Ventanas a la eternidad 

       Relatos cortos // 2010-18

El libro de los más bellos relatos de la Alhambra,

río Darro, Albaicín, Realejo y Granada - II 

 

  1- La muchacha de la nieve y la Alhambra  

  2- El cortijo de la huerta y las monedas 

  3- El sueño de una princesa 

  4- El hombre pobre de la Alhambra 

  5- Un príncipe diferente 

  6- Antesala del cielo 

  7- La alfombra mágica 

  8- La torre de los duendes 

  9- Uno de los secretos del río Darro 

10- El lago de la Casa de la Higuera 

11- Flamenco a los pies de la Alhambra 

12- El caballo de madera y la Alhambra 

13- El joven rebelde 

14- La bailaora del río Darro  

15- Tarde de otoño en los bosques de la Alhambra     

16- La princesa del otoño 

17- Flamenco frente a la Alhambra  

18- Desde la Alhambra, pintando los paisajes    

19- Que no me quede yo ciego en Granada

20- La casa de la niebla en el río Darro 

21- Paisajes de otoño en Granada  

22- Paisajes Nevados 

23- El niño pobre de la Alhambra  

24- La pastora del río Darro 

25- El alma de la Alhambra 

26- A la muerte de Enrique Morente 

27- Se marchó al oscurecer 

28- El homenaje 

29- La ardilla y el belén 

30- Cada día es un regalo 

La muchacha de la nieve y la Alhambra

 

            Muy lejos de la Alhambra, casi en el otro extremo del planeta, en el país más grande del mundo y donde nieva mucho, un día dijo ella:

- Me marcho de mi tierra. Quiero viajar, conocer mundo y personas y vivir experiencias.

Y sus padres y amigos le dijeron:

- Pues que tengas suerte y encuentres lo que sueñas. Que nadie te haga daño nunca y que cuando vuelvas, sigas siendo libre y mucho más rica.

 

Y una fría mañana de invierno, cuando ya las nieves cubrían todas tierras de aquel país lejano, ella cogió el tren. Viajó desde su ciudad a la gran ciudad del centro y aquí tomó el avión. Un día después llegó a España y llena de ilusión, buscó casa, buscó trabajo y quiso hacer amigos. Solo a medias consiguió esta parte de su sueño. Y por eso, después de varios meses mal viviendo en dos grandes ciudades, se vino a Granada. Seguía diciendo ella, a los que ya conocía y tenía como amigos:

- Porque me han dicho que Granada, además de bonita, es una ciudad con mucho sol. Y a mí unas de las cosas que más me gusta es el sol, luego el flamenco y también la Alhambra.

 

            Llegó a Granada cuando ya el otoño comenzaba a darse la mano con el invierno. También buscó trabajo, casa donde vivir y amigos con los que compartir su vida. Y lo mismo que en otros sitios, encontró solo dos amigos en una discoteca, un trabajo sin relevancia, de camarera y una pequeña cueva para vivir cerca de las aguas del río Darro. Por donde la Fuente del Avellano y exactamente frente a la Abadía del Sacromonte y por debajo del Generalife. En este rincón se refugió y lo primero que hizo fue encalar su cueva, le puso luego una puerta de rejas de hierro que algunos conocidos le dieron y una ventana también de rejas.

 

            De la acequia del río Darro, la que corre por debajo de la Fuente del Avellano y el cauce del río, cogió agua, amasó cemento con arena y, con algunas piedras, arregló un poco el agujero que servía de ventana. Construyó un pequeño poyo en la ventana, lo recubrió con mezcla de cemento y aquí estampó sus manos para que las huellas sirvieran de recuerdo. Dijo a los amigos:

- Para cuando yo me muera, que los que vengan por aquí, sepan que estas huellas son mías.

Y dentro de la cueva puso un colchón, una pequeña alfombra y su maleta con algunas cosas y ropa, en un rincón.

 

            Cada día desde la cueva bajaba a Granada recorriendo el camino de la Fuente del Avellano y luego el Paseo de los Tristes y regresaba cuando ya era muy de noche. Se acurrucaba en la cama de su cueva y sentía que la soledad, el frío y el hambre se la comían. También se la comía la añoranza por los suyos y los recuerdos de su tierra. Pero, aunque a veces se planteaba volver, sabía que no podía porque no tenía papeles. Tampoco tenía dinero ni amigos buenos que la quisieran sinceramente.

 

            Pero un día de invierno, cuando ya iba por los tres año de su llegada a España, bajaron mucho las temperaturas. Tanto que al caer la tarde comenzó a nevar. Asomada a la puerta de su cueva se puso a contemplar la nieve caer sobre la Abadía del Sacromonte, sobre el barrio y cueva al otro lado del río y sobre la alta colina de la Alhambra. Y al poco, envuelta en unos abrigos, una bufanda y unos guantes, se le vio salir de su cueva. Recorrió el camino de la Fuente del Avellano, subió por la cuenta del Rey Chico, atravesó los bosques que rodean a la Alhambra y se dirigió a la explanada del palacio de Carlos V.

 

            La nieve caía como pocas veces lo ha hecho en Granada. Y ella, con el recuerdo de su país al otro lado del planeta y con la añoranza de los suyos mordiéndole el corazón, se puso a recoger nieve. Muerta de frío y casi sin fuerzas poco a poco fue juntando un gran montón de nieve. Y algo después, cuando la nieve caía con más fuerza y cantidad y la niebla comenzaba a llenar la tarde que se iba, se le vio abrazarse al montón de nieve. El frío, el hambre y la añoranza por los suyos y su tierra se la comían sin remedio. Pero todavía tuvo ella fuerzas en su corazón para decirse así misma y al cielo: “Muero lejos de mi tierra y de los míos pero junto a la Alhambra y abrazada a la nieve que en mi país cubre cada día”.

 

            Nota del autor: En los parajes que hay por encima de la Fuente del Avellano, puede verse la cueva que se describe en este relato. Y en el poyo de la pequeña ventana de la cueva, pueden verse las huellas de sus manos estampadas por ella en el cemento blando.

 

El cortijo de la huerta y las monedas

 

            En otros lugares se le podría llamar casa de campo, casa rural, caserío, chalé… Pero aquí, en Andalucía, Granada y casi en los mismos terrenos que hoy ocupan la Alhambra, se le dice cortijo. La casa de la huerta, es como he oído llamarlo muchas veces. Así lo voy a llamar yo, refiriéndome exactamente a la vivienda en el buen trozo de tierra que ahora ya casi nadie conoce.

 

            Pero en aquellos tiempos, mucho antes de la construcción de la Alhambra y otros palacios y jardines, ahí mismo se alzaba el cortijo. En la cañada por donde ahora se ven los aparcamientos y pabellones de entrada al Generalife y a la Alhambra. Y aquí mismo, un poco a la ladera, se alzaba el cortijo. Pequeño, con solo una estancia no muy grande donde se encontraba la chimenea y dos habitaciones a los lados. Nada más aunque sí en la misma puerta tenía una frondosa parra que daba uvas muy buenas y un rellano que servía como de mirador hacia el pequeño valle.

 

            Y en estas tierras del valle o cañada ancha era donde se encontraba la huerta. Alma, corazón y auténtica despensa para los habitantes del cortijo. Porque en esta huerta se criaban los mejores tomates del mundo. Las mejores y más gordas patatas, calabazas y pepinos y otras muchas hortalizas. También frutos muy sanos y apetitosos como manzanas, naranjas, membrillos, limones… y en otoño muy buenas granadas, castañas, acerolas y bellotas. Por todo esto, los pocos habitantes del cortijo no solo se sentían orgullosos de su finca y vivienda sino que eran felices y se alegraban de su libertad y suerte. Y eran solo tres las personas y dueños del cortijo y huerta: la madre, su niña y el padre.

 

            Cada mañana el padre, lo primero que hacía era situarse en la pequeña terraza de en la puerta de la vivienda y desde aquí miraba para la cañada. Y al contemplar el hermoso panorama siempre le decía a su niña:

- No hay huerta en el mundo más fértil y bonita que esta nuestra.

Y la chiquilla, una vez y otra le preguntaba:

- ¿Y sabes qué es lo que más me gusta a mí de esta huerta nuestra?

- Dímelo.

- Me gusta su color verde intenso en primavera y verano, el airecillo fresco que siempre por aquí se pasea y el aroma a humedad, pimientos verdes y tomates recién cortados. Pero lo que más me gusta de toda esta huerta nuestra es la acequia que le entra por el lado de arriba y tan generosamente riega la tierra.

 

            Desde la terraza en la puerta del cortijo y a la sombra de la frondosa parra, el padre seguía mirando y se sentía orgulloso. No solo de sus propiedades sino también de su mujer y de su niña. Por eso él no sentía envidia ni de nada ni de nadie. En su corazón sabía que era la persona más afortunada del mundo. Lo sabía y por eso toda de su forma de ser, actuar y comportarse reflejaba exactamente lo que en su corazón sentía. De aquí que a las palabras de su niña, una vez y otra respondía:

- El agua cristalina de la acequia que riega la huerta nuestra es lo que nos da la vida y las plantas de este vergel. Por eso pienso como tú: que no hay en el mundo un tesoro como el que aquí tenemos nosotros.

 

            Así reflexionaban, compartían y vivían los tres en su cortijo de la cañada y frente a sus tierras hasta que un día apareció por allí un hombre montado en su caballo. Llegó al cortijo, se paró en la puerta, llamó y en cuanto el padre salió le dijo:

- Ni me conoces ni te conozco pero todos me dicen que eres una hombre muy honrado.

Y como el padre no supo qué decir se limitó a saludar al recién llegado y luego le ofreció algunos frutos de su huerta. El recién llegado, sin apearse del caballo, le dio las gracias y sin más rodeos le siguió diciendo:

- Tengo que irme de viaje a tierras lejanas y algunas de mis riquezas no puedo llevármelas conmigo. Son monedas de oro que he ido juntando pero pesan tanto y tienen tanto valor que tampoco quiero ofrecérselas a cualquiera.

Y ahora sí el padre preguntó:

- ¿Y por qué me revela a mi estos secretos suyos?

- Ya te lo he dicho: todos comentan que eres el hombre más honesto del mundo. Por eso he venido a verte. Como ya también te he dicho mañana mismo tengo que salir de viaje. Y he pensado que tú podrías guardarme, hasta que vuelva, parte de las monedas de oro que poseo. En estas alforjas las traigo. Voy a dártelas ahora mismo para que me las guardes. Ya te he dicho que pesan tanto que no puedo llevármelas conmigo.

 

            Y el forastero, sin apearse de su caballo, desató las alforjas y allí mismo derramó las monedas de oro. De nuevo dijo al dueño de la huerta:

- Te las confío hasta que vuelva y, como pago, el día que las recoja otra vez, te daré la tercera parte de estas monedas.

Seguía el padre intentando comprender y por eso quiso preguntar algunas cosas más pero no le dio tiempo. El forastero espoleó a su caballo, despidiendo al dueño de la huerta y se fue. En la puerta del cortijo se quedó el padre mirando a las monedas, mirando al hombre del caballo alejarse y mirando a su huerta. Al poco llamó a su mujer, le contó todo y luego dijo:

- Y ni siquiera hemos contado este dinero. Por eso estoy pensando…

 

            Tres meses pasaron y el forastero no volvía. Por eso el hombre del cortijo no hacía nada más que pensar: “¿Y si me quedo con las mitad de estas monedas? Yo creo que él tampoco las tiene contadas y por eso ni siquiera se dará cuenta de las que falten”.

 

El sueño de una princesa

 

            Ella, como todas las niñas del mundo, soñaba con ser princesa. Y por eso quería tener un palacio propio, rodeado de muchos jardines con flores, bosques con árboles grandes y verdes y un río muy limpio. De aquí que, un día y otro, a la madre le decía:

- Quiero que mi palacio sea muy parecido a mi casa de muñecas. Todo mágico, reluciente, con mucha luz y espléndido sol y con los más bonitos colores.

Y la madre, con mucha frecuencia le decía:

- Cuando las cosas se sueñan con fuerza e inocencia, algunas veces se hacen reales.

- ¿Quieres decir que algún día podré tener el palacio que tanto deseo y yo seré princesa?

- Lo importante es soñarlo como lo haces tú.

 

            Y aquella noche de otoño, justo el último día de octubre, el cielo se llenó de nubes. Se levantó el viento y, mientras oscurecía y durante mucho rato, estuvo soplando. Sin mucho frío pero sí con mucho ruido de árboles zarandeados y multitud de hojas amarillas revoloteando de un lado para otro y rodando por el suelo. Asomada a su ventana, la niña observaba el vaivén de las ramas de los árboles y se embelesaba con el silbar del viento y la oscuridad de la noche. Dijo a su madre:

- Ésta es la noche más apropiada para estar y vivir dentro de mi palacio.

Y la madre dijo que sí, que era una noche muy extraña y bella.

- Como si todo perteneciera al mundo de los sueños.

 

            Poco después la niña se acostó en su blanca cama, dejando abierta su amplia ventana. De nuevo le decía a la madre:

- Mientras duermo, quiero seguir oyendo el viento y la lluvia. Me gusta mucho sentir la lluvia quebrarse en las hojas y ramas del acebo.

Y llovió. Al poco de acostarse ella, el viento sopló con más fuerza y la lluvia comenzó a caer. Imaginando ella a su palacio junto al río y arrullada por el rumor de la lluvia, se quedó dormida. Al poco se vio junto a un pequeño lago. En el mismo río Darro, a la altura del Paseo de los Tristes y al borde justo del cauce.

 

            Su pequeño palacio, tal como siempre lo había soñado, se alzaba majestuoso frente a la Alhambra. Iluminado no con luces artificiales sino con rayos de colores y todo rodeado de cientos de flores. Y se vio ella así misma llegar a la puerta de su palacio, entró, atravesó el reluciente y bello salón y se fue derecha al balcón que daba al río. Abrió la ventana y se encontró frente a los claros charcos y frente a la Alhambra, en todo lo alto. Miró más despacio y vio los colores de su palacio reflejados en las limpias aguas del río y del lago y jugando con las torres de la Alhambra. Se dijo así misma:

- ¡Qué bonito es esto! Es tal como siempre lo he soñado.

 

            Y en estos momentos, desde la Alhambra y por un camino como de nubes y rayos de sol, vio bajar a un hada vestida con trajes de seda. Llegó a la altura del balcón donde ella estaba asomada, se paró y le dijo:

- Desde esta noche, desde ahora mismo, este palacio es tuyo. En sueños puedes venir a él siempre que quieras y puedes vivir aquí y jugar tus juegos sin que nadie te moleste ni te vea. Tu palacio siempre será invisible para todos los humanos. Solo tú puedes verlo y algún príncipe de la Alhambra que sueñe lo que tú sueñas.

 

El hombre pobre de la Alhambra

 

            En el tiempo se conversa, además de los muros, palacios y murallas de la Alhambra, también los sentimientos y emociones de las personas que en estos lugares vivieron o trabajaron. Historias y hechos que nadie recogió nunca en documentos y por eso también casi nadie conocen. Pero como en la memoria del tiempo, antes y ahora, todo queda grabado, podemos sentir y saber cómo fue aquello. Y, una de las historias en los primeros momentos de la Alhambra, fue de la siguiente manera:

 

            El hombre pobre se había sentando en uno de los patios de la Alhambra. A descansar un poco y a tomar el sol. Era otoño y los días anteriores las lluvias habían caído. Hacía algo de frío y las hojas de los árboles amarillas rodaban por el suelo empapadas. El hombre pobre tenía su trabajo en los jardines y palacios de la Alhambra. Cuidando las plantas, reparando las paredes y suelos de los palacios, sirviendo a los importantes y mil cosas más parecidas a éstas. Y le pagaban muy poco. Solo algunas monedas de vez en cuando y algo de comida de lo que sobraba a los ricos a importantes habitantes de los palacios.

 

            Por todo esto, el hombre, aunque feliz con su destino, se sentía muy desgraciado. Iba sobreviviendo de muy mala manera y esto no era lo que él de joven había soñado. Sin embargo ya se había resignado. No tenía estudios ni oficio alguno pero si una familia que cuidar y alimentar. De aquí que su pesadumbre fuera más intensa cada día que pasaba. Pero se había conformado porque sabía que por otros lados lo tendría más difícil.

 

            Y aquella mañana, al sentarse frente al sol en la esquina del patio, sintió que se le moría el corazón. Porque comprobaba que día a día su desgracia era la misma e incluso iba aumentando. Se preguntaba: “¿Dónde están mis sueño y todas aquellas fuerzas con las que me quería comer el mundo?” Y en ese momento se acercó a él uno de los importantes de la Alhambra. Se paró unos tres metros antes, lo miró, lo llamó y luego le dijo que se acercara. El hombre pobre le hizo caso porque sabía que el que lo llamaba era importante.

 

            Se levantó, se acercó al que le había llamado y le preguntó:

- ¿Quiere usted algo de mí?

Y el hombre rico e importante sin más rodeos le dijo:

- Todos me cuentas más y más cosas de ti y ninguna son buenas.

- Dígame usted el nombre de algunas de las personas que les cuentan cosas de mí.

- Las fuentes nunca se revelan. Pero tú no te estás comportando como debieras.

 

            Y el hombre pobre quiso preguntar al hombre rico quién de todos lo que en esos momentos vivían en la Alhambra se comportaban como debían. Pero no le hizo ninguna pregunta. Guardó silencio, dio media vuelta y caminó despacio. Sintiéndose en esos momentos el más desgraciado de cuantas personas han vivido nunca en la Alhambra.

Un príncipe diferente

 

            Vivía en los palacios de la Alhambra y no tenía muchos amigos. No quería saber nada con las cosas de las guerras, luchas y batallas ni tampoco le interesaban mucho las jóvenes princesas. Sobre todo, algunas que vivían en los mismos lujosos palacios. Por eso, cuando los conocidos y de su misma edad, le preguntaban:

- ¿Por qué te muestras tan indiferente con todas las princesas que por aquí nosotros tanto admiramos?

Él siempre respondía:

- No me gustan sus coqueterías ni que sus únicos sueños sean vestir lujosos trajes de seda y tener muchas joyas caras y hermosos palacios. Creo que carecen de valores o tienen las cabezas vacías.

 

            Ya sabían estas cosas en los palacios de la Alhambra y por eso casi todos lo aceptaban. Y algunos, hasta lo admiraban porque a él sí le gustaba mucho las cosas de las montañas. Recorrer los caminos, atravesar los bosques en las mañanas y tardes de otoño y primavera y también andar por la orilla de los ríos y subir a lo más alto de las cumbres más elevadas. Siempre decía:

- Algo hay en estos lugares que me atraen como ninguna otra cosa en este mundo.

Y los que les acompañaba, cuando hacía alguna excursión o iba de cacería, le decían:

- Será que a ti te gusta la soledad o será que en el fondo tienes alma de poeta.

Y él les confesaba:

- Quizá sea por eso pero los poetas suelen ser románticos y a mí tampoco me gusta mucho el romanticismo.

 

            Y de estos temas y otros parecidos hablaban mucho cada vez que iban a las montañas. Hasta que un día de otoño, cuando ya se acercaban los primeros días del invierno, ocurrió algo que a todos dejó desconcertado. Por la mañana temprano, muchos comenzaron a preparar las cosas en los palacios de la Alhambra: algunos perros, caballos, escopetas y alimentos… Y mientras preparaban todo esto, los que acompañarían al príncipe en la cacería, decían:

- Hoy será un buen día. Siempre en otoño los paisajes de las montañas muestran colores fantásticos y estas cosas le gustan mucho al príncipe. Se le ve a él muy emocionado.

 

            Salieron de los palacios de la Alhambra cuando el sol comenzaba a levantarse y se dirigieron a las montañas que hay antes de Sierra Nevada. Dos horas más tarde llegaron al sitio y el príncipe dijo:

- Quiero que me dejéis solo. Voy a irme por aquel lado de la montaña en busca de lo que me gusta y ni perros ni caballos ni personas deseo que me den compañía.

Y los que le acompañaban dijeron:

- Lo que usted diga eso nosotros hacemos. Pero tenga cuidado no vaya a ocurrirle algo.

- Ya soy mayorcito para valerme por mí mismo.

 

            Y nadie más dijo nada. Todos hicieron caso a lo que él dijo y al poco lo vieron subir por la umbría de la montaña. Siguiendo una pequeña senda y atravesando la espesura del bosque. El sol llegaba desde lo más alto y el rocío de la noche todavía temblaba en los tallos de la hierba y ramas del monte. Y desde lo hondo del barranco todos vieron como el príncipe se ocultó cuando llegó a lo más alto de la montaña. Algunos comentaron:

- ¿Qué será lo que por ahí anda buscando?

- No lo sabemos porque a nadie ha dicho nada. Pero debemos estar tranquilos porque, además de inteligente, también es valiente.

 

            Y fue valiente, o al menos, decidido. Hasta que ocurrió lo que nadie había esperado: a llegar el príncipe a lo más alto de la montaña se vino para el lado sur, buscando un paisaje rocoso que él conocía. Era una ladera muy pronunciada en umbría y por eso por aquí todavía no daba el sol. El rocío de la noche se había convertido en hielo y, en muchos sitios, en escarcha. Se había él percatado de esto y por eso avanzada con cuidado. Pero aun así, al pisar una dura capa de hielo, resbaló. Salió rodando y, cinco o seis metros más abajo, lo sujetaron los troncos de unos robles. Notó él que estaba vivo pero en muchas partes de su cuerpo tenía grandes dolores. No se acobardó ni tuvo miedo. Sobre los troncos de los robles se quedó quieto un buen rato mientras en su mente buscaba cómo proceder para avisar y que vinieran a rescatarlo. No dio voces ni tampoco se quejó porque le parecía que esto no iba con su forma de ser. Y sin embargo, para sí, se preguntaba: “¿Qué hago para salir de este trance?” Y no tardó mucho en ver que alguien venía en su ayuda. Por el lado de arriba, sobre una roca, vio la figura de una joven. En unos minutos se situó junto al príncipe, lo saludó y le dijo:

- No te preocupes que voy a rescatarte.

- ¿Quién eres?

- Vivo en el cortijo del valle y me paso los días recorriendo estos montes. Te he visto subir solo y por eso me has preocupado. Te he seguido observando y he visto el momento en que has tenido el accidente.

 

            Y la joven se agachó, cogió la mano del príncipe, le ayudó a incorporarse y luego le pidió que se apoyara en su hombro. Le indicó:

- No te has roto ninguna pierna ni tampoco los brazos. Por eso, aunque te duela el cuerpo, apoyado en mí, podemos regresar por la misma senda hasta mi cortijo. Ahí te cuidaremos hasta que sanes.

Y el príncipe le confesó a la joven que era un habitante de los palacios de la Alhambra, en Granada. Al saberlo ella dijo:

- He oído hablar mucho tanto de la Alhambra como de Granada pero nunca estuve en esos sitios. ¡Lo que daría yo por ver estos lugares!

 

            Llegaron al cortijo, los padres de la joven salieron en su ayuda y cuando ya estuvieron dentro pusieron al príncipe cerca de la chimenea. El fuego estaba encendido y por eso enseguida entró en calor. También enseguida la madre y la joven curaron las heridas del príncipe. Unas horas más tarde llegaron al cortijo los que acompañaban al príncipe. Hablaron don él y con los habitantes del cortijo y dijeron:

- Tenemos que regresar a los palacios. Ya el día se acaba y hay que procurar llegar antes de que se haga de noche.

Estuvo de acuerdo el príncipe y por eso, ya a punto de partir, dijo a la joven:

- Te estoy muy agradecido y por eso quiero pagártelo con algo. Pídeme un deseo.

La joven meditó durante unos minutos y luego, muy decidida, dijo:

- Nunca he visto la ciudad de Granada ni tampoco los palacios de la Alhambra. Estas dos cosas son el sueño de mi vida.

Y también la joven, después de unos minutos, volvió a decir:

- Tampoco en mi vida he comido una buena paella cocinada con aceite de oliva.

 

            El príncipe despidió a la joven y a su familia y, con el grupo de los que le habían acompañado, regresaron a la Alhambra. Ya era de noche cuando llegaron pero en aquellos momentos habló con sus padres y les dijo:

- Necesito que me ayudéis.

- ¿En qué cosa?

- Con algo de dinero y con algunas personas de confianza.

Y el príncipe, lentamente y con todo detalle, explicó a sus padres para qué quería lo que le estaba pidiendo. Los padres le dijeron:

- No te preocupes hijo, lo que nos pides lo tienes concedido.

 

            Y al día siguiente, en cuanto salió el sol, se vio a un grupo de personas trabajando. En la ladera sur del barrio del Albaicín, frente a la Alhambra. Justo por debajo de lo que es hoy el Mirador de San Nicolás y en un punto elevado entre lo más alto del barrio del Albaicín y el río Darro. Aquí se concentraron los obreros, los burros, los mulos, los carros… y a lo largo de todo el día trabajaron sin descanso. Trabajaron al día siguiente y al otro y al otro. Sin parar durante algunos meses hasta que por fin se construyó el pequeño palacio. Con dos plantas, una torre muy bonita, un gran patio lleno de fuentes con agua y muchas clases de plantas verdes. Todos los días el príncipe acudía a este lugar y les decía a los arquitectos:

- Quiero que todo sea lo más bello del mundo pero al mismo tiempo lo más sencillo y original que nunca se haya visto en este barrio.

- No se preocupes usted que así se hará.

 

            Y fue así. Un bonito día de primavera, el príncipe visitó su pequeño palacio y quedó encantado. Y más contento se sintió cuando comprobó que todo estaba decorado con muchas plantas llenas flores y fuentes de aguas claras. Tres grandes ventanales, en el salón pequeño de la torre, daban por completo a la Alhambra y por eso desde aquí se veía toda imponente, robusta y muy bella. Dijo el príncipe:

- Mañana al mediodía quiero la mejor paella de arroz con aceite de oliva que nunca se haya cocinado en estos reinos de Granada. Que vengan y la prepare los mejores cocineros del mundo.

- Señor, se hará lo que usted desea.

Dijeron los que rodeaban al príncipe.

 

            Y al día siguiente, también un precioso día de primavera, a primera hora de la mañana salió el príncipe de los recintos de la Alhambra. Montó en su hermoso caballo negro y a nadie dijo a dónde iba ni cuando volvería. Algunos que lo vieron sí comentaron:

- Irá a las montañas, como tantas otras veces. Cuando acabe el día nos enteraremos de las hazañas de esta nueva aventura suya.

Y en algunas de las cosas que comentaban sí acertaron. Porque el príncipe, solo y montado en su caballo, se dirigió a las montañas. Directamente al valle donde se alzaba el cortijo de la joven que meses atrás le había salvado. Llegó, saludó a los padres y preguntó por ella. Salió en este momento de la estancia del cortijo y al verlo se quedó parada, mirando y sin saber qué decir. Él sí le dijo:

- Quiero premiarte tu buena acción conmigo. Hoy es el momento. Acompáñame y ya verás como tu sueño hoy se hace realidad.

 

            Los padres dieron permiso a la joven para que lo acompañara. Le ayudó el príncipe a subirse en la grupa de su caballo y luego dijo:

- Pero también quiero que, en el momento en que te lo diga, te tapes tus ojos. Deseo que la sorpresa sea lo más completa.

- De acuerdo, haré lo que me digas.

Y durante hora y media cabalgaron de regreso a Granada. Pero no dirección a los palacios de la Alhambra sino hacia el barrio del Albaicín. Y cuando todavía no se veía la ciudad ni el barrio del Albaicín ni la Alhambra el príncipe dijo a la joven:

- Ha llegado el momento. Tapa tus ojos con el pañuelo y no dejes ningún resquicio por donde puedas ver.

Le hizo caso la joven y continuaron cabalgando. Media hora después llegaban al barrio del Albaicín y, al poco rato, al palacio. Paró el príncipe su caballo en la misma entrada. Ayudó a la joven a bajarse del caballo y luego la guió a hacia la puerta del edificio.

- No debes ver nada ni quitarte el pañuelo de los ojos hasta que yo te lo diga.

- Hago todo lo que me pidas porque confío en ti. No quiero defraudarte.

 

            La cogió de la mano y le ayudó a cruzar la puerta. Luego recorrieron los salones y subieron los escalones despacio. El corazón de la joven palpitaba emocionado, con algo de miedo y, por encima de todo, intrigada. Sitió como otra vez se abría una puerta y notó como una leve bocanada de airecillo fresco y perfumado. Preguntó:

- ¿Hemos llegado?

Aclaró el príncipe:

- Te ayudo a sentarte y enseguida quito el pañuelo de tus ojos. ¿Estás preparada?

- Un poco sí pero me tiemblan hasta los labios. Nunca en mi vida he pasado por un momento con éste.

- Pues tranquila que en unos segundos quito el pañuelo que cubre tu frente y tapa tus ojos.

 

            Le ayudó a sentarse procuradon que quedara frente a las tres grandes ventanas y cuando ya creyó que todo estaba tal como lo había planeado puso sus manos sobre la cabeza de la joven.

- Voy a desatar el pañuelo que tapa tus ojos.

Despacio desató los nudos y, cuando ya tenía el pañuelo libre, otra vez le dijo:

- Ha llegado el momento.

Y de un solo impulso retiró el pañuelo de la cara y ojos de la joven al tiempo que le decía:

- Te presento parte de lo que tanto tiempo has estado soñando.

Lentamente la joven abrió sus ojos y poco a poco fue descubriendo el grandioso panorama: tres grandes ventanales, decorados con finas cortinas de seda de colores, se abrían ante ella. Y por el hueco de estas grandes ventanas, al fondo, a lo lejos y sobre su colina, se veía la robusta silueta de la Alhambra. Más cerca descolgaba la ancha ladera tupida de bosque y luego el profundo barranco del río Darro. A la derecha suya y más al fondo aun, se veía parte de la ciudad de Granada, extendida sobre la vega.

 

            Durante unos minutos miró absortan sin pronunciar palabra. Escudriñó despacio tanto la figura de la Alhambra sobre la colina como la ciudad de Granada, los ventanales que tenía ante ella, el pequeño saló decorado con los mejores muebles de madera noble y luego preguntó al príncipe:

- Ese gran castillo que se ve allá sobre la colina ¿es la Alhambra?

- La Alhambra que se ve desde las laderas del barrio del Albaicín y desde la torre de este palacio. Por dentro, patios, jardines, salones y torres, la Alhambra es otra cosa.

- Es muy bella.

Hizo el príncipe una señal a sus criados y éstos enseguida entraron en el pequeño salón de la torre donde estaban sentados. Pusieron sobre la mesa un pequeño recipiente lleno de comida humeante. Miró ella y enseguida pregunto. El príncipe le aclaró:

- Esto es una de las más ricas paellas que nunca en el mundo se haya cocinado. Mientras contemplas la Alhambra y parte de la ciudad de Granada, saborea esta paella y todo como un sencillo regalo mío en agradecimiento a lo que hiciste por mí.

 

            Y dicen que, mientras la joven saboreaba la apetitosa paella que el príncipe le había preparado y frente a los tres ventanales que se abrían hacia la Alhambra, ni palabra tenía para expresar lo que estaba viviendo. Aunque sí, en un momento dado, volvió a decir:

- Te estoy muy agradecida. Nunca en mi vida nadie me hizo ningún regalo. Y lo que menos podría imaginar es que mi primer regalo fuera algo como esto. Te lo agradezco mucho.

Y el príncipe le volvió a decir:

- Y el lugar donde ahora mismo estás sentada, salón, ventanales, torre y todo este pequeño palacio, también es tuyo desde este momento. Puedes venirte a vivir aquí, junto con tu familia, cuando quieras.

Antesala del cielo

 

            Trabajaba en los jardines que por aquellos días había en los patios y paseos de la Alhambra. Regando las plantas cada mañana, arrancando las malas hierbas que crecían en los arriates, cortando las ramas secas a los rosales y haciendo ramos de margaritas y otras flores para los jarrones y habitantes de los palacios. Y lo que más le gustaba eran los colores de las flores, el agua de las acequias, fuentes y estanques y los olores de los jazmines y rosas.

 

            Por eso, cuando algún compañero le preguntaba:

- ¿Por qué te gusta tanto el verde de los árboles y el olor a tierra mojada?

Él siempre respondía:

- El paraíso con el que tanto sueña mi alma está surcado de ríos cristalinos y sembrado de valles repletos de plantas. El agua, los arbustos, los olores y colores de la naturaleza son las mejores riquezas en esta vida y en la otra.

Y los amigos les decían:

- Te entendemos a medias.

 

            Pero a él no le importaba que no lo entendiera. Era feliz y su corazón estaba satisfecho aunque apenas tenía nada más en este suelo. Solo una pequeña casa de madera, piedras y barro y un trocico de tierra al norte de las murallas de la Alhambra. Justo en la depresión de un pequeño arroyo, por donde siempre corría un hilo de agua muy clara. Y en este pequeño trozo de tierra, aquel año, sembró cuatro tomateras. Solo cuatro porque en su trozo de tierra no cabían más. Y al verlo los amigos le dijeron:

- Cuatro tomateras en tan reducido rodal de tierra es una miseria. ¿Cuánto tomates crees que te darán?

- Aunque solo me dé un tomate cada mata, seré feliz. Porque, aunque una buena cosecha es algo importante, para mí lo valioso es el agua, el verde y el perfume que aquí tengo.

 

            Durante todo el mes de abril, mayo, junio y julio, regó cada día sus cuatro matas de tomates. Al principio crecieron muy lentamente y luego ya muy rápido y echando muchas ramas y flores. Tantas ramas fuertes y largas echaron que tuvo que sujetarlas con gruesos palos. Y en las partes bajas de sus cuatro matas de tomates empezaron a crecer los primeros frutos. En ramilletes de tres, cuatro y cinco tomates y lustrosos como nunca había visto él en su vida. Al verlos los amigos otra vez le preguntaron:

- ¿Compartirás luego estos tomates tuyos con nosotros?

- Los compartiré sin ningún problema.

 

            Y una mañana de agosto, cuando el sol iluminaba a medio cielo por encima de la Alhambra, llamó a los amigos. Los llevó a donde sus cuatro matas de tomates, cogió dos muy gordos y maduros, los lavó en el hilillo de agua del arroyuelo y luego se sentaron en la torrentera. Frente a la Alhambra y muy cerca de sus cuatro matas de tomates. Y mientras compartía sus primeros tomates con los amigos les dijo:

- La Alhambra sin flores, sin agua y sin estas tomateras mías, no sería nada. Por eso, este pequeño huerto mío, el agua de este arroyuelo, los jardines, fuentes y palacios de la Alhambra, son la antesala del cielo.

La alfombra mágica

 

            Al caer la tarde se le vio recorrer las calles de la ciudad. Cruzó Plaza Nueva, tomó por la Cuesta de Gomérez y llegó al arco de la Puerta de las Granadas. El bonito arco de piedra que es como pórtico a los jardines y bosques de la Alhambra. Lo cruzó y siguió subiendo por el Paseo Central, como al corazón mismo del espeso bosque.

 

            Era otoño ya muy avanzando. Sobre las altas cumbres de Sierra Nevada relucían las primeras nieves del año y a los lados del paseo de la Cuesta de Gomérez, las acequias bajaban repletas de agua. Ya los castaños, almeces y álamos de los bosques de la Alhambra, se desnudaban. Por eso, todo el suelo se veía tapizado de hojas amarillas. Y también junto a las acequias por donde el agua clara saltaba, crecía el musgo, algunas setas muy pequeñas y relucientes matas de hierba. Por todo este paseo central y en esta época del año, el aire siempre huele a humedad y a silencio, en los días de otoño y a lo largo de todo el invierno.

 

            Llegó a la pequeña plaza, donde la fuente y estatua del escritor granadino y aquí se los encontró. Sentados en el banco de cemento, bajo las ramas de los castaños centenarios y charlando entre sí. Y oyó que el mayor de los tres decía:

- Según me dijo a mí el sabio todo tiene que suceder en un día como éste: otoño no muy avanzado, con muchas nubes en el cielo y en una tarde de fuerte viento.

Y la niña, un poco más joven que el muchacho, comentó:

- Pero también has dicho tú que el ánfora está enterrada junto al tronco de un árbol centenario.

- Y cuando el árbol se caiga, empujada por el viento y en una tarde de otoño como ésta, aparecerá esa vasija.

 

            Se acercó a los niños y, movido por la curiosidad, les preguntó:

- ¿Y qué lo que ahora mismo aquí estáis esperando?

Habló ahora otra vez el mayor de los tres niños y dijo:

- Hoy es otoño, hace viento y por aquí hay grandes árboles. Si algunos de estos gigantes se cae empujado por la fuerza del viento, puede que aparezca el ánfora que estamos buscando.

- ¿Guarda un tesoro dentro, ese cántaro?

- Un maravilloso tesoro: la alfombra mágica. Una alfombra muy antigua y preciosa que vuela. Me lo contó a mí el anciano sabio, amigo mío. Por eso queremos encontrarla. A nosotros nos gustaría mucho subirnos en esta alfombra y, con solo una señal de nuestras manos, comenzar a elevarnos por los aires. Creemos que será maravilloso ver la Alhambra, todas las murallas, torres y jardines, desde arriba, desde el aire, mientras volamos subidos en esta alfombra.

 

            Algo después los despidió. Siguió subiendo por el Paseo Central hacia los pinares por donde la Silla del Moro. Y mientras caminaba despacio y en silencio, empujado un poco por el fuerte viento de la tarde, meditaba lo que había oído a los niños. Y para sí ahora se decía: “Desde luego que será maravilloso tener una alfombra mágica para subirse en ella y, desde el aire, contemplar la Alhambra. Como dicen ellos, quizá no haya en el mundo cosa más hermosa que este sueño”.

 

La torre de los duendes

 

       Dicen que ocurrió en tiempos muy lejanos. Aunque fue cuando ya la Alhambra lucía todo su esplendor. En los momentos en que mostraba más belleza y majestad que incluso en estos tiempos de ahora.

 

            Ya existía por entonces mucho de lo que hay en el barrio del Albaicín pero todo muy diferente a como ahora lo conocemos. Y él, joven, alto y lleno de fuerzas, vivía en el barrio del Albaicín. En una pequeña casa por donde hoy discurre la calle San Juna de los Reyes. Y tenía catorce cabras. Cada mañana al salir el sol abría la puerta del corral, le daba suelta a su rebaño de cabras y las conducía a las montañas, al norte de la Alhambra. Por donde lo que hoy se conoce con el nombre de Dehesa del Generalife y Llanos de la Perdiz. También por los valles, laderas y orillas del río Darro.

 

            Y aquel día de otoño, en el barrio del Albaicín y en cuanto las personas comenzaron a levantarse, unos y otros comentaban:

- Dicen que la princesa llegará al caer la tarde. Y dicen que podemos ir a recibirla y a verla antes de que suba y se encierre en la Alhambra.

- Y la boda ¿Cuándo será?

- Al día siguiente. Y dicen que se va a casar con el príncipe más guapo y rico que nunca hubo aquí en Granada.

- ¿Y es cierto que esta noche hay fiesta en los recintos de la Alhambra?

- Una gran fiesta para celebrar la llegada de la princesa y su boda al día siguiente.

 

            Por todo esto, el joven dueño de las catorce cabras, aquel día de otoño, ideó un plan. A primeras horas de la mañana abrió la puerta del corral y por las calles del barrio condujo a su rebaño a las montañas. A las laderas del río Darro, por encima de lo que hoy es la Fuente del Avellano. Y por estos lugares estuvo él todo el día pendiente de sus cabras sin dejar de pensar en la llegada de la princesa. Por eso, al caer la tarde, dejó solo a su rebaño, bajó por los caminillos que seguían al río y se fue a donde todos esperaban la llegada de la princesa. Cuando llegó al lugar, por donde el río Darro y más o menos por donde hoy se ve Plaza Nueva, vio a la gente concentrada. Preguntó:

- ¿A qué hora llega la princesa?

- Dicen que no tardará mucho.

- ¿Y llega andando o montada en caballo?

- Dicen que en una carroza de oro y plata y rodeada de muchos pajes y ejércitos montados en caballos.

 

            Y entre la multitud se quedó el joven esperando la llegada de la princesa. Sin dejar de pensar en sus cabras porque antes de que se hiciera de noche tenía que recogerlas y encerrarlas en su corral, como hacía cada día. Esperó un poco más y como veía que el sol comenzaba a ponerse por el fondo de la Vega de Granada, dijo a uno de sus amigos:

- Tengo que irme en busca de mis cabras. Tú quédate aquí y cuando llegue la princesa no te pierdas ningún detalle y luego me lo cuentas.

- De acuerdo.

Y el joven comenzó a subir por las orillas del río Darro en busca de sus cabras. Quería recogerlas antes de que la noche llegara.

 

            Después de caminar durante un buen rato se encontró con las cabras que tranquilamente ramoneaban por las umbrías del Generalife, algo lejos del barrio del Albaicín. Las recogió rápido y comenzó a bajar por los caminos hacia su casa y calles del barrio. Y era ya de noche cuando, a la entrada del barrio y más o menos por donde hoy está el Paseo de los Tristes, se encontró con el viejo palacio. Un pequeño caserón de tierra roja, roto por algunos lados pero todavía con un patio grande y una torre con tres plantas. Desde hacía mucho tiempo conocía este edificio y por eso sabía que estaba abandonado aunque tenía dueño. Pero al verlo aquella tarde de pronto se quedó extrañado. Porque se dio cuenta que la torre estaba iluminada y el en el patio y paredes se concentraban muchas personas.

 

            Preguntó al primero que se encontró:

- ¿Qué está pasando aquí?

- Ya ha llegado la princesa a los palacios de la Alhambra.

- ¿Y qué?

- Los reyes, príncipes y princesas la han recibido y para celebrarlo y celebrar la boda de mañana, en este viejo palacio han montado un espectáculo.

- ¿Qué espectáculo?

- Espera un momento y lo verás.

 

            Dejó el joven que su rebaño de cabras siguieran por las calles hacia el corral y él se quedó esperando. Junto al pequeño y viejo palacio, en la orillas del río Darro y frente a la Alhambra en todo lo alto. Y miraba interesado tanto a la vieja torre del pequeño palacio como la Alhambra en lo más elevado de la colina, cuando ocurrió el asombro. Vio que de pronto, parta de la muralla, torres y balcones de la Alhambra, se iluminaron. Las personas que se concentraban por las orillas del río Darro, prorrumpieron en fuertes aplausos y gritos de júbilo y la princesa, de la mano de su príncipe, se asomó al balcón saludando.

 

            Justo en este momento, la vieja torre del pequeño palacio por donde hoy el Paseo de los Tristes, se iluminó un poco más. Y desde lo más alto de esta torre comenzaron a salir personajes vestidos con lujosos trajes de colores. Saludaban, haciendo reverencias y danzando mientras descendían descolgándose por las paredes de la torre. El airecillo de la noche recién llegada empujaba las finas telas de los duendecillos y éstas revoloteaban como alas mágicas. Y de pronto, cuando ya toda la torre estaba llena de duendes danzando casi en el aire, apareció una hermosa hada. Una muchacha muy joven, vestida con relucientes telas y coronada con perlas y piedras preciosas.

 

            La gente aplaudía y gritaba y, en los balcones de la Alhambra, la princesa observaba y saludaba. Y dicen que aquella tarde noche de otoño, se vio en Granada, en los palacios de la Alhambra y junto al río Darro, el más bello espectáculo que nunca nadie haya soñado.

Uno de los secretos del río Darro

 

            En Granada, hay misterios y secretos en cualquier rincón de la ciudad. La mayoría, de contenidos muy bellos y otros muchos, interesantes incluso más que las historias reales. Pero solo algunas personas han tenido la suerte de conocer un puñado de estos de estos secretos.

 

            Porque a Granada, como a cualquier otra ciudad del mundo, acuden personas de todos los rincones del planeta. Simplemente en forma de turistas, algunas de estas personas y otros, como estudiantes o intercambio universitario. De éstos últimos, jóvenes todos y más chicas que muchachos, todos los años vienen muchos. Para practicar el idioma, para conocer la cultura y hacer amigos, dicen ellos y para sacarse algún título académico.

 

            Esto fue lo que ocurrió aquel año, al comienzo del curso. Llegaron a Granada tres jóvenes estudiantes del otro lado del planeta y el hombre se encontró con ellas. Las saludó, les ofreció su amistad y respeto y luego les dijo:

- Si os apetece os puedo acompañar por lo sitios más bellos de Granada.

- ¿Tú conoces bien esta ciudad?

- Hasta en los más pequeños detalles e incluso en sus secretos más ocultos.

- Pues ya desde hoy somos amigos. Cada vez que tengas tiempos y nosotras podamos, hacemos algún plan y recorremos esta ciudad tramo a tramo. Para eso hemos venido desde nuestro lejano país.

Y el hombre se ilusionó.

 

            A los pocos días recorrieron el barrio del Albaicín, mirador de San Nicolás, ermita de San Miguel Alto, museo del Sacromonte… y a cada encuentro con los sitios ellas hacían fotos y comentaban:

- Nos gusta mucho esto.

Y como el hombre se sentía animado les decía:

- Pues al final, cuando ya hayamos recorrido todos los rincones típicos de esta ciudad, os llevaré y mostraré uno de los más secretos, conocidos por muy pocas personas.

- ¿Qué secreto es?

- El del río Darro, desde Jesús del Valle hasta el Paseo de los Tristes.

- ¿Qué es lo qué es lo que hay ahí para que sea tan misterioso?

- No puedo explicarlo con palabras. Hay que recorrer el río y verlo con los ojos de la cara.

 

            Y ellas dijeron que esperaban con interés el momento de vivir y descubrir este interesante misterio. Pero ellas, a los pocos días, comenzaron a ir a las discotecas, a pasear con sus amigos, a salir de copas por las noches, a viajar y seguir conociendo otros lugares y personas y se olvidaron del hombre y de lo que éste les había prometido. Sin embargo, él no se olvidó de ellas. Pero llegó el final del curso y se marcharon. Sin despedirse y sin haber mostrado más interés ni por conocer la ciudad que él esperaba enseñarles y también sin conocer el gran secreto del río Darro. Le dolió a él esto mucho porque hasta llegó a pensar que se habían ido sin llegar a conocer lo más importante y valioso de Granada.

 

            Unos días después, en una tranquila noche de luna, dicen que lo vieron. Solo y en silencio asomado al Mirador de San Nicolás. Mirando fijo al gran barranco del río Darro, en el tramo que este cauce tiene desde Jesús del Valle hasta el Paseo de los tristes. Y los que lo vieron no sabían explicarse qué era lo que con tanto interés observaba. Por eso, una de estas personas se acercó a él, en silencio y con cuidado para no importunarlo y le preguntó:

- Nos tienes intrigados. ¿Qué es lo que hay en este barranco del río que a ti te interesa tanto?

            No le preocupó mucho ni la persona que se le había acercado ni la pregunta que le había hecho. Siguió en su silencio mirando y al cabo de un rato dijo:

- Observo fascinado el grandioso camino que, en forma de paseo mágico, viene a lo largo de todo el río.

- ¿Qué paseo?

- Con mis ojos lo estoy viendo y descubro que arranca justo en los paisajes del Jesús del Valle. Y desde ese lugar, con mis ojos sigo viendo que desciende a lo largo de todo el río hasta el mismo Paseo de los Tristes.

Hubo un momento de silencio y luego, el que se le había acercado, de nuevo le preguntó:

- ¿Estás soñando o es fantasía tuya? Y te lo pregunto porque yo no veo ese paseo que me dices.

- Ni sueño ni es fantasía mía. Lo estoy viendo con mis propios ojos y es hermoso como nada en esta ciudad de Granada. Parece hecho de puro terciopelo y bordado con nieblas y oro y a los lados, escoltado por miles de plantas llenas de flores de todos los colores.

 

            De nuevo hubo otro minuto de silencio y ahora, el que se le había acercado, le preguntó:

- ¿Y por qué este paseo que dices termina frente a la explanada del Rey Chico?

- Porque aquí es donde pretende abrirse para tender una gran alfombra a los pies de la Alhambra. Y a este paseo y lugar que ahora mismo estoy observando es donde quise traerlas. Para que vieran y descubrieran la Alhambra y ciudad de Granada que llevo en el corazón. Pero no me dieron esta oportunidad. Por eso pienso que estuvieron en Granada, la recorrieron y la fotografiaron y luego se fueron sin haber tenido la suerte de ver y descubrir lo que estos momentos te estoy describiendo.

 

            De nuevo hubo otro silencio y el que se le había acercado ya no preguntó nada más. Sin embargo él, pasado un rato, sí dijo:

- Dirán siempre y en muchos sitios que han estado en Granada pero nunca podrá confirmar que la han visto y conocido en su más honda esencia.

 

El lago de la casa de la higuera

 

        Tenía su casa en la ladera sur del barrio del Albaicín. Un poco más abajo de donde hoy se encuentra el Mirador de San Nicolás y a lado de arriba de la calle San Juan de los Reyes. Lugar éste que se enfrentaba por completo a los bosques y umbría de la Alhambra y al gran conjunto monumental y murallas.

 

            Y su casa no era muy grande. Solo un pequeño edificio con su tejado, puertas y ventanas de madera, una estancia reducida y dos habitaciones a los lados. Pero en la puerta crecían varios cipreses, una parra y algunos rosales. También a la derecha de la vivienda tenía un buen trozo de tierra donde crecían algunos naranjos, varios olivos, cinco o seis granados y membrillos y una higuera inmensa. Decía él que su higuera era la más gruesa, grande y vieja de cuantas crecían en los reinos de Granada. Y quizá por esto, los vecinos y conocidos, a su casa la llamaban “La Casa de la Higuera”.

 

            Al lado de abajo del grueso tronco de esta higuera, porque su terreno se inclinaba hacia el río Darro, había construido un pequeño lago. Cavado en la misma tierra y por eso todo rodeado de juncos, juncias, culantrillo, flores de viudas y mucho musgo. Y usaba este lago, además de para almacenar agua con la que regar su trozo de tierra, también para sentarse a contemplarlo y meditar en las tardes calurosas del verano. Porque al pequeño lago le entraba, por el lado de arriba y como si viniera desde donde hoy se encuentra el Mirador de San Nicolás, un claro y fresco chorrillo de agua. Pura, desde luego, porque venía de la acequia llamada aynadamar, que era la que en aquellos tiempos traía el agua desde Fuente Grande a todo el barrio del Albaicín.

 

            Y por eso, como el agua era tan pura y limpia, él la usaba para regar las tierras de su huerto. Pensando siempre que de este modo, los productos que le diera su tierra, serían los mejores y más sanos. Y desde luego que lo eran. Pero lo que a él más le emocionaba eran las transparencias y colores que manaban de las aguas de su lago. Su pequeño mundo y rincón para meditar que era lo que él siempre les decía a sus amigos. Y era así porque él, que ni estaba casado ni tenía hijos, desde hacía mucho tiempo, se pasaba los días y las noches soñando y esperando. Sobre todo dos cosas muy importantes: visitar algún día la Alhambra por dentro y comprobar que ella por fin volvía a su lado.

 

            Porque él, en los mejores días de su juventud, conoció la que decía era la muchacha más bella de Granada. Y se enamoró tan locamente de ella que cuando un día, sin saber por qué se marchó, se quedó si vida. Sin ganas de luchar por nada y sin ganas de soñar ningún otro sueño. Por eso se construyó, bajo la higuera más frondosa del mundo, el pequeño lago más cristalino de la tierra. Y por eso, desde aquellos primeros días de su lago lleno de aguas purísimas, su centenaria higuera y frente a la majestad de la Alhambra, cada tarde se ha sentado aquí. Siempre con ella en su mente y corazón y siempre con la Alhambra reflejada en sus ojos y aguas del lago.

 

            Y dicen que mientras reza, a lo largo de las horas y noches con el cielo sembrado de estrellas, espera que vuelva. Para ir un día por fin a visitar la Alhambra por dentro llevándola de la mano.

 

Flamenco a los pies de la Alhambra

 

         Ella dará a luz justo antes de la Navidad. Un día y momento mágico que celebra mucho en su corazón. Por eso se siente la más feliz del mundo y también porque los médicos le han dicho que su hijo será niño, que pesará bastante al nacer y que estará lleno de salud y fuerza. Razones por los que también a ella se le ve cada día dando largos paseos por las calles del Albaicín y charlando con las amigas. Siempre les dice:

- Quiero mantenerme ágil, fuerte y sana para que mi bebé nunca tenga problemas.

Y las amigas le contestan:

- Tu bebé va a ser una dicha grande. Porque nacer en Navidad, en el corazón del barrio del Albaicín y frente a la Alhambra, no es cualquier cosa.

 

            Y a estas palabras ella siempre guarda silencio y piensa. Aun no lo ha compartido con nadie pero en su corazón y, desde hace mucho tiempo, viene guardando una bonita ilusión. Por eso ayer por la tarde, bajó por la Cuesta de San Gregorio, llegó a casa de una de sus amigas, llamó y en cuanto la amiga salió, le dijo:

- Esta noche a primera hora tenemos ensayo.

- ¿Ensayo de qué?

- Luego te lo cuento.

Y la amiga no preguntó más. Le dijo que, por su parte, sería puntual y la despidió. Siguió bajando por la calle, llegó a la puerta de un palacete, llamó y cuando el anciano salió, también le dijo:

- Que en mi casa, esta noche a primera hora, hay ensayo.

Y, aunque algo sorprendido, el anciano le dijo:

- Pues a esa hora allí estaré sin falta.

- Te lo agradezco y mi hijo también en cuanto nazca.

 

            Despidió al anciano, siguió su paseo recorriendo las estrechas y empedradas calles del barrio y cuando llegaba a la casa de una nueva amiga, le transmitía el mismo mensaje. A una de ellas le dijo:

- Te llevas la guitarra porque nos hará falta.

Y a otra amiga le pidió:

- Y tú te llevas las castañuelas y el pañuelo de seda.

- ¿Y hay que vestirse también de gala?

- No es necesario pero si te apetece puede hacerlo.

 

            Su pequeña casa se encuentra casi al final de la Cuesta de San Gregorio. A la derecha y entre dos hermosos cármenes. Por eso su casa, en la misma puerta tiene una pequeña plaza empedrada, dos o tres escalones también rematados con empedrado artístico granadino y luego un ciprés una fuente chica. Conforme se entra a su casa, un poco a la derecha, queda una habitación y a la izquierda, la chimenea con un espacio grande y un recogido balcón, casi colgante. Tiene este balcón ventanales grandes con limpísimos cristales y por eso, al fondo y con toda claridad, se ve la Alhambra y Sierra Nevada. No solo por las noches cuando está iluminada sino al amanecer y cuando el sol parece levantarse desde la blancas nieves de las altas cumbres.

 

            Y en esta pequeña sala y parte del balcón acristalado, se fueron juntando, conforme la tarde caía y la noche llegaba. En la chimenea ardía un buen fuego y en el rincón del fondo, se veía un arbolito decorado con adornos de Navidad y la cuna. Y ella, conforme los amigos iban llegando, los acomodaba en su lugar exacto al tiempo que les ofrecía un vinillo oloroso y exquisitas lonchas de jamón. Y les decía:

- Tú, te encargas de hacer las palmas, de la guitarra se encarga mi marido, de la percusión soy yo la responsable y del baile, nadie puede hacerlo mejor que las dos gemelas.

- Y del cante ¿quién se encarga?

- El abuelo. No hay garganta más fina y buena en toda Granada.

 

            Caía la noche, se iluminó la Alhambra, sobre la oscuridad del cielo brillaba la luna rodeada de estrellas, en la chimenea de su pequeña casa danzaban las llamas y en el rincón junto al balcón, todo estaba preparado. De nuevo dijo:

- Mi niño nacerá quizá en la misma noche de la Navidad y por eso os he invitado. Quiero que esa noche en mi casa haya una bonita fiesta flamenca, junto al árbol y la cuna. Y para que mi niño se vaya familiarizando con el flamenco y la música, he preparado este ensayo.

Nadie dijo nada. Rasgó el padre las cuerdas de la guitarra, sonaron las palmas, la caja y los bongos comenzaron a marcar el ritmo, las gemelas se prepararon para el baile y el abuelo comenzó su cante diciendo:

 

                                   Mi niño del alma

                        pronto vendrá a este mundo,

                        a los pies de la Alhambra,

                        en una noche de frío crudo

                        y en Granada.

                        Y mi niño ya tiene

                        una cuna blanda,

un regazo caliente

y la luna blanca

que tiembla sonriente

en la noche clara.

                       

                                    Duerme, niño mío

                        al compás de esta zambra.

 

 

Vídeos del baile y música de zambra:

http://www.youtube.com/watch?v=rUAv-AF732A&feature=related

 

http://www.youtube.com/watch?v=gOZFwSkbkEM

 

El caballo de madera y la Alhambra

 

            El padre era carpintero y, aunque trabajaba mucho, de sol a sol, ganaba muy poco. Solo para ir tirando y construir algo nuevo, de vez en cuando, en su propia casa. Por eso su casa, un pequeño carmen en el lugar más bello del Albaicín, tenía una fuente con agua. También un pequeño jardín donde crecían dos granados, una higuera y un ciprés muy alto.

 

            Y aquí, en este lugar y pequeño paraíso de su casa, era donde su niña cada día jugaba. Siempre en compañía de la madre que le contaba cuentos mientras la mecía en su caballo de madera. Se lo había regalado el padre por su cumpleaños y como tenía muy poco dinero ni siquiera lo había pintado. Lo había construido de madera de roble y así, del mismo color de la madera, lo había dejado.

 

            Por eso, cuando la niña se paseaba en su caballo, siempre acompañada de la madre, muchas veces le decía:

- Mi caballo es del mismo color que las murallas de la Alhambra.

Y decía esto porque desde el jardincillo de su pequeña casa, mientras se paseaba en su caballo de madera, siempre tenía enfrente la figura de la Alhambra. Por eso y también algunas veces le preguntaba a la madre:

- ¿Tú sabes qué es lo que hay dentro de esos palacios?

Y la madre le decía:

- Hay muchos príncipes elegantes, ricos y famosos.

- ¿Y también princesas?

- Muchas princesas pero ninguna tan guapa como tú.

 

            Y la niña seguía jugando con su caballo, sin dejar de mirar a la Alhambra, remontada en lo más alto de la colina. Parecía meditar ella o soñar algún sueño mágico mientras se paseaba y miraba. Por eso, en muchos momentos y cuando la madre empujaba con sus manos al caballito de madera, también le decía:

- Un día de estos quiero que a mi caballo le nazcan alas. Montado en él, saldré volando desde esta casa nuestra y me llevará derecho a las torres de la Alhambra. Y cuando ya esté allí me iré andando por los pasillos de aquellos palacios y conoceré y haré amiga de todas las princesas que viven en ese lugar.

Y la madre le decía:

- El día que a tu caballo le salgan alas será algo mágico.

 

            Y una tranquila noche de otoño, cuando la luna brillaba como colgada en el cielo de la Alhambra, la madre vio a la niña salir de su habitación. Vestida con su fino traje de seda blanca. Y vio como llegó a su caballo de juguete, se subió en él y al poco la vio volando hacia las torres de la Alhambra. Iluminada la niña y su caballo por los blancos rayos de la luna y como escoltada por cuatro o cinco estrellas. Y no le preocupó mucho la madre esto pero en cuanto amaneció, se levantó rápida. Fue enseguida a la habitación de la niña, temiendo no encontrarla, pero la halló envuelta en sus sábanas y durmiendo tranquilamente.

 

El joven rebelde

 

            Por aquellos tiempos se empezó a construir un palacio junto a las aguas del río Darro. No lejos de lo que hoy conocemos como el Paseo de los Tristes, lugar desde donde mejor se ve la Alhambra. Por eso el dueño, el que ordenaba construir este palacio al tiempo que vigilaba a los obreros y disponía las cosas, decía a sus amigos:

- Es éste el rincón más bello de toda Granada y desde donde se puede disfrutar todo el esplendor y majestad de la Alhambra.

 

            Personalmente este hombre buscó y selección a las personas que puso a trabajar en las obras de su palacio. Y entre todas las personas que encontró y dio trabajo había un joven muy fuerte, un poco más alto que otros muchachos, de pelo negro, ojos castaños y cuerpo recio. Buen corazón tenía este joven y era muy amante de las cosas bellas y de los sueños. Y como no tenía ni hermanos ni padres ni riquezas materiales vivía en una pequeña cueva en el barrio del Sacromonte. Se sentía él orgulloso tanto de sí mismo como de la cueva donde vivía y de los sueños que soñaba. Por eso también se sentía libre y tenía grandes deseos de ser algún día importante en la vida.

 

            Una tarde de otoño, cuando acarreaba piedras para la construcción del gran palacio, el dueño se acercó a este joven y le dijo:

- Me he fijado en ti desde que estás aquí trabajando conmigo.

Y el muchacho le preguntó:

- ¿Y qué, señor?

- Que me pareces una persona buena y también trabajadora pero no me gusta tu modo de comportarte.

- ¿Cómo me comporto?

- He visto que cada tarde, cuando termina la jornada del trabajo, te vas solo a las aguas del río Darro y te sientas y ahí te quedas mirando. Como si ya no tuvieras vida en otro lugar del mundo. Y esto no me gusta nada.

- ¿Por qué no le gusta?

- Porque me parece que sueñas algo y eso es lo que yo no quiero en ninguna las personas que trabajan conmigo. Ten cuidado. Puedo ser muy severo contigo si no te comportas como a mí me gusta.

 

            El joven no dijo nada más en aquel momento. Continuó con su trabajo, un poco enfadado porque había captado que aquel hombre quería suprimirle su mundo interno. Y aquella misma tarde de otoño, un poco antes de que se pusiera y sol y cuando terminó la jornada de su trabajo, el joven se fue a las aguas del río Darro. Se sentó en la misma piedra de siempre y se puso a mirar en silencio. Para el lado en que se iban las aguas y acercando su cabeza todo lo que podía a la superficie de la corriente. Como si buscara algo en las transparencias de un redondo charco, unos metros más abajo.

 

            Desde uno de los balcones de su palacio en construcción lo descubrió el que lo tenía contratado y, durante mucho rato, lo estuvo observando. Se hizo de noche y vio como el joven dejó su sitio junto a las aguas del río, caminó despacio cauce arriba y se fue a su cueva, por las laderas del Sacromonte. Y al día siguiente volvió a las obras del palacio. En cuanto lo vio el dueño se le acercó y le preguntó:

- ¿Qué buscabas ayer por la tarde, como otros tantos días, en las aguas del río?

- Es un secreto que no quiero compartir con nadie.

- ¿Ni siquiera conmigo que puedo dejarte sin trabajo y, además, meterte en una profunda mazmorra?

- Ni siquiera con usted.

Y el dueño, muy enfadado, le dijo:

- Sigue ahora con el trabajo y luego hablaremos.

 

            Se puso el joven a trabajar y al caer la tarde, antes de que el sol se ocultara, no se fue a las aguas del río. Cuando terminó su jornada, se fue por un caminillo por las laderas del bosque de la Alhambra. Hacia mucho frío aquella tarde y por eso, en un sitio que él conocía, se paró. Soltó en el suelo su pequeño hatillo, buscó unas ramas secas, hizo una lumbre y se sentó frente a las llamas para calentarse. Sacó de su bolsillo un papel y un lápiz y se puso a escribir algo. No eran cosas contra el dueño ni del palacio pero sí tenían que ver con la Alhambra y el sueño que en su corazón alimentaba.

 

            Y llevaba un rato allí sentado, junto a la lumbre y con sus cosas, cuando oyó una voz que le era conocida. Venía de un poco más arriba y de entre unos árboles. Dijo enseguida:

- Puedes venir hasta mí, si quieres.

Y en un momento, antes sus ojos y frente a las llamas de la candela, apareció una muchacha. Tan joven como él y también muy hermosa y fuerte. Le dijo ella:

- Estaba recogiendo unas ramas secas para llevarlas a mi casa cuando se me ha acercado el dueño del palacio en construcción.

- ¿Y qué te ha dicho?

- Que como no le gusta tu modo de comportarte y como no le haces caso va a hacerme su prisionera, para que escarmientes.

La bailaora del río Darro,

       barrio del Sacromonte, Granada

 

            Ella vivía en una de las cuevas del barrio Sacromonte. Era joven, alta, pelo y ojos negros y de cara hermosa como una noche de luna. Desde muy pequeña los padres le enseñaron a bailar y por eso, cuando ya se hizo mayor, su arte bailando era único. Al verla las amigas muchas veces le decían:

- Como tú, nadie baila mejor en toda Granada.

Y ella contestaba:

- Será cierto pero lo que yo más deseo en esta vida es bailar un día sobre las aguas del río Darro.

- ¿Bailar sobre las aguas?

- Sí, como si las aguas fueran un escenario y yo una ola blanca sobre ellas bailando.

- Eso es imposible.

- Pero es lo que yo siempre y una noche y otra sueño.

 

            Y las amigas la dejaban tranquila pero siempre pensaban que nunca sería posible lo que la joven soñaba. En las tardes de verano se iba sola a la orilla del río, a un sitio que ella conocía muy bien y le gustaba mucho y en este lugar se pasaba las horas. A veces sentada, mirando los misteriosos juegos que el agua dibujaba saltando río abajo, mientras también se recreaba en la figura de la Alhambra. Otras veces y, cuando ella creía que nadie la veía, se ponía a bailar. Sobre la hierba de la orilla del río y, mientras danzaba de la forma más bella y alegre, hablaba con las aguas y les decía: “Esto es un ensayo para que disfrutéis con mi baile y porque tengo grandes deseos de ser vuestra amiga. A ver si de este modo, un día os gusto tanto que me regaláis un escenario sobre las superficie de los charcos”. Y por supuesto que las aguas del río nunca hablaban con ella. Pero la muchacha sí creía que las aguas del río cada día se hacían más y más amiga de ella. “Un día se enamorarán de mí, estoy segura”. También para sí se decía.

 

            En otros momentos y en las tardes que ella pasaba junto a las aguas del río, se tumbaba en la hierba y se ponía a soñar. Fija en las pequeñas olas que las aguas dibujaban al saltar de un charco a otro. Y ella imaginaba que cada pequeña ola blanca y cada dibujo bordado en el aire, eran parte del baile que en su sangre llevaba. Por eso, en estas ocasiones, también susurraba: “¡Lo que yo daría por bailar con la limpieza y alegría con que lo hacéis vosotras, olas amigas!” Y seguía tumbada sobre la hierba, soñando sus cosas, mirando la corriente del río y sintiéndose orgullosa de la elegante figura de la Alhambra, sobre lo más alto de la colina.

 

            En ningún momento esta joven se dio cuenta que alguien, cada tarde y desde la distancia, la observaba. Alguien que ella no conocía pero que también era joven y por eso le apetecía mucho verla. Era un muchacho que vivía cerca de su cueva, alto, fuerte y con mucho interés también por el baile flamenco. Nunca se había presentado a ella y por eso nunca le había dicho nada pero le gustaba mucho verla cuando por las tardes se iba a la orilla del río. Y tanto le interesaba, no solo la hermosa figura de la bailarina sino también las cosas que hacía y hablaba con las aguas del río, que no quería perderse ni un solo momento del tiempo que por allí estaba. Por eso, en más de una ocasión y sin que ella lo advirtiera, escuchaba lo que decía cuando hablaba con las aguas.

 

            Y todo esto fue así, como un juego o como un sueño, a lo largo de muchas tardes y días. Hasta que una calurosa tarde de verano, cuando ya faltaba poco para el otoño, la joven bailarina se fue a su rincón del río. Hacía mucho calor aquel día pero en el cielo se fueron juntando grandes y espesas nubes negras. Ella se dio cuenta pero no le preocupó. Se sentó frente al redondo charco que tanto le gustaba y aquí se quedó embelesada mirando. Pasó el tiempo y, cuando menos lo esperaba, se oyó la explosión de un trueno. Miró y vio que el cielo, por el lado de las montañas donde nace el río Darro, se había tornado por completo negro. Se dijo a sí misma: “No tengo miedo. Si llueve o cae una gran tormenta, no me asustaré sino todo lo contrario: me gustará mucho ver la lluvia caer y más me gustará ver este río repleto de olas y danzas de agua”.

 

            No pasó ni media hora cuando de nuevo estalló otro trueno y la lluvia comenzó a caer. Se levantó ella de la piedra donde estaba sentada, miró al cielo, dejó que la lluvia le empapara su pelo y que le chorreara por la cara y luego extendió los brazos y se puso a bailar. Como si estuviera soñando o como si la lluvia le acariciara el alma. Porque su rostro se transformó con una hermosísima expresión de gozo. Y mientras estiraba sus brazos, como queriendo agarrarse a las nubes y daba movimiento a su cuerpo y piernas, decía: “Esto es como un ensayo para el día que por fin pueda bailar sobre el escenario de las aguas del charco. Y también para que las olas de este río se enamoren un poco más de mí y se pongan de mi lado en el sueño que tanto estoy soñando”.

 

            Desde la distancia y como otras tardes, el joven la estaba observando y no daba crédito a lo que veía. Pensaba que estaba loca pero al mismo tiempo también creía que estaba realmente enamorada de su baile y sueño y de las olas y aguas del río. Por eso, aunque en algún momento pensó salir de su escondite y ponerse delante de ella para decirle algo no lo hizo. Porque también pensaba que la muchacha libremente había elegido ser protagonista de tan original juego y esto merecía su respeto. Por eso no se movió de donde estaba escondido, dejando que la lluvia la empapara, al tiempo que no apartaba sus ojos de su hermosa figura. No hacía viento pero sí las gotas de lluvia eran recias y frías. Y caían desde las nubes en tanta cantidad que hasta se borraban los paisajes y la figura de la Alhambra y la ciudad de Granada, allá a lo lejos. También al joven se le quedaba perdida la figura de la muchacha entre la blanquecina y densa lluvia. Se decía: “Una estampa como ésta nunca se ha visto aquí en Granada. Y una imagen como la de esta joven, bailando bajo la lluvia, junto al río y frente a la Alhambra, ni siquiera en sueño nadie la ha visto en su vida”.

 

            Y ocurrió que, cuando menos el joven y la muchacha lo esperaban, se oyó un fuerte ruido. Como un tropel de elefantes en estampida. Y, en un abrir y cerrar de ojos, una inmensa tromba de agua bajó por el cauce del río, arroyando piedras, ramas secas, árboles y zarzas. Y con la velocidad del rayo, la gran tromba de agua, en un momento cubrió el sitio donde la joven danzaba. Al ver el muchacho lo que pasaba se le heló el corazón y quiso salir corriendo para intentar cogerla y salvarla. No le dio tiempo. La riada se la llevó, envuelta en su baile y las olas de las aguas. Corrió él y subió por la ladera hacia el barrio, intentando salvarse y para pedir ayuda pero todo fue en vano. Los truenos de la tormenta seguían estallando, la lluvia caía a cántaros y la tromba de agua se llevaba por delante todo lo que a su paso encontraba: casas, huertas, árboles, zarzas, caminos, personas…

 

            Muchos salieron del barrio del Sacromonte, del Albaicín y de la ciudad de Granada con la intención de ayudar pero nada pudieron hacer. La noche cayó, siguió la lluvia y la tromba de agua bajaba por el río arroyando y llevándose todo lo que a su paso encontraba. Al amanecer del día siguiente muchos pudieron comprobar que la riada había sido brutal. Como nunca antes se había conocido crecida en el río Darro a su paso por Granada. Muchas casas habían desaparecido, muchas calles en el Albaicín, Plaza Nueva, Alcaicería y en Granada, habían quedado derribadas y arrasadas por las aguas. Por eso, a lo largo de aquel día y del siguiente y del otro, muchas personas buscaron por un lado y otro.

 

            Y el que más buscó fue el joven enamorado de la muchacha bailarina. A ratos acompañado de su familia y amigos y en otros momentos, solo. Nada pudo encontrar de ella ni entre las ramas y piedras del río ni por las calles anegadas en Granada ni por la Vega. Pasaron los días y se fue acostumbrado a su ausencia. Pero seguía buscándola por todos lados hasta que ya no pudo más. Al caer las tardes bajaba a la orilla del rio, por donde las aguas ya volvían a correr mansas y claras. Se iba a donde la había visto por última vez y aquí se sentaba. A seguir pensando en ella mientras contemplaba la figura de la Alhambra, siempre en lo más alto de su colina. Y todo parecía haber vuelto a la normalidad de las tardes en que ella bailaba frente a las claras aguas del charco aunque a él, le seguía doliendo su ausencia y por eso la tristeza no se le iba del corazón.

 

            Hasta que una tarde, mucho tiempo después de que a ella se la hubiera llevado el río, el joven miraba sentado justo donde la muchacha bailó bajo la lluvia y observaba la transparencia del charco. Y de pronto, por entre las ramas de los álamos y con la figura de la Alhambra de fondo, apareció una gran ola. Transparente como el viento más puro y danzando de la misma forma que ella siempre lo había hecho. La clara superficie del charco parecía hacer de escenario y los pliegos de la ola parecían transformarse en la melena, brazos, cuerpo y pies de la joven bailaora.

 

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Tarde de otoño

en los bosques de la Alhambra

 

            Los bosques de la Alhambra son bellísimos en cualquier época del año. Principalmente en el trozo que estos bosques tienen por donde discurre el Paseo Central de la Cuesta de Gomérez, en cuanto se pasa la Puerta de las Granadas. Aquí mismo se abren y arrancan como en abanico, tres calles principales. La del centro, que es el Paseo Central que he dicho, la calle de la izquierda que se le conocen con el nombre de Cuesta Empedrada y la calle de la derecha. Ésta última sube muy empinada y escalonada y lleva justo a Torre Bermeja, hotel Palace y Carmen de los Mártires.

 

            Estos tres paseos son hermosos en sí y es por donde más personas van y vienen a la Alhambra. Porque el elemento principal que decora a estos paseos es precisamente el bosque. Denso como en ningún otro rincón de los bosques de la Alhambra, con gruesos y alto árboles que dan sombra y arropan mucho y con las bonitas acequias de aguas muy claras, que vienen del río Darro. Por esto en verano, este rincón de los bosques de la Alhambra, es muy fresco y está lleno de fronda y sombras. Y también en primavera y algunos otros días del año. Pero cuando más espectaculares son estos bosques es en otoño. No al principio sino cuando ya el invierno va llegando. Las hojas de todos estos árboles, almeces, álamos y castaños, se tornan amarillas y caen. Casi todas en unos días ya muy cerca de la llegada del invierno y por eso el suelo se alfombra por completo de hojas color otoño, húmedas y con olor a musgo.

 

            Y él, aquella tarde veinte de noviembre, subió por la Cuesta de Gomérez, cruzó la Puerta de las Granadas y se dispuso a seguir por el Paseo Central. Pero antes de continuar se paró un momento, miró despacio y fue descubriendo el magnífico espectáculo que el bosque presentaba. A la izquierda, calle de Cuesta Empedrada, se veían los árboles casi sin hojas. Con sus ramas muy desnudas pero por todo el suelo una gran alfombra de hojas teñidas de ocre. Todavía todas estas hojas muy brillantes y enteras y salpicadas de gotitas del agua que saltaba por las acequias. Por eso, a él le pareció muy hermoso este singular trozo del bosque de la Alhambra.

 

            Pensó tomar por aquí y subir despacio para hacer fotos y gozar de tan bonito espectáculo. Pero meditó un minuto más y se fijó en la calle del Paseo Central. La que se le conoce con el nombre de la Cuesta de Gomérez por ser la calle más hermosa y cómoda de las tres que arrancan al pasar la Puerta de las Granadas. Por el asfalto nuevo que ahora tiene esta calle, también millones de hojas la alfombraban, revistiéndola de mucha más belleza que las otras dos calles. Porque a los lados de este Paseo Central, es donde crecen los árboles más viejos y gruesos de todo el bosque de la Alhambra. Y porque también a los lados de este paseo corren siempre dos caudalosas acequias.

 

            Miró durante un buen raro, hizo un par de fotos y luego movió sus ojos hacia la calle de la derecha. La que también arranca justo al pasar la Puerta de las Granadas y remonta muy empinada, en grandes escalones empedrados. Por aquí las hojas secas caídas de los árboles se derramaban mucho más espesas. Como durmiendo sobre el empedrado de la calle, sobre el verde de los arriates y sobre los muros de los lados. Por eso esta calle le pareció mucho más bonita que las otras dos. Y por eso se dispuso a sacar algunas fotos, mientras decidía por cual de los tres paseos tomar. Y se preparaba para sacar la primera foto cuando la vio.

 

            Justo estaba sentada en el umbral de una vieja puerta, a la derecha de esta tercera calle y en los primeros metros. Y estaba sola, era joven, tenía sus manos puestas en la cara y miraba en silencio. A la hermosa alfombra de hojas de otoño derramada por el suelo, a la luz tamizada de la tarde por entre los árboles del bosque, a las hojas que de vez en cuando caían de los árboles y a la blancura de la ciudad de Granada sobre la ancha Vega. Y tanto le llamó la atención verla tan sola, meditando en silencio frente al indescriptible espectáculo de la tarde de otoño, que pensó contunuar y subir por esta calle. Para pasar cerca de ella y pararse y preguntarle. Pero no lo hizo. Tampoco hizo ninguna foto para recogerla en forma de recuerdo porque pensó que merecía el mayor de todos los respetos. Pero sí notó que su corazón se llenaba de algo muy inmenso y bello. Como si un trozo de eternidad y cielo de pronto por allí se hubiera derramado.

La princesa del otoño

en los bosques de la Alhambra

 

         Un grupo de sus amigas la llamaban “La niña del bosque” y otros amigos decían:

- Mejor podríamos llamarla “La princesa del otoño”.

Y sin embargo los padres, reyes en uno de los más bellos palacios de la Alhambra, le gustaban mucho llamarla “Fantasía dorada”. Y lo argumentaban aclarando:

- Porque ella, cuando se va por entre los bosques repletos de colores de otoño, esto es lo que parece.

 

            No había cumplido aun los doce años y una de las cosas que más le gustaba era irse sola por los bosques y jardines. Porque disfrutaba mucho cortando flores en los meses de la primavera, persiguiendo a las mariposas, oyendo el canto de los pajarillos y sentándose al borde de las albercas para ver su figura en las aguas reflejada. En verano le gustaba irse a la sombra de las higueras y granados y, mientras se entretenía en sus juegos, se dejaba acariciar por el airecillo fresco. Y por esta inclinación suya a perderse por entre las plantas siempre sola, también sus amigos le preguntaban:

- ¿Y no te da miedo ir tan sola por estos oscuros rincones?

- ¿Por qué y de qué voy a tener miedo?

- Un día puede aparecer por aquí algún animal extraño del cual no podrás defenderte.

- El bosque y las plantas yo creo que solo tienes secretos buenos y bellos.

 

            Y, aunque intentaba explicarse algo mejor para que los amigos supieran lo que tenía en su corazón, no lo conseguía. Por eso ella casi nunca tenía en cuenta las cosas que ellos le decían. Y por eso en otoño, la estación del año que más le gustaba, también se iba sola por los bosques de la Alhambra. Siempre a los padres les decía:

- Voy a buscar hojas secas y de colores para hacer un palacio con ellas.

Y como los padres ya se habían acostumbrado a esta forma de ser de su hija, nunca les prohibían sus deseos. También a ellos les gustaba que su niña fuera amante de las hojas amarillas del otoño y de los silencios del bosque. Y tanto les gustaba a ellos esto que un día hasta le hicieron un bonito regalo: una bonita cesta de mimbre que encargaron y construyeron los artesanos del barrio del Sacromonte. Y cuando se la regalaron le dijeron:

- Para que cuando vayas por el bosque recojas y eches en este cesta todas aquellas hojas secas y de colores que te gusten y vayas encontrando.

 

            Y aquella misma tarde, otoño ya casi dándose la mano con los primeros días del invierno, cogió ella su cesta de mimbre y se fue al bosque. Al que hay por el lado de fuera de la muralla de la Alhambra, en la umbría que mira para el río Darro. Caminó despacio por las veredillas que conocía y miraba buscando las mejores y más bonitas hojas caídas de los árboles. Y en cuanto encontraba la que le parecía más singular, se agachaba, la cogía y la echaba a su cesta y luego seguía buscando. No tardó mucho rato en llenar, casi por completo su cesta de mimbre, con las más fantásticas hojas otoñales. Y se dispuso regresar a su palacio para mostrar a sus padres todas las joyas que había encontrado cuando se tropezó con lo que menos esperaba: en una curva de la sendilla, bajo un robusto almez y entre una densa alfombra de hojas amarillas, vio un grupo de setas. Se paró, las miró despacio, soltó la cesta en el suelo y sin pensarlo mucho se puso mano a la obra.

 

            De las hojas que llevaba en su cesta fue cogiendo las que les parecía más grandes y enteras y comenzó a esparcirlas por el terreno donde crecían las setas. Formando como un círculo con figura de corona y luego como unos caminillos para ir a imaginarios palacios. Porque ella había imaginado que con sus hojas de colores podría construirle un hermoso palacio a sus setas. Y como así lo había imaginado y le gustaba no tardó mucho en darle forma a su sueño. Sin reparar en que el tiempo corría y la tarde caía. Por eso se hizo de noche y decidió regresar a su palacio, en los recintos de la Alhambra. Estaban ya los padres algo preocupados por su tardanza pero al verla se alegraron y no le dijeron nada. Ella sí les dijo enseguida:

- ¡Mirad lo que tengo aquí!

Y enseñaba su cesta de mimbre. Vieron los padres que la traía llena de las más bonitas hojas de colores que nunca habían visto en la vida. Por eso le dijeron:

- Pues te abrimos las puertas de la torre pequeña para que en aquellas salas pongas tus hojas del modo que te guste y quieras.

Y se alegró ella tanto de este nuevo regalo de sus padres que aquella noche casi no puedo dormir. Pensando en la torre que le habían regalado y pensando en las setas que en el bosque había encontrado.

 

            Por eso, a la mañana siguiente, en cuanto el sol comenzó a calentar un poco, lo primero que hizo fue coger su cesta de mimbre. Luego fue a los padres y les dijo:

- Vuelvo enseguida y os traigo un bonito regalo que tengo escondido en un rincón del bosque.

- Pero no tardes porque tenemos que ir a tu pequeña torre para empezar a decorarla.

- No tardaré mucho.

Y la niña salió aprisa de los palacios. Dio el padre orden a los guardias para que la dejaran salir al bosque, fuera de las murallas de la Alhambra y por los caminillos que conocía, avanzó rápida. Y mientras se acercaba al lugar donde sabía estaban las setas que la tarde antes había encontrado, iba recogiendo hojas de colores y algunos puñados de musgo.

 

            No hacía mucho frío pero por la noche sí todo se había cubierto de rocío. La tierra tenía mucha humedad de las lluvias que a lo largo del otoño habían caído. Pero ni el rocío ni la humedad en el bosque a ella le preocupaban. Toda su ilusión estaba concentrada en llegar a donde las setas para cogerlas y regresar con ellas para regalárselas a sus padres. Y las encontró en el mismo sitio y de la misma forma que las había dejado la tarde anterior. Por eso al verlas, se llenó de alegría, volvió a dejar su cesta en el suelo y se agachó para cogerlas. Lentamente fue retirando las hojas secas que alrededor de ellas había puesto y con mucho cuidado arrancó la primera seta. La colocó en la cesta, entre las hojas y se dispuso ir a por una segunda seta. Y fue justo en este momento cuando, al mirar para el barranco del río Darro, descubrió otro grupo de setas justo en lo más pronunciado de la ladera. No estaban muy lejos de ellas y por eso, sin levantarse, se movió un poco para acercarse a este segundo grupo de setas.

 

            La tierra estaba muy mojada, el rocío se trababa en los tallos de la hierba y la torrentera era muy pronunciada. Unas de sus manos, al apoyarla para acercarse a las setas, resbaló y todo su pequeño cuerpo se fue tras este resbalón. Por la inclinación de la ladera rodó rápida y fue a caer justo a la orillas de las aguas del río Darro. A media mañana fueron a buscarla y, como no la encontraron, preguntaron a las personas que se habían concentrado junto a las aguas del río. Y las personas dijeron que allí estaba. Tendida sobre una pequeña alfombra de hojas amarillas de álamo, entre tallos de hierba y gotas de rocío.

 

            A lo largo de toda aquella tarde y parte de la noche los padres y amigos la lloraron. Y al amanecer del nuevo día los padres agradecieron a todos los conocidos su presencia y apoyo y les dijeron:

- Ahora queremos quedarnos solos con ella.

Y aquella misma tarde le dieron sepultura en algún lugar del bosque que a nadie revelaron. Y aquella misma noche, cuando ya el silencio era muy profundo y la luna brillaba sobre la colina de la Alhambra, se levantó un vientecillo leve. De los árboles del bosque que ella tanto le gustaba, cayeron miles de hojas teñidas de colores de otoño y, desde el cielo, se vio descender como un camino transparente. Por este camino se vio avanzar un cortejo de carrozas color diamante y, al llegar al bosque donde ella buscaba hojas, derramaron una intensa lluvia de estrellas pequeñitas. Como relucientes perlas que al llegar al suelo se convertían en rocío y blanca escarcha.

 

            Y dicen que desde aquellos días, cada año y cuando ya el otoño va llegando a su fin en los bosques de la Alhambra, se repite este fenómeno. En una noche muy concreta, poco antes del que el otoño se retire y dé paso al invierno, un leve vientecillo zarandea a todos los árboles del bosque de la Alhambra y al amanecer, todo el suelo de estos bosques se ve alfombrado de hojas de colores. Como un regalo del cielo para que por aquí siempre se mantenga vivo el recuerdo de aquella pequeña princesa.  

 

Flamenco frente a la Alhambra

 

            Ella era todavía muy joven. Una niña con apariencia de muñeca o de princesa pequeña, según sus amigas. Pero a ella, una de las cosas que más le gustaba, era el flamenco. En realidad, lo que más le gustaba en la vida y con lo que más soñaba cada día, según decía y repetía sin parar. Por eso su madre le compró un bonito traje de gitana, color rojo, unos hermosos zapatos también rojos, un pañuelo y una peineta. Y le dijo:

- Para que bailes el flamenco que tanto cada día sueñas.

Y ella le dijo a la madre:

- Y ahora ¿sabes lo que más me gustaría?

- Dímelo.

- Que un día monten un gran escenario en las laderas del Albaicín y en el valle del río Darro y que me inviten a bailar en este escenario, frente a la Alhambra.

 

            Y aquella mañana de otoño, mientras subía cogida de la mano de la madre por la Cuesta Alhacaba, se paraba de vez en cuando. A echar una mirada a la ciudad de Granada, toda extendida sobre la Vega y envuelta como en un fino velo de blanca niebla. Y ella, vestida en esos momentos con su bonito traje rojo de flamenca, comentaba con la madre:

- ¿Y sabes qué otra cosa me gustaría mucho?

- Tampoco lo sé.

- Que junto a ese escenario que tanto sueño a los pies de la Alhambra, también se concentrara muchas personas. A verme bailar flamenco con el fondo de la Alhambra sobre su colina pero, sobre todo, a comer todos juntos como el mejor grupo de amigos. Porque yo pienso que el flamenco, sin comida compartida y sin la compañía de los amigos, queda como hueco.

 

            No era todavía media mañana cuando llegaron al Mirador de San Nicolás. Se sentaron un momento para descansar sobre el pequeño muro, como hace todos los que por aquí vienen y a observar la extraña imagen que la Alhambra mostraba esta mañana. También un poco velada por la fina niebla blanca y, destacando al fondo, las altas cumbres de Sierra Nevada. Y mientras observaban, respirando el fresco airecillo que desde el río Darro subía, la niña quiso comentar algo. Pero no le salieron las palabras. Sin embargo, la madre sí le preguntó:

- ¿Y cómo te gustaría a ti que fuera esa reunión de amigos, comiendo todos juntos en un hermoso paisaje frente a la Alhambra?

- Como si todos fueran conocidos de toda la vida y solo importara entre ellos sentirse bien y compartir las cosas.

 

            Salió el sol un poco antes del mediodía. El escenario de tablas y decorado con telas de seda y macetas con flores, se alzaba firme sobre el cerro. En la explanada por detrás de la ermita de San Miguel, como asomado al gran barranco del río Darro y frente por completo a la Alhambra. Y cuando el sol comenzó a brillar con fuerza ella subió al tablado. Le hicieron palmas, enseguida sonó la música y comenzó el baile. Su traje de seda roja y su pelo azabache, revolotearon por el aire. Como en un juego de luces de colores para decorar y alegrar a la Alhambra. Y por el lado de abajo del escenario, en la ladera y antes del cauce del río, se concentraban las personas. Parejas, jóvenes, niños, perros, caballos… Algunos estaban sentados en el suelo y otros iban de acá para allá llevando en sus manos platos de comida que compartían con el primero que encontraba. Entre sí, comentaban y se decían:

- Esto solo se ve en Granada. Y es que la Alhambra, sin duda que es una belleza única y el mejor de todos los decorados para un tablado flamenco.

- Y una comida compartida, al aire libre y con los amigos, lo más sincero y auténtico de Granada, la Alhambra y el cante y baile flamenco.

 

Desde la Alhambra, pintando los paisajes

 

            En un lugar dentro de la Alhambra, que conozco bien pero que no voy a revelar aquí, ocurrió esta historia. Hace mucho tiempo pero que, por su sinceridad y belleza, para siempre ha quedado en algún lugar del universo viva y fresca. Como si, de alguna manera, esta historia estuviera hondamente ligada a los pilares, cimientos y murallas de la Alhambra. Y las cosas ocurrieron del modo en que a continuación cuento.

 

            Él era todavía joven cuando una mañana de otoño las vio marcharse. Por un camino fraguado casi en el viento y por eso trabado entre el cielo y la tierra. Para despedirlas y verlas alejarse, subió al lugar que he dicho y no voy a revelar. Y las vio alejarse, bajando como de la colina de la Alhambra al valle del río Darro. Las vio luego subir por el blanco y ancho camino, justo por donde hoy se derrama el barrio del Albaicín y, un poco después, la vio perderse al otro lado del cerro de San Miguel Alto. Y en esos mementos se sintió tan triste que hasta lloró y luego y, durante largo rato, allí se quedó. Como esperando no se sabía qué y no queriendo aceptar lo que había ocurrido. Pero ellas se habían ido lejos, muy lejos, como al confín del mundo.

 

            Eran dos de las bellas princesas que en aquellos tiempos vivían en la Alhambra. Las más hermosas, cultas y buenas y por es las quería tanto. Desde pequeñas las había conocido y, a lo largo de los años, jugaron juntos, pasearon y fueron juntos a las montañas, bajaron a las aguas del río Darro, subieron a las nieves de Sierra Nevada y tomaron el sol y la sombra bajo los árboles que decoraban a sus palacios. Y una de ellas, la más joven y al mismo tiempo la más inteligente y viva, continuamente decía:

- Lejos de estos palacios nuestros y al otro lado de las montañas que rodean, sé que hay mundos fantásticos.

Y la compañera le decía:

- ¡Quién tuviera la suerte de ir por ahí, a recorrer esos mundos y conocer, al mismo tiempo, a muchas personas!

Y él, como las quería y no deseaba perderlas, les decía:

- Aunque las cosas sean como vosotras pensáis, todo, todo cuanto apetecemos y soñamos, lo tenemos en nosotros mismos.

- ¿En nosotros?

- Sí, el universo entero, todas las cosas y sueños, se concentran en lo más hondo del corazón de cada ser humano.

 

            Y aunque ellas, de alguna manera parecían entender lo que él les decía, también argumentaban:

- Pero no es lo mismo. Para saber cómo es el mundo y cómo son las personas que lo habitan, hay que ir a los sitios y verlos y tocarlos.

De nuevo él intentaba convencerlas y lo conseguía a medias. Por eso ellas, en sus corazones y según crecían, seguía aumentando el deseo de irse de la Alhambra. Y los padres, en un principio, se oponían pero poco a poco iban conformándose. Hasta que, aquel día de otoño, cuando ya las primeras nieves habían caído sobre las cumbres de Sierra Nevada, decidieron marcharse en busca de sus sueños.

 

            Todo aquel día y toda aquella tarde, en el sitio desde donde las vio alejarse, estuvo reflexionando. Reflexionó también a lo largo de la noche y del día siguiente. Y como no podía superar la idea de que ya no estuvieran en los palacios, subió al sitio desde donde se vio el camino por el que se habían marchado. También desde este lugar se veían las cumbres de Sierra Nevada, las montañas al norte de Granada, todo el valle del río Darro y su cuenca, parte del largo barranco por donde desciende el río Genil y la extensa Vega de Granada. Miró una vez y otra y no llegaba a comprender por qué se habían marchado.

 

            Por eso su corazón seguía lleno de tristeza y por eso su mente buscaba la manera de encontrar algún camino. No lo encontró ni a lo largo de los primeros días de su marcha ni meses después ni cuando pasaron los años. Un amigo suyo, algunas veces le preguntaba:

- ¿Y qué es lo que pretendes viniendo todos los días a este sitio y quedándote aquí siempre en silencio y meditando?

- Solo eso: esperar.

- ¿Es que piensas que volverán?

- Estoy seguro de ello.

- ¿Por qué estás tan convencido?

- Todos los seres humanos, al final de sus días, vuelven a donde han nacido. Como le decías a ellas, en ningún lugar del mundo se encuentra la dicha que tanto buscamos sino en lo más hondo del corazón, en el rincón al que pertenecemos.

 

            Y el amigo hacía esfuerzos por entenderlo. Por eso un día hizo que le pusiera una gran piedra blanca justo en el lugar desde donde las vio irse y ahora todos los días las esperaba. Y el amigo le dijo:

- Para que te sientes en esta piedra mientras las esperas.

Y él se lo agradeció. A los pocos días buscó materiales para pintar: pinceles, pinturas, lienzos…y se puso a dibujar. Le decía al amigo:

- Quiero pintar primero el camino y el sitio por donde se fueron. Luego voy a pintar las montañas tras las cueles se perdieron y a continuación toda la cuenca del río Darro.

- Y Granada con su Vega ¿también piensas pintarla?

- Esto lo iré pintando poco a poco.

- Seguro que un día tu obra será fantástica.

- Lo será porque mi obra recreará el mundo al que han de volver ellas.

- Pues, adelante.

 

            Y a lo largo de mucho tiempo, días, meses, años y años, volvía todos los días al lugar de la gran piedra blanca. Preparaba las cosas, miraba un momento y se ponía a pintar los paisajes. Los que hay cerca de la Alhambra y los que se ven más lejos. Y en sus cuadros cada vez más reflejaba cosas fantásticas. Y lo que más, entre todas estas cosas, era el camino por donde ellas se habían ido. Por eso, al verlas el amigo, le decía:

- Algo misterioso hay en esto que pintas tú porque cuando miro estos cuadros hasta el corazón se me encoge. ¿Cómo lo consigues?

- No hay secretos. Es mi sincero amor por ellas y los paisajes que rodean a la Alhambra.

- Y Sierra Nevada ¿cuándo vas a pintarla?

- En su momento concreto.

- ¿Qué es eso de “en su momento concreto?”

- El día que pinte lo que me estás diciendo lo sabrás.

 

            Y ese día llegó. No al poco de irse ellas sino muchos, muchos años después. Tantos años que él ya se había hecho viejo. Tan viejo que hasta parecía un Anciano. Sin embargo, en su alma y corazón, mantenía vivo el momento de su marcha esperando a todas horas el momento de su llegada. Y fue también una mañana de otoño. Subió al sitio de su gran piedra blanca, miró a los paisajes durante largo rato y se puso luego a preparar las cosas para pintar “el cuadro”. El que a lo largo de tanto tiempo había imaginado y esperaba. Cogió los pinceles, preparó la pintura y, con la ilusión más viva que nunca, se puso a pintar. Con la fuerza del que comienza a darle forma al gran sueño de su vida. Por eso, a lo largo de toda la mañana y parte de la tarde, pintó sin parar. Con sus ojos puestos en el cuadro y en las cumbres de Sierra Nevada, que era el paisaje que intentaba plasmar en su cuadro.

 

            El amigo, ya también anciano como él, al caer la tarde subió a buscarlo. Se lo encontró atareado con la creación del cuadro y al llegar le dijo:

- ¿Pero qué te pasa hoy que ni a comer has acudido?

- Estoy dándole forma al cuadro que tanto me has pedido.

Se acercó un poco más el amigo y al ver el cuadro se quedó parado, miró durante un buen rato y luego dijo:

- Es lo más hermoso que he visto en mi vida pero hay algo que no entiendo.

- ¿Qué es?

- Ese ancho camino blanco que, como sostenido entre el cielo y la tierra, desciende desde Sierra Nevada y viene derecho a la Alhambra.

 

            Se quedó mirando al amigo y al rato le dijo:

- Ellas tienen que volver. Todas las personas, al final de sus días, vuelven a los sitios donde vivieron de pequeños. Se fueron por el camino blanco que, por encima del Albaicín, se las llevó a lo desconocido. Tienen que volver por un ancho camino blanco parecido que, desde las cumbres de Sierra Nevada, venga derecho a sus palacios, aquí en la Alhambra.

 

Que no me quede yo ciego en Granada

 

            Tenía su casa junto a las aguas del río Darro. En el tramo que hay entre el Paseo de los Tristes y la iglesia de San Pedro. Y su casa no era muy grande. Tenía solo un pequeño espacio, en la entrada, donde crecían algunas plantas: unos geranios, dos rosales, una maceta con hierbabuena, una parra, un jazmín y un naranjo. Pero su casa miraba a la Alhambra. La entrada, la puerta y también la pequeña ventana de su habitación.

 

            Pero él, al despertarse cada mañana, lo primero que hacía era prestar atención a la corriente del río. Y al oír el rumor de las aguas, siempre decía:

- Gracias, Dios, porque me permites gozar de la música del agua. Que nunca pierda yo la capacidad de oír estas maravillas.

Y luego, lentamente se levantaba, abría su ventana, se asomaba a ella y, al ver sobre la colina la grandiosa figura de la Alhambra, otra vez decía:

- Gracias, Dios, porque un día más me regalas con la visión de esta fantasía. Que nunca me quede yo ciego en Granada.

Y a continuación se quedaba allí, asomado a la ventana intentando percibir la caricia del vientecillo fresco de la mañana. Y al sentirlo rozar la piel de su cara, de nuevo decía:

- Gracias, Dios, porque también me permites gozar de la suavidad del aire acariciando mi alma. Que nunca pierda yo la capacidad de sentir la caricia del aire tan puro que siempre se pasea a los pies de la Alhambra.

 

            Y a continuación abría la puerta de su casa, salía al pequeño jardín, acariciaba con sus manos la maceta de hierbabuena, las ramas del naranjo y las flores del jazmín y otra vez decía:

- Gracias, Dios, por estos olores tan finos, a los pies de la Alhambra. Que nunca me quede yo incapacitado para percibir el perfume que a todas horas regala Granada.

Y luego bajaba a las aguas del río, lavaba sus manos en ellas, alzaba sus ojos para observar otra vez la Alhambra y volvía a su casa. Preparaba su mochila, cogía su gorro verde y también su cámara de fotos y salía a la calle.

 

            Por el Paseo de los Tristes subía despacio, remontaba la Cuesta de Chapiz, tomaba por el Camino del Sacromonte, subía por las callejuelas del Barranco de los Naranjos y, por encima de las cuevas del Museo del Sacromonte, se paraba. Buscaba los pinos que en el puntal crecen, frente por completo a la Alhambra. De su mochila sacaba su cámara de fotos, también su cuaderno y ponía su gorro verde sobre la hierba y, antes de ponerse a escribir, susurraba:

- Gracias, Dios, porque una vez más me has dado las fuerzas para volver a este balcón frente a la Alhambra, frente al río Darro y frente a Granada. Que nunca me quede yo sin energía para recorrer las calles, rincones y montañas de este reino tan lleno de magia.

Y se ponía luego a escribir en su cuaderno. Siempre solo y siempre en silencio, con la figura de la Alhambra continuamente reflejada en sus ojos.

 

            Cuando se cansaba y sentía hambre, se comía su bocadillo, se levantaba, se iba siguiendo las veredas que surcan en Cerro de San Miguel Alto, bajaba al barrio del Albaicín, sobre su llanura en lo más alto y recorría las calles. Se asomaba al Mirador de San Nicolás, hacia fotos mezclado con los turistas y luego seguía bajando por la Cuesta de San Gregorio. Llegaba a Plaza Nueva y seguía caminando hasta perderse por Puerta Real, Carrera de la Virgen, Paseo del Salón y río Genil. De vez en cuando, por aquí se paraba, miraba las aguas del río y luego a las cumbres de Sierra Nevada, hacía algunas fotos y, a continuación, seguía diciendo:

- Gracias, Dios, por permitirme hacer estas fotos y escribir en mi cuaderno las cosas que veo y siento cuando voy por las calles de Granada. Que no me muera yo antes de que de proclamar a los cuatro vientos la belleza que cada día me regalas.

 

            Y esto era lo que él vivía y sentía cada día desde que se levantaba. Hasta que una tarde, otoño y con nieblas sobre la colina de la Alhambra, caminaba por Plaza Nueva. Volvía a su casa y junto a la puerta de la iglesia, vio al anciano sentado pidiendo limosna. Frente a él se había parado un matrimonio y oyó que el hombre comentaba con ella:

 

                                    Dadle limosna, mujer,

                        que no hay en la vida nada

como la pena de ser

ciego en Granada.

 

Y vio que ella le regaló unas monedas. Siguió caminando por el que dicen es el paseo más bello del mundo, Carrera del Darro, al encuentro de su casa. Y al alzar los ojos y ver una vez más la grandiosa figura de la Alhambra coronando, susurró despacio:

- Gracias, Dios y te pido que nunca me olvide yo de dar las gracias. Por mi sencilla casa, por este río tan limpio, por la presencia de la Alhambra, por el airecillo fino, por la ciudad de Granada…

 

                                    Porque no hay desdicha más grande

                        que conocer Granada

                        y olvidarse

                        de dar las gracias.

Las casa de la niebla en el río Darro

 

Ellos eran tres: el mayor, la niña, que era la mediana y el pequeño. Entre ellos, a éste último del grupo, siempre lo llamaban con el nombre de “el Peque”, por ser eso: en menor de los tres. Vivían por donde Plaza Nueva y una de las cosas que más les gustaba era juntarse todas las tardes. No para jugar en la plaza, por delante de sus casas, sino para irse a las aguas del río Darro. Porque les entusiasmaba a ellos explorar todos los rincones que por ahí el río tiene y porque se habían propuesto descubrir lo que nunca nadie antes había descubierto. No se sabía qué era pero estaban convencidos de que algo interesante y grande guardaba por aquí el río. Y también se habían propuesto encontrar un camino que, desde el Paseo de los Tristes, más o menos, subiera por el bosque de la umbría hasta las murallas de la Alhambra. Por eso pensaban y, entre sí comentaban:

- Un camino estrecho, escoltado por árboles y muchas flores, surcando esta ladera norte de la Alhambra, sería algo de lo más interesante. A todos nos gustaría mucho y hasta incluso, daría más importancia y categoría a este rincón del río y barrio del Albaicín.

 

            Y aquella tarde de otoño, como otros días, quedaron para ir a sus aventuras. El mayor había dicho a la niña y el pequeño:

- Nos vemos a las cuatro en la puerta de la iglesia.

Y ella preguntó:

- ¿Y si llueve o hace frío?

- No importa. Nosotros nunca le hemos tenido miedo ni a la lluvia ni al frío. Tampoco le tememos ni a la niebla ni a las zarzas y árboles que hay en el río.

Y preguntó el peque:

- Pero si la niebla se presenta ¿cómo vamos a ver lo que estamos buscando?

- No lo sé pero puede que sí la veamos.

 

            Decía lo de la niebla porque, en aquellos últimos días de otoño, casi todas las mañanas y algunas tardes, por el barranco del río, se presentaba. Cubriendo, a veces, parte de la vegetación del río, la ladera y umbría de la Alhambra, la alta colina y los montes que hay más arriba. Pero a ellos, como había dicho el mayor, no les asustaba la niebla. Al contrario: les divertía. Sobre todo a ella que, una vez y otra, repetía:

- La niebla es lo más misterioso de todas las cosas de esta tierra. Me gusta mucho porque, cuando se presenta, parece como si el suelo respirara y, al mismo tiempo, quisiera cubrir con su aliento en forma de vaho, su cara, manos y todo su cuerpo.

- Y a mí me gusta la niebla porque nunca se sabe que vas a encontrar al otro lado de las zarzas y de los troncos de los árboles.

Decía el más pequeño.

 

            Y aquella tarde de otoño había mucha niebla. Por todo el barranco del río Darro y por la umbría que desde el río sube hasta la muralla de la Alhambra. Pero, tal como habían acordado, a las cuatro en punto, se presentaron. En la misma puerta de la iglesia de Santa Ana. Y nada más verse, el mayor dijo:

- Tenemos aquí la niebla que habíamos dicho pero lo nuestro es lo nuestro. ¡Vamos!

Llenos de ánimo se pusieron en marcha y comenzaron a caminar por la Carrera del Darro hacia el Paseo de los Tristes. Porque era por aquí por donde ellos siempre se acercaban a las aguas del río. Y mientras caminaban, hoy más entusiasmados que otros días, el peque decía:

- Hoy quiero yo encontrar aquella planta que vimos el otro día. Se lo dije a mi padre y me ha pedido que le lleve un tallo para ver si la conoce y me dice su nombre.

Y la niña comentó:

- Pues yo quiero saber dónde esconde la madre gata sus gatitos. ¿Os acordáis que el otro día los vimos y luego no fuimos capaces de averiguar dónde se refugiaban?

- Sí que nos acordamos pero hoy tenemos que ocuparnos en otra cosa.

Y el peque preguntó:

- ¿De qué tenemos que ocuparnos?

- Eso, porque yo también quisiera coger aquellas setas que la otra tarde vimos cerca de las zarzas y todavía estaban pequeñitas.

 

Las setas, las moras de las zarzas al final del verano, los higos de las higueras que crecen junto a las aguas del río y las blancas flores de saúco, eran otras de las muchas cosas con las que ellos se entretenían en sus excursiones por el Darro. Especialmente con las flores de saúco, en los días de primavera y que de una manera especial, fascinaban a la niña. Cortaba algunos ramos, con cuidado porque ella sabía que estas flores eran algo tóxicas y luego se deleitaba oliéndolas. Y casi siempre decía:

- Huelen a vainilla. Mezclada con limón y flores de jazmín.

Y el peque le argumentaba:

- Pues a mí me huelen como a la miel de las colmenas que mi padre tiene en Sierra Nevada.

 

Pero como hoy era otoño, sabían ellos que ni las zarzas ya tenían moras ni los saúcos flores ni las higueras, higos. Por eso, cuando el peque preguntó: “¿De qué tenemos que ocuparnos hoy?”,   el mayor de los tres respondió:

- Los veréis dentro de un rato.

Y justo en estos momentos y ya a la altura del Paseo de los Tristes, las nieblas se alzaron espesas desde el río. Justo por donde ellos tenían pensado acercarse a las aguas. Y como las nieblas, al mismo tiempo que se alzaban espesas se abrían y se cerraban, a ratos dejaban ver trozos de la umbría y bosques de la Alhambra. Y en uno de estos momentos en que las nieblas se abrieron, la niña descubrió algo que le llamó mucho la atención. Por eso enseguida dijo:

- Mirad lo que se ve allí.

Los dos niños miraron y, aunque la niebla otra vez tapó lo que ella había visto, no tardaron en abrirse de nuevo, dejando al descubierto lo que había anunciado. Dijo el más pequeño:

- Es una casa.

Y ella respondió:

- Pero esa casa nunca antes la hemos visto ahí.

- Tienes razón y por eso es extraño.

- ¿Nos acercamos y vemos cómo es y por qué está ahí?

- Sí, vamos. Parece una casa misteriosa por lo escondida que está entre la niebla y el color del otoño en el bosque de la umbría.

 

            Y era cierto: la casa que la niña había descubierto no solo parecía misteriosa sino que era distintas a todas las demás casas de esa zona del barrio. Conforme se fueron acercando y la niebla les dejaba ver descubrían que la casa era pequeña, con tejado a dos aguas y por la chimenea salía un buen chorro de humo. Ella volvió a comentar:

- Y dentro parece que ahora mismo hay alguien. ¿Nos acercamos y vemos?

- Sí, vamos enseguida.

Confirmó el mayor. Y en cuanto se acercaron un poco más vieron que en la puerta tenía algunas plantas con flores. También unos escalones de piedra y una vieja puerta de madera. Al llegar ellos se pararon frente a esta puerta y el mayor dio un par de golpes con su mano. Miró en ese momento a la pequeña y dijo:

- No hay que tener miedo. Si el dueño se molesta le pedimos disculpas y nos vamos.

- Pero antes le preguntamos qué hace esta casa aquí, donde nunca la hemos visto antes.

- Sí, y también le preguntamos si esta casa encierra algún misterio. Yo estoy intrigada.

 

            Se abrió la puerta, un hombre mayor apareció dentro, parado frente a ellos y muy serio. No se veía en su rostro ningún rasgo de enfado sino todo lo contrario: parecía como si los estuviera esperando. Por eso dijo:

- Pasad, chiquillos que hoy hace un día de perros. Con esta niebla y la lluvia que esta noche ha caído el frío en esta umbría de la Alhambra, está aumentando.

Preguntó la niña:

- ¿No le molestamos?

- De ningún modo.

Y el pequeño también dijo:

- Es que queremos hacerle unas preguntas.

Y dijo el hombre mayor:

- Podéis hacerme todas las preguntas que queráis pero antes sentaros aquí conmigo, frente al fuego. Seguro que tenéis frío.

- No mucho pero si algo.

Dijo el mayor.

- Pues calentaron que luego, si os gustan las castañas, asamos un buen puñado en las ascuas de este fuego y nos las comemos. Y también, si os apetece, asamos estas setas que hoy mismo he recogido del bosque.

En una cesta de mimbre, el hombre mostró un buen puñado de setas, algunas de color canela, otras algo naranja y cinco o seis, color morado claro. Al verlas dijo la niña:

- Casi tienen el mismo color que las moras que cogíamos este verano de las zarzas del río.

- Pues ya verás asadas en la brasa, con un poco de sal y aceite, lo ricas que están.

 

            Puso el hombre unos gruesos troncos de madera alrededor y frente al fuego de la chimenea y les pidió que se sentaran. Los niños les hicieron caso y, a continuación, ella de nuevo preguntó:

- Estamos intrigados porque es la primera vez vemos esta casa en este lugar de la umbría de la Alhambra. ¿Es usted su dueño?

- Lo soy y no.

- ¿Por qué?

- ¿De verdad queréis saberlo?

Y los tres al unísono dijeron:

- Si, por favor, estamos muy intrigados.

Y el hombre les confesó:

- Pero antes quiero que sepáis que a nadie he revelado nunca lo que os voy a decir a vosotros.

- Por lo tanto ¿Nos va a revelar un secreto?

Preguntó el mayor.

- Un secreto que, como ya os he dicho, nadie en este mundo conoce.

 

            Y aun más intrigados, los niños se prepararon, mirando con la boca abierta al hombre. Éste, sentado a la derecha de ella, mientras los miraba y jugaba con las ascuas de la lumbre en la chimenea, dio comiendo a su relato diciendo:

- Muchos, a lo largo del tiempo, han buscado tesoros por estas tierras cercanas a la Alhambra y por otros lugares, no lejos de aquí. Y solo algunos llegaron a descubrir que la Alhambra misma se asienta sobre el más grande y bello de los tesoros de la tierra.

Intrigada la niña lo interrumpió:

- ¿Y qué tesoro es ese? ¿Tú lo sabes?

- Lo sé y sé dónde se encuentra y cómo llegar a él.

- ¿Puedes mostrárnoslo?

- Hoy no.

- ¿Cuándo entonces?

- Os diré primero que, como antes me habéis dicho vosotros, esta casa no siempre ha estado aquí ni siempre se ve.

- ¿Por qué?

Seguía preguntando ella.

- Porque esta casa es la puerta al gran tesoro que os estoy diciendo.

 

            Guardó el hombre silencio y los niños siguieron mirándole. Ahora mucho más interesados, tanto en su persona como en lo que les estaba revelando. Por eso el mayor, otra vez preguntó:

- Nunca antes habíamos visto esta casa. ¿Por qué hoy sí?

- Porque es otoño y las nieblas revolotean por la umbría de la Alhambra.

- No lo entendemos.

- Ya os he dicho que esta casa es la puerta al gran tesoro que se esconde justo debajo de la Alhambra. En las entrañas de la colina que la sostiene.

- ¿Acaso está hueca toda esta colina?

- Casi por completo hueca. Por eso, el corazón de esta colina es como una inmensa cueva donde se remansan lagos cristalinos, corren ríos de aguas claras, se ven estalactitas transparentes y hay muchos huecos llenos de interesantes y grandes tesoros.

Se quedaron asombrados ellos al oír lo que el hombre les decía. Casi no creía que fuera cierto pero aun así ella de nuevo preguntó:

- ¿Y tú conoces todos esos laberintos, tan repletos de las maravillas que dices?

- Los conozco hasta con los ojos cerrados.

- ¿Puedes mostrárnoslos?

- Hoy no.

- Pero otro día ¿sí?

 

            Acercó el hombre unas ramas secas a las llamas de la lumbre. Levantó luego su cabeza, señaló con su mano a un rincón de la casa donde se veía una gran losa de piedra blanca y dijo:

- Esa pesada losa es lo que tapa la entrada al sitio que os estoy revelando.

- ¿Y tú tienes la llave o el poder para correrla y que se abra la puerta?

- La tengo.

- ¿podemos entrar ahora?

- Ya os he dicho que hoy no. Otro día puedo mostraros todo lo que ahora os he revelado. Pero con una condición.

- ¿Qué condición?

- Que a nadie podéis decir vosotros lo que acabo de contaros.

- Y si lo decimos ¿qué pasa?

- Que no volveréis a ver más esta casa ni sabréis de mí ni podréis ver los grandes tesoros que hay en las entrañas de la colina de la Alhambra.

 

            Se hizo el silencio. Poco después los niños despidieron al hombre de la casa entre niebla, quedando que volverían al día siguiente. Y también le prometieron que a nadie revelarían las cosas que él les había dicho. Pero cuando ya regresaban de vuelta a su casa, entre sí comentaban:

- Se lo podríamos decir solo a nuestros padres para ver qué opinan ellos. Quizá compartir el secreto solo con ellos no rompa lo que le hemos prometido.

Y en cuanto llegaron a sus casas, tal como habían acordado entre ellos, contaron todo a sus padres y luego les dijeron:

- Pero, por favor, no se lo digáis a nadie.

- Tranquilos que a nadie vamos a decir nada.

Dijeron los padres.

Y aquella misma noche, los niños durmieron tranquilos pero sin dejar de pensar en la casa de la niebla. Por eso, en cuanto al día siguiente dieron las cuatro en punto de la tarde, se juntaron en Plaza Nueva. Subieron rápidos por la Carrera del Darro y se dirigieron a la umbría, por donde la tarde ante habían visto la casa. La niebla se alzaba un poco menos espesa que la tarde anterior pero la casa no la veían. Buscaron y esperaron y, cuando ya caía la tarde, sí vieron a un hombre sentado en una piedra. Se acercaron a él y vieron que no era el que el día antes habían encontrado dentro de la casa. Pero se animaron y le preguntaron:

- Buscamos una casa pequeña que ayer vimos por aquí. ¿Sabe usted algo de ella?

Les dijo que nada sabía de tal casa y luego les hizo algunas preguntas. Ellos se animaron y le contaron todo lo que les había sucedido.

 

            Escuchó el hombre con mucho interés y luego, como esperaban ellos con ansiedad alguna respuesta, les dijo:

- ¿Sabéis una cosa?

- ¿Qué cosa es?

- Que los sueños, los más bellos sueños que con frecuencia tenemos los humanos, si se comentan y comparten con otros, casi siempre pierden su encanto. Por este motivo, muchas veces estos sueños no se hacen realidad. Y es una pena porque nada hay más hermoso en esta vida y entre los humanos que algunos de los sueños que a menudo soñamos.

 

Paisajes de otoño en Granada

 

            Las primeras lluvias cayeron antes de que el otoño llegara. Eran todavía largos los días y por eso, las temperaturas se mantenían altas. No tanto como habían sido en el verano que se iba pero sí lo suficientes para que, con las lluvias caídas, la hierba comenzara a brotar. Por el valle y laderas de la cuenca alta del río Darro, por la Dehesa del Generalife y bosques de la Alhambra. Los paisajes comenzaron a cambiar, en los montes donde nace el río Darro, en las cumbres de Sierra Nevada, en los bosques y jardines de la Alhambra y en Granada misma.

 

            Y las lluvias siguieron cayendo, a lo largo de los primeros días de otoño y en las semanas que siguieron. Por eso él, amante de los colores del otoño, de las lluvias y de los silencios y aroma de los bosques, aquella tarde dijo a su amigo:

- Seguro que en los bosques ya las setas están brotadas. ¿Te vienes conmigo mañana y lo comprobamos?

- ¿A dónde vas mañana?

- A los paisajes de las Sierras de Huétor. Tú sabes que en toda Granada y gran parte de España, no hay tierras mejores para las setas que las tierras de estas montañas.

- Pero yo lo siento, no puedo acompañarte.

Y no insistió más.

 

            Aquella noche llovió mucho, sin viento y sin frío ninguno. Pero al amanecer, se asomó a la ventana de su casa, en la parte baja del barrio del Albaicín y todo lo vio chorreando. La umbría norte de la Alhambra, las murallas, colinas y bosques de pinares por el lado de arriba y también toda la ancha ladera del Generalife. Se dijo: “A pesar de esta abundante lluvia hoy es un día mágico. Todo parece como más íntimo y elevado, en los días de lluvia y otoño como éste. No me arredro. Y, aunque mi amigo no quiera acompañarme, tampoco me importa”.

 

            Preparó su mochila, metiendo dentro algunas cosas y, un poco después del mediodía, salió de su casa. Bajó hasta el Paseo de los Tristes, cruzó el Puente del Aljibillo, tomó por el camino que lleva a la Fuente del Avellano y, antes del rellano por delante de la fuente, buscó la sendilla. Una vereda estrecha que conocía muy bien y que, desde el camino de la Fuente del Avellano, remonta por la umbría del Generalife hasta lo más alto. Es este un terreno muy quebrado y por eso complicado de andar pero él conocía los secretos.

 

            Sin prisa, poco a poco fue remontando. Agarrándose a las ramas de las cornicabras para ayudarse en la cuesta, empapándose las piernas, manos y cara del agua que en el monte se trababa y parándose de vez en cuando. Para descansar y también para disfrutar de la gran panorámica que desde esta ladera se ve: toda la cuenca del río Darro, el barrio del Sacromonte, parte del Albaicín y Paseo de los Tristes, con la Carrera del Darro. Y a contemplar estos paisajes, lavados por la lluvia de la noche anterior, como susurrando, se decía: “Un día como el de hoy y con un otoño como éste no se puede comparar con nada. Me gusta especialmente todo esto”.

 

            Llegó a lo alto, por donde la Silla del Moro, cuando ya la tarde iba muy avanzada. Y entre los pinos y en un claro, encontró las setas. Un rodal grande, todas relucientes por el agua de la lluvia, y tan fresca que parecían haber salido de la tierra en ese mismo momento. Por el lado de arriba, sobre la hierba y una densa alfombra de hojas amarillas, se sentó. Mirando a la tarde que se iba, por detrás de la Alhambra la ciudad de Granada, como derramada a sus pies. Y como las setas emergían del suelo con fuerza y destellando colores, sus ojos se llenaron de belleza y su corazón latía asombrado. Por eso se dijo, otra vez como susurrando:

 

            “La Alhambra a mis pies, sobre su colina, estás setas como presentándomela y Granada durmiendo sobre su vega… lo mejor y más gozoso que pueda regalarme la vida”.

Paisajes nevados

 

            Al salir el sol, tal como la tarde anterior habían acordado, ya estaban esperándolas. En los recintos mismos de la Alhambra y en uno de los puntos más elevados. Desde donde mejor se ve toda la cuenca del río Darro, laderas del Generalife, Albaicín y la ancha Vega de Granada. Y, mientras miraba esperando verlas subir para encontrarse, entre sí comentaban:

- Creo que este día, para ellas, va a ser inolvidable.

- ¿Por qué piensas eso?

- Porque la experiencia puede resulta única y, nunca más sus vidas, repetible.

- Pues me alegraré mucho que las cosas sean y salgan como dices.

En el cielo se acumulaban las nubes, color gris, blancas y negras. Amenazando lluvia y, en la parte más altas de las montañas, nieve por lo bajas que eran las temperaturas. Sin embargo, en las montañas más elevadas, Sierra Nevada, las nieblas y las nubes se concentraban abriendo grandes claros, de vez en cuando.

 

            Cuando el sol comenzaba a levantarse por las cumbres de Sierra Nevada, las vieron subir. Avanzando desde la ciudad de Granada y remontando por uno de las laderas de la Alhambra. Caminaban aprisa, como temiendo llegar tarde a la cita y por eso, uno de ellos y desde la distancia, les pidió:

- No agobiaros tanto, el día es muy largo.

Y al llegar ellas, la que más aprisa había subido, comentó:

- No queríamos llegar tarde. Estamos muy ilusionadas y no deseamos, de ningún modo, disgustaros. Porque creemos que el día de hoy va a ser francamente interesante. Confiamos mucho en vosotros.

Y uno de los que había esperado, pidió:

- Pues pongámonos en marcha antes de que sea más tarde.

 

            Por el camino que conocía bien el mayor de los que había invitado, se pusieron en ruta. Desde la colina de la Alhambra dirección a las cumbres de Sierra Nevada. Y caminaron en silencio durante mucho rato. Sin parar nada y sin comentar ninguna cosa para hacer honor a lo que ellos habían dicho: “Cuando se camina por las montañas, en grupo, lo mejor es no hablar mucho. De este modo cunde más la ruta y se gozan con más intensidad los paisajes”. Y ellos se tomaban muy en serio esto. Sin embargo, cuando ya la mañana estaba bastante avanzada y habían recorrido un buen tramo del sendero, la que a primera hora subía más aprisa para encontrarse a la hora acordada, rompió el silencio preguntando:

- ¿Queda mucho?

- Al otro lado de este monte que vemos al frente se encuentra la meta. En media hora, más o menos, llegamos.

Y como les entró el interés por llegar cuanto antes para ver lo que estaban buscando, caminaron más prisa. Tanto y por completo en silencio que en menos de media hora llegaron. Y, según se aproximaban, lo primero que antes sus ojos apareció fue el gran castaño. Inmenso como una catedral, con el tronco grueso y añoso y con todo el suelo sembrado de castañas. Por eso, al verlo, uno de ellos comentó:

- Tal como yo lo había pensado: hemos venido en el mejor momento.

- ¡Qué interesante es todo esto!

Comentaron ellas.

 

            Y sin perder más tiempo, conforme iban llegando, se pusieron a recoger las castañas que encontraban por el suelo. Eran castañas tan sanas y gordas que parecían alimentar con solo verlas. Las fueron juntando cerca de una piedra grande y, cuando ya tuvieron un buen montón, se pusieron a buscar las setas. Uno de ellos aclaró:

- Por entre aquellos pinares, todos los años crecen níscalos como sombreros de grandes.

- Pues vamos a ver si en poco rato cogemos tantos como castañas.

Y tuvieron también suerte: porque en menos de media hora, cogieron no tantos níscalos como castañas sino muchos más. Los fueron colocando sobre la hierba, después de lavarlos en la clara corriente del arroyuelo y luego buscaron leña para el fuego.

 

            También en menos de media hora juntaron un buen montón de ramas secas. Colocaron unas piedras, acondicionaron el terreno y prendieron fuego a las ramas. El frío había aumentado y las nubes en el cielo ya se habían concentrado mucho. Por eso, mientras las primeras ramas se convertían en ascuas, fueron preparando las castañas y los níscalos. Con un palo acomodaron bien las mejores ascuas y, sobre ellas, pusieron las primeras castañas y algunos de los níscalos. Y, mientras se asaban, ellos dos montaron la tienda. Cerca de la lumbre para aprovechar su calor, mirando para Granada y la Alhambra, aunque a lo lejos. Y no habían terminado de asar la primera tanda de castañas y níscalos cuando la oscuridad de la noche comenzaba a cubrir los campos. Fue justo también, cuando los primeros copos de nieve empezaron a caer. Dijo uno de ellos:

- Nieve como en vuestro país para que no lo echéis tanto de menos.

Y una de ellas aclaró:

- Sí, pero aquí todo es mucho más interesante. Donde vivo yo, por estas fechas, ya hay dos metros de nieve. Y ayer mismo, las temperaturas llegaron a veinte y ocho grados bajo cero y la máxima no superó los dieciocho grados, también bajo cero.

Y su compañera murmuró:

- Sin embargo, aquellas tierras y éstas, las siento ahora mismo como si todo fuera un sueño. Añoro aquello y por eso quiera estar allí. Pero me gustan estos lugares y por eso ahora mismo soy feliz.

 

            Hubo un momento de silencio entre los cuatro, mientras miraban fijamente a las llamas de la lumbre y a los copos de nieve silenciosamente cayendo. El aire se había llenado de olor a castañas y setas asadas en las ascuas y los paisajes regalaban como un invisible y a la vez hermosísimo abrazo. Pasado unos minutos, el mayor comentó:

- Ya veréis mañana, qué fantástica Granada y la Alhambra cubierta por la nieve. Y con estas setas y castañas, desde estos paisajes y en momentos como los de hoy, una experiencia como no hay otra en esta vida.

 

El niño pobre de la Alhambra

 

            Vivía en la Alhambra y no tenía casa propia. Se alimentaba de lo que le daban unos y otros, dormía en un rincón sin techo, cerca de una casa que tenía un horno para cocer pan y, como no tenía ni padre ni madre, tampoco en su vida había nadie que lo quisiera o cuidara. Los guardias, militares, reyes, artesanos y demás personas de la Alhambra, lo conocían y también algunas de las princesas que tenían palacio en los recintos de la Alhambra. Muchos lo llamaban “El Pobre de la Alhambra” y otros lo distinguían con los apelativos de “El niño sin techo, el Pobre de la Puerta del Vino, el Muchacho de la manta o el Harapiento”.  

 

            Cada mañana, en cuanto el sol calentaba un poco, salía de su rincón junto al montón de leña para calentar el horno del pan y se ponía al lado de algunas de las puertas que daban entrada al recinto amurallado. A veces, en la Puerta de la Justicia, por el lado de fuera o dentro, si hacía mucho frío y los guardias se lo permitían. Otras veces se ponía en algún rincón de la Puerta del Vino y aquí también se acurrucaba. Cuando el frío no era tanto solo se cubría con algún pañi fino. Casi siempre regalo de alguna familia de la Medina o alguna persona buena que por su lado pasara.

 

            En invierno, cuando el frío era intenso o llovía, el dueño del horno del pan le dejaba acercarse para que se calentara. Y en ocasiones, este hombre le decía:

- Ponte aquí y te calientas un poco y de paso vigila que las llamas no se extingan. Cuando veas que van perdiendo fuerza, de ese montón de leña que hay en el rincón, coge algunos troncos y los echas dentro del horno.

Y él le obedecía. Se ponía frente al horno del pan, calentaba sus manos mientras se deleitaba en el agradable aroma a pan recién cocido sin poder probarlo. Y, de vez en cuando, del montón de leña en el rincón, cogía un tronco o dos y los echaba dentro del horno. Ni se lo agradecía en dueño pero sí, alguna vez que otra, le regalaba un pequeño bollo, recién salido del horno. Y le decía:

- Para que te lo comas y no te falten las fuerzas.

Lo cogía él y, con el mayor apetito del mundo, en un abrir y cerrar de ojos, se lo comía.

 

            Luego, cuando ya el panadero no lo necesitaba, se iba y otra vez y se ponía en un rincón de la Puerta del Vino. A pedir limosna y a dejar que pasara el tiempo mientras se entretenía en ver a unos y a otros entrar y salir de los recintos de la Alhambra. Y, uno de estos días, ya casi a punto de la llegada del invierno, se acercó a él una de las princesas de la Alhambra. Se paró delante suya, lo miró un momento y luego le preguntó:

- ¿Cómo te llamas?

- No tengo nombre o si lo tengo yo no lo sé.

- ¿Tus padres no te pusieron nombre?

- Es que tampoco tengo padres.

- Han muerto.

- Ni lo sé porque nunca los he visto ni tengo ninguna noticia de ellos.

- Y casa, hermanos y amigos ¿tampoco tienes?

 

            Y el niño, de la mejor manera que pudo, explicó a la princesa lo que ella le preguntaba. Tratándola en todo momento con respeto y notando que le gustaba compartir sus cosas con ella. Sobre todo, le agradaba que ella le escuchara. Por eso, después de un rato y viendo que la princesa seguía interesada en lo que le contaba, le dijo:

- Y de todo lo que te he dicho lo que más me duele, me desagrada y pone triste ¿sabes qué es?

- Que no tienes nombre ni amigos ni hermanos.

- Lo que más me duele y apena es no recibir nunca de nadie la más mínima palabra de aliento. También echo en falta la caricia de alguna persona buena y algún beso de alguien que me quiera. Pero que nadie nunca me haya ofrecido la más pequeña palabra de aliento, ha sido y es lo que más me apena.

 

            La princesa guardó silencio durante unos minutos. Frente a él seguía mirándolo con mucho interés y escuchando lo que le contaba. Pasado un rato, abrió una pequeña cesta que llevaba en las manos, sacó una manzana y se la dio diciendo:

- Toma esto. Al menos hoy puedes alimentarte algo. Mañana, pasado y el otro, ya veremos.

Le dio él las gracias y en ese momento sintió que la mano de la princesa se deslizaba tiernamente por la piel de su cara. El corazón se le estremeció y todo su cuerpo se quedó como electrizado. Intentó decir algo pero las palabras no le salieron. Y, como todo fue tan rápido, antes de que se diera cuenta vio como la princesa se alejaba. Dirección a los palacios de la Alhambra y dándole las espaldas.

 

            Fue justo en este momento cuando él descubrió la gran belleza de la muchacha. Alta, con una gran mata de pelo oscuro y largo cubriéndole toda la espalda, delgada y vestida con ropa muy fina y de colores. La miró durante un rato más, mientras la perdía por entre la gente y los jardines que había alrededor de los palacios. Y, al dejar de verla, se sintió triste, aunque feliz y lleno de ánimo. Se acurrucó mucho en su vieja manta, miró a los que por delante suya pasaban, volvió a pensar en ella, cogió la manzana y mordiéndola despacio, se dispuso al que el tiempo pasara, como tantos otros días. Y el tiempo pasó, el frío se hizo presente al llegar la noche y él se fue a su rincón de siempre. Se acurrucó contra la leña del dueño del horno y se durmió. Soñó con la princesa a lo largo de toda la noche y también al día siguiente y al otro. Mientras ayudaba al panadero echando leña dentro del horno y mientras se acurrucaba en el rincón de la Puerta del Vino, esperando que alguien le diera alguna cosa. Y lo que con más ilusión esperaba era volverla a ver. Pero la princesa no se presentaba.

 

            Ni en aquel día ni al siguiente ni varios meses después. Tampoco cuando ya el invierno estaba muy avanzado y por eso el frío era cada vez más intenso. En su rincón de la leña, cerca del horno del pan, se acurrucaba cada noche y se arropaba con su vieja manta. No conseguía nunca entrar en calor ni tampoco podía olvidarse de la princesa. A veces, cuando más tiritaba porque ya el frío se le había metido hasta en los huesos, medio soñando, para sí susurraba: “A lo mejor mañana sí aparece y me regala otra manzana y su sonrisa. Porque si no, sus palabras `Mañana, pasado y el otro, ya veremos’ ¿qué sentido tienen? Seguro que cuando dijo eso estaba pensando en seguir siendo mi amiga. A lo mejor mañana sí aparece”.

 

            Y con estos pensamientos y sueños se quedaba dormido, solo a ratos. Y en cuanto el nuevo día llegaba, después de calentarse junto al horno y ayudar al panadero, se iba a la Puerta del Vino. Se acurrucaba en su sitio de siempre y se ponía a mirar con la ilusión de verla. Corrían los días y la princesa no aparecía. Su corazón cada vez estaba más triste y, como el frío seguía aumentando, los minutos para él junto a la leña del horno, eran más insoportables. Hasta que una de aquellos días amaneció muy nublado. Con el ambiente mucho más frío que los días anteriores porque el invierno ya estaba casi en su centro. Al caer la noche se fue él a su rincón junto a la leña del horno y aquí se acurrucó en su vieja manta. Enseguida notó que el frío se le colaba más hondo que nunca. Se le helaron los dedos de las manos, sintió como los pies le dolían con un dolor agudo y profundo y luego notó que la boca se le encasquillaba.

 

            Se acurrucó más y más en su vieja manta y, sin saber cómo, fue notando que se dormía. En un sueño tan plácido y dulce que le parecía dormir entre suaves sábanas de algodón y blandos colchones de lana. Y mientras se deleitaba muy relajado en la dulzura del más amable de los sueños comenzó a sentir un delicioso calor acercándose a su cara. Notó la caria de una mano y luego sintió el cálido aliento de una boca. Al poco, fue notando como muy lentamente, alguien apretaba su cara contra otra. El calor de la cara que le rozaba le llegó al corazón y la suavidad de un beso le llenó todo el espíritu de una dulzura inmensa. Dulzura mucho más íntima y penetrante que lo que a lo largo de su vida millones de veces había soñado.

 

            Al amanecer del nuevo día toda la Alhambra, jardines, bosques, murallas y tierras cercanas, se veían cubiertas por una gran nevada. Como nunca antes se había visto en estos rincones de Granada. Y cuando el panadero fue al rincón de la leña para despertar al muchacho se lo encontró acurrucado en su vieja manta. Más acurrucado y en silencio que otras veces y, aunque lo llamó repetidamente, no se despertaba. Se acercó más, cogió la manta y la levantó, llamándolo de nuevo. Hasta que se dio cuenta que no podía oírle. El frío de la noche lo había congelado. Pero en su rostro y labios había una expresión y sonrisa tan dulce que infundía respeto solo mirarlo.

La pastora del río Darro

 

            Aquella mañana de otoño, ya casi final del mes de noviembre, toda la Alhambra amaneció velada por la niebla. Por la noche había llovido y por eso todo el suelo se veía empapado. Cubierto por pequeñas matas de hierba, alfombras de musgo y muchas hojas secas. Ya se estaban quedando desnudos los álamos, arces, majuelos y almendros y las naranjas, se teñían de colores mágicos. El invierno se iba acercando y por eso, en las altas cumbres de Sierra Nevada, las primeras nieves relucían blancas. Hacía frío y el aire olía a humedad, mezclada con el olor a hojas secas y a musgo mojado.

 

            En el pequeño valle del río Darro, antes de lo que hoy se conoce con el nombre de Jesús del Valle y por encima de la Fuente del Avellano, también la lluvia había caído. Se veía trabada en los tallos de la hierba y en las hojas los olivos y naranjos. Y a un lado de la pequeña llanura del valle, se veía la casa. Pequeño cortijo blanco, no muy lejos del cauce del río, y al borde mismo de las tierras de la huerta. Y la madre aquella mañana dijo a la hija:

- Llévate hoy a las ovejas por el cerro de los pinos, que allí ya crece alta la hierba.

- ¿Y si llueve a cántaros como el otro día?

- En las rocas que conoces y que tienen como una pequeña cueva, te resguardas. A las ovejas no les pasa nada si se mojan.

 

            Y la joven pastora, cuando el sol comenzaba a levantarse por las cumbres de Sierra Nevada y por entre las densas nubes, abrió el corral de sus ovejas. Todas muy gordas y lustrosas y casi todas con algún cordero. Fue dejando que salieran poco a poco y cuando ya comenzaban a esturrearse por las llanuras de la huerta de los granados, las empujó para el lado de la ladera. Por entre el monte y siguiendo las veredillas las ovejas fueron subiendo poco a poco. Empapándose del agua que en las ramas del monte colgaba y mordisqueando la fina hierba, también lavada por la lluvia.

 

            Antes del mediodía, pastora y ovejas, ya habían llegado a lo más alto del cerro. Y, como la joven temía, la lluvia comenzó a caer y el frío se hizo intenso. Arropada en su abrigo de lana y recogida su mata de pelo negro bajo su gorro también de lana, se fue hacia las rocas grandes. Las de la pequeña cueva donde pensaba refugiarse para guarecerse de la lluvia y el frío. Y llegó a ella, recogió algunas ramas secas que allí tenía guardadas, se agachó y les prendió fuego. Al momento las llamas se alzaron. Al calor de la lumbre, bajo la gran roca, se acurrucó, mirando al valle del río y a la colina por donde se adivinaba la Alhambra entre las nieblas, cuando una voz le sorprendió. Miró rápida y lo vio.

 

            Un joven alto, envuelto en capa oscura y con una espada en su mano, la miraba. Preguntó a la muchacha:

- ¿Puedo acercarme y calentarme un poco?

- No te conozco pero acércate y te calientas.

Se aproximó el joven y, cuando ya estaba junto a las llamas, dijo a la pastora:

- Yo a ti sí te conozco. A lo largo de mucho tiempo y días te he visto por estas tierras, siempre sola y en compañía tu perro mastín, dando careo a tus ovejas.

Y preguntó ella:

- ¿Eres acaso uno de los príncipes que vive en los palacios de la Alhambra?

- Soy uno de esos príncipes.

- ¿Y por qué te interesas por mí?

- Me gusta tu mundo libre, las cosas que haces y los paisajes que cada día recorres. Me gustaría que me enseñes todo lo que de tu mundo desconozco. Y a cambio, si tú quieres, te llevo conmigo a la Alhambra y te muestro la belleza de aquellos palacios.

 

El alma de la Alhambra

 

            La Alhambra, además de sus recias murallas, sus elegantes torres y sus magníficos palacios, tiene alma. Un universo íntimo, hondo, ancho, elevado y muy bello que no puede verse con los ojos de la cara pero que existe. Palpita, se extiende y eleva desde los cimientos mismos de estos palacios y el gozoso. Y el alma de la Alhambra, su mundo más interno y silencioso, aunque es misterio, también al mismo tiempo es gozo casi perfecto. Un universo gozoso, lleno de las más bellas luces, olores y colores jamás vistos ni gustados en ningún otro rincón de este suelo.

 

            De este modo lo habían visto y experimentado ellos: dos de las muchas personas que en aquellos tiempos vivían en los recintos de la Alhambra. Dos sabios, según decían los demás, muy sencillos pero buenos y con grandes deseos de conocer los secretos de la vida y los más hermosos paraísos del cielo. Uno de ellos, casado, con familia y algo mayor, vivía en los palacios atendiendo las cosas de los reyes. El otro, también casado y con una niña muy bella, vivía en la Medina, en su taller de artesanía. Y como los dos se conocían desde mucho tiempo atrás, de vez en cuando se juntaban para charlar de sus cosas. Muchas veces, en algún rincón de los jardines de la Alhambra, al atardecer o en las noches claras de luna. Y sentados frente a la noche, mirando al cielo y acariciados por el fino vientecillo que tanto abunda en los rincones de la Alhambra, comentaban:

- Tenemos que encontrar el modo de llegar al corazón mismo del alma de la Alhambra.

- Debemos encontrarlo porque nosotros, sí tenemos muy claro el gran misterio y belleza que el alma de la Alhambra, encierra. Pero a otros ¿Cómo se lo enseñamos y descubrimos para que vean y crean?

- Es lo que yo siempre me digo: ¿De qué modo descubrimos y mostramos a los demás lo que nosotros sí tenemos claro?

 

            Y reflexionando en estas cosas se pasaban ellos las horas sentados frente a las estrellas. Hasta que una noche de luna nueva, cuando el silencio era más denso y el airecillo apenas se movía, se les vio otra vez juntos. Pero en esta ocasión no sentados entre los jardines sino caminando. Por una estrecha y muy hermosa vereda que, siguiendo la muralla del lado norte, se internaba en el bosque y parecía perderse en un universo de luz, azul violeta. Iban ellos cada uno con un saco acuestas y, como la luz de la luna los iluminaba muy tenuemente, sus cuerpos parecían transparentes. Y también como reflejando un misterio y belleza tan intensa que hasta las torres de la Alhambra parecían fundirse con sus cuerpos.

 

            Y dicen que cuando al día siguiente los volvieron a ver y unos y otros les preguntaban, ello sin titubear decían:

- Todas las murallas, torres y palacios que por aquí vemos con los ojos de la cara no son nada más que la antesala y puerta a un universo hermosísimo y eterno.

- ¿Queréis decir que la Alhambra no es la materia que vemos y tocamos con las manos?

- Mas allá de la materia que por aquí vemos y tocamos con las manos hay un alma. Sin este alma, nada tendría por aquí valor. Por eso decimos que, la esencia más pura de la Alhambra, está conectada con el gran paraíso, con el gozo y la luz del Universo, con la eternidad, con el cielo. Si esto no fuera así y la Alhambra careciera de alma, todo sería pura materia y por lo tanto pasajero.

- ¿Y cómo podréis enseñárnoslo para que lo descubrimos, veamos y creamos?

- Si vosotros queréis, nosotros podemos hacerlo. Estamos preparados.

 

            Y como muchas personas tenían por grandes sabios a estos dos hombres, creyeron en ellos. Se concentraron a su alrededor, les preguntaron muchas cosas y luego les dijeron:

- Estamos preparados. Cuando vosotros queráis.

Y los sabios les explicaron y dijeron muchas cosas. La mayoría, maravillosas y casi incomprensibles pero muy buenas. Y al final, les indicaron:

- Cuando de nuevo la luna esté otra vez en su fase nueva, en una noche clara, nos juntamos todos y os llevamos para que veáis, toquéis y comprendáis.

 

Al la muerte de Enrique Morente,

   Granada 14 de Diciembre de 2010

 

En esta pequeña colección de fotos, en homenaje a Enrique Morente, muestro algunas imágenes recogidas en las tres últimas tardes que siguieron a su muerte. La tarde del 14 de diciembre por el barrio del Albaicín y algunas vistas de su casa, desde el mirador que hay cerca. También algunas fotos del barrio al caer la noche, de la Cuesta del Chapiz, del Paseo de los Tristes, Carrera del Darro hasta Plaza Nueva.

 

En esta tarde, todavía su familia no habían traído su cuerpo a Granada. Pero en su casa del Cerro de Palomares, la gente se agolpaba. Solo para ver este rincón de Granada y del Barrio del Albaicín. También para hacer fotos, dejar algún ramo de flores, encender una vela, depositar un mensaje escrito y meditar un momento. Muchas fueron las personas que a lo largo de toda la tarde iban y venían por este lugar tan bello. La tarde estaba muy serena, en el cielo se colgaban algunas nubes y la puesta de sol fue muy bella.

 

  La segunda tarde, 15 de diciembre de 2010, ya Enrique Morente estaba en Granada. Su familia instaló la capilla ardiente en el gran teatro de Isabel la Católica. Para que todas las personas que quisieran y pudieran, tuvieran la oportunidad de despedirlo. Y fueron miles las personas que acudieron a este recinto para despedirlo y mostrarle su cariño. A las cinco y media de la tarde, subieron el féretro en el coche, sacándolo por la puerta de atrás del Teatro. La gente, en este lugar, se apiñaba para verlo y despedirlo. El cortejo con sus restos recorrió la Plaza de Mariana Pineda hasta final de la calle San Matías. Muchas personas lo seguimos hasta que los coches aligeraron su marcha. Subieron por la Cuesta de Goméres y el Paseo Central de los bosques de la Alhambra, hasta el cementerio.

 

De estos sitios y momentos recogí algunas fotos que pongo aquí para que quede su recuerdo.

 

Y la tercera tarde, 16 de diciembre de 2010, hice un pequeño recorrido por el cementerio. Para ver su tumba, en el Patio de San Antonio, frente a las cumbres de Sierra Nevada y en el silencio más íntimo de los jardines, murallas y palacios de la Alhambra. Muchas han sido las flores, ramos, coronas, macetas… que las personas depositaron en la tumba de este gran hijo predilecto de Granada. Por eso también hice algunas fotos que muestro aquí y para que quede su recuerdo. Y también escribí un sencillo poema para, de alguna manera, ofrecerle mi homenaje, en nombre de las muchas personas que en el mundo entero lo quieren y no pudieron estar presentes.

 

Hermano que con tu canto,

tus sueños y tu guitarra

y desde tu barrio blanco

coronado por la Alhambra,

te has marchado volando,

con el alba,

todos lloran por ti

mientras Granada

se te entrega en un abrazo

de sultana enamorada.

           

     La sierra allá a lo lejos

en su silencio de plata,

vestida toda de novia

blanca, muy blanca,

el río Darro en su Paseo

por donde tú paseabas,

el vientecillo y el cielo

pintado de azul y malva,

no han llorado por ti:

te abrazan

y se alegran porque te has ido

a la luz del Alba,

llevándote contigo

tu canto y tu guitarra

y el abrazo limpio y sincero

de la Alhambra y de Granada.

 

            Hermano, tú no te has ido,

solo te mudas de casa

desde tu barrio en el cerro

y las recias torres doradas,

a un paraíso más bello

por donde los ríos cantan

los sueños que tu cantantes

cuando estabas.

Ya eres libre en el Cielo

con tu canto y tu guitarra

y con el abrazo sincero

   de la Alhambra y de Granada.

Se marchó al oscurecer

 

            La lluvia había caído a lo largo de toda la mañana. Mansamente pero sin parar en ningún momento y sin frío ni viento. En forma de caricia fina que delicadamente fue lavando las hojas de las plantas. También los pétalos de las cuatro rosas que aun se encontraban abiertas en el jardín, las pequeñas flores del macasar, ya colgando en sus ramas y expandiendo su perfume y las blancas flores del jazmín. En el acebo de la ventana, las gotas de lluvia, eran semejantes a perlas recién talladas y lo mismo en las flores y matas de violetas, por aquí y por allá brotadas.

 

            Al atardecer, se le vio paseando, por entre las plantas de su jardín y la fuente de mármol blanco. Caminaba despacio, observando cada gota de lluvia también trabada en las naranjas ya maduras y en las hojas del limonero y los geranios y dejándose acariciar por el vientecillo. Era invierno y aunque, la Navidad ya estaba a solo dos pasos, ni siquiera hacía frío. Se abrían las nubes en el cielo de vez en cuando y la lluvia volvía de rato en rato. Solo por cortos periodos de tiempo porque en otros momentos, al abrirse las nubes, dejaban ver el cielo del atardecer con su sol dorado. Y cuando los nubarrones se abrían y dejaban escapar el sol, todo el jardín se iluminaba. Con una luz tan fina y pura que parecían transparencias lejanas, intangibles fantasías.

 

            Por entre esta luz y el brillo de la lluvia en las hojas y flores, se le vio caminar. Lentamente, como si fuera al encuentro de lo más grande que a lo largo de su vida había esperado. El sol comenzó a iluminarlo y, al mismo tiempo, al fondo del jardín y frente a la Alhambra, revolotearon vellones de nieblas azules, casi transparentes. Cayeron finas gotitas de lluvia y, según el sol se iba apagando en la tarde y por donde la ancha Vega de Granada, él comenzó a perderse y fundirse por entre las plantas del jardín, al fondo. Como si se marchara a otra dimensión del tiempo y del espacio pero de la forma más sutil, silenciosa y bella que nunca se haya imaginado.

 

            Y al oscurecer, el sol se apagó. Fundido él también con la oscuridad y plantas del jardín, en la última luz de la tarde se perdió. Sin ruidos, sin que nadie lo siguiera y viera excepto la figura de la Alhambra, al fondo y las gotitas de lluvia trabadas en las plantas y flores del jardín. Al poco, todo se quedó en silencio menos la fina lluvia que siguió cayendo. También se oía, de vez en cuando, el canto de un mirlo por entre los naranjos y el rumor del chorrillo de agua en la pequeña fuente. Todo parecía como si el Universo entero se hubiera puesto de acuerdo para llevárselo, en un abrazo dulce y en armonía con el mismo Universo y el firmamento.

 

            Al oscurecer un poco más, la lluvia aumentó su ritmo y sin parar de llover estuvo toda la noche. Pero al amanecer, por el fondo del jardín y plantas que habían servido de puerta para ayudarle a irse, una nueva luz comenzó a verse. Una luz muy fina, color azul morado y rosa y como iluminando más al fondo y sobre su colina, a las murallas y palacios de la Alhambra. Se abrió el día, salió el sol y en su pequeño jardín, frente a la Alhambra, todo parecía haber nacido de nuevo. Por eso en el ambiente se palpaba la presencia de la Navidad y, aunque ya no estaba, el jardincillo, la Alhambra y Granada entera, parecían engalanadas para celebrar unan gran fiesta.

 

                 Te fuiste en silencio,

al caer la noche,

a tu sueño,

a tu cielo azul

a lo eterno.

 

                 Nadie te vio,

solo el viento

y una estrella dorada

que desde el cielo

bajó volando

a tu encuentro.

El homenaje

   Feliz fiesta de Navidad

 

        El abuelo la vio nacer. La cogió muchas veces en sus brazos, la acarició, la meció, le cantó canciones y la besó. La llevó de paseo cuando ya empezó a caminar y cuando empezó a comprender las cosas, le decía:

- Este arroyuelo, aquellas encinas, los robles y los naranjos, los almendros de la ladera, el manantial del balneario, las nubes y el color del cielo, son todas cosas muy bellas. Los misterios más grandes de la vida y lo que nos sirve de escalera para subir hasta la luna.

Y ella, cuando ya hablaba y comprendía casi todas las cosas que el abuelo le mostraba, le preguntaba:

- ¿Y son más hermosas las cosas de estos campos que las de la ciudad?

- Mucho más bellas y buenas.

 

            Y para que ella se fuera familiarizando con las maravillas de la naturaleza, de los montes, arroyos y colores del cielo, él comenzó a prepararle un sencillo regalo. Compró un cuaderno, un bolígrafo y una mochila y cada vez que daba paseos con ella por los campos, escribía algo. Lo comentaba con ella y luego lo escribía en su cuaderno en forma de poesía, a veces con rima consonantes y otras veces, no. Pero siempre lo hacía de la forma más sencilla, con palabras muy concretas y en párrafos cortos. Para que ella entendiera bien y captara la belleza de las cosas. Y cuando ya tenía escrito lo que con ella compartía y explicaba, siempre se lo leía y luego lo guardaba.

 

            Un día, ella le preguntó:

- ¿Y qué harás con todas estas pequeñas historias que escribes para mí?

- Es un secreto que solo podrás saber en su día y momento.

Se quedaba ella tranquila porque, en lo que más confiaba en su vida, era en su abuelo. Pero un día y otro y en cuanto lo veía escribir algo, para sí se preguntaba: “¿Qué será lo que estará tramando con todos estos escritos suyos? Cada día que pasa me tiene más intrigada”.

 

            Corrió el tiempo y ella creció mucho. Comenzó a ir al colegio, siempre acompañada y cogida de la mano del abuelo y lo mismo cuando salía y volvía al Cortijo de la Viña. Y en su colegio, el que hay justo a la Altura del Paseo de los Tristes, cerca del río Darro y frente a la Alhambra, ella hizo muchos amigos. Aprendió mucho y disfrutaba aun más cuando salía al recreo y se ponía a jugar con sus compañeros, siempre con la Alhambra coronando en lo más alto de su colina. Por eso, cuando iba o volvía del colegio cogida de la mano del abuelo, muchas veces comentaba:

- ¿Sabes lo que más me gustaría en el mundo?

- ¿Qué es?

- Que en algún momento y en esas fiestas que siempre organizamos antes de las vacaciones de Navidad, tú explicaras a todos los niños y profesores las cosas que tantas veces me has enseñado y te gustan tanto.

 

            Él callaba y meditaba porque tenía su plan ideado. Por eso, y de la mejor manera que pudo y supo, pasó a limpio todo lo que tenía escrito en su cuaderno. Luego lo imprimió y lo llevó a una imprenta para que le hicieran algunos libros. Pequeños, sencillos y sin fotos pero muy bonitos. Como a él siempre le gustaban las cosas. Y un día, justo antes de la Navidad, llevó a la nieta al arroyo del Balneario. Se sentó con ella frente a las aguas, sacó de su mochila uno de los pequeños libros y se lo dio diciendo:

- Aquí tienes tu regalo.

Al verlo ella se quedó sorprendida, miró su portada y leyó: “Arroyuelo Limpio. Con todo el cariño para mi nieta”. Lo abrió despacio y comprobó que en sus páginas estaban escritas todas las cosas que habían compartido a lo largo de los años. Emocionada abrazó y besó al abuelo y luego le dijo:

- Es el mejor regalo que nunca nadie me ha hecho.

 

            Aquella misma tarde y por la noche, se puso a leer el libro y según leía se emocionaba más y más. Porque descubría que en aquellos sencillos escritos había muchos universos, hermosos y misteriosos, muchos ríos transparentes, aromas de flores y plantas y, sobre todo, cariño, mucho cariño por todo lo bueno y bello. Por eso, al día siguiente, en cuanto llegó al colegio, habló con su profesora y le dijo:

- Mi abuelo me ha regalado el libro más bello del mundo.

- ¿Qué libro es?

Y ella sacó el libro de su mochila y se lo dio a su profesora. Lo cogió ésta, lo ojeó y luego le dijo a la niña:

- Préstamelo por un día que esta noche quiero leerlo despacio. Cuando te lo devuelva, te comento.

 

            Y tan despacio y con tanto interés lo leyó que al día siguiente, en cuanto vio a la niña, le dijo:

- En la fiesta que este año preparamos para la Navidad tenemos que darle a tu abuelo una bonita sorpresa.

Y toda intriga preguntó la niña:

- ¿Qué sorpresa?

Le explicó la profesora despacio y con detalle y aquel mismo día se pusieron a ensayar. Con una ilusión tan grande que enseguida, a todos los niños y niña, les dijo:

- Estoy hay que hacerlo viviéndolo. Poniendo en ello el corazón para que surja la belleza y emoción que mi abuelo ha dejado en estos escritos.

Y como los compañeros se contagiaron del entusiasmo de la niña, leyeron, ensayaron y vivían con fuerza lo que ella y la profesora les proponían.

 

            Llegó el día de la fiesta, justo unas horas antes de la Navidad y ella dijo a su abuelo:

- Hoy te vistes de guapo y te vienes conmigo a la fiesta de mi colegio.

- ¿Qué fiesta es?

- La más bonita que se ha celebrado nunca y por eso es también un gran secreto.

Y él no preguntó más. Se fue con ella y al caer la tarde, cuando el sol iluminaba las torres y murallas de la Alhambra, dio comienzo la fiesta. En el coligo, junto al río Darro, cerca del Paseo de los Tristes y en las laderas del barrio del Albaicín.

 

            Por eso, mirando a la Alhambra, se sentó el abuelo y en el mejor sitio para no perderse ningún detalle de las cosas que hiciera o dijera la nieta. Y ésta fue la primera en salir y leer uno de los más bellos párrafos del libro. Le aplaudieron mucho y más el abuelo y luego salieron otros niños y otros y otros. Cada uno fue leyendo un trozo de libro hasta que llegaron al final. Leyó la profesora el último párrafo, poniendo en ello tanta fuerza, cariño y emoción, que el abuelo se echó a llorar. Bajó la nieta del escenario, se abrazó a él, le llenó la cara de besos y cuando el abuelo le dio las gracias, con palabras entrecortadas, ella le dijo:

- Tú has sido conmigo el mejor de todos y me has dado y ensañado lo más bello y bueno del mundo. Ahora conozco un poco el misterio de las estrellas y sé algo de la escalera que sirve para ir a la luna.

Y lo mismo le dijeron la profesora y los demás profesores y compañeros.

            Y unos y otros comentaban y todavía se comenta que aquella fiesta de Navidad y homenaje, fue, ha sido una de las cosas más humanas, bellas y emocionantes que han ocurrido en Granada, en todos los tiempos. La Alambra y el río Darro fueron testigo de ello.

 

 

Aquí puedes ver y descargar gratis parte del libro “Arroyuelo Limpio”:

 

http://www.bubok.com/libros/773/ARROYUELO-LIMPIO---Pirmer-poemario-Ultimo-Eden

La ardilla y el belén

en los bosques de la Alhambra

 

            En los bosques de la Alhambra, siempre hubo muchos animalillos. Ya en los tiempos primeros, cuando todavía estaban los reyes y ahora. Y entre todos los animalillos habitantes de estos bosques había y hay mirlos, arrendajos, petirrojos, palomas, tórtolas y también ardillas. Uno de los habitantes más simpáticos y querido de estos bosques.

 

            Y ella, todavía pequeña pero con gran sensibilidad por la flores y animales, le divertía mucho los juegos de algunas de estas ardillas. En realidad, era lo que más le divertía siempre que se asomaba a su ventana y miraba al bosque de la ladera norte de la Alhambra. Porque la ventana de su habitación daba a las misma aguas del río Darro. Por eso, como su ventana tenía un pequeño balcón, cada vez que abría los cristales se ponía a mirar, tanto a las aguas del río como a los bosques de la ladera y a las ardillas jugando por entre las ramas. Le gustaba mucho no solo mirar y seguir los juegos de estos animalillos sino también embelesarse en las transparencias de las aguas. Siempre le gustaba estar sola y, mientras observaba y se entretenía con la corriente y las cabriolas de las ardillas, soñaba. Nadie sabía qué era lo que soñaba pero imaginaba fantasías y se sentía bien.

 

            Por eso un día, ya casi llegando el invierno y a dos pasos de la Navidad, dijo a su madre:

- Este año quiero construir un belén yo sola.

- ¿En tu habitación?

- En mi habitación, no. ¿Te digo dónde?

- Dímelo.

- Ven conmigo y te lo enseño.

Se llevó a la madre hasta su ventana, abrió los cristales, salió al balcón y miró para la ladera. Le indicó:

- ¿Ves aquellos cuatro árboles de troncos gruesos?

- Sí que los veo.

- Pues ahí, entre sus raíces, esas piedras gordas, las hojas secas y el musgo, es donde este año quiero construir mi pequeño belén. Para que sea bonito como ninguno, para que esté rodeado de naturaleza y para que también lo disfruten las ardillas de estos bosques.

Decía esto porque precisamente, en las ramas de los cuatro gruesos árboles, era donde las ardillas jugaban casi a todas horas. Ella lo sabía porque las había visto muchas veces.

 

            La madre no preguntó nada más. La dejó pensando que a nadie ni a nada hacía daño si construía su belén donde lo había soñado. Por eso, aquella misma tarde ya muy próxima al invierno, cuando volvió de su colegio, bajó al río, saltó la corriente por unas piedras que ella misma había colocado y pasó al otro lado. Subió por una veredilla que conocía y se acercó a los gruesos troncos de los cuatro almeces. Se paró, miró a un lado y otro y, cuando ya tenía configurado en su mente el proyecto, se puso mano a la obra. Y lo primero que hizo fue buscar una pequeña cueva. La encontró entre las raíces de los árboles y las cinco o seis gruesas piedras. Se agachó, quitó las hojas secas que le parecía que estorbaban, colocó unas piedras pequeñas y troncos de ramas secas. Buscó luego musgo y hojas de colores y las puso en el sitio apropiado, como tejiendo una alfombra.

 

            Cuando comenzó a ponerse el sol dio por concluida su primera jornada de trabajo. Volvió por la sendilla, cruzó el río, subió las escaleras, buscó a la madre y le dijo:

- Ven conmigo que quiero mostrarte algo.

Le siguió la madre y cuando ya las dos estuvieron en el balcón, señaló con su mano y le indicó:

- Fíjate qué misterioso y bello es el rincón donde ya he comenzado a construí mi belén. Y fíjate qué bonita la Alhambra en todo lo alto, iluminada por el sol de la tarde.

Y la madre le dijo:

- Sí que me parece bonito, hija mía. Cuando ya tengas tu obra terminada quiero que me lleves a verla. Seguro que me gustará mucho.

- Y también llevaré a mis amigas y a los vecinos.

 

            Y aquella tarde nada más comentaron de este sueño suyo pero más ilusionada que nunca volvió ella con su madre. Cenó, estudió un poco, vio la tele durante un rato y luego se acostó. Cuando al día siguiente volvió de su colegio enseguida se fue a la ladera a seguir con la construcción del belén. Y lo mismo hizo al día siguiente y al otro y al otro. Hasta que, solo dos días antes de la Navidad, dio por concluido su proyecto. Todo estaba ya perfectamente colocado en su lugar y tal como a ella le gustaba y hasta las figuritas propias del belén y el misterio. Otra vez llamó a la madre y le dijo:

- Mañana por la mañana, como ya no tengo colegio porque me han dado las vacaciones de Navidad, te llevó para que veas mi belén.

- De acuerdo.

Le respondió la madre.

 

            Y ella, con la ilusión propia de la persona que sueña, trabaja y da forma a su sueño, se fue otra vez al balcón. Abrió la ventana y, nada más asomarse, descubrió que todo el cielo se había cubierto de nubes. Hacía frío y la oscuridad era densa a pesar de ser media tarde. Miró un momento más y descubrió que empezó a nevar. Suavemente y sin ruidos pero con intensidad. Se llenó de asombro porque era la primera vez en su vida que veía nevar en Granada, sobre los árboles del bosque en la ladera y sobre la Alhambra, en lo más alto de la colina. Por eso llamó a la madre y, en cuanto ésta estuvo a su lado, le dijo:

- Mira cómo se cumbre de blanco todo el bosque y las torres y murallas de la Alhambra, las orillas del río y los cuatro árboles de mi belén. ¿A que es fantástico?

- Estoy viendo y me parece un sueño.

 

            Y quiso ella volverse para atrás, para entrar a su habitación a coger la cámara de fotos cuando la madre le advirtió:

- ¡Y mira lo que ocurre allí!

Señalaba con la mano y, al mirar ella, descubrió una de las ardillas del bosque. Bajaba del árbol, entusiasmada y moviendo la cola y al llegar al suelo, se puso a recoger nieve con sus manos. En un momento rejuntó un montón como su cabeza de grande, lo redondeó y luego lo empujó con mucho cuidado hasta que logró ponerlo en un rinconcito del belén. Su asombro era tan grande que solo encontró palabras para decir a la madre:

- Lo creo porque lo estoy viendo pero, mamá ¿a qué es maravilloso?

 

Cada día es un regalo

   Estudiante universitaria con beca Erasmus

 

            Entre la Alhambra, en su colina y el Albaicín, en su monte, corre el río Darro. Un cauce pequeño que ha modelado un hondo valle y por eso, a un lado y otro, quedan dos laderas. La que cae desde la Alhambra hacia el río, se le conoce con el nombre del bosque y umbría de la Alhambra. Y la ladera que cae desde el cerro del Albaicín, se le conoce con el hombre de Albaicín Bajo. Mira al sur, esta ladera, es por completo espejo de la umbría, murallas y torres de la Alhambra y también refleja la luz del sol de la tarde. Solanas es como se le denominan a las laderas que ofrecen su cara al sol del mediodía y de la tarde.

 

            Por eso, esta ladera del Albaicín que cae desde el Mirador de San Nicolás hasta el Paseo de los Tristes, casi siempre se le ve bañada de sol. En otoño, muchas tardes, lo mismo en invierno y primavera y aun más en verano. Y son preciosas las tardes cuando se derraman sobre las blancas casas y ladera del Albaicín Bajo. Vistas desde la Alhambra, asombran mucho y, vista desde las altas torres de estos palacios, arrebatan y transportan.

 

            Quizá por esto o quizá por el sol que las tardes por aquí derrama, desde lejanos tiempos, muchas personas construyeron en este lugar sus casas. En lo que ya he dicho es ladera espejo de la Alhambra, se le conoce con el nombre de Albaicín Bajo y el sol, a lo largo de todo el día, la baña. Y, algunas de las casas que fueron construidas en esta ladera, eran y son pequeñas. Con una o dos plantas, casi todas con un patio chico, decorado con el agua de las fuentes y algunas, hasta con huerto. También otras casas eran y son pequeños palacios, construidos con las mejores piedras y maderas y hasta con bellos mármoles. Por eso también esta ladera del Albaicín Bajo es el rincón más señorial de todo el grandioso barrio, casi lo más bello de Granada. Y por eso también es el mejor espejo de la umbría y palacios de la Alhambra. Y, de una manera muy especial, cuando a la Alhambra se le observa desde las estrechas, empedradas y empinadas calles que conforman la ladera del Albaicín Bajo.

 

            Una de las hermosas casas que se construyó en este lugar de Granada también tiene un pequeño jardín con naranjos. Dos fuentes de piedra, con chorrillos de agua muy clara, un par de limoneros, un acerolo junto a un azofaifo, tres palmeras y cuatro o cinco longevos granados. En el lado de abajo tiene un trozo de tierra que él siembra cada verano: habas, tomates, pimientos, girasoles, berenjenas, calabazas… pero de todo, lo que más categoría da al pequeño jardín rodeado de hermosas casas blancas, son los naranjos. Por el olor tan agradable que regalan cuando florecen y por lo ricas que son sus naranjas cuando maduran. Él lo sabe mejor que nadie porque muchas tardes, en los primeros días de enero y hasta la llegada de la primavera, lo veía y disfrutaba.

 

            De sus naranjos, a primera hora de las mañanas y al caer las tardes, siempre cogía la mejor naranja. Lentamente la pelaba, se sentaba al borde de la fuente de los jazmines y, frente a la Alhambra, se la comía tranquilamente. Degustando el mejor sabor natural de Granada y observando, al mismo tiempo, la más bella, misteriosa y potente imagen de la Alhambra. Y como, una vez y otra, el corazón se le llenaba de gozo, paz y gusto por lo bello y levado, en forma de oración y para sí, el hombre susurraba: “Cada vez más tengo claro que la vida, cada día, hora y momento, es un regalo. El mejor y casi único regalo que el Creador pueda darnos a los humanos. Y como complemento a este regalo, cada vez más tengo claro que la Alhambra, el barrio donde vivo, el río Darro y Granada entera, es también un gran regalo. Y más cuando el sol se derrama sobre estos naranjos y cuando la lluvia cae y el viento pasa. La primavera, el verano, el otoño y el invierno, son regalos únicos y por eso más valiosos que todos los tesoros del mundo juntos. Y vivir en esta casa mía, con la figura de la Alhambra siempre saludándome y el río, los bosques y Granada, para mí es el mejor regalo y la mayor suerte del mundo. Cada día en sí es un regalo”.

 

            Y, con estas reflexiones y otras parecidas, sobre su vida y todo cuanto en su vida acontecía y le rodeaba, se alimentaba. Entre sus naranjos, en las laderas del barrio del Albaicín y frente a la Alhambra. Y en ciertos momentos, para seguir fortaleciendo su mundo interior y para agradecer al cielo todo cuanto tenía, se iba de paseo. A veces por la Carrera del Darro y luego subía por la Cuesta del Rey Chico hasta la Alhambra. Observaba, disfrutaba y gustaba de los bosques, jardines, palacios, sabores, olores y silencios de estos sitios y daba las gracias. Otros días se iba por las callejuelas del barrio del Albaicín, observando y gustando despacio y también se sentía feliz por todo lo que a su paso iba encontrando. Por el olor de los jazmines, el empedrado de las calles, los colores de las casas y sus tejados, por el azul del cielo y por el fino aire que le rezaba.

 

            Y algunos días se iba por el casco antiguo de Granada: plaza Nueva, catedral, plaza de Birrambla, Puerta Real, Carrera de la Virgen, Paseo del Violón y río Genil… hacía fotos, se paraba y se sentaba en los bancos solitarios, escribía, reflexionaba y seguía agradeciendo y descubriendo que cada día es un regalo, inmerecido. Se decía: “Nunca podré yo pagar, ni al cielo ni a nadie, los regalos tan bellos y buenos que a cada momento y paso, encuentro”.

 

            Hasta que una tarde, ya casi al final del otoño y con apariencias de sincero invierno, se tropezó con ella. Caminaba, de regreso a su casa, por plaza Nueva cuando, al pasar cerca, le salió al encuentro y le preguntó:

- Quiero ir a la Alhambra. ¿Qué autobús es el que me lleva?

La saludó y con el mayor respeto le dijo:

- Ese pequeño que ahí mismo ves parado. Pero primero pasa por el Albaicín, vuelve por la Gran Vía y sube a la Alhambra.

Y como ya había advertido que tenía acento extranjero, le preguntó:

- ¿Eres nueva en Granada?

- Soy estudiante universitaria y acabo de llegar a esta ciudad, con una beca Erasmus. Estudio español y estoy muy ilusionada. Toda mi vida he soñado con venir un día a Granada para conocerla y también el Albaicín y la Alhambra. También quiero conocer gente, hacer amigos y empaparme de la cultura de esta belleza del mundo.

 

            Como le pareció inteligente y hondamente interesante todo lo que le contaba, se animó y le dijo:

- Yo voy de regreso para el Albaicín, por toda la orilla del río Darro hasta el Paseo de los Tristes. Y te lo digo porque si te apetece, puedes venirte por aquí y subir andando a la Alhambra, por la Cuesta del Rey Chico. Es un sitio bonito y muy típico aquí en Granada.

- ¿Se puede?

- Y además, te lo aconsejo. Ya te he dicho que es un rincón muy bello, además de histórico y un camino realmente original para acercarse a los lugares de la Alhambra.

- Pues entonces, si no te importa, me voy contigo y me explicas lo que vayamos encontrando.

- Una de las cosas que más me gusta es hablar y enseñar Granada, sus rincones, historias y misterios, a las personas que no son de aquí. Así que vente conmigo y, mientras recorremos el camino que por aquí lleva a la Alhambra, te cuento lo que vayamos viendo. Ya verás qué hermoso es todo y cuantas historias y secretos se agazapan en cada recodo de las calles, plazas y paseos de esta ciudad mágica.

 

            Despacio caminaron río Darro arriba, por el paseo, hacia el Puente del Aljibillo. Y despacio y con cariño el hombre le fue explicando. Sintiéndose honrado por la compañía de ella y sintiéndose orgulloso de sí mismo. Porque era cierto que una de las cosas que más le satisfacía en la vida, era precisamente enseñar Granada, desde la belleza que, en su corazón, de esta ciudad tenía. Por eso le comentaba:

- Ya me has dicho que eres extranjera, estudiante y que solo estarás en esta ciudad un tiempo. ¿Me permites que te diga algo?

- Sí, dímelo.

- Es como un consejo. Para que te sirva de luz y puedas aprovechar al máximo tu estancia en por estas tierras.

- ¿Qué consejo es?

- Que vivas con toda la intensidad que puedas tus días en Granada. Que conozcas a muchas personas y que recorras cada rincón de esta ciudad, para descubrirla en todos sus matices. Que viajes mucho y que te diviertas a fondo. Todo esto será muy bueno para ti y como experiencia en la oportunidad que la vida te regala.

 

            Hubo un momento de silencio mientras pasaban cerca de la iglesia de San Pedro. Pero al rato, el hombre le siguió diciendo:

- Pero en tus días aquí en Granada no te olvides de vivir a fondo lo mejor de todo.

Preguntó ella:

- ¿Y qué es lo mejor de todo?

- Conocer, ver y disfrutar la esencia más pura de Granada. No te quedes en la superficie, como tantos. Granada es más, mucho más, de lo que puedas ver con los ojos de la cara y tocar con las manos.

Ella se quedó en silencio y al rato le preguntó:

- ¿Dónde se encuentra y cómo puedo llegar a disfrutar de esa pura esencia que dices?

- Se encuentra en todas las calles, plazas, monumentos y rincones que hay en Granada. Pero no todos los que por estos sitos pasan llegan a conocer esta esencia ni tampoco son capaces de disfrutarla y menos, de llevársela consigo.

- ¿Y tú sí?

- Algo y de una manera muy concreta.

 

            Se produjo otro silencio, ya a la altura del Paseo de los Tristes. Y como el Puente del Aljibillo no estaba lejos le dijo:

- Yo me voy para la izquierda, en busca de mi casa. Tú sigue por ahí, cruza el puente y toma por la Cuesta del Rey Chico. En poco tiempo llegarás al corazón mismo de los jardines y bosques de la Alhambra. Seguro que te gustará este recorrido.

Y fue a despedirla cuando ella le dijo:

- Si quieres te doy mi teléfono y otro día quedamos. Me gustaría mucho que me llevaras y enseñaras los misterios y belleza que dices hay en cada rincón de Granada.

- Pues por mí, encantado.

Anotó su teléfono, quedando en encontrarse otro día y antes de despedirse, se atrevió a decirle:

- Y no olvides nunca que cada día es un regalo. No lo desperdicies.

 

            Ilusionado subió el hombre por la Cuesta del Chapiz y, mientras caminaba, ya empezó a imaginar los lugares que recorrería con ella. Comenzó a planificar los sitios a los que le llevaría, las cosas que con ella compartiría y los misterios que debía descubrirle. Por eso aquella misma noche comenzó a escribir en su cuaderno. Al día siguiente, en cuanto salió el sol, trazó una primera ruta por los sitios que ya había pensado llevarla. Otro día después, hizo lo mismo y así a lo largo de una semana entera. Cada día al atardecer volvía a su casa y se sentía satisfecho. Hondamente satisfecho porque comprobaba que, todo lo que con ella soñaba compartir, era bello, muy bello. Granada entera, sus calles, plazas, jardines, atardeceres y cielos le parecía que se transformaban en el más hermoso de los sueños. Como no había imaginado nunca que pudiera suceder. Por eso, una vez y otra, se decía: “Cada día es un regalo y cada regalo el mejor de los alimentos para el alma, el corazón y lo eterno. Le mostraré la esencia más pura de esta ciudad tan mágica para que se le abran los ojos del corazón y se enamore y vea lo más bello de lo bello”.

 

            Y mientras estas cosas soñaba, vivía y anotaba en su cuaderno, no dejaba de esperar su llamada. A cada instante, noche y mañana. Él quería llamarla pero no se atrevía por temor a molestarla. Y también por miedo a que pensara algo diferente de lo que en realidad quería darle. Por eso, se metió en su mundo, sin dejar de pensar en ella cada día, cada tarde y cada noche mientras el tiempo corría: una semana, un mes, dos meses, tres… y sabía que su final en Granada iba llegando lentamente. Y en sus meditaciones y horas largas de espera también se lamentaba que, todo lo que con tanta ilusión y cariño había soñado, se fuera perdiendo sin remedio ni provecho.

 

            Sin embargo, ya después de mucho tiempo, una brillante mañana de primavera, recibió una llamada.

- ¿Sabes quien soy?

- Claro que lo sé. Por fin has llegado.

- ¿Te molesto?

- De ninguna manera sino todo lo contrario: me alegra oírte.

- Es que no pude llamarte antes porque… bueno, es que mi tiempo se acaba aquí en Granada. Tengo que irme dentro de poco. Por eso te llamo y también para decirte que me gustaría quedar contigo. Tengo cosas importantes que contarte. ¿Tienes algún inconveniente?

- Ninguno. Cuando tú quieras y tengas un rato, quedamos.

- ¿Puede ser esta tarde misma?

- Por mí, sí.

- Pues a las cuatro estoy en el Paseo de los Tristes ¿te viene bien?

- No tengo ningún problema. A las cuatro en punto estoy ahí esperando.

- Gracias y hasta luego.

 

            Colgaron y a las cuatro en punto se encontraron. Y, nada más saludarse, ella dijo:

- Es que estoy preocupada. Mi tiempo aquí en Granada se acaba y ahora siento como si lo más importante se me hubiera ido de las manos. Pienso y pienso en aquellas palabras tuyas: “Cada día es un regalo” y me parece que no he sabido aprovecharlo.

- ¿Por qué piensas eso?

- Como tantos otros jóvenes estudiantes universitarios sí es verdad que he vivido cosas interesantes: discotecas, amigos nuevos, españoles y extranjeros, bares, cervezas, paseos por Granada, viajes, fotos, recuerdos, abrazos, achuchones, besos… ya sabes: lo típico y tópico y lo que siempre viven todos los estudiantes universitarios extranjeros y no. Y, aunque creo que me iré contenta y también triste, noto como si lo más importante, lo esencial, me faltara. Como si se me hubiera escapado de las manos de la manera más tonta.

Escuchó él en silencio lo que ella comentaba y cuando creyó que se había desahogado, le preguntó:

- ¿Puedo yo hacer algo en todo esto?

- Creo que has podido hacerlo pero ahora, en los pocos días que me quedan en Granada, me parece que ya no es posible recuperar lo que me he perdido. Pero de todos modos, te he llamado para que esta tarde me lleves a algunos de esos rincones mágicos que me dijiste. ¿Te acuerdas?

- Me parece bien y también interesante.

 

            Y mientras ella seguía comentando, comenzaron a caminar por la Cuesta de Chapiz. A la mitad, tomaron para la derecha y cogieron por el Camino del Sacromonte. Cuando llegaron al sitio que él en su mente había preparado tomaron un respiro. Se volvió para atrás pidiéndole a ella que también lo hiciera y al instante vieron la Alhambra, coronada sobre la gran colina. El sol de la tarde le daba de soslayo y la luz parecía revestirla con traje mágico. Le dijo a ella:

- Ahí está la Alhambra, más acá el río Darro, Al fondo Granada y a la derecha el Albaicín.

Y ella comentó:

- Todos esos sitios los he recorrido en compañía de mis amigos y por eso los conozco.

- ¿Y te han gustado?

- Son bonitos y originales pero todos me han dejado como una sensación de vacío. Como si lo más importante, lo más íntimo y bello, esa esencia que me dijiste aquel día, estos lugares se los hubiera reservado para sí. No sé si me explico.

 

            Después de un minuto de silencio dijo él:

- Te entiendo y lo siento. Es verdad que dentro de poco te marchas de Granada. Y creo, como tú, que te irás contenta y triste. Pero ya no tiene remedio. Por mi parte, he querido darte y enseñarte lo que estos lugares se han reservado para sí. Sé cómo hacerlo y puedo pero… la vida, ya lo sabes: cada día es un regalo. Si cada día se vive sabiamente y procurando coger, de entre todo, lo mejor, al final uno se siente bien y transcendido. Aunque nos alejemos de las cosas y personas y las perdamos no será triste porque dentro nos las llevamos con nosotros para siempre. Pero si el regalo que cada día la vida pone a nuestro lado no sabemos aprovecharlo, ciertamente, irremediablemente puede que nos sentiremos vacíos y tristes.

 

            Hubo otro silencio y luego ella preguntó:

- ¿Y qué podemos hacer ahora para recuperar lo que me quisiste dar?

- Poca cosa. Casi nada porque te marchas pronto. Pero, y por mi parte, intentaré no olvidarte nunca y rezaré al cielo cada tarde.


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