos también los quiero.  Quedaros los tres a mi lado y ayudadme que luego os meteré en mi casa y os acogeré, hoy y para siempre. Labraremos estas tierras y os pagaré por ello porque los tres sois buenos y merecéis todo el respeto.  

 

 

417- LOS MEMBRILLOS DE ORO

                                                                           Los sueños, son ventanas a la eternidad,

                                                                           corazón del gozo y de lo bello. 

 

               Tanto como ahora, por unos sitios y otros, muchos se preocupan de las cosas del pasado y aun todavía nadie sabe dónde estuvo. En sus tiempos, fue un edificio pequeño, construido de piedra y rematado con algunas torres también de piedra. Se alzaba al final de una pequeña ladera y, en lo hondo pero no muy lejos, corría un río. Sus puertas y ventanas, miraban a las montañas de Sierra Nevada, por donde el río Genil ahora se desliza. Y, un poco a la derecha de este edificio situado en la puerta frente a las nieves de las cumbres, se alzaba un cerro muy singular. Como una pequeña montañas, poblada en sus partes bajas de encinas, robles, majoletos, almeces castaños.

 

               Estaba, esta montaña, como partida por la mitad, era algo alargada y en su cresta, justo en el centro y en todo lo alto, se formaba como una ondulación. Algo así como el lomo del camello bactriano doméstico, Camelus bactrianus. En cuya curva entre las dos gibas, había un bonito prado. Un trozo de terreno llano donde y a lo largo de casi todo el año, crecía la hierba y florecían mil pequeñas plantas silvestres. También, esta pequeña pradera de fresca hierba, era como un particular y gran mirador hacia el claro río que se deslizaba por lo hondo, hacia los amaneceres por encima de las cumbres de Sierra Nevada y hacia estas cumbres mismas y las blancas nieves.

 

               A la derecha de esta pequeña pradera de fresca hierba, crecían tres membrillos. Árboles pequeños que casi todos los años daban frutos muy lustrosos y que recogían algunos de los habitantes de la casa de piedra. Y aquel verano, la niña de unos diez años que vivía con sus padres en la bonita casa, se entusiasmó mucho con los frutos de estos árboles. Le decía a la madre:

- Cuando llegue el otoño, yo quiero subir a esa montaña para coger con mis propias manos esos dorados frutos con tonos de caramelo. Me gusta mucho su color oro nuevo y el perfume que desprenden.

- Pues si este es tu deseo, un día y cuando ya terminen de estar maduros, vamos y los cogemos.

 

               Se acercó el otoño y cada mañana al salir el sol, se le veía a la pequeña asomada a la puerta de su casa. Frente a las montañas, abría sus brazos y por completo entusiasmada con el paisaje que al fondo se abría, gritaba y también le decía a la madre:

- Imágenes más grandiosas, llenas de colores y luz y que recojan tantos misterios, nadie puede verlas en ningún lugar del mundo. Estas montañas nuestras son el cielo más bonito que nadie haya imaginado.

Y la madre ratificaba: 

- Desde luego que es cierto. Cuando el otoño llega por estos rincones de Granada, todo es como un dibujo fantástico. Los silencios, los colores, las luces y aromas que reflejan y regalan estas montañas, son como la antesala de paraísos nunca imaginados.

Y la niña aprovechaba el momento para preguntar a la madre:

- ¿Habrán ya madurado los membrillos del prado de la montaña?

- Si no lo han hecho, les quedará poco. Un día de estos vamos a ir a verlos.

 

               Y al día siguiente de esta conversación, un hermoso amanecer de otoño, la pequeña salió a la puerta de su casa, saludó al nuevo día con su entusiasmo de siempre y luego, sin decir nada a nadie, buscó un caminillo y lentamente se puso a remontar la montaña de los membrillos. Llegó al collado de la hierba, a media mañana, justo cuando el sol iluminaba muy brillante, llenando de luz toda la pradera, las dos pequeñas montañas a los lados y toda la inclinada ladera que caía hacia el río. De los membrillos colgaban los frutos con tonos color oro, muy sanos y esparciendo perfume. Sin pensarlo mucho, se subió a uno de estos árboles y se puso a coger los mejores membrillos que en las ramas se mecían. Revolotearon los mirlos y cacarearon las urracas al descubrir lo que ocurría en el paisaje pero ella, entusiasmada se decía: “Cogeré los frutos más grandes y sanos y se los llevaré a mi madre para que me haga dulce de membrillo. Y mañana por la mañana, iré a la casa del pastor amigo mío y a su niño, le regalaré una buena cantidad de esta exquisita mermelada”.

 

               Una de las ramas del árbol, no pudo con el peso de su cuerpo. Al coger el fruto que en el extremo colgaba, la rama se rompió, la niña cayó al suelo envuelta entre los membrillos y todos juntos, por la ladera hacia el río rodaron. Su pequeño cuerpo, como flotando en el aire y los membrillos, como dándole compañía y saltando de roca en roca y por entre los árboles. El pastor que en ese momento daba careo a su rebaño de ovejas cerca de las aguas del río, la vio rodar por la ladera y luego la vio caer en las aguas junto con los membrillos. Salió corriendo y cuando llegó a su lado, solo pudo comprobar que ni de su boca salía una hebra de aliento ni en su pecho latía el corazón.

 

               En sus brazos la llevó hasta la casa de piedra y al ver el cuadro, la madre y los conocidos, la lloraron desconsolados. Al día siguiente la enterraron en el collado de la hierba y, justo un día después, todos los membrillos que colgaban de las ramas de los árboles, brillaban como el oro más fino. Algunos dijeron:

- Es que el cielo quiere, de esta manera, decirnos que la ha recibido en un paraíso tan bello como el que ella cada mañana contemplaba y soñaba desde la puerta de su casa, frente a las montañas.

Nadie se atrevió a coger ni una sola fruta de estos árboles, ni aquel día ni nunca. La bella casa de piedra, se quedó sin alegría y sin luz y por eso, pasado el tiempo, fue quedando por completo deshabitada. Poco a poco se hundió y desapareció para siempre. Pero por el lugar, el pastor del río y, muchos años después, algunas personas y al llegar el otoño, sí veían y dicen contemplar esta bellísima casa y a la niña en la puerta con sus brazos abiertos frente a los paisaje, saludando el nuevo día. Como si en el gran libro de lo inmortal, todo hubiera quedado fresco y puro en el mejor lugar de la eternidad.         

 

 

418- JENNI, LA PAYASA

 

               El título de este relato también podría ser: “El Banco de Jenni”. Para hacer honor así y más directamente al banco de piedra donde estuvo sentada la tarde que actuó como payaso para los niños del albaicín y también la tarde que le entregó los dibujos. En este banco, un asiento pequeño en la plaza del Paseo de los Tristes, entre el muro del río y las mesas de las terrazas de los bares. Y no es un asiento solo sino varios que se alinean cerca de unos pequeños arbolitos que derraman sus sombras sobre estos asientos.

 

               Y como aquella primera tarde y también la segunda, era verano y hacía mucho calor, ella escogió el banco primero de los dos grupos que hay entre la fuente surtidor y el comienzo y final. En este primer banco, arropado por la sombre de uno de los arbolitos, la vio sentada la primera tarde, con una pequeña maleta abierta sobre el asiento con algunos objetos para su disfraz de payaso. Y aquí mismo, en este primer banco estaba sentada la segunda tarde, esperándolo con su puñado de dibujos sobre el asiento. De aquí que al verla en esta segunda ocasión, enseguida pensara: “Este será, a partir de hoy, el banco de Jenni. Porque desde ahora y para siempre, cada vez que por aquí pase, al pisar este lugar y volver a ver el banco, la recordaré. Con la aureola de luz, juventud y belleza del primer momento en que la vi”.

 

               Queda este lugar por completo a los pies de la Alhambra, a solo unos metros del río Darro y en la antesala misma del barrio del albaicín.  Y el encuentro y todo lo que luego ocurrió, sucedió de esta manera:

 

               Era ya casi final de mes de agosto. Los días estaban decreciendo porque el verano caía hacia el ocaso pero aun así, todavía hacía mucho calor. Tanto que las chicharras no paraban de cantar y por el río de la Alhambra, a su paso por el Paseo de los Tristes, los jóvenes, turistas y hippies, buscaban las frescas aguas para meter sus pies y jugar con sus perros.

 

               Con su sombrero de paja sobre la cabeza para protegerse un poco del ardiente sol, caminaba lento. Cruzando la alargada plaza del Paseo de los tristes dirección al puente del Aljibillo. Ahí se veía el viejo almez que clava sus raíces en el muro mismo de piedra y derrama sombra por el empedrado de la calle. A este lugar, único y especial en toda la ciudad de Granada, acudía cada tarde. En otoño, invierno, primavera y verano para descansar un poco de su largo paseo, observar a los que por aquí continuamente pasan y sentirse acompañado por la figura de la Alhambra sobre la colina. También para meditar sus cosas y alimentarse de los recuerdos. Porque, a pesar de que el tiempo poco a poco apaga y borra las vivencias y recuerdos, en su corazón mil hermosos, alegres y tristes momentos siguen vivos.

 

               La vio sentada en uno de los bancos de piedra que hay entre los arbolitos y cerca del muro que separa al río de la plaza. La observó con interés mientras se acercaba y al llegar a su lado, se paró, la saludó y sin más rodeo le preguntó:

- ¿Qué vendes?

Alzó su cabeza, lo observó algo sorprendida y respondió:

- No vendo nada. Soy payasa y preparo estos globos y figuritas.

Y algo extrañado de nuevo le preguntó:

- ¿Payaso callejero para los niños de los turistas?

- Formo parte de un grupo de jóvenes extranjeros y como ahora no tenemos trabajo en nuestro país, estamos haciendo una pequeña gira por España. Vivo ahora mismo en Dílar, el pequeño y blanco pueblo a los pies de Sierra Nevada y esta tarde he venido a Granada y a este lugar con la intención y deseo de ganar algunos dineros. Lo necesito.

- Pero a estas horas y con tanto calor, ya ves que no hay turistas ni niños ni otras personas. ¿Para quién vas a interpretar tus cuentos?

- Esperaré a que sea un poco más tarde y refresque algo. Las personas pueden salir a pasear y tomar el fresco con sus niños. Los sorprenderé porque este es un escenario muy original, único en el mundo y que pocos valoran como se merece.

 

               Comentó algunas cosas más con ella durante algunos minutos y luego la despidió. Siguió dirección al almez del puente del Aljibillo y en el muro del río se sentó a la sombra. Miró varias veces para el banco y la seguía viendo a la sombra del arbolito, en el asiento preparándose para su actuación. Se dijo: “Yo podría darle algunas monedas para aliviarla algo. Es joven, recorre el mundo persiguiendo un sueño y parece muy pobre aunque dé la impresión de que es feliz a su manera. Todos los jóvenes del mundo merecen ser apoyados y valorados como lo mejor de la especie humana”. Y después de un rato meditando, se levantó, dejó la sombra del almez, caminó de regreso y al acercarse de nuevo comprobó que ya tenía su cara pintada de blanco, azul y rojo. Volvió a saludarla y le preguntó:

- ¿Tú sabes dibujar?

Extrañada y con un pequeño espejo en una mano y una barra de pintura en la otra, a su vez, también hizo una pregunta:

- ¿Dibujar?

- Si haces unos dibujos para mí, te los pago. ¿Quieres?

- ¡Claro! ¿Qué dibujos son?

 

               Abrió su pequeño bolso, sacó un cuadernillo en tamaño A6, se lo alargó y le dijo:

- Aquí hay unos relatos escritos por mí. Léelos y dibuja lo que se te ocurra. Cuando lo hayas terminado me los das, te pago cada dibujo a tres euros y luego te regalo, cuando ya lo tenga impreso a color y en papel de muy buena calidad, tres ejemplares de este librito con tus dibujos como ilustración.

Con interés y dejando traslucir cierto entusiasmo, cogió lo que le alargaba. En un español muy malo dijo que haría lo que le estaba pidiendo. Y a continuación añadió:

- Mi profesión y divertimento es hacer de payaso pero si tú me das esta oportunidad y como necesito dinero, me pongo y hago lo que me pides. Me marcho a mi país el treinta de este mes y quizá ya no vuelva nunca más a Granada. Quizá esto me sirva para llevarme de aquí un bonito recuerdo al tiempo que a ti te dejo contento.

Y el hombre le aclaró:

- En la última página de este cuadernillo, está mi nombre y demás datos. Me avisas cuando tengas el trabajo terminado, nos vemos y te lo pago.  

- ¡Vale!

 

               La despidió y caminó de regreso, ilusionado y confiando en que haría los dibujos. Dos días más tarde, recibió el siguiente correo: “Buena tarde, y saludos desde el payaso! Nos reunimos el pasado sábado en el Paseo de los Tristes. He leído los libros que me diste y ya comenzó con las imágenes. Creo que voy a tener a todos listos para mañana. ¿Tendrías tiempo para reunirte y tomar una mirada en ellos algún día de esta semana? Saludos, Jenni”. Y casi al instante le respondió de esta manera: “Hola, gracias por tu correo y por el interés en los dibujos. Yo paso todas las tardes por el Paseo de los tristes entre las cinco o cinco y media de la tarde. Si a ti te viene bien, en este lugar nos podríamos encontrar y ver tus trabajos. Estaré encantado. Mañana mismo paso por el Paseo de los Tristes a la hora que ya te he dicho. Gracias y saludos”.

 

               Al caer la tarde del tercer día, de nuevo caminaba por la Carrera del Darro. Con su pensamiento puesto en ella y deseando verla en el mismo banco. Miraba con gran interés mientras se acercaba y de pronto, quedó sorprendido: en el mismo lugar estaba sentada y para ser vista, alzaba su mano saludando y como diciendo:

- ¡Estoy aquí! No pases de largo ni me busques en otro sitio.

Desde la distancia y todavía al comienzo de la alargada plaza del Paseo de los Tristes, él le respondió alzando a su vez su mano derecha. Se colocó mejor su sombrero de paja y sonrió, rumiando para sí: “Ha sido noble y respondiendo gratamente a este proyecto”.

 

               La saludó al llegar y ya comprobaba que sobre el banco donde estaba sentada, tenía muy bien colocado un buen puñado de hojas de papel y en ellas plasmados coloridos dibujos. Se sentó a su lado al tiempo que le decía:

- Estoy contento y ardo de emoción por ver tu trabajo.

- Espero que te guste porque de verdad he trabajado duro y poniendo en ello todo mi interés.

Con cuidado fue cogiendo cada uno de los trozos de papel, algunos en tamaña A6 y otros en A4, rectangulares y cuadrados. En cada uno de estos trozos de papel, aparecían bonitos dibujos con trazos en negro, azul, verde, bermellón y amarillo. Para excusarse de alguna manera, temiendo que no le gustara lo suficiente su trabajo, ella comentó:

- Yo no tengo muchos colores pero me he esforzado mucho para conseguir lo mejor.

- ¿Cuántos dibujos has hecho en total?

- Catorce porque con este número creo que queda bien ilustrado el relato que me has dado. Que por cierto, a mí y a mis amigos, nos ha gustado mucho. No es un texto solo para niños sino también para mayores. Me gusta lo que describes ahí y de la manera que lo haces.

- Pues te lo agradezco.

 

               Pasaban los turistas para arriba y para abajo, indiferentes a lo que en el banco sucedía. Observaba ella muy interesada con el deseo de encontrar agrado en la cara del hombre. Pasados unos minutos y después de haber ojeado con ilusión y detalle el trabajo de la joven, dijo:

- Me gustan mucho y por eso te lo agradezco y te felicito.

Se iluminó su cara y ojos al tiempo que respondió:

- Pues gracias también de mi parte. Ha sido un reto para mí y ahora me doy cuenta que el dinero, en cosas como estas y otras, no es lo más valioso.

 

               Unos minutos más tarde, recogió y guardaba los dibujos que la muchacha le entregaba. Le ofreció a ella los euros prometidos y al ver las monedas, como del corazón se le escapó:

- ¡Esto es mucho dinero para mí!

- Es tu trabajo y te doy lo que te dije.

En su gran bolsa de tela de colores, guardó las monedas, dejaron el banco, juntos los dos caminaron por la Carrera del Darro abajo y en la Gran Vía, la despidió, dándole las gracias de nuevo al tiempo que recibía de ella un trocito de papel y una aclaración:

- Aquí está mi dirección postal en Tampere, Finlandia para que me mandes los libritos que me has dicho cuando ya estén impresos. Me marcho el treinta de este mes, dentro de unos días y puede que ya nunca más vuelva a España ni nos veamos.

Y en ese momento, él sintió en su corazón que, además de joven y muy bella, era buena e irradiaba mucho encanto. Se dijo:

 

Jenni

               “Es alta, delgada, ojos muy azules y claros, con pelo algo rubio y cara suave y dulce. En su nariz muestra dos pequeños aretes y en sus brazos y hombros, luce algunos tatuajes. Sonríe dulce y a pesar de aparentar poca cosa entre y frente a los demás, en su corazón anida un río de ilusión por la vida y ansia de un mundo bello, justo y más hermoso de lo que a diario a su alrededor se encuentra”. Esto pensaba él mientras se alejaba por la Gran Vía, en dirección contraria a como iba ella. Por eso, al llegar a su casa, se puso y escribió los renglones que siguen y que pensó podría ser un poema y por eso le puso por título:

 

Poema para Jenni

               “Conozco yo a un papagayo payaso y que algunos llaman ‘papagayo pamplina’, que se pasa el día alardeando de su título de doctor. Dice ‘hola’ a todo cuanto se mueve y luego, después de mostrar su colorido plumaje, se ríe en las caras de las personas. Piensa que hace gracia y en el fondo, detrás de cada tonta ironía suya, solo deja traslucir soberbia y prepotencia. Y es porque en el fondo, también está acomplejado. Cada blac, blac que sale de su boca, es un desprecio para todo el que le rodea.  

 

               Por eso ahora, después de haberte conocido a ti, payasa Jenni, creo que eres grande. Pobre como el más pobre, débil como el más pequeño, humilde como el ruiseñor que la primavera pasada vi por el río Darro y transparente como el cielo de Sierra Nevada. Y como no he podido evitar compararte con el payaso papagayo que conozco, he llegado a la conclusión que ni al talón de tu pie te llega. Porque es prepotente, malo en el fondo y engreído y tú eres tan sencilla, que disfrutas divirtiendo a los niños de los turistas para conseguir unas monedas a cambio. Sin que lo sepas y para siempre, por tu gran corazón y tu fresca inteligencia, yo te he nombrado hoy reina payasa del Paseo de los Tristes a los pies de la Alhambra. Y también para siempre, tu nombre será Jenni, la payasa”. 



419- LA CASA DE LOS MÁRMOLES

 

               Al caer la noche, todo el cielo se llenó de nubes. Negras y densas como de tormenta y se levantó un poco de viento. Oscureció y salió al jardín con la intención de dar un pequeño paseo y vivir de cerca lo que el clima anunciaba. Al fondo y por entre los árboles de la parte baja de su jardín, a lo lejos, se veían las luces de la ciudad extendida por la ancha Vega de Granada, desde la colina de la Alhambra, ríos Genil y Darro y el barrio del Albaicín.

 

               Por entre el jardín huerto de su casa, todo era silencio, con el reflejo de las luces a lo lejos, el siseo del vientecillo por entre las hojas de los árboles y la oscuridad en el cielo amenazando lluvia. En su alma, un halo de tristeza y melancolía palpitaba motivado por su ausencia y sentimientos de lejanía. Se dijo sin pronunciar palabra: “Te echo de menos y a veces tanto, que ya ni siquiera soy amigo del viento. Quiero irme al lugar y mundo que tanto y tanto sueño y esta noche, ahora mismo, todo parece estar preparado para ese vuelo. Lo deseo y, porque aun sigo aquí, mi corazón se entristece”.

 

               Comenzó a llover, caminó de regreso, entró a su casa, buscó la cama, se envolvió en las sábanas y al poco lo vio en su sueño. Por las estrechas calles del barrio del Albaicín, caminaba dirección a la lujosa casa. Estaban por completo solitarias todas las calles, olía a otoño, a musgo y hojas secas y sobre la colina de la Alhambra, las frías nieblas revoloteaban. Todo como ocultando un misterio dulce y doloroso al mismo tiempo y con sabor a soledad. Llegó a la puerta de la casa y al encontrarla abierta, entró, atravesó el pequeño patio lleno de plantas y algunas fuentes con agua y se acercó a la segunda puerta. La que daba entrada a la sala de los mármoles de colores. Y al encontrarse aquí, se paró y, como asombrado, miró a un lado y otro. Era tanto lo que abrumaban los mármoles en todos los colores y tamaños que hasta daba miedo pisar el suelo. Las columnas a un lado y otro de mármoles marrones, verdes y blancos y cúpula rematada también con mármoles azules, dorados y negros. Se dijo: “La belleza que desprenden, sin duda que es imponente y ello hace pensar que el dueño de este palacio, es rico y poderoso. Mis ojos nunca vieron ni mi corazón jamás soñó un lugar como este”.

 

               Subió las escaleras y en la primera planta y bajo unas gruesas columnas de mármol, la vio. Se acurrucaba en unas ropas viejas y al sentirlo llegar, se incorporó, restregó sus ojos y lo saludó. El joven le preguntó:

- ¿Esta es la cama donde duermes?

- Ya estás viendo que sí y aun así, debo de estar agradecida. ¿Te sorprende?

- Claro que me sorprende y mucho. No puedo comprender como en una casa con tanto lujo de mármoles, una niña como tú, tenga que dormir en un rincón tan miserable. ¿Dónde está la persona que te somete a esto?

Y en ese momento, de la sala del fondo, salió un hombre de estatura baja, muy grueso, con melena y barbas negras que dijo:

- Ya era hora que vinieras. Llévatela de mi presencia que no quiero verla más.

 

               Se sintió humillado el joven y se sintió humillada la pequeña pero ninguno de los dos dijo nada. La cogió de la mano, bajó las escaleras, atravesaron el recinto lleno de plantas y fuentes y al llegar a donde había dejado el borriquillo, le dijo:

- Sube a él y salgamos de esta casa y de este barrio cuanto antes.

Sobre la colina de enfrente, las torres de la Alhambra, se veían iluminadas por la luna y como veladas por las nieblas. Se oía el rumor de las aguas del río y las calles todas solitarias.

 

               Ya subida en el borriquillo, la niña dijo al joven:

- Ese hombre que has visto, es el único administrador de esta casa tan lujosa. Y desde que llegó hace unos meses, a todos nos trata a voces y con desprecio.

Dijo el joven:

- Sabía yo esto y por eso he venido a por ti. A partir de ahora todo será nuevo. Yo estaré siempre a tu lado y, aunque no tengas lujos, vivirás rodeada del mejor cariño y respeto. Lo más digno y hermoso para las personas en este mundo.

 

               Despertó en su cama y, durante unos segundos, miró en silencio por su ventana. Amanecía y ya no llovía. Tampoco se oía el viento aunque sí olía a musgo, a hojas secas y a tierra mojada. Recordó que era otoño y refrescó en su mente el sueño que había tenido. Se dijo: “Hoy mismo voy a recorrer las calles de ese trozo del Albaicín frente a la Alhambra. Quiero preguntar a ver si alguien por ahí sabe dónde estuvo la lujosa casa de los mármoles y quiero averiguar quién fue ese hombre grueso y violento que he visto en mi sueño. ¿Cómo acabaría su vida y en qué parte del cielo o de la eternidad lo habrá Dios acogido?        

 

420- DESDE EL ALMEZ DEL PUENTE DEL ALJIBILLO

 

               Tanto en invierno como en primavera, verano u otoño, cada tarde se le veía sentado en el mismo sitio: en el muro del río y bajo el almez del Puente del Aljibillo. Siempre solo, mirando sin fijarse en nada a los que pasaban o se paraban buscando orientarse. Nadia se fijaba en él pero a sus espaldas, parecía mirarle atentamente la Alhambra y, el rumor de las aguas del río, le servía como para elevarse. Solo verlo, se podía adivinar que esperaba algo o soñaba con alguien pero las tardes transcurrían y su mundo permanecía inmutable.

 

               Sin embargo, ayer por la tarde, cálida y limpia tarde de otoño recién llegado, en su vida ocurrió algo. Bajo el almez del Puente del Aljibillo estaba sentado. Saboreaba un par de almecinas que, ya maduras, había cogido de las ramas más bajas del árbol. Y miraba, como tantos otros días, cuando una muchacha se paró frente a los dos pequeños letreros que ahí hace tiempo colocaron. La observó curioso y descubrió que era bajita, de cuerpo delgado, cara muy dulce, suave y sonrosada, pelo negro y ojos brillantes y vivos. Le preguntó:

- ¿Buscas algo?

Como distraída y mirando al papel que tenía en sus manos, se acercó al muro por el lado derecho y con voz amable le dijo:

- Estoy esperando.

- ¿A tus amigas?

- A un amigo.

 

               Y en esto momento, se aproximó más a él, se pegó al muro del puente y muy cerca, se sentó. Sin dejar de mirar a la hoja de papel que portaba en sus manos. Le volvió a preguntar:

- ¿Y qué es lo que ahí tienes escrito?

- Son mis apuntes de clase. Vivo aquí en Granada pero soy de Córdoba, estudio educación física y ahora tengo mi residencia en un piso cerca de la Plaza de Toros, no lejos de la facultad y es mi segundo año de carrera.

- Córdoba es una gran ciudad.

Y ella, muy amable confesó:

- Pero Granada es mucho más bonita. Yo estoy encantada de vivir aquí y de tener en esta ciudad a mis mejores amigos.

 

               Alzó en ese momento su cabeza y miró para la calle de la Cuesta del Chapiz, por donde el Palacio de los Córdova. Y tal como observaba, de nuevo comentó:

- Por ahí viene ya mi amigo.

Un joven, también de estatura baja y cuerpo delgado, se acercó a ella, lo saludó, dejó su asiento en el muro del puente, caminó unos pasos, se puso frente a él y le dijo:

- Me marcho con mi amigo. ¡Encantad de conocerte!

La despidió y luego la observó unos segundos mientras se alejaba de espaldas. Se dijo: “Después de tantos años cada tarde aquí sentado, es la primera vez que alguien me regala un momento de su confianza, sazonado con la dulzura más amable. No sé quien será y ni siquiera me ha dicho cómo se llama pero el corazón se me ha quedado lleno de paz y gozo. Su amabilidad me ha cautivado, la frescura de su rostro, el tono de su voz y, sobre todo, su confiado comportamiento. Ojalá vuelva por aquí mañana para verla de nuevo”.

 

               Poco después, también él abandonó el muro del puente y, despacio, caminó por el Paseo de los Tristes abajo, de regreso a su casa. A su izquierda, la robusta figura de la Alhambra, lo miraba, el río regalaba su pequeño concierto acuático y al fondo, por encima de las torres de la iglesia de San Pedro, el sol se teñía de oro. Todo, como si la pequeña figura de la joven estudiante, de pronto lo hubiera transformado en un sueño limpio que ahora se convertía en eternidad por donde el río Darro y el Puente del aljibillo. 



421- REFLEXIÓN OTOÑAL

 

               Al oscurecer brillaron los relámpagos. Por el horizonte al norte de Granada y unas horas más tarde cayeron las primeras gotas. Las primeras lluvias del otoño recién llegado después del caluroso verano largo y seco. El aire se impregnó de olor a humedad, a musgo revivido y a hojas secas de otoño.

 

               Al amanecer se incorporó, se dejó envolver por los gritos del mirlo en el acebo, contempló el paisaje como renacido de una fresca y hermosa realidad y luego elevó sus miradas al cielo. Todo azul y muy limpio y en ese momento las recordó. Las dos jóvenes estudiantes universitarias que solo unas horas más tarde se marcharían para siempre de Granada y de este rincón de la Alhambra. Se dijo mientras pensaba en ellas y ahora empezaba a echarlas de menos: “Dejáis en Granada vuestros pasos, las cándidas miradas que derramasteis por los mil rincones de esta ciudad y los jóvenes latidos de vuestros corazones. Volveréis a vuestro hermoso y lejano país y ahora os recuerdo y hasta estoy triste y lloro en silencio vuestra marcha. Quiera el cielo bendeciros, hermosas jóvenes y que la vida os premie con los más excelso, bello y bueno. La vida es en todo momento, despedida y recibimiento de nuevas realidades. Y hoy, ahora mismo, llegan de nuevo las lluvias de otoño y vosotras os marcháis de esta singular ciudad de Granada. Buen viaje y mucha suerte en vuestro rincón del mundo y encuentro con el futuro”.

 

               Se apartó de la ventana, recorrió la estancia y poco después salía de su casa.  Recorrió las calles, pasó por los caminos que discurren a los pies de la Alhambra, con un brillo especial en este nuevo día de otoño y de nuevo pensó en ellas. Unas horas después salía de la ciudad dirección a los paisajes al sur de Sierra Nevada. Atravesó las tierras tapizada de castaños, viñas, almendros y morales y al mediodía llegaba al blanco pueblo. El recogido pueblo asentado en la ladera y eternamente asomado al profundo barranco y como esperando la llegada del gran día especial. Saludó a los que caminaban despacio por las empinadas calles y avanzó hasta llegar al hermoso mirador. En este sitio detuvo sus pasos, miró meditando y descubrió la pequeña casa y el viejo moral clavado en la misma puerta. Y sin saber cómo le pareció verla sentada ahí. Como una cestita de esparto llena de negras moras dispuesta a compartirlas.

 

               A los que iban y venían por las pequeñas calles, al acercarse a ella, los saluda afectuosa y le dice:

- Las acabo de coger de este viejo morar mío. Son las últimas moras de este año porque el otoño, como estáis viendo, ya está aquí. No hay frutos mejores que estos en todo el mundo. Tomad y probarlas.

Desde el pequeño mirador por entre las últimas casas del pueblo y como asomado al gran barranco, imagina a esta encina y le parecía verla tal como en aquellos días. Pregunta al hombre mayor que despacio se acerca:         

- ¿Sabes tú algo de aquella anciana, su blanca casa y el moral en la puerta?

- Todos los que vivieron y vivimos de este pueblo, sabemos la historia de esta anciana. Fue buena, hermosa en su interior y cuerpo e irradiaba una dignidad muy serena y honda. Nunca  conocimos persona igual ni en este pueblo ni por ningún otro rincón de la tierra.

- ¿Por eso aún se conserva por este lugar su pequeña casa y su viejo moral en la puerta?

- Parece como si el tiempo no hiciera mella ni en su bonita casa ni en el viejo árbol que ella misma sembró y ha cuidado a lo largo de toda su vida.

 

               Despidió al hombre mayor y por la pequeña calle siguió avanzando. Cuando llegó la puerta, bajo el moral vio las primeras hojas que el otoño y la lluvia de la noche pasada, habían dejado caer al suelo. Cogió un puñado de estas hojas, las extendió por la palma de su mano, las olió despacio y al percibir el perfume a lluvia y a otoño, de nuevo vino a su mente la imagen de las dos jóvenes universitaria que dentro de unas horas se marcharían de Granada a su lejano país y para siempre. También pensó que dentro de unos días caerían las primeras nieves sobre las cumbres de Sierra Nevada, en este momento a su derecha. Se dijo de nuevo: “Después de un año en Granada ellas se marchan para siempre. Se ha ido el verano y llegan las lluvias y el otoño con sus mágicos colores, olores íntimos y blancas nieves sobre las cumbres. Permanece por aquí el perfume y el recuerdo de aquella mujer repartidora de moras en la puerta de su casa en este tan bonito y níveo pueblo al sur de Sierra Nevada. Nada dura  para siempre en este suelo pero si la bondad y belleza de los corazones de las personas, subsisten eternos, saltando de un día a otro y por entre los colores y lluvias del otoño. Después de todo y al final, esto es lo fundamental en la vida y almas de las personas, lo verdaderamente valioso y lo que de verdad importa”.



422- ESTOY CONTIGO Y TE QUIERO


        MIRO A LA CUMBREy por entre la bruma que revolotea y los rayos fuego del sol que está saliendo, veo el humo blanco de las candelas del monte que ahora por ahí están quemando. Los que en estos días limpian el bosque, porque ya no hay ni ovejas ni cabras ni vacas. Las ramas de las carrascas y los lentiscos y romeros, crecen a sus anchas y esto dicen que es malo para los incendios y por eso, en estos días de invierno, se ponen y limpian el monte. Que es como lo llaman, para que no arda en caso de incendio. Y lo rozan tanto que hasta las encinas viejas y los madroñales espesos y los robles centenarios y también las zarzas y las madreselvas, se las llevan por delante.  Dejan los bosques tan pelados que ni los jabalíes ni los zorzales pueden ya vivir en ellos pero dicen que esto es bueno.

 

        Y como con la tierra estoy fundido, más allá que el espacio tiempo, como único señor y dueño, donde los veo limpiar el monte, todavía compruebo y palpo la casa dulce de la hermana pobre que se quedó en soledad cuando la muchacha hizo sus maletas y se fue al mundo de la ciudad y los sueños.  Veo las paredes derrumbadas y las piedras rodando y la humilde senda que llevaba de una cañada a otra, todavía y en cuanto me descuido, la ando. Mientras voy caminando por la tierra del silencio, me acuerdo cuando aquella mañana iba contigo de la mano y de vez en cuando, me dabas tu beso y me hacías sentir la dulzura de lo excelso y bello. Cuando me asomabas al barranco y me mostrabas  no se qué rotundo misterio y mientras dejabas que mi alma se empapara del gozo bueno, me decías quedamente:

- Estoy contigo y te quiero.

Por entre las peñas y la luz de los remansos, se oía repetir el eco:

- Te estoy gritando: te quiero, quiero, quiero...

 

        Ahora, desde esta cumbre y el sol reluciente de esta mañana de invierno, me siento nadando en lo intangible. Y como vivo mitad materia y mitad sueño, por ese gran misterio que para mí creaste y que baja desde la alta cumbre por el centro y en forma de tobogán, de pozo o de escalera sin ser nada concreto porque es irreal y por eso no se parece a ningún invento de los construidos por los hombres en esta mundo, me vengo jugando a las tierras del llano que es donde tengo el filón de mis querencias. Según me voy acercando, pastando en la dulce hierba, veo a las ovejas de aquellos tiempos. Por entre ellas, a padre con los primeros borrego y al acercarme le pregunto:

- Pastor de las praderas de la hierba verde y  soledad con traje de invierno ¿sabes tú cuántas veces tienen al año tus ovejas, blancos corderos?

Y él:

- Ahora mismo están naciendo  los que se vende en Semana Santa. La otra vez que parieron, fue al comenzar el otoño que son los que se han vendido  para Navidad y año nuevo. y, si se puede saber, ¿por qué me preguntas esto?

 

        No respondo a su pregunta porque me vengo en busca de la madre que junto al abuelo se recoge en la casa. Al acercarme y ver la gallina seguida de sus polluelos, le pregunto:

- Madre de los cien sueños que llevas en el corazón el amor más bello ¿sabes tú cuántas veces al año dan tus gallinas huevos?

Y ella:

- En el montón de paja que hay junto al fuego, ahora mismo una está echada, ¿no las ves poniendo?

Al mirar sí que la veo y también la mano de la madre acariciando y diciendo:

- Estas gallinas mías son tan buenas que están todo el año poniendo. Fíjate qué mansas ellas

que las toco y las llevo y ni se asustan pero ¿se puede saber por qué me preguntas esto?

 

        Tampoco respondo a su pregunta porque voy en mi tarea de ir por el sendero que ahora sale desde la casa y sube por el río. Mientras  piso la tierra, hoy toda barro y toda hielo, me rozo con las lumbres de los cinco aceituneros y al descubrirlos tan llenos de tierra y tan cansados y atascados por el suelo, me digo que también les tengo que preguntar una espuerta de secretos. De esas rotundas verdades que tanto ignoro y con mis ojos estoy viendo y en mi alma tengo clavadas y no comprendo. Pero no le pregunto nada porque algo me dice que no es ahora el momento.  Entonces miro al suelo y por la senda que recorro, en el barro cieno, veo las huellas de la niña hermana. Como voy en mi sueño que es más vida real que la verdadera vida que dicen tengo, me doy prisa .Al llegar a la curva de las zarzas espesas y el recio fresno, la veo junto a la corriente agachada. Descubro que está mirando al pato malva que sin miedo, río abajo viene nadando. Al llegar a su altura, ella que se dobla un poco más hacia el centro y con la ternura de la mañana y su siempre eterno juego, lo coge en sus manos. Lo alza y al verlo tan suave y bello, se vuelve y me dice, sonriendo:

- ¿Vienes a preguntarme que cómo sé juega este juego en esta mañana fría de claro invierno y en este río grande que es la sierra entera transformada en puro espejo?

Y el hermano:

- Iba sólo de paso pero al verte en tu misterio, aquí me paro. Si quieres decirme qué es lo que yo hago en esta mañana de frío intenso y si a la vez me aclaras cómo consigues tu juego, seguro que me sentiré bien. Porque hoy ¡tantas dudas tengo!

Y la niña:

- Pues ya lo sabes: es simplemente el río que baja repleto y el sol de la mañana que llega y le da su beso. La plenitud de la sierra dando gloria ¿sabes a quién?

 

        Y le digo que sí creo saberlo y también le digo que hoy ya no voy a seguir caminando. Porque si miro al frente ¿quién me aclara lo que en la ladera veo? Y si miro al lado de la llanura, que es por donde el corazón está latiendo ¿quién me descifra el cuadro que ante mis ojos tengo? Por esto, sigo mirando a la cumbre iluminada por el sol dorado de este día nuevo. Por donde,  entre la bruma se mezcla el humo de las lumbres de los que ahora limpian el monte y  queman robles y romeros, también veo la senda por donde aquella mañana se iba ella con sus maletas y sueños. Hasta oigo resonar en el aire, de sus palabras, el eco:

- Nada temas, estoy contigo y te quiero. 


223- ¿QUÉ TESORO TENÍA Y EN QUÉ LUGAR?

Poema de mi libro “Aromas de Hierba” incluido en el gran relato: “La niña, el patio y el moral” para el libro: “Desde la Alhambra, Ventana a la eternidad”

1096- ¿Qué tesoro tenía y en qué lugar...
que al mirarlo se le veía lleno
de una vida sin nombre y libertad
como la que tienen los arroyuelos
o los narcisos que crecen en las peñas,
amigos siempre del sol y el puro viento?

Porque aunque vivía entre las masas
de ciudades y de pueblos
en muchos momentos se le veía
como si su verdadero centro
no estuviera allí sino entre la hierba,
la nieve blanca y el azul del cielo
que en los silencios de las montañas altas
son ríos de vida y puros juegos.

¿Qué tesoro tenía y en qué lugar
el amigo de los campos bellos
que hasta cuando dormía por las noches
con la luz de la luna, se escapaba en sueños
y a ratos se le veía surcando los aires
libre de ataduras y en leves vuelos,
como mariposa dueña de las primaveras
o como rey absoluto del universo?
Y a ratos se le veía subiendo en calma
de una fuente a otra fuente y por los senderos
que surcan las praderas de altas montañas
y siempre parecía tan en sí repleto
que aunque no era nadie ni nombre tenía,
irradiaba hermosura y transmitía respeto.
¿Dios estaba en él con tanta plenitud
que por eso era raro y a la vez misterio?


424- LETRAS DE ORO

 

               El río se deslizaba desde el levante hasta el poniente. El arroyo primero venía como desde el sol del medio día y el arroyo segundo, descendía como del lado del sol de la tarde. Y a pocos metros antes de fundirse con el río, los dos arroyos se juntaban. Justo en una porción de tierra llana que quedaba, a un lado y otro y por la parte de abajo, delimitado por las aguas de las tres corrientes: el río que bajaban del levante al poniente y los dos arroyos a los lados.

 

               En el mismo centro de esta bonita isla, se alzaba la pequeña casa. Donde también brotaba un manantial y la hierba, en todo alrededor, crecía en todas las épocas del año. Por eso la casa, muy humilde porque estaba construida de piedras de las montañas, palos y monte, parecía un recogido paraíso. Suficiente para que el matrimonio con sus dos hijos y algunas cabras y ovejas, fueran felices. Tenían ellos aire puro, agua clara, hierba y flores casi todo el año y también lluvia y nieve y eran libres como pocas personas en este mundo con solo su cuatro animales, el río, los dos arroyuelos, su humilde casa y la fresca hierba de la pradera.

 

               Pero el mayor de los hijos, varón fuerte y sano y de no más de quince años de edad, según iban pasando los días, sentía más y más necesidad de irse de aquellas tierras a otras partes del mundo. Les decía a sus padres:

- Sé que no tenéis dinero para darme y que me marche a conocer otros mundos pero yo voy a conseguirlo.

- ¿Y de qué modo vas a seguirlo?

Le preguntaba el padre.

- Buscaré pepitas de oro en los arroyo y en el río que baja desde las montañas. Las iré guardando y cuando tenga un buen puñado, se las venderé a los reyes de la Alhambra. Seguro que ellos me las comprarán por mucho dinero. Es lo que me ha dicho quien desde aquellos lugares viene por aquí de vez en cuando.

 

               El padre y la madre callaban y también la hermana menor. Ésta, por las tardes y mañanas, se iba con el joven y en las corrientes de los arroyos le ayudaba a buscar pepitas de oro. Los primeros días, no encontraron nada pero al poco tiempo, sí hallaron unos granitos muy dorados que aparecieron en sus manos después de lavar la arena que recogían en las orillas de los charcos. Dijo la hermana:

- Guardémoslo en un sitio muy seguro para que ni se te pierdan ni te los roben nadie. Y vamos a seguir buscando a ver si pronto juntamos lo suficiente para lo que sueñas.

 

               Guardó el joven sus granitos de oro, envueltos en un trozo de piel de cordero, bajo unas piedras por detrás de la humilde casa. Siguieron buscando tanto en los arroyos como en el río y unos días más tarde, encontraron algunos granitos más, estos no redondos del todo sino como en forma de alambres retorcidos aunque muy delgados. Apenas pesaban unas décimas de gramos. Pero para ellos de nuevo fue suficiente para animarse y seguir confiando en lo que soñaban. Pasó por allí, una tarde, el hombre que subía con frecuencia desde la Alhambra y el joven le dijo:

- No he conseguido todavía mucho oro pero sí tengo ya algunos gramos. ¿Quieres verlos?

- Claro que sí ¿dónde los guardas?

- Aquí mismo. Ven conmigo y te los enseño.

 

               Condujo el joven al hombre a donde tenía su tesoro escondido, levantó la piedra, desdobló el trozo de piel de cordero y le mostró los cinco o seis granitos de oro reluciente. Miró el hombre muy interesado y después de unos segundos en silencio, dijo:

- Es un oro muy bueno porque brilla mucho al darle el sol. Seguid buscando que dentro de unos días, volveré por aquí y me llevaré este tesoro tuyo para mostrárselo al rey de la Alhambra. Estoy seguro que ellos van a darte por él mucho dinero.

 

               Y para sí, enseguida el joven pensó: “Y con todo el dinero que me den por mi oro, me marcharé de aquí, viajaré por todo el mundo, conoceré lugares y personas, haré amigos, viviré grandes aventuras y al final, seré el más feliz de cuantas personas hayan existido nunca bajo el sol. Conocer mundo y vivir aventuras, es lo mejor de todo”. Se marchó el hombre de la Alhambra y al día siguiente y al otro, ni él ni la hermana encontraron oro. Pesó más de un mes y como seguía sin encontrar un solo gramo del metal que buscaban, se preocupó mucho. Y más se preocupó porque ahora tampoco veía por allí al hombre de la Alhambra.

 

               Por eso una mañana, al salir el sol, se acercó al lugar donde tenía escondido su tesoro personal, levantó la piedra, desdobló el trozo de piel de cordero y de pronto, se quedó sin respiración. No veía los granos de oro que en este sitio tenía escondidos pero sí y, como incrustadas en el cuero, descubrió unas letras muy relucientes que enseguida se puso a descifrar. Despacio y como asustado, al final leyó lo siguiente: “La felicidad que sueñas, el tesoro que apeteces y la libertad que deseas, no está en recorrer mundos ni poseer oro ni dinero. El gran tesoro que ansías, lo tienes en ti mismo, en tu propio sueño, en el aire que respiras, en el azul del cielo que te cubre y en las personas que te rodean”.   



425- LAS OROPÉNDOLAS DE LA ALHAMBRA

 

Por entre los olivares, alamedas y naranjales

de la Alhambra, se les oyen cantar pero muy pocos las ven.

 

               El niño pobre, se divertía de la manera más sencilla: por entre los olivares, al lado de arriba de los huertos del Generalife, donde trabajaba su padre. Mientras éste labraba las tierras, sembraba y cuidaba las plantas, el niño pobre se iba de olivo en olivo descubriendo misterios y poniendo nombres a las cosas. Esto era para él, el más divertido de los juegos porque se sentía libre y aprendía cosas muy interesantes. Continuamente preguntaba al padre todo aquello que iba encontrando y todavía desconocía. Y, además, desde su pequeño territorio, en todo momento tenía una vista muy especial tanto de las torres de la Alhambra como de todo el recinto amurallado, la Medina y la Alcazaba.

 

               No tenía amigos y por eso se interesaba mucho por cualquier animalillo que encontrara. Trigueros, mirlos a algún mochuelo que se refugiara en los huecos de los troncos de los olivos, los cernícalos que por los aires revoloteaban y hasta de las águilas, palomas y tórtolas. Y fue así como un día, al comienzo de la primavera, de pronto descubrió un ave que nunca había visto antes. De cuerpo más o menos como el de un mirlo pero con plumas muy vistosas: amarillas verdes y pico algo rojo, con plumas negras en la cola y alas, decoradas con matices algo blancos y azules. Lleno de curiosidad preguntó enseguida al padre y éste le dijo:

- Esta ave, viene todos los años en primavera por estas tierras desde las regiones cálidas y se le conoce con el nombre de oropéndola. Su canto es muy dulce y su comportamiento, huidizo y poco sociable con las personas.

- Pues yo quiero hacerme amigo de estos pájaros tan bonitos.

Dijo sin titubear el niño.

 

               Aquel día, al siguiente en los que fueron llegando después, se fue por entre los olivares, muy sigiloso, con la intención de acercarse al colorido animal. La sintió cantar y luego la vio varias veces posada en las ramas de las higueras, en compañía de otra ave de colores aun más brillantes. No las molestó y a los pocos días, las vio tejiendo un nido en las horquilla de un olivo. Tampoco las molestó pero sí, después de aquel momento, prestó mucha atención para no perderse ni un detalle de lo que los pájaros hacían. Y descubrió que, ya con la primavera un poco avanzada, tenían su nido terminado y al poco intuyó que dentro de este nido, las aves pusieron sus huevos. Le decía al padre:

- Su nido parece de seda y algodón y cuelga como un péndulo, en las romas de los olivos. Tú nunca me lo rompas y dile a tus amigos que también lo respeten mucho.

- No romperé yo nunca este nido ni tampoco molestaré a los pájaros que a ti tanto te gustan.

 

               Y pasado unos días, el niño descubrió que las aves iban y venían con mucha frecuencia al nido, portando en sus picos rojos y negros, trozos de frutos e insectos pequeños. Se dijo: “Ya han nacido los pajarillos. Y, aunque me come la curiosidad por verlos, voy a procurar no molestarlos y que crezcan y salgan del nido cuando les llegue el momento”. Pero a partir de aquel día, por las tardes y mañanas y en otros momentos, se sentaba cerca del olivo del nido no solo para observar los movimientos de los pájaros sino también para vigilar que nadie les hiciera daño.

 

               Estaban las crías de la oropéndolas bastantes grandes porque él las sentía llamar a los padres y esto le hacía mucha ilusión. Quería verlas salir del nido y hasta soñaba cogerlas en sus manos, si se dejaban, para acariciarlas y mirarlas más de cerca. Pero una tarde, cuando el niño aun no había llegado a los olivos para vigilar a los pajarillos, uno de los hijos de los reyes de la Alhambra, se presentó por allí. Vio el nido de oropéndolas, se subió al olivo, lo cogió sin tacto alguno y como no podía ver lo que había dentro, tiró del pasto del nido y lo rompió. Una de las crías de oropéndolas, cayó al suelo y como todavía no volaba, comenzó a chillar. Acudieron los padres y chillaron con fuerza con el deseo de ayudar al pajarillo sin plumas. Al oír la algarabía, corriendo subió el niño y al ver al hijo del rey subido en el olivo y con el nido roto y colgando de las ramas del árbol, le dijo:

- ¿Por qué lo has roto? Eran mis amigos y yo estaba esperando a que se pusieran grandes para que salieran de este nido y se fueran con sus padres.

 

               El hijo del rey, molesto por las palabras del niño pobre, muy enfadado dijo:

- ¿Tú no sabes quién soy yo? Mi padre es el rey de la Alhambra y por eso tengo libertad para ir por donde quiera y hacer lo que me apetezca.

Y el niño pobre, muy desorientado recogió del suelo a una de las crías de oropéndolas, la acorrucó en sus manos, se fue por entre los olivos en busca de su padre y cuando estuvo junto a él, le enseñó el pajarillo y contó lo que le había pasado con el hijo del rey. Muy preocupado el padre lo consoló y luego le dijo:

- Cuida tú a este pajarillo para que no se muera y, cuando ya vuele, lo soltamos para que se vaya con sus padres. Y lo del hijo del rey, olvídalo.

 

               Se puso, en aquel mismo instante, a buscar comida para la cría de oropéndola. Le hizo un pequeño nido en una especie de jaula de madera y cuando notaba que el hijo del rey no andaba por allí, colgaba esta jaula en la rama del mismo olivo donde la pareja de oropéndolas habían hecho su nido para que los padres lo siguieran viendo y lo cuidaran. Y solo unos días después, en uno de los momentos en que el niño andaba por entre los olivos de la parte alta buscando comida para los pequeños pajaritos, apareció otra vez el hijo del rey. Al ver la jaula, enseguida la rompió, se fue con los trozos a los palacios, buscó a su padre rey y le dijo:

- ¿Ves? El hijo del jardinero se está burlando de mí. Yo me dedico a romper los nidos de los pájaros porque no me gustan ni sus cantos ni sus vuelos y él se empeña en protegerlos. No lo quiero como amigo.

 

               Pocos días después, los padres del niño pobre, fueron despedidos de su trabajo, sin derechos ni a protestas ni a dinero alguno ni a tierras ni casa. Se refugiaron en una cueva por el río Darro y el niño pobre, ya no volvió más por el lugar de los olivos. Tampoco volvieron al año siguiente las oropéndolas pero sí el niño pobre las sentía cantar por las riveras del río. Y desde aquellos días hasta hoy, solo algunos años volvieron y vuelven por el lugar algunas parejas de oropéndolas. Muy pocas personas las ven pero sí, al amanecer y al ponerse el sol, algunos las oyen cantar. Y los que conocen esta historia, de vez en cuando comentan:

- Estos bonitos pájaros y por aquí, cuando llegan de sus tierras lejanas, cantan para que los oiga el niño pobre pero, al mismo tiempo, se esconden para que nunca más el hijo del rey las vea.        

     

 

426- Escena de Navidad

 

               Los días de las vacaciones de Navidad fueron corriendo. Trayendo amaneceres tibios llenos de escarchas, suaves mañanas húmedas, ratos de sol medio apagado y tardes rosadas. En invierno y en Navidad, los atardeceres en Granada, no tienen igual. Son mágicos y eso lo sabe bien la niña del Cortijo de la Viña y también él. “Los atardeceres más bellos del mundo”, dicen que son los de Granada.

 

               Por eso aquella tarde, una tarde cualquiera de estos días de vacaciones de Navidad, dijo ella:

- ¡Ay que ver cómo pasa el tiempo! Parece que fue ayer cuando el Anciano del cortijo del Laurel jugaba y caminaba con nosotros por estos campos. También parece que fue ayer cuando estuvieron por aquí mis tres mejores amigas. Y lo mismo digo de la Princesa, de Bandolero, de Albina, de… ¡Cómo pasa el tiempo!

Y después de estas palabras, casi un suspiro salido de lo más tierno de su alma, guardó silencio. Quiso preguntarle pero no lo hizo. La dejó en su paz, con el cuaderno del Anciano entre sus manos y mirando a través de los cristales de la ventana.

 

               Frente a ellos, el fuego de la lumbre, les da su calor y la madre, la que nunca dice nada pero siempre es la más importante, miraba y también soñaba. Quiso también preguntarle pero tampoco lo hizo. La niña de nuevo comentó:

- Una y otra vez se me viene a la mente lo que en mil ocasiones ya he comentado contigo. El recuerdo del Anciano, su vida, los cuadernos escritos por él y, que al morir, me regaló, aquellos paseos tan bonitos que, por entre estos bosques, nos proporcionó, las castañas asadas en la lumbre a la luz de la luna, los tomates de su huerta, los ratos de contemplación junto a la corriente del arroyo y por donde la cascada del balneario. No sé si tú puedes olvidar esto pero, lo que es yo, no puedo. Un día y otro y una vez y otra vez, lo recuerdo.

 

               Sin saber exactamente lo que le decía, lo miró y dije que sí. Que en el fondo tenía mucha razón en lo que estaba comentando. Y también le dijo que el tiempo, como el agua o como el viento, a todos se nos escapa de las manos. Y lo bueno o lo malo, con esta marcha del tiempo, se desvanece y también todos poco a poco nos vamos. Luego añadió:

- Se van las flores que con la primavera nacen y tanto alegran estos campos nuestros, se van las hojas de las nogueras cuando el otoño llega, se van las nieves que, en invierno blancas arropan las cumbres, se van las golondrinas que en primavera llegan, se van… Fíjate, hasta el borriquillo nuestro, tu caballo Enebro, la más hermosa de las Princesas, nuestra amiga imaginaria allá en aquellas lejanas tierras, Albina, Guela, Lera, Julia…Todo esto y mucho más, el tiempo se lo  lleva a lo más hondo del olvido. Muchos de los amigos y amigas que has nombrado, cada día que pasa, nos borran un poco más de sus memorias, de sus corazones, de sus vidas. De la mente, del corazón, del alma de los amigos y conocidos, también siempre nos vamos yendo según pasan las horas, los días, el tiempo. Como el agua clara que desciende por los arroyuelos de las montañas.

Y creyó que, después de estas reflexiones suyas, ella iba a seguir preguntando. Descubrió en su cara que tenía ganas, necesidad de saber la respuesta a estas interrogantes.  

 

               Abrió el cuaderno del Anciano que tenía en sus manos y se detuvo en la primera página. Antes de leer le volvió a comentar:

- Fíjate que sencilla y, a la vez, bonita poesía dejó escrita aquí. Escucha despacio que te la leo.

Y prestó atención. Leyó muy dulcemente ella:

 

      “Tú eres de tez blanca,

naciste en el país de los hielos,

transparente es tu alma

y eres amiga de los vientos.

Copo blanco que volabas

en busca de mundos nuevos

y te encontraste con Granada,

y en un abrazo más que tierno

con ella te hiciste savia.

 

Nieve purísima y azul

que en tierna sonrisa de hada

eternidad te has quedado

en el alma de Granada”.

 

               Al terminar de leer este poema de nuevo guardó silencio. Siguió mirando por la ventana como transportada en un lejano y hermoso sueño. Sabía ella y sabía él que el poema que había leído pertenecía al Anciano. Por eso, al rato, de nuevo comentó:

- Como ya has hecho otras veces quiero que hoy también me leas despacio lo que el Anciano dejó escrito en este cuaderno. Si me lo lees tú creo que me gustará más. Quizá porque así puedo ir soñando todo lo que me vayas leyendo.

 

Le pidió que le diera el cuaderno que sostenía en sus manos porque ya estaba preparado para empezar a leer. Se dispuso ella a dárselo pero todavía lo retuvo unos minutos más entres sus dedos. Pasó a la siguiente página y en ella, como si pretendiera introducir el relato que contenía el cuaderno, leyó lo siguiente:

 

               “Durante mucho tiempo, a todas horas y cada día la había soñado. En los días de primavera, cuando llegó el verano, en los meses del otoño… Y durante todo este tiempo, cada día había esperado algún correo de ella. Y, de una manera especial, ahora que se acercaba la Navidad, soñaba que le escribiera o que viniera”.

 

               Y ahora sí, cerró el cuaderno y se lo alargó. Le dijo otra vez:

- Empieza a leer cuando quieras que te escucho con todo interés y respeto. Nuestro mejor amigo el Anciano, no se merece otra cosa. Luego, cuando termines este relato y los dos estemos preparados, vamos acoger nuestro borriquillo y, una vez más, volvemos a Granada. Ahora por Navidad, quiero ver y recorrer los lugares que recorrimos junto a ellos. La Alhambra con sus jardines, la Carrera del Darro, las calles y plazas del Albaicín, el centro de la ciudad… Porque pienso que aunque no los tengamos ni hoy ni nunca más, recordarlos en estos días y revivir en nuestros corazones sus sonrisas, es un acto de amor puro y una bellísima manera de tenerlos con nosotros. Empieza a leer lo que hay escrito en el cuaderno que tienes entre las manos. Te atiendo. 

Y comenzó a leer despacio.

 



            POR NAVIDAD 2014   

 

            2 de 6 - Lera

               Este año no está en Granada para verlo pero ya la han decorado. En el mismo centro, como desde hace varios años, han puesto el árbol de hierro y plástico y todo lo han vestido con cientos de pequeñas bombillas de colores. Lo llaman el pino de la Navidad en la plaza de Bib- Rambla, en el corazón de Granada pero de pino solo tiene la forma. A los lados de la plaza, rectangular y con árboles de verdad y muchos restaurantes, han instalado el mercadillo. Como otros años y da la impresión que hasta son los mismos puestos de turrón, belenes de corcho y plástico, adornos para la decoración en las casas por estas fiestas, caramelos, bombones, quesos y chorizos. Lo mismo exactamente que el año pasad y que el anterior.

 

               En el lado que en esta plaza da al sol de la tarde, sigue el mismo puesto de flores y las terrazas de los restaurantes que cuando aquel año estaba. Y también sigue ahí, en la esquina de este lado izquierdo de la plaza y hasta mantiene el mismo nombre, las mismas mesas y se decora de igual forma, a pesar del tiempo que ha transcurrido ya. Y él, alguien que nadie conoce porque con nadie por aquí se para, pasa cada tarde por este mismo sitio. En silencio recorre la plaza, observa los cambios que de vez en cuando hacen y al llegar al restaurante de la esquina, se para, mira despacio durante un buen rato, piensa en ella y hasta cree verla entrando y saliendo por la puerta de este restaurante con las bandejas donde portaba las cervezas para los turistas. Se le ve triste pero a nadie dice nada. Sabe que ya hace muchos, muchos años que falta no solo de este restaurante, plaza y ciudad de Granada sino también de España.

 

               Es de una ciudad rusa conocida con el nombre de Kazán, junto al río Cama que desciende de los Urales y la conoció al comenzar el curso universitario. Llegó a esta ciudad desde su lejano país, para estudiar traducción e interpretación en la Universidad de Granada. Joven, con solo veinte años, alta, delgada, pelo dorado y ojos claros, rostro fino y tez algo blanca, muy hermosa y alegre. Estudió duro a lo largo de todo el curso y al terminar estos estudios, se enamoró de un joven también ruso. Se fue a vivir con él a un pueblo blanco al norte de Granada y durante todo el verano, compartieron el trabajo del restaurante en un bloque de pisos de lujo. Al acabar el verano, él viajó a su país, Rusia y a su ciudad, Irkutsk. Ella no pudo acompañarlo porque no tenía dinero suficiente para un desplazamiento tan largo y regresar. A ella, lo comentaba con mucha frecuencia que le gustaba mucho España y no le atraía nada regresar y pasar el resto de su vida en su lejano y blanco país.

 

               Se quedó sola, a lo largo del verano, viviendo en una vieja casa en el mismo pueblo y lo esperaba. Pero al comenzar el nuevo curso, recibió la noticia: el joven con el compartía su corazón, sueños y horizontes en la vida, había muerto. En un vuelo que hacía desde Moscú a Irkutsk, el corazón se le paró. Lo lloró y junto con la madre de este joven, viajó a Rusia, donde la familia incineró su cuerpo y regresaron luego a Granada abrazada a la hornacina donde traía las cenizas de su enamorado. En un pequeño pueblo en el altozano granadino, lo enterraron. Triste la joven decía a sus conocidos:

- Es que a Sergi le gustaba mucho este pueblo. Siempre me decía que tiene un gran parecido con los pueblos blancos de la Siberia rusa, su tierra.

 

               Unos días después, ella buscó trabajo y lo encontró como camarera en el restaurante de la esquina de esta plaza. Y él, el que ahora la recuerda siempre que por la plaza camina, desde el primer día que la conoció, no perdió en ningún momento el contacto con ella. Porque le parecía una muy hermosa criatura, con enormes ganas de encontrar un hueco en la vida, con muchas fuerzas para luchar y con un corazón de oro. La veía débil y sabía que necesitaba, además de cariño y respeto, apoyo y mucho ánimo. Por eso la consoló en los apagados días de su tristeza por el amigo perdido. Le ayudó en lo que pudo y, hasta varias veces, le aconsejó que volviera a su ciudad y con los suyos. Pero ella siempre le argumentaba:

- En mi país no tengo futuro ninguno. Seis meses a lo largo del año, las nieves cubren todo y tanto en mi ciudad como en el país entero. No encuentro allí la libertad que ansía mi corazón y sí creo que hay aquí en España ni tampoco el mismo nivel de vida. No quiero volver nunca más a Rusia aunque mi corazón siempre parece latir por allí.

 

               Durante todo aquel otoño, luego a lo largo del invierno, por Navidad y en verano, casi todos los días pasaba por el restaurante de la esquina en la plaza Bib- Rambla. Solo para verla, saludarla, si se presentaba la oportunidad y charlar con ella un momento. No podía darle muchas cosas pero casi siempre le traía algo de fruta y otros alimentos. Y en varias ocasiones, hasta compartía con ella y unas amigas, cerezas de Güejar Sierra. Con frecuencia ella comentaba:

- Lo estoy pasando mal y cada día me gusta menos el trabajo que tengo. Tú fíjate que poseo un título universitario en el idioma español y en inglés y estoy trabajando de camarera ganando cuatro euros. ¿Qué futuro es este para mí?

Y como él comprendía la gran dificultad que estaba viviendo, callaba. Se moría en deseos de hacer algo pero de ningún modo podía. Por eso se limitaba a darle compañía, escucharla, compartir cosas de escaso valor y nada más. Pero en su corazón sufría viendo lo duro que la vida la estaba tratando.

 

               Y una tarde de verano, ella le dijo:

- Dentro de tres días me marcho a Londres.

- ¿De viaje?

- En busca de una vida mejor. Quizá allí encuentre un trabajo digno porque a mi país ya sabes que no quiero volver.

- Pues ojalá tengas suerte y realices por fin tus sueños.

 

               Tres días después, se marchó de granada y de España. Durante algún tiempo tuvo algunas noticias de ella pero luego, enmudeció. Seguía pensando que quizá habría tenido suerte y era feliz en Londres y en este gran país. Pasó el tiempo, un año y otro año y él cada día volvía por esta plaza de Granada. Siempre pasaba por la puerta del restaurante de la esquina y al recordarla, miraba con el deseo de verla. Pero sabía que no sucedería esto ni siquiera ahora, cuando un año más, la Navidad llega. Pero la plaza ya la han decorado esta hasta con el árbol artificial. De ningún modo valioso para él porque la  recuerda y ni siquiera sabe dónde está en estos momentos, si es feliz o si Dios ya se la ha llevado de esta vida. Porque piensa, en algunos momentos, que quizá puede haber muerto.  


428- EL RÍO AZUL VERDE

 

               Estuvo un tiempo estudiando en Granada, después volvió a su país unos meses, al curso siguiente se fue a Canadá para seguir estudiando y, al tercer año, volvió a España pero en esta ocasión, a la ciudad de Bilbao. Y aquel año, cuando el otoño llegó, un poco antes de la Navidad, lo llamó y le dijo:

- Aprovechando que estoy en España, en las vacaciones de Navidad, regresaré unos días a la ciudad mágica.

Y él le contestó:

- Será como un sueño volverte a ver. Desde que te fuiste, nada es igual por los rincones de la Alhambra.

 

               Y desde ese instante, su pensamiento solo se ocupaba en el momento del encuentro. Se decía: “La recibiré con mi mejor abrazo porque ella siempre fue buena conmigo. Y, en toda ocasión en aquellos días, me regaló su mejor sonrisa. Mi corazón salta de gozo solo pensar en ella y hasta la luz y el aire de esta ciudad me sabe a nuevo. Tengo que llevarla a los paisajes del río azul y verde que tan bello es y tampoco conoce”.

 

               Llegó a Granada un día gris de invierno aunque algo soleado y con poco frío. Le regaló su sincero abrazo y ella lo recibió con la mejor sonrisa al tiempo que dijo:

- Mi encuentro contigo y con mi amiga aquí en Granada, es lo más dulce que ocurre en mi vida desde que me fui de este lugar. No quiero de vosotros y de esta ciudad más regalos pero sí que estoy deseando conocer y recorrer los paisajes que tanto a ti te fascinan y no pude ver en aquellos días. ¿Vas a llevarme a esos lugares?

- Ahora mismo nos ponemos en camino y te llevo a los lugares que tantas veces ya te he dicho.

 

               Él a su derecha y la amiga a su izquierda, recorrieron las calles de Granada observados por los que llegaban. Y mientras caminaban con el corazón henchido de gozo y exultantes por la alegría del encuentro, la que llegaba, no paraba de sonreír y regalar a los amigos su dulzura diciendo:

- Me parece sueño sentir el calor de vuestros cuerpos acariciando mis brazos. A los dos os quiero como nunca mi corazón ha querido a nadie en este mundo. Sois para mí una bendición del cielo.

Y él y la amiga de Granada, le correspondían con palabras también muy amables y apretando más y más sus brazos contra ella. Al llegar a las calles próximas a la Alhambra, la vieron más misteriosa que nunca por la luz que en ese momento el sol derramaba sobre las torres y palacios. Algunas nubes negras con bordes blancos y como bañados en oro, la coronaban y al fondo, aun el misterio parecía más grande, hondo y como expectante.

 

               Salieron de la ciudad de Granada y, por los caminos que llevan a las montañas de Sierra Nevada, caminaron durante algunas horas. Y llegaba el día a su centro cuando por fin pisaban la hierba de la llanura por detrás de la vieja casa. Al ver el paisaje, con las altas montañas de Sierra Nevada al fondo, el arroyuelo deslizándose limpio por el centro de la llanura y los otros arroyuelos bajando por los lados, la que volvía a Granada, gritó alborozada y corrió pradera abajo en la dirección de las aguas y con los brazos abiertos al tiempo que decía:

- Nada en el mundo hay comparable a esto.

Y entonces él le dijo:

- Pues espera un momento y ya verás en cuanto volquemos el cerrillo hacia el río.

- ¿Qué hay ahí?

- Tienes que verlo para comprobarlo.

 

               Atravesaron la llanura de la hierba, dejando la vieja casa a la derecha, remontaron el cerrillo y al asomarse, vieron el río. Allá en lo más hondo y como alejándose hacia el corazón de las altas montañas. Por lo más alto del puntal, descendieron al encuentro de las aguas y al llegar donde un gran charco alargado se remansaba, se acercaron todo lo que pudieron. Por la misma orilla caminaron hacia la amplia curva y la junta de los arroyos y mientras avanzaba, la que había vuelto a Granada, de vez en cuando se paraba, miraba fijamente a la corriente y luego comentaba:

- Nunca en mi vida he visto yo ni siquiera en sueños, transparencias y colores tan delicados y puros como lo que este río refleja. ¿De dónde sale esto?

- Pertenece a los misterios más profundos de Granada y que tienen conexión con la Alhambra pero que muy pocas personas conoce.

- ¿Y por eso queréis que los vea?

- Por eso y para que, ahora que después de tanto tiempo vuelves, conozcas y veas lo que en otras ocasiones no pudiste.

 

               Saltaron la corriente del arroyuelo, caminaron unos metros más y, al poco, se encajaron en la pequeña llanura de las tres encinas. Una especia de entrada hacia el río donde el terreno era por completo llano, la hierba cubría espesa, varios rincones ofrecían tonos singulares y las encinas eran gruesas y muy frondosas. Caminó él hasta el borde mismo de las aguas y le pidió a la que había llegado que mirara. Frente al río que se alejaba como hacia el levante, descubrió la masa de agua azul verde. Serena, muy transparente y como reflejando los colores del cielo, el blanco de las nieves en las cumbres y, al mismo tiempo, la serenidad y un misterioso mundo bello.

 

               De nuevo dijo la que había llegado:

- Regalo como este no me lo imaginaba.

Y confirmó él:

- En Navidad, además de comidas, felicitaciones, abrazos entre las personas y pensamientos nobles hacia los pobres de la tierra, es también muy importante esto que ahora mismo tenemos ante nosotros.

- Nunca nadie ni me enseñó ni me dijo nada igual. Quedémonos aquí esta noche y vivimos una Navidad diferente. ¿Os apetece?

Preguntó la que había llegado. Y los dos amigos respondieron:

- Para que veas y sepas que en Granada hay monumentos únicos y se viven sensaciones que muy pocos conocen.

- Y para que a partir de ahora me sienta más orgullosa de teneros por amigos.

Confirmó ella.                       

 


429- LA MUCHACHA DEL RAMO DE FLORES //Gc
San Valentín 2015 http://1drv.ms/1zCCvej


Lo primero que hizo fue buscar un buen mapa de Granada. Donde apareciera y se viera con claridad no solo los barrios, calles y plazas de la ciudad sino también los rincones y lugares que nunca muestran los mapas y las guías. Y cuando tuvo en sus manos este mapa, lo segundo que hizo fue estudiarlo despacio. Para conocer a fondo todo el plano e ir, sobre el papel, anotando al tiempo que investigaba. Y cuando hizo esto, lo tercero que llevó acabo fue señalar sobre el mapa los sitios: Arco Elvira, Cuesta Alhacaba, Plaza Larga, Mirador de San Nicolás, Ermita de San Miguel Alto, ladera de las cuevas con su muralla y las puestas de sol al fondo, Cuesta de Chapiz, río Darro y Paseo de los Tristes, Cuesta del Rey Chico, jardines y murallas, puertas, calles y plazas de la Alhambra y el Pilar de Carlos V y Plaza Nueva.


Y cuando ya tuvo todo esto muy bien señalado sobre el mapa, con muchas anotaciones en los márgenes y en un cuaderno a parte, lo cuarto que hizo fue irse por las calles a buscarla. Como si se tratara de salirle al encuentro después de mucho, mucho tiempo esperándola. Y también como si su corazón se lo estuviera pidiendo con urgencia porque la necesitaba tanto o más que el aire que respiraba. Por eso, desde el primer día que tuvo el mapa en sus manos, cada vez que iba o venía por las calles de Granada, por el barrio del Albaicín y por donde la colina de la Alhambra, miraba y soñaba. Y miraba con gran interés a todas las muchachas que con él se cruzaban y en su corazón se decía: “Ésta es hermosa y parece que la bondad le chorrea por la cara pero la que yo sueño, la que estoy esperando para compartir con ella todo lo que deseo y siento, seguro que es mucho más bella”. Y miraba y miraba y soñaba mientras tomaba fotos, recorría las calles y escribía más y más nombres y cosas sobre el mapa y en su cuaderno.


Y así fue como una clara tarde de primavera, ya casi al final del mes de mayo, una vez más salió de su casa con el mapa y el cuaderno en sus manos. Como hacia su encuentro aunque todavía no tenía claro ni su nombre ni dónde o cómo encontrarla. Pero salió de su casa también con la cámara de fotos preparada y bajó lentamente por la calle. Rozó los jardines del Hospital Real y se acercaba a Plaza Elvira, cuando la vio. Subía en dirección contraria, sola, con una pequeña mochila colgada de su hombro y, en su mano, un ramo también pequeño de flores recién cortadas. La miró despacio y miró el ramo de flores y al cruzarse con ella, quiso pararse para preguntarle y hablarle del sueño que en el corazón llevaba pero no lo hizo. Dejó que se cruzara mientras la miraba fijamente y observaba el ramo de flores. Y descubrió que era hermosa, tal como muchas veces la había soñado y también se dio cuenta de que su pequeño ramo de flores era muy especial.

Lo llevaba muy bien sujeto en su mano y en él se entrelazaban margaritas blancas y amarillas, campanillas también silvestres, rosas y moradas, un par de amapolas, otras flores también amarillas y algunos tallos de hierba fina para decorar y embellecer a su ramo de flores. Y mientras la observaba y miraba su original ramo, se dio cuenta que ella lo portaba no solo con elegancia y mimo sino también con ternura y suavidad. Por eso se dijo: “Parece como si en este momento no hubiera en el universo nada más importante que ella y este pequeño ramo de flores. ¿Dónde lo habrá cogido y por qué lo mima tanto y a dónde lo llevará?” Y mientras esto se preguntaba y la miraba, veía que seguía subiendo por la calle, alejándose de él sin ni siquiera una mirada. Pero él sí la grabó en su corazón y la transformó en su alma. Por eso, mientras seguía bajando con ella en su mente, de vez en cuando, se volvía para atrás y miraba para verla alejarse. Y cada vez que esto hizo para sí exclamaba: “¡Dios mío, qué hermosa y cuanta eternidad lleva en sus manos!”

Torció por la calle Cuesta Alhacaba, subió despacio parándose de vez en cuando para mirar para atrás y observar la tarde al tiempo que la recordaba y, al poco, llegó a Plaza Larga. La imaginó por el lugar con su ramo de flores y su mochila y se imaginó a sí mismo a su lado, con el mapa extendido y explicándole la historia, los lugares y la originalidad del rincón. Luego la siguió imaginando caminando a su lado por el Arco de las Pesas y torciendo por la calle de la izquierda, rumbo al Mirador de San Nicolás. Al típico y tópico lugar del barrio del Albaicín y donde, como todos los días del año, las personas se amontonaban. Vendiendo cosas, algunos, cantando y tocando la guitarra, otros y muchos, haciéndole fotos a la Alhambra, con el fondo de Sierra Nevada.


Pero como la tarde era muy clara y el sol lucía con una luz especial, para él el rincón también se convertía en un cuadro muy bello. Se acercó, sacó su cámara, hizo algunas fotos, miró despacio a un lado y otro y la buscó entre las personas. Sabía que la había visto minutos antes subiendo por la calle con su ramo de flores y la mochila pero ahora soñaba encontrarla entre la muchedumbre concentrada en el mirador. Porque su corazón de este modo se lo decía. Y por eso miró y miró y aquí y allá le parecía verla en ésta y aquella joven que hacía fotos a la Alhambra o simplemente miraba charlando con sus amigas. Y se marchaba, después de un buen rato mirando y esperando, cuando la vio. Pegada a la pared de la iglesia de San Nicolás, acostada a todo lo largo y sobre el fino empedrado granadino y con un libro en la mano. Su cabeza descansaba sobre la mochila y por el suelo se derramaba la hermosa mata de pelo negro. Y junto a su cabeza y pegada a la pequeña botella de agua, se veía el ramo de flores. Fresco y brillante como el que momentos antes le había visto en la mano mientras subía por la calle. Pero ahora, tanto el ramo de flores como su pelo y su cuerpo, parecían mucho más hermosos. Como si de todo su cuerpo manara una luz especial, misteriosa y al mismo tiempo, irreal. Y es que el sol de la tarde se derramaba directamente sobre su rostro y bañaba todo su cuerpo y el ramo de flores junto a la botella de agua.


A cierta distancia, para no distraerla o molestarla, se quedó parado mirándola y pensando. Quiso sacar su cámara de fotos y fotografiarla para llevársela de recuerdo pero no lo hizo. También quiso acercarse y saludarla y preguntarle pero tampoco lo hizo por temor a importunarla. Quiso ponerse a sus espaldas y, a contraluz, situarse cerca de ella observarla desde menos distancia pero tampoco lo hizo por temor a manchar la belleza de su cara y sueño. Por eso, durante un buen rato, estuvo observándola desde la distancia y comprobando como inmóvil, tumbada sobre el empedrado, bañada de sol y con su ramo de flores y libro en la mano, disfrutaba de la tarde y del rincón. También del vientecillo y el azul del cielo y del murmullo que a su alrededor se generaba. Para sí, otra vez se dijo: “Es la que desde hace tanto, estoy soñando porque mis ojos la ven envuelta en la misma belleza que en mi alma la tengo dibujada. Y Dios mío, cuanta belleza y misterio refleja”. Abrió su mapa, lo miró despacio, miró los apuntes que en el margen tenía escritos y deseó compartir con ella tanto el rincón como la Alhambra, las blancas nieves que a lo lejos reflejaba Sierra Nevada y la tarde y el sol. Lo deseó con todas sus fuerzas porque era la que desde hacía muchos, muchos años, estaba esperando.


Pero dobló el mapa, guardó su cámara de fotos, caminó despacio hacia la plaza por donde el aljibe, tomó por la estrecha callejuela que discurre pegado y por entre los restos de la vieja muralla Zirí y bajó las escaleras hacia el corazón del barrio. Sin dejar de pensar en ella y sin dejar de mirar a todas las que, en dirección contraria, se cruzaban. Miraba como buscando lo que tanto y tanto, a lo largo de su vida ha necesitado. La misteriosa y a la vez hermosísima hada de sus sueños y que, en muchas ocasiones, le había parecido ver por las calles de Granada. Y esto, no solo esta tarde sino la anterior y la de dos meses más atrás y la de un año y otro año.


Recorrió las tortuosas y estrechas callejuelas por detrás de la iglesia del Salvador, la principal iglesia del barrio del Albaicín y se encajó en la Plaza Aliatar. La que, hasta con los ojos cerrados conocía de tantas y tantas veces como por aquí había pasado. Por eso no se paró mucho. Siguió caminando, cruzó por delante de la iglesia del Salvador y poco a poco, fue tomando la calle que lleva a la Cuesta de Chapiz. Por aquí continuó bajando, con la cámara en la mano, mirando a todos los que se le cruzaba y observando la vista de la Alhambra sobre su colina, al fondo. Varias veces se paró para mirar más despacio tanto los rincones de las calles como los balcones llenos de macetas con flores y también el aljibe de la derecha, el camino del Sacromonte y el Carmen de la Victoria. Y cada vez que se iba encontrando con estos sitios o se paraba para observar, se decía: “¡Que dicha no sería para mí ir por aquí con ella explicándole todo esto! En el mapa que llevo conmigo lo tengo bien anotado y en mi corazón, en forma de sueño, lo tengo todo repleto de emoción”.


Al final de la Cuesta de Chapiz, dejó a su izquierda el bello palacio de los Cordova y al poco, se dispuso para cruzar el puente del Aljibillo. El último puente que el río Darro tiene por aquí, al lado de arriba del Paseo de los Tristes y que da paso al camino que lleva a la Fuente del Avellano y a la famosa Cuesta del Rey Chico. Por eso, mientras se iba aproximando al puente para cruzarlo con la intención de continuar por la Cuesta del Rey Chico, a su mente y en forma de vivencias, acudieron las mil veces y tardes que a lo largo de los meses y años, había pasado por aquí. Siempre buscándola, siempre con la ilusión soñándola, haciendo algunas fotos de ves en cuando con la esperanza de compartirlas con ella algún día y en algún momento pero comprobando una y otra vez, que ni se presentaba ni llegaba en momento. Por eso, al terminar de cruzar el pequeño pasillo empedrado del puente, como distraído, miró para su derecha. Por el lado en que las claras aguas del río Darro se alejaban hacia el centro de Granada y también hacia los últimos rayos del sol de la tarde. Al fondo descubrió el amplio espacio del Paseo de los Tristes, la figura de la iglesia de San Pedro y, más al fondo y en lo alto, la robusta figura de la Alhambra. Y al ver la imagen, una vez más sintió dolor, algo de nostalgia y cierta desazón. A su mente acudieron todas las tardes y mañanas que por este rincón había vivido y los recuerdos que en todos esos momentos por aquí había ido dejando. Por eso, aunque una vez más se le presentaba hermosa y robusta la figura de la Alhambra, ni le parecía hermosa ni interesante ni misteriosa aunque lo fuera. Se dijo: “Es el típico tópico de todos los que observamos la Alhambra desde este rincón. Pero yo la tengo ya tan manida, fotografiada y observada que más que sentir placer me entrega amargor”. Terminó de cruzar el puente y, tal como iba mirando para el lado en que se alejaban las aguas del río, de pronto se quedó quieto y fijo en un punto. Sobre la pared de este lado del río y explanada del Rey Chico, la vio sentada. Con su mata de pelo negro tapándole parte de la cara y cayéndole sobre los hombros y espaldas. Con un libro abierto en sus manos y, a la vez que leía en este libro, miraba para el comienzo de la Cuesta del Rey Chico. Sobre el muro mismo, a su derecha, se veía su mochila y a su lado, el pequeño ramo de flores silvestres. Las sombras de los árboles que crecen ahí mismo, la arropaban y el vientecillo que subía desde el río y del lado de la Plaza del Paseo de los Tristes, lo acariciaba. Y frente a ella, en la pequeña explanada que sirve de pórtico al edificio del Rey Chico, dos o tres niños jugando.


Desde el mismo puente y parado frente a ella, aunque a cierta distancia, la observó despacio. Intentando comprender por qué de nuevo se la encontraba en este sitio y con su mismo ramo de flores. Pero enseguida se ocupó en lo que representaba su bella imagen allí sentada, leyendo un libro, sola, como de espaldas al mundo, a la sombra del verde árbol, no lejos de la Alhambra y como en su regazo. La imagen era muy hermosa y estaba llena de misterio y justo en el momento en que su corazón más lo necesitaba. Una vez más pensó hacerle una foto, quiso acercarse, saludarla y preguntarle. Para, de alguna manera, sentir la dicha de tenerla cerca y compartir con ella algo de su mundo interno. ¡Tanto y tanto tiempo buscándola cada tarde y día por las calles de Granada! ¡Tanta soledad y melancolía inundando siempre su interior!

Pero no. Agachó su cabeza, continuó caminando, comenzó a subir por la Cuesta del Rey Chico intentando llevársela solo en la mente. Se dijo: “Como si hubiera sido un sueño. Toda hermosa, llena de luz y belleza, repleta de gozo espiritual y casi perfecta. Tan perfecta que solo existe en la dimensión de lo intangible. Pero aun así, Dios mío qué bello”. En la sombra de los álamos que hay al comienzo de la Cuesta del Rey Chico, comenzó a cantar un mirlo. Por el vientecillo de la empedrada calle en este primer tramo de la cuesta, se percibían aromas de celindas y rosas mientras las sombras de los árboles se derramaban sobre el empedrado de este primer trozo de calle. Miró despacio a un lado y otro de la cuesta, siguió subiendo y al poco se encajó en la primera curva del camino. Durante unos minutos aquí estuvo parado, observando la imagen de la Alhambra que, sobre la colina, al frente y por el lado de la tarde, se alzaba. Siguió luego y poco a poco fue contando cada paso en las escaleras empedradas de la empinada cuesta. Por la derecha le iba escoltando la recia muralla que en estos tiempos todavía protege a las tierras del bosque de la Alhambra en la umbría norte. Pensó en ella varias veces y cuando por fin terminó de remontar el último tramo de la cuesta, se encontró en el pequeño rellano de los olivos. Justo por donde corre el agua de la Acequia Real, al lado mismo del camino y por el exterior de la muralla de la Alhambra. Le saludó la primera torre de este rellano, conocido precisamente con el nombre de El Paseo de las Torres. Y la primera de todas estas torres, subiendo por la Cuesta del Rey Chico, es la Torre de los Picos. Donde justo se abre una puerta conocida como La Puerta del Arrabal y que en otros tiempos comunicaba los recintos de la Alhambra con los del Generalife.


Saludó con entusiasmo este bonito recorrido de los olivos y siguió subiendo. Dejó atrás la segunda torre conocida con el nombre de Torre de Cadí y al aproximarse a la tercera torre, la conocida como Torre de las Cautivas, de nuevo la vio. Sentada en el suelo, con sus espaldas apoyadas en uno de los grandes bloques de piedra que por aquí sirven de bancos y con sus pies extendidos hacia las aguas del riachuelo. Tenía su mochila puesta sobre la gruesa piedra y en ella descansaba su cabeza. Por eso su negro pelo quedaba esturreado, parte sobre toda la mochila y parte sobre la piedra, colgando algunos mechones por los lados. En sus manos sujetaba un libro y, mientras recibía de lleno el sol de la clara tarde, leía. Por eso la imagen, frente a las recias murallas de la Alhambra, junto a las aguas del riachuelo, entre las torres más emblemáticas y bajo las ramas de los olivos, era bella. Romántica, muy poética y misteriosa. Desprendía mucha paz e invitaba al corazón a soñarla única.


No detuvo sus pasos pero sí, en cuanto la vio, el espíritu se le llenó de gozo y algo de tristeza y otra vez quiso sacar la cámara y hacerle una foto. Pero de nuevo tuvo miedo. Sin embargo, para sí se dijo: “¿Cómo es posible que me la encuentre en tantos lugares, siempre leyendo, solitaria, en silencio y con su ramo de flores?” Quería encontrar una respuesta a la pregunta mientras pasaba justo por detrás de ella sin molestarla. Y fue en este momento cuando descubrió el pequeño ramo de flores silvestres. Lo había soltado en el suelo, muy cerca de ella, a su derecha y junto a su botella de agua. La corriente del arroyuelo salpicaba en pequeñas gotitas y por eso las flores se veían muy frescas. Pasó de largo, miro un momento las ramas y sombras de los árboles, olivos, almeces, avellanos… y al poco cruzó por debajo de la Acequia Real. Rozó la Torre del Agua, bajó por la acera que, desde la parada del autobús lleva a la Torre de las Cabezas y desde aquí a la Alhambra y siguió bajando. Al poco rozó el Pilar de Carlos V, lavó sus manos en las aguas, hizo algunas fotos y comenzó a bajar por la calle Cuesta Empedrada. La cuesta que desciende desde el Pilar Carlos V hasta la Puerta de las Granadas, entrada principal a los bosques de la Alhambra.

Y bajaba metido en sí, distraído en las sombras y luces de la tarde por este bellísimo rincón, cuando al llegar a la estatua de Washington Irving, la vio de nuevo. Ahora acostada a todo lo largo del banco que hay al lado de arriba de la estatua. Por eso casi se confundía con la forma del banco aunque alzaba sus manos sosteniendo un libro y sobre el pecho, descansaba el pequeño ramo de flores. Y en esta ocasión la miró como de reojo pensando que no lo vería y cuando ya estuvo unos metros por debajo del banco y de la estatua, sí le hizo una foto. Desde bastante lejos y por eso ni se veía su cara ni la mochila ni el ramo de flores. Pero se sintió satisfecho y continuó bajando. Solo unos metros más adelante, cruzó el arco de la Puerta de las Granadas y cinco minutos después se encajaba en el rellano de Plaza Nueva. Torció para la izquierda, tomó el comienzo de la Carrera del Darro y caminó hacia el Paseo de los Tristes. Cabizbajo y sin dejar de mirar a todas las muchachas que con él se cruzaban. Con el deseo de encontrarla de frente y cerca para colmar la necesidad de su corazón.


Y caía el sol porque la tarde estaba llegando a su final, cuando alcanzó la altura de los restos arqueológicos conocidos con el nombre del Puente de los Tableros y aquí se paró. Se acercó al muro que, por la derecha, encaja al río y miró a la corriente. Sin otra intención que llenar el tiempo en observar las aguas y las plantas. Y miraba, como abstraído por completo de todo lo que le rodeaba, cuando se dio cuenta que la luz de sol llenaba de un color muy especial toda la gran ladera y bosque que desde el río sube hacia la Alhambra. Y la volvió a ver. Pero ahora no sentada ni acostada leyendo y disfrutando de los rayos del sol sino como alejándose desde el río, bosque arriba, en forma de luz doraba y verde y agua clara. Restregó sus ojos y quiso llamarla pero no lo hizo. Tampoco sacó la cámara. Simplemente se quedó tal como estaba, observando la tarde irse e intentando comprender lo que antes sus ojos tenía. Se sintió solo, quiso llamarla, quiso irse con la luz de la tarde y abrazarla para siempre allá donde su corazón la soñaba. Pero lo único que hizo fue escribir, en una de las hojas de su cuaderno, estos versos:


Cuando los días se lleven
las tardes cálidas,
las horas de melancolía,
y las blancas
mañanas de primavera
de mi alma,
cuando las horas arruguen
la belleza de tu cara
y el tiempo te oculte en silencio
allá en el alba,
cuando la noche te borre
entre las sábanas
de los recuerdos sin nombre
y en las playas
del infinito apagado,

aun quedará en el aire,
en la sombra de las plazas
y por las calles
de esta ciudad encantada,
tu aroma en forma de sueño
y flores blancas.

Porque fuiste aquella tarde
la fantasía soñada
de un corazón enamorado
que buscaba
tu presencia por los rincones
de Granada.


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430- LAS TRES ALHAMBRAS DE GRANADA


  Lo vieron muchas veces caminando solo. Por las plazas, rincones y calles de Granada y, más en concreto, por las orillas del río Darro, jardines y entorno de la Alhambra y barrio del Albaicín. Nadie se fijaba en él porque eran muy pocos los que le conocían y, por eso, con nadie se paraba ni charlaba. Solo caminaba, mirando atentamente, a veces, a las personas con las que se cruzaba y, otras veces, a la Alhambra, bosque de la umbría, riveras del río Darro y barrio del Albaicín. Nunca nadie supo quién fue ni qué era lo que buscaba y, menos aun, qué sentimientos o sueños, en su corazón latían.

Y aquella tarde de invierno, ya final de febrero, florecidos los almendros, con mucha nieve sobre las cumbres de Sierra Nevada y sin ninguna nube en el cielo, se le vio por la orilla del río Darro. Solo y caminando lento, como tantas otras veces pero hoy, como si fuera al encuentro de algo muy concreto. Caía el sol y por eso, la Alhambra, una vez más, refulgía como bañada en oro, sombras y misterios. Llegó al final del paseo, torció para su izquierda, subió despacio la cuesta hoy conocida con el nombre de Cuesta del Chapiz y, en cuanto terminó de coronar el cerro, se vino para su izquierda. Por entre unas callejuelas muy estrechas continuó avanzando y, justo cuando el sol se ocultaba, llegó al gran rellano. Al lugar hoy también conocido con el nombre de Mirador de San Nicolás. Todo por aquí estaba solitario, con solo la presencia de un leve vientecillo, los reflejos de la última luz de la tarde y la presencia de algún mirlo.

Sobre la piedra se sentó, mirando de frente a la colina de la Alhambra, sacó de su bolsillo un pequeño mapa, lo desplegó y cogió un lápiz. Era un mapa muy elemental, trazado a lápiz y decorado con algunos dibujos. Como título, en la parte de arriba se podía leer: “Las tres Alhambras de Granada”. A continuación y junto a un bloque de líneas y dibujos, tenía escrito: “1- El alma de la Alhambra”. Un poco más abajo, otro bloque de líneas y como título: “2- El cuerpo de la Alhambra”. Y en la última parte del trozo de papel, se podía leer: “3 - El corazón de la Alhambra”. Observó este mapa durante unos minutos, luego cerró sus ojos y, en su mente, parte de su corazón y alma, lo vio todo claramente.

 

La Alhambra sobre su colina, color tierra y protegida por las murallas. Sobre las torres y como en el aire y fundiéndose con el cielo, el alma de la Alhambra y en las entrañas de la colina que sostiene a la Alhambra, el corazón de ésta. Como escondido bajo la Alhambra de torres, palacios y murallas de tierra y formando un gran espacio, ancho, largo y muy bello. Un gran paisaje lleno de bosques, agua y lagos y muchas personas por ahí yendo y viniendo. Y vio el camino que, desde las aguas del río Darro, subía como al encuentro de la Alhambra tierra pero no se encontraba con ella. Por el camino, color tierra y bordeado por un arroyuelo de agua muy clara, subían y bajaban ellos. Algunos cargados con haces de leña, con sacos llenos de cosas, con frutos y otros alimentos y muchos más, siguiendo a sus borriquillos. Todos iban y venía al lugar donde manaban las aguas. Y las aguas del claro arroyuelo, brotaban justo de las rocas, de la gran pared que parecía parte de la cordillera de Sierra Nevada pero en las entrañas de la colina de la Alhambra.

Y aquí, sentada al borde del charco más claro, estaba ella. De espaldas, mirando fijamente a las aguas y en silencio. Como si esperara o estuviera meditando. Al verla, su corazón se llenó de vida. Su negro pelo le caía desde los hombros por las espaldas y su hermoso cuerpo, se recortaba en las transparencias de las aguas del charco. Lento se acercó por detrás, la tocó muy despacio y, durante unos segundos, permaneció en su quietud. Sin moverse ni pronunciar palabra pero sí dejando intuir que sabía de su presencia y que le gustaba que se hubiera acercado.


Pero al poco, sin mirar ni pronunciar palabra, dejó su asiento, caminó despacio, siguiendo el camino al borde del arroyuelo y poco a poco se fue aproximando al manantial de las aguas. Se quedó él quieto donde la había encontrado sentada y tampoco dijo nada. Tenía conciencia de que los dos se encontraban en el espacio “Corazón de la Alhambra”, donde nada es materia pero sí existe y contiene todas las historias, personas y recuerdos. Caminó un poco y no tardó en verla de nuevo. Al otro lado ya del manantial de las aguas y dentro de los recintos “Alhambra tierra”. En su torre de reina, también recogida y en silencio asomada a la ventana. Miraba para el gran valle del río Darro y parecía esperar o soñar algún sueño bello. Desde el camino del corazón de la Alhambra, subió él y de nuevo se acercó despacio. Por las espaldas y por eso contemplando su hermosa mata de pelo negro. Sin decir nada fue a tocarla y, antes de que lo hiciera, se levantó. De espaldas caminó por un ancho pasillo en el centro de los palacios de la Alhambra y la vio perderse como hacia el viento.


Quieto se quedó donde ella miraba por la ventana de la torre y observó durante un buen rato. Y vio a muchas personas que, con cámaras de fotos, mochilas, mapas, libros… iban y venían por todos los recintos de la Alhambra. No se extrañó porque también tenía conciencia de que estaba en el centro de la “Alhambra tierra”, lugar donde han ocurrido y ocurren muchos hechos que luego han recogido y almacena la historia. Algunas de estas realidades han quedado plasmadas en libros y, otras, no. Por eso, durante un buen rato, aquí estuvo quieto y mirando y luego desvió sus ojos al gran pasillo por donde se marchaba.


Y ante sí y como sostenido del mismo viento, vio el camino. Todo estaba, a un lado y otro, escoltado por muchos jardines repletos de flores. Y coronando a estos jardines, sobre salían los almendros. Cientos y cientos de almendros todos florecidos. Y como el vientecillo se movía levemente, de las ramas caían montones de pétalos de estas flores. El mismo viento los iba dejando sobre el suelo del camino y, por eso, todo el ancho paseo por donde ella se alejaba, se veía alfombrado con millones de pétalos de flores de almendro. Quiso llamarla pero no lo hizo. Sabía que ahora estaba en la dimensión superior. En el alma de la Alhambra. Y sabía que esta dimensión se encontraba por encima de las torres, palacios y murallas de la “Alhambra tierra”. Por eso también tuvo claro que esta era la dimensión de lo eterno. Donde todo es espíritu, luz y bello y donde el tiempo ya es eternidad.


Ya la noche había avanzado. Sobre el cerro, en lo más alto de lo que hoy es el barrio del Albaicín, él cerró y guardó su mapa. Miró, durante unos minutos más, a la figura de la Alhambra tierra, iluminada por la limpia luz de la luna y para sí susurró:


                                             En el corazón de la Alhambra,

en la Alhambra tierra

y en la dimensión de su alma,

tú eres la esencia.

Nadie entenderá nunca este misterio

pero has sido y serás la magia

                            que escondida en el viento

palpita eterna en Granada.  


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431- El abrazo          

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               Volvía después de mucho tiempo. Y, mientras se iba acercando, lo hacía por donde su corazón más se lo pedía. Por donde se encontraban sus más bellos y tristes recuerdos y por donde, a lo largo de muchos años, la había soñado: junto a las aguas del río Darro. Por eso, se le vio subir por donde hoy se alarga la Carrera del Darro, el paseo más bello del mundo, en Granada y a los pies de la Alhambra. Y llegaba acompañado solo de un pequeño perro blanco y su zurrón de viajero. Y lo que también en su corazón temblaba, según iba llegando, era la figura de la Alhambra sobre su colina. Tan grabada la tenía en su alma, desde sus primeros tiempos que, conforme se aproximaba, le parecía volver al descanso, al consuelo.

 

               Y antes de llegar al último puentecillo del río, el que es conocido con el nombre de El Aljibillo, dijo a su perro, amigo y compañero:

- Vente por aquí que quiero que veas esto.

Y se acercó al río. Por donde un pequeño vado y, por eso, la corriente mostraba un buen paso. Y nada más llegar a las aguas lo primero que hizo fue mojar sus manos, luego sus brazos y después su cara. Le volvió a decir al compañero:

- En otros tiempos, cuando todavía éramos pequeños, por aquí los dos jugamos muchas veces. Corriendo por estas riveras, bañándonos en las aguas, tomando el sol recostados sobre la hierba y siempre respirando el purísimo aire y silencio que brota de este río. Para mí, era un ángel bajado del cielo. Por eso, en muchas ocasiones la llamaba con el nombre de “La Sirena del río Darro”. ¡Si tú la conocieras!

Y después de volver a lavar sus manos y cara invitó a su perrillo que a que bebiera.

 

               Cruzaron luego la corriente y pasaron al lado de la umbría de la Alhambra. El sol lucía colocado en lo más alto y relucía como en los mejores días de verano. Aunque era invierno y al fondo, sobre las cumbres, las nieves blanqueaban. De nuevo dijo a su amigo:

- Subamos despacio. No tengo prisa en llegar porque ahora ya mi corazón está contento, como en su descanso. Por fin piso otra vez los rincones y tierras que siempre han sido para mí más que alimento.

Y remontaron lentamente. Parándose a cada instante para echar una ojeada a las casas de los barrios, al otro lado del río: el Albaicín blanco y el Sacromonte eterno.

- No son los mismos y, sin embargo, fíjate qué bonitos y cuanto misterio parece de ahí estar brotando.

Y su perro, como si lo comprendiera, se movía de un lado a otro olisqueando. Escudriñando cada rinconcillo del bosque y pendiente de las órdenes de su amo.

- ¿Sabes? Cuando ella jugaba por la corriente del río, lo que más le gustaba era irse a los sitios más desconocidos y oscuros. Comentaba:

- Tú dirás que este río viene de las montañas al norte de Granada pero yo creo que nace en algún lago en el más extenso de los paraísos.

- Y después de pasar por los pies de la Alhambra ¿a dónde crees que este río se marcha?

- Eso sí que lo tengo claro: al corazón mismo del Universo, que es donde se refugia el cielo y por eso, todo por allí, es eterno. Un río como nuestro Darro, de ningún modo puede ir a otro sitio. ¡Me gusta tanto y es tan bonito!

 

               Más de una hora tardaron en remontar la ladera. Y mientras lo hacían seguía comentando con su perrillo:

- Y la Alhambra, sus murallas, palacios, jardines y fuentes, tú nunca lo has visto pero ahora te digo que todo por aquí es fantástico. Vete preparando que verás como no te miento.

Llegaron a todo lo alto y tomaron para la derecha, siguiendo el camino que discurría pegado a la muralla y bajaron un poco hacia Granada. El sol ahora les daba de lleno y de aquí que iluminara no solo sus cuerpos sino también las plantas y árboles que iban rozando.

- Y cuando por estos bosquecillos paseaba, muchos la confundían con una princesa. Y aunque lo era, a mí me gustaba decir a todos que su palacio lo tenía en las estrellas. Tenía cara de ángel, ojos de cielo, sonrisa de estrellas y su alma era blanca, muy blanca ¡Qué bellos fueron aquellos momentos y cuanto misterio derramó por estos jardines y espacios!

 

               Llegaron a la puerta de la muralla y la cruzaron. Su pequeño amigo, al sentir ahora el ruido de las personas, se vino a su lado como si temiera algo.

- Yo ya no soy nada por aquí pero tranquilo. No dejaré que te hagan daño.

Y justo en este momento se encajaron en la pequeña explanada, antes de los palacios. De pronto, ante ellos apareció la gran fuente. Cristalina, alegre, iluminada por el sol y como gritando. Frente a ella, se quedó parado mirando, intentando comprender. Le comento al perrillo:

- Soñé mil veces con esta fuente aquí, para disfrutarla con ella y al fin la han construido. ¡Fíjate qué bonita! Cara a los palacios de la alhambra, frente al barrio del Albaicín y al gran valle del río Darro y casi entre los bosques y jardines. ¿A que es fantástico, como un sueño?

 

               Y justo en este momento, mientras miraba absorto a la fuente, sintió su mano. Por el lado derecho se le acercó, le echó su brazo por el hombro y cuello y despacio, muy despacio fue acercando su cara a la suya, al tiempo que le decía:

- Soy la que sueñas y tanto quieres. No digas nada y disfruta el encuentro. No estamos ya en el tiempo sino en la eternidad. En el corazón mismo del cielo.  

 

 



432- ENTRE LA NIEVE, JUNTO AL RÍO //Pa 2

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Lo sabe el cielo y mi corazón. 

 

            Durante varios días estuvo nevando. Sin parar un momento a lo largo de estos días y por las noches y sin que apenas se moviera el viento. Con el cielo todo cubierto de espesas nubes negras y con las nieblas subiendo por los barrancos y coronando las crestas.

 

               Pero aquel día, una mañana ya casi final del mes de diciembre, amaneció sin nubes en el cielo. Todo azul, con el viento en calma y la nieve reluciendo blanca sobre las cumbres de Sierra Nevada, por las colinas del Generalife y torres de la Alhambra y también por el barrio del Albaicín. Extendida como una inmensa alfombra mágica, por todas las laderas de las montañas y por las llanuras y barrancos. Y, sobre todo, por la ladera de las encinas, el valle de las rocas, por donde la gran curva del río y por el arroyo de los fresnos. Por aquí y esta parte de la montaña, la nieve había caído en tanta cantidad que ni se veían los caminos ni las aulagas ni los romeros.

 

               Pero aquella mañana de cielo azul intenso, fría y blanca como la escarcha más pura, se asomó a la ladera. La de las encinas, frente a la curva del río y el valle de las rocas. Y, antes de continuar avanzando, se paró justo en lo más elevado. Miró, durante largo rato y descubrió que toda la ladera estaba cubierta por una gruesa capa de nieve. Se dijo para sí: “Me gusta esto. Así que no tengo miedo ni me acobardo”. Y pasado unos minutos meditando y sin dejar de observar, respiró hondo y susurró: “¡Dios mío, si estuviera!”

 

               Y transcurrido un largo rato, comenzó a caminar. Pisando la blanca nieve y dejándose deslizar por ella como en los años lejanos, cuando todavía era pequeño y luego ya de joven. Y su gozo fue inmenso. Recibió la caria del aire en el rostro y sintió como si cayera al universo de sus más bellos sueños. Esquivó el pino centenario, la encina de tronco retorcido, la roca boronda y el acantilado de la izquierda. Y, sin preocuparse nada más que de la sensación que gustaba en el corazón, descendió y descendió hasta aterrizar en las tierras llanas del valle. Justo por donde el río se remansa y, a la derecha, se apiñan los fresnos.

 

               Sintió voces y miró. Por la ladera de enfrente, solana, los vio. Eran los mismos de siempre, con sus mismas vestimentas y la misma actitud. Se dijo en su corazón: “¿Cuándo dejaréis de recorrer estas montañas como feriantes que solo buscan divertirse en la fiesta? ¿Cuándo descubriréis que estos lugares son sangrados y por eso antesala del cielo?” No les hizo caso. Metido en sí, caminó ahora hacia el bosquecillo de los fresnos. Buscó por entre la vegetación y las rocas y encontró el refugio. Construido de madera, pegado a unas de las rocas más grandes y muy cerca del cauce del arroyo. Desde aquí se veía al fondo y algo lejos, la colina de la Alhambra y las altas torres como clavadas en el tiempo. 

 

               Al llegar empujó la puerta, abrió y pasó dentro. Vio la chimenea y, a la derecha, el montón de troncos y ramas secas. Se puso, prendió fuego a las ramas más delgadas y luego echó troncos más gruesos. El fuego prendió con fuerza y, por eso en poco rato, toda la estancia estaba caldeada. Frente a la lumbre se sentó, abrió su mochila, sacó los alimentos y se puso a comer. Y, mientras contemplaba las llamas, saboreaba los alimentos y fuera el silencio se fundía con el frío, para sí otra vez se dijo: “Nunca sabrás que hoy una vez más te regalo estos paisajes, este cálido rincón y este momento. Me gustaría que estuvieras. Pero no me importa, lo sabe el cielo y mi corazón”. 

 

 

433- LA MUCHACHA DE LA NIEVE Y LA ALHAMBRA

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               Muy lejos de la Alhambra, casi en el otro extremo del planeta, en el país más grande del mundo y donde nieva mucho, un día dijo ella:

- Me marcho de mi tierra. Quiero viajar, conocer mundo y personas y vivir experiencias.

Y sus padres y amigos le dijeron:

- Pues que tengas suerte y encuentres lo que sueñas. Que nadie te haga daño nunca y que cuando vuelvas, sigas siendo libre y mucho más rica.

 

Y una fría mañana de invierno, cuando ya las nieves cubrían todas las tierras de aquel país lejano, ella cogió el tren. Viajó desde su ciudad a la gran ciudad del centro y aquí tomó el avión. Un día después llegó a España y llena de ilusión, buscó casa, buscó trabajo y quiso hacer amigos. Solo a medias consiguió esta parte de su sueño. Y por eso, después de varios meses mal viviendo en dos grandes ciudades, se vino a Granada. Seguía diciendo ella, a los que ya conocía y tenía como amigos:

- Porque me han dicho que Granada, además de bonita, es una ciudad con mucho sol. Y a mí unas de las cosas que más me gusta es el sol, luego el flamenco y también la Alhambra.

 

               Llegó a Granada cuando ya el otoño comenzaba a darse la mano con el invierno. También buscó trabajo, casa donde vivir y amigos con los que compartir su vida. Y lo mismo que en otros sitios, encontró solo dos amigos en una discoteca, un trabajo sin relevancia, de camarera y una pequeña cueva para vivir cerca de las aguas del río Darro. Por donde la Fuente del Avellano y exactamente frente a la Abadía del Sacromonte y por debajo del Generalife. En este rincón se refugió y lo primero que hizo fue encalar su cueva, le puso luego una puerta de rejas de hierro que algunos conocidos le dieron y una ventana también de rejas.

 

               De la acequia del río Darro, la que corre por debajo de la Fuente del Avellano y el cauce del río, cogió agua, amasó cemento con arena y, con algunas piedras, arregló un poco el agujero que servía de ventana. Construyó un pequeño poyo en la ventana, lo recubrió con mezcla de cemento y aquí estampó sus manos para que las huellas sirvieran de recuerdo. Dijo a los amigos:

- Para cuando yo me muera, que los que vengan por aquí, sepan que estas huellas son mías.

Y dentro de la cueva puso un colchón, una pequeña alfombra y su maleta con algunas cosas y ropa, en un rincón.

 

               Cada día desde la cueva bajaba a Granada recorriendo el camino de la Fuente del Avellano y luego el Paseo de los Tristes y regresaba cuando ya era muy de noche. Se acurrucaba en la cama de su cueva y sentía que la soledad, el frío y el hambre se la comían. También se la comía la añoranza por los suyos y los recuerdos de su tierra. Pero, aunque a veces se planteaba volver, sabía que no podía porque no tenía papeles. Tampoco tenía dinero ni amigos buenos que la quisieran sinceramente.

 

               Pero un día de invierno, cuando ya iba por los tres años de su llegada a España, bajaron mucho las temperaturas. Tanto que al caer la tarde comenzó a nevar. Asomada a la puerta de su cueva se puso a contemplar la nieve caer sobre la Abadía del Sacromonte, sobre el barrio y cuevas al otro lado del río y sobre la alta colina de la Alhambra. Y al poco, envuelta en unos abrigos, una bufanda y unos guantes, se le vio salir de su cueva. Recorrió el camino de la Fuente del Avellano, subió por la cuesta del Rey Chico, atravesó los bosques que rodean a la Alhambra y se dirigió a la explanada del palacio de Carlos V.

 

               La nieve caía como pocas veces lo ha hecho en Granada. Y ella, con el recuerdo de su país al otro lado del planeta y con la añoranza de los suyos mordiéndole el corazón, se puso a recoger nieve. Muerta de frío y casi sin fuerzas poco a poco fue juntando un gran montón de nieve. Y algo después, cuando la nieve caía con más fuerza y cantidad y la niebla comenzaba a llenar la tarde que se iba, se le vio abrazarse al montón de nieve. El frío, el hambre y la añoranza por los suyos y su tierra se la comían sin remedio. Pero todavía tuvo ella fuerzas en su corazón para decirse así misma y al cielo: “Muero lejos de mi tierra y de los míos pero junto a la Alhambra y abrazada a la nieve que en mi país cubre cada día”.

 

               Nota del autor: En los parajes que hay por encima de la Fuente del Avellano, puede verse la cueva que se describe en este relato. Y en el poyo de la pequeña ventana de la cueva, pueden verse las huellas de sus manos estampadas por ella en el cemento blando.  

 


434- LA MADRE, LA NIÑA Y LA MORERA

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               A media mañana, la niña salió de la casa y se fue a la morera. La que crecía en la misma puerta y tenía su tronco grueso y torcido hacia las torres de la Alhambra. Puso sus pies en los agujeros que el paso del tiempo había ido horadando en este tronco y, como otros muchos días, trepó hasta la cruz del árbol. En la gruesa rama que se tumbaba para el río, se sentó y se puso a mirar para la Alhambra. El sol caía limpio, iluminando tanto el barrio del Albaicín como las torres, murallas y jardines de la Alhambra. No hacía frío ninguno. Era ya mediado de mayo y por eso la primavera estaba avanzada.

 

               Dentro de la casa, en la pequeña habitación de la derecha, la madre se acurrucaba en la humilde cama. No dormía pero sí se notaba sin fuerzas, con mucho frío en todo el cuerpo y el corazón como apagado. En su mente no existía ningún pensamiento pero sí en su cuerpo, todo entero era un puro dolor sordo y monótono. Quiso llamar a la hija pero no lo hizo y ni siquiera sabía por qué. La casa, pequeña estancia toda desangelada, fría y por completo abandonada, parecía detenida en el tiempo. Sin más vida que el dolorido cuerpo de la madre y la presencia de la pequeña que ni siquiera sabía qué hacer. Sí en su corazón faltaba el cariño, en su cuerpo el alimento y en sus labios la sonrisa. Pero a sus doce años, ni sabía qué era lo que a la madre le pasaba ni por qué las cosas de este modo y en su mundo sucedían.

 

               De las últimas casas del barrio en la parte baja del Albaicín y que rozaban el río, llegó la amiga de la madre. También mayor, con apenas fuerzas ni en sus piernas ni brazos pero sí con el deseo de hacer algo por la que se apagaba en silencio. Encontró la puerta de la casa abierta, entró, avanzó hacia la habitación y al acercarse a la cama, saludó a la mujer y le dijo:

- Un poco de sopa caliente te traigo porque algo tienes que comer. ¿Cómo te encuentras hoy?

Y la madre acurrucada en la cama, apenas movió un poco su cuerpo, miró sin ánimo a la mujer y, aunque quiso decir algo, no le salían las palabras. La que había llegado de nuevo comentó:

- Te arropo un poco con esta vieja manta y mientras te preparas para tomarte la sopa que te he traído, voy a intentar arreglar algo tu casa.

 

               Se puso la amiga a ordenar un poco las cuatro cosas que por la estancia se veían esparcidas y desordenadas y de vez en cuando se paraba para respirar y tomar un poco de fuerzas. Miraba por el hueco de la puerta y veía a la pequeña subida en la morera y sentada en la gruesa rama. Varias veces pensó llamarla pero no lo hizo porque pensó que la chiquilla nada podía hacer para mejorar las circunstancias. Se dijo: “Es tana joven y tiene tan poca experiencia de la vida y las personas que lo que más necesita es cariño y apoyo. ¡Si yo pudiera…!

 

               En las ramas de la morera poco a poco se iban concentrando los pájaros. Palomas, mirlos, gorriones, oropéndolas, estorninos… Todos acudían a buscar las moras maduras y también los verdes y tiernos tallos. Mientras permanecía en silencio y mirando para la Alhambra, la pequeña también se entretenía en cada uno de los pájaros que de un lado a otro revoloteaban. Sentía cierta envidia de estas aves y hasta deseaba comerse las moras más gordas y maduras que se veían en las ramas más altas. Se decía: “Pero como no soy pájaro para poder volar ni puedo subir a las copas de esta morera ni tampoco puedo elevarme por encima de aquellas torres y murallas”.

 

               La humilde casa se alzaba no lejos del río Darro, un poco más arriba del puente del Aljibillo. Por eso desde aquí se veía perfectamente la Alhambra, las aguas del río, el azul del cielo y hasta se oían cantar por las noches los ruiseñores.


435- LÁGRIMAS EN LA TARDE

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               Amanda

               I- Bajó por la Cuesta del Chapiz y al llegar al Puente del Aljibillo, torció para la izquierda. Atravesó la plaza del Paseo de los Tristes, donde esta tarde había puestos de artesanos vendiendo sus obras de arte y siguió bajando. Por la Carrera del Darro, algo más adelante de la iglesia de San Pedro, también esta tarde los hippies vendían sus abalorios. Pasó de largo y al llegar a la altura del Bañuelo, la vio sentada. En el muro del río y justo donde la pared traza un ángulo para ofrecer también muro al puente de Espinosa.

 

               No la conocía de nada y, como estaba de espaldas a la calle, tampoco podía ver su cara mientras se acercaba. Porque, nada más descubrirla, intuyó el peligro. Estaba sentada en lo más alto del muro y echaba sus pies para el cauce de río. Con precaución, se acercó a ella, la saludó y le dijo:

- Puedes tener un accidente.

Volvió ella su cara, lo miró sin mostrar desconfianza sino cortesía y amabilidad y le preguntó:

- ¿Por qué puedo tener una accidente?

- Tal como estás sentada, si alguna persona sin querer te da un empujón, caerás al río y fíjate la altura que desde aquí hay.

 

               Rápida ella levantó sus pies y al instante se colocó sobre el muro en forma de horcajadas al tiempo que preguntaba:

- ¿Así mejor?  

- Mucho mejor.

Y fue en estos momentos cuando él descubrió que sobre sus piernas, sujetaba un gran bolso y sobre este bolso, apoyaba una tarjeta postal ya escrita hasta la mitad por la parte de atrás. Le preguntó:

- ¿Escribes un poema?

- Es una postal para mi marido.

- ¿Está lejos de aquí y lo recuerdas?

- Está conmigo aquí en Granada porque celebramos nuestra luna de miel.

- ¿Pero si te veo sola y le escribes a él?

 

               Y alargando su mano, se limpió una lágrima que le resbalaba por la mejilla izquierda. Tragó saliva y a continuación confesó:

- Él está ahora mismo en el hotel.

- ¿Y tú aquí sola?

- Hace un momento hemos almorzado ahí un poco más arriba. Y nada más terminar de comer, me ha dicho que se sentía mal y por eso se ha ido al hotel.

- ¿Y qué es lo que le ha pasado?

- Me ha dicho que tiene depresión y por eso se ha ido dejándome sola. En este lugar tan tonito y especial frente a la Alhambra, me he puesto a escribirle. Ya con ésta es la octava postal que le escribo esta tarde.

- ¿Se las darás cuando luego te encuentres con él?

- No.

- ¿Entonces?

- Todas las postales que le estoy escribiendo, las echo al buzón del correo postal.

- ¿Y eso para qué?

- Cuando luego regresemos a EE.UU. de donde somos, quiero que las reciba en nuestra casa.

- ¡Qué bonito detalle y qué forma más sincera de celebrar vuestra luna de mil!

 

               Con su mano derecha de nuevo limpió una lágrima que le resbalaba por la mejilla. Y fue entonces cuando el hombre le preguntó:

- ¿Quieres que te haga un regalo?

Algo sorprendida a su vez ella hizo una pregunta:

- ¿Qué regalo?

Se descolgó el hombre la mochila, sacó de ella un pequeño librito con la portada en color, se lo alargó a la joven y le dijo:

- También yo escribo a personas ausente y por eso pienso que esto puede gustarte mucho.

- ¿De verdad me lo regalas?

- Con mi mejor cariño y respeto.

- Pues dedícamelo.

De su bolsillo, ella sacó un bolígrafo, se lo alargó al hombre y le confesó:

- Me llamo Amanda y ya sabes que estoy aquí con mi marido celebrando nuestra luna de miel. Nos casamos en octubre del año pasado y entonces no teníamos dinero.

 

               Por el centro, abrió el hombre el librito, buscó la página en blanco que ahí había y escribió: “Para Amanda en la celebración de su luna de miel, sentada en la tarde junto al río Darro y frente a la Alhambra. Que en tu vida siempre seas muy feliz. Abrazos”. Le entregó el librito y mientras ella lo sujetaba en sus manos, leyó en voz alta lo que en la página había escrito. Al finalizar, se volvió a limpiar las dos lágrimas que de nuevo le resbalaban por las mejillas y muy compungida confesó:

- Esto es lo mejor que esta tarde me ha pasado. Muchas gracias.

- Me alegro mucho, Amanda.

 

               Le alargó el hombre la mano para despedirla y ella le ofreció la suya humedecida por las lágrimas. Notó él que apretó su mano contra la suya con mucha fuerza y fue en este momento cuando pensó: “Algo va mal con su marido y por eso está aquí tan sola y le escribe postales aunque él ahora mismo se encuentre cerca en un hotel. Su corazón está triste y por eso llora”. La volvió a despedir, le dio las espaldas y fue ahora cuando ella dijo:

- Gracias de nuevo y que tengas una buena tarde.

- Lo mismo te digo mientras gozo de la puesta de sol, de la Alhambra y de este rincón del río Darro.

 

               Siguió él bajando por la calle ahora muy impresionado por la belleza y juventud de su rostro y por la sincera amabilidad que le había regalado. Y otra vez pensó: “Debería haberle regalado un abrazo y haberme quedado luego sentado junto a ella. Es lo que de verdad necesita en estos momentos y yo no he sabido ofrecérselo porque en el fondo pienso que no me conoce de nada. Pero su pena, esta tarde y en este momento, necesita de un consuelo y no es lo que yo le he dado”.


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