Ventanas a la eternidad

        Relatos cortos // 2010-18

 El libro de los más bellos relatos de la Alhambra,

 río Darro, Albaicín, Realejo y Granada - XIII

1- El hombre del río Darro 

2- La cruz de oro 

3- La mujer libre 

4- La piedra negra 

5- La muchacha de la bicicleta 

6- Junto a las torres de la Alhambra 

7- En la noche 

8- Domingo de Ramos en Granada 

9- Paisajes nevados 

10- Amigo de los pobres 

11- Caminos a la eternidad  

12- Tarde de invierno por la Alhambra 

13- Extraño día de otoño en Granada 

14- El perro, los pájaros y las uvas 

15- Peña Dorada 

16- Los espárragos 

17- Margaritas amarillas 

18- La fuente del Paraíso 

19- El valle de los Pedroches 

20- La almunia de los naranjos 

EL HOMBRE DEL RÍO DARRO

Escribo para transmitir a los demás mi particular visión, sueños y sentimientos, del mundo, de la vida, de las cosas, de los seres vivos y de las personas.

 

               Con frecuencia, los amigos del barrio le preguntaban:

- Cuando tú te mueras ¿qué vas a dejar en este mundo que sea importante y hable de ti siempre?

Y el hombre, una vez y otra, les decía:

- Lo mismo que vosotros, cada día lo busco y, aunque no sé qué dejaré, sí tengo claro lo que quiero decir a los demás.

- ¿Y qué es?

- Todos deseamos que los demás sepan nuestros sentimientos y modos de ver las cosas y las personas. Y nos esforzamos en explicar lo que nos gusta y lo que no. Pero casi siempre sucede que los demás no consiguen entendernos. Escribimos, hablamos, pintamos cosas y hasta construimos pequeñas o grandes obras, siempre con el deseo de transmitir a los demás lo que sentimos, vemos y soñamos. Como si en el fondo, toda nuestra vida fuera solo un continuo intento de clarificar antes los demás, nuestro mundo interno.

- Y todo esto que has dicho ¿qué tiene que ver con la pregunta que te hemos hecho?

Y al llegar a estas alturas, el hombre guardaba silencio porque se daba cuenta que no lo habían entendido. Los amigos lo miraban y también con frecuencia le decían:

- Tú no estás bien de la cabeza.

 

               En aquel momento, ya no hablaba más. Seguía con la faena que tuviera entre manos o continuaba su caminar por las calles del barrio o caminos junto al río y nada más comentaba. Pero como los amigos seguían intrigados porque cada día lo veían más y más callado y metido en sí y como soñando, en cuanto se presentaba otra vez la ocasión, de nuevo le preguntaban:

- No te tomes a mal cuando te decimos que no estás bien de la cabeza. Es solo una manera de decirte que tu forma de pensar y ver las cosas, tiene poco sentido en este mundo que vivimos. Tú, mejor que nadie, sabes que somos pobres, que muy pocos sabemos leer y escribir y que, la mayoría de este barrio, ni siquiera tenemos casa propia. Por eso, lo que nos intriga de ti es que, teniendo todas estas circunstancias en tu vida, te interese más lo que todos sabemos. ¿Por qué eres así y qué es lo que nos quieres decir?

Y una vez más, el hombre se esforzaba en explicarles sus puntos de vista y sentimientos pero de nuevo quedaba frustrado. Seguía advirtiendo que no lo entendían.

 

               Cuando iba por los caminos del río Darro, siempre miraba para la colina de la Alhambra y Albaicín. Y tanto en un sitio como en el otro, imaginaba cosas que luego le era imposible explicar con palabras. Por eso, cuando estaba en su vieja casa junto a las aguas del río Darro y cerca de las tierras de un huertecillo, se sentaba y escribía. En algunos momentos, versos, relatos cortos y, sobre todo, pensamientos. Cartas que dirigía a personas imaginadas en lugares lejanos y en espacios también desconocidos. En otros momentos, se iba a la orilla del río, desde aquí trazaba una pequeña acequia que llevaba hasta la misma puerta de su vivienda y, en este lugar, construía alguna presa no muy grande. Procurando que el agua entrara desde el lado de arriba, ladera hoy conocida como Dehesa del Generalife. Junto a esta acequia plantaba árboles y construía pequeños edificios, donde imaginaban que vivían personas muy diferentes a las que en su vida real conocía.

 

               Y un día, sentado en la puerta de su vivienda frente al río, miraba para la Alhambra y se puso a escribir una carta que decía: “Desde que te fuiste de aquí, todo ha cambiado mucho. La cabra ya parió un chotillo negro y los árboles del huerto, este año han dado una muy buena cosecha. El vecino que tú sabes, también quiere marcharse pero no tiene claro ni cuándo ni a dónde. El río y el barrio, cada día parecen otros porque todo está cambiando y no precisamente para mejor. Te recuerdo y echo de menos”. Cuando terminó de escribir esta carta, se levantó de donde estaba sentado, se acercó a la chimenea de la cocina que tenía en la única estancia de su vivienda y cogió la talega de tela. Una especia de bolsa hecha de tela y con un cordón de esparto en la boca para cerrarla y atarla. Desató la cuerda, cogió el montón de cartas que tenía dentro y se puso a contarlas. Las fue poniendo lentamente sobre el banco de madera y al final contó ciento diez. Se dijo: “Algún día alguien leerá todas estas cartas que tengo aquí y entonces se descubrirán que he necesitado hacer esto para explicar mis sueños”.

 

               Volvió a meter dentro de la talega su colección de cartas, se fue luego por detrás de su casa y se puso a trabajar en el pequeño embalse de la acequia. Y estaba regando un árbol y quitándole las malas hierbas que junto al tronco crecían, cuando vio que se acercaba a él un hombre que no conocía de nada. Traía planos en las manos y algunos instrumentos que le resultaban extraños. Dejó que se acercara más y cuando estuvo a unos metros, después de saludarle, el que llegaba preguntó:

- ¿Tú eres de por aquí?

- Desde que vivo y no conozco más mundo. ¿Qué busca usted?

- Estoy descubriendo ruinas antiguas para conocer la historia y forma de vida de las personas que por aquí vivieron en tiempos pasados.

- ¿Y eso para qué?

- Hay que catalogar lo antiguo y resucitar, de alguna manera, a las personas que ocuparon estas tierras. Si no lo hago yo, en cuando pasen unos años, todo por aquí se perderá y quedará olvidado para siempre. ¿Tú puedes contarme historias de personas mayores que por estos sitios hayan vivido?

 

               Y el hombre del río, después de pensarlo un momento, dijo:

- Yo nunca he sido partidario de que, personas de otros lugares y tiempos, vengan por aquí a salvar la vida y la historia de lo que ya no están.

- ¿Y eso por qué?

- Porque pienso que es profanar precisamente la vida y la historia de las personas que por aquí vivieron.

- Pero es que si no, se perderá la memoria de las personas y de las cosas.

 

               Aquel día el hombre del río, ya no habló más con el hombre de los planos. Sí al día siguiente y al otro y durante bastante tiempo, lo vio varias veces yendo de acá para allá, con planos en las manos y recorriendo las tierras del río Darro y laderas a los lados. Huía de él, cuando lo veía para no encontrárselo y también escondía, cada vez más, las cosas que escribía. Ahora, además de guardar en su talega de tela todo lo que cada día redactaba, metía esta bolsa en un cántaro de barro, tapaba muy bien la boca de este cántaro con un trozo de corcho recortado a la medida y luego lo ocultaba por detrás de la casa, en una especie de cueva que hizo en el terreno. Se decía: “Que nadie nunca encuentre estas cosas tan personales mías. Y si algún día, cuando yo me muera, alguien encuentra mi tesoro, que no sea el arqueólogo o rebusca historias del pasado y de los que ya no están en este mundo”.

 

               Un año, pasado mucho tiempo, el hombre del río murió. Al poco, en las sierras al norte de la Alhambra y donde nace el río Darro, descargó una gran tormenta. El río que nace en estas montañas, corre a los pies de la Alhambra y atraviesa la ciudad de Granada, bajó con una crecida tan grande que las aguas arrastraron árboles, casas, animales y personas. Y se llevaron por delante las paredes de la que había sido la vivienda del hombre de río. También las aguas arrastraron un buen trozo de las torrenteras a un lado y otro y esto hizo que el cántaro de barro donde el hombre de las cartas había guardado sus escritos, quedara al descubierto. Se lo encontraron unos hombres mayores que también ahora cultivaban huertecillos en las tierras junto al río. Se dijeron:

- ¿Qué tendrá dentro este cántaro de barro?

- Lo abrimos ahora mismo y lo vemos.            

 

Abrieron el cántaro y lo primero que descubrieron fue la talega de tela y dentro, encontraron las cartas que el hombre del río había escrito a lo largo de su vida. Comidos por la curiosidad, abrieron rápido la primera de las cartas, la desdoblaron y leyeron: “Escribo para transmitir a los demás mi particular visión, sueños y sentimientos, del mundo, de la vida, de las cosas, de los seres vivos y de las personas. Y en el fondo, cada día estoy más convencido de que todo lo que hacen o dicen los demás, es por lo mismo que yo escribo”. Cuando terminaron de leer este texto, los hombres se miraron unos a los otros. Comentaron algunas cosas y después guardaron silencio.

 

Luego cogieron otra de las cartas y despacio también leyeron: “Si algún día, estas cosas que aquí dejo escritas, cae en manos de las personas, que las lean y también se las lean a los demás. Para que unos y otros siempre sepan quién fui y lo que pensé y sentí. De este modo, aunque ya esté muerto, continuaré por aquí vivo. Pero sí ruego que nunca nadie permita que los arqueólogos escarben ni en las ruinas de mi casa ni en el paso de las tierras a orilla de este río. Que nadie de fuera de estos lugares y tiempo, venga por aquí nunca a salvar a este río ni la memoria y vidas de los que por aquí hemos vivido. Este río Darro, sus paisajes y las personas que por aquí estuvimos, de ningún modo nunca debe ser mancillado ni rescatado por nadie. Y menos por aquellos que vengan de fuera hondeando el titulo de salvadores de la historia y memoria de las personas”.  

LA CRUZ DE ORO

 

               El matrimonio poseía un pequeño horno para cocer pan y dulces. Vivían en la Medina de la Alhambra y les ayudaba el único hijo que tenían. Joven bueno y trabajador que los padres querían mucho y lo mismo los vecinos y muchas de las personas de la ciudadela y de la Alhambra. Ayudaba él a los padres no solo a cocer el pan en el horno sino también a venderlo y a llevarlo a los sitios donde lo compraban. También ayudaba a los padres en la búsqueda y transporte de la leña que usaban para encender y calentar el horno donde cocían el pan y los dulces.

 

               Por eso el joven, casi cada día, surcaba los caminos, iba a las montañas cercanas a la Alhambra, recogía la leña que por aquí encontraba y a cuestas, la traía a su casa. Los montes que más le gustaban a él eran los que hay entre las cumbres de Sierra Nevada, por donde corren muchos ríos, abundantes arroyos y surgen bastantes manantiales de aguas claras. Y al joven, cuando solitario se internaba en los bosques de estas montañas, lo que más le gustaba era recorrer los cauces de los arroyos y ríos para descubrir los rincones más ocultos, silenciosos y llenos de misterio. Siempre se decía: “Yo no sé lo que esconden estos recodos en los arroyos y ríos pero lo que sí tengo claro es que llenan de emoción solo pisarlos. A lo mejor algún día, por estos tan ocultos lugares, me encuentro un tesoro interesante y de verdad”.

 

               Y cuando se perdía por la espesa vegetación de los arroyos y ríos, lo que más emoción le producía, era el agua saltando por las cascadas, los árboles y arbustos cargados de frutos y bayas y los cientos de avecillas que por entre la vegetación revoloteaban. Recogía bellotas de las encinas, moras de las zarzas, almecinas de los almeces, castaña, setas y hasta aceitunas silvestres de los acebuches. Así que cuando luego cada día regresaba a su casa en la Medina de la Alhambra, además de leña para calentar el horno, también traía su barja llena de frutos de las montañas. Les decía a los padres:

- Tengo el presentimiento de que un día voy a encontrarme un tesoro en esos ríos y arroyos de las montañas.

Y la madre siempre le argumentaba:

- Si te encuentras un tesoro, bien venido sea pero ten claro que el mayor tesoro que Dios nos regala cada día, eres tú, nuestro trabajo con el que nos ganamos la vida honradamente, el aire que respiramos en cada momento y los buenos amigos que tenemos.

- Lo que dices es cierto pero si un día me encuentro un tesoro, seremos ricos de verdad y hasta podremos tener palacios y criados.

 

               La madre callaba y cada día hacía su trabajo en compañía del padre y del hijo. También cada día, cuando el joven iba a las montañas a por leña y frutos silvestres, le preparaba algo de comida para que no le faltaran las fuerzas. Sentado junto a la corriente de un arroyo o al borde del charco del río, el joven se comía los alimentos que la madre le había preparado mientras, en silencio, contemplando el agua, observando a las avecillas por entre la vegetación y se entretenía en la visión de los cielos azules y las nieves reluciendo sobre las cumbres de Sierra Nevada. Y así fue como un día, cuando comía sentado cerca de una cascada, vio algo que le sorprendió. Por entre las adelfas, aparecía una gran roca en forma de cruz. Sorprendido se preguntó: “¿Qué será eso?” Y dejó lo que estaba comiendo y la barja encima de la piedra donde se había sentado, caminó siguiendo las aguas del arroyuelo, apartó la vegetación y se acercó a la cruz que había descubierto.

 

               Cuando estuvo cerca de esta figura, se paró, miró muy extrañado la cruz tallada en pura piedra y, de pronto, le llamó mucho la atención la parte alta de esta cruz. Lo que coronaba por completo el tramo central. Se dijo: “Parece como si ahí, en todo lo alto, tuviera algo escondido”. Trepó por la cruz, se agarró al brazo izquierdo, se puso de pie y cuando vio con claridad la parte que coronaba, descubrió otro misterio. En todo lo alto de la cruz y en la misma roca de la que estaba hecha, vio como un remiendo. Como si alguien, quizá el que hubiera tallado la cruz, en esta parte de la piedra, hubiera escondido algo. Con la pequeña navaja que siempre llevaba en el bolsillo, pinchó y tanteó el parche añadido a la piedra y enseguida comprobó que era como una pieza también de piedra y muy bien terminada, que tapaba un pequeño orificio. Siguió haciendo palanca con su navaja y al poco, la pieza soldada al bloque principal, salió de su encaje. Miró y dentro del redondo agujero vio una pequeña cruz muy reluciente. Al instante se dijo: “Aquí tengo el tesoro que siempre he soñado. Es una pequeña cruz de oro”.

 

               La cogió con respeto y vio que la pequeña cruz de oro tenía en el centro un gran diamante y varios más pequeños en cada uno de los lados. Asombrado, contento y lleno de emoción, se guardó la cruz en el bolsillo, colocó en su sitio la pieza de piedra que sellaba el agujero, bajó de la cruz de piedra, cogió su barja y el haz de leña y regresó rápido a su casa en la Medina de la Alhambra. Nada más llegar buscó a la madre, le enseñó la cruz de oro y le dijo:

- Ya somos ricos tal como siempre he soñado.

Y la madre, rápida le preguntó dónde y cómo había encontrado la cruz de oro llena de diamantes. Le explicó él todo y después de un rato, la madre le dijo:

- Hijo mío, esta pequeña y brillante cruz es un símbolo religioso que no pertenece a la religión que nosotros practicamos. Pero la religión de esta cruz y la que nosotros vivimos, sí pertenece al mismo Dios. El Creador del Universo y el que nos da la vida, es el mimo para todas las personas.

- ¿Y qué quieres decir con eso, que Dios puede castigarme si ahora me quedo con este símbolo religioso y lo vendo para hacerme rico?

- Dios nunca castiga por estas cosas que piensas tú. Él premia o castiga por el bien o el mal que las personas nos hagamos entre sí. Algo que está por encima de las religiones o símbolos religiosos.

- ¿Entonces?

- Que la persona que guardó esta cruz en aquella cruz de piedra, tendría algunas razones muy poderosas que nosotros desconocemos ahora. Debería devolver esta pequeña cruz al sitio donde estaba escondida. Dios ni te premiará ni castigará por ello pero nosotros procederemos con respeto y eso sí lo tiene en cuenta Él.

 

               Al día siguiente, el joven volvió a dejar la pequeña cruz de oro en el agujero de la cruz de piedra. Pasó el tiempo y cada vez que él volvía por el lugar buscando leña o frutos silvestres, su corazón se llenaba de paz y se sentía afortunado y rico con solo la presencia de las aguas en los arroyos y ríos, el bosque que por aquí crecía y las avecillas que lo poblaban. Desde aquello y aquel día y hoy, ya ha pasado mucho tiempo. Sé yo ahora dónde se encuentra esta cruz de piedra y algunas veces, voy por el lugar y la veo. Y hasta me asombra el silencio y la belleza que por este sitio sigue existiendo. Como si la transparencia y luz del cielo mismo, estuviera por aquí ampliamente derramada.

 

LA MUJER LIBRE

 

               De pequeña, tenía muchos amigos. No solo en el barrio del Albaicín sino en la Alhambra, barrio del Realejo y en toda Granada. Y con bastantes de estos amigos, muchas tardes y mañanas, jugaban en las aguas del río Darro, en las pequeñas playas de arena junto a los charcos, por las calles y plazas de los barrios y por los jardines y alrededores de la Alhambra. Y cuando estaba en estos juegos, sin que ella lo pretendiera ni sus amigos lo desearan, se enfadaba por cosas que otras niñas de su edad, no.

 

               Por ejemplo: cuando jugaba al pilla pilla, al escondite, al corro de la patata, al veo, veo, a los tejos, a las chinas, a la gallina ciega, a la comba o a cualquier otra cosa. Parecía como si le molestara todas aquellas situaciones donde las personas, unas a otras, se avasallan o se hacen daño. Sus palabras en estas protestas, eran siempre las mismas:

- Es que ni siquiera en juego, me gusta que unas personas ejerzan violencia y muestren poder sobre las otras.

Y al oír esto, algunos de sus amigos mayores y más inteligentes, le preguntaban:

- Pero a ti, entonces ¿cómo te gustaría que las personas, todas y en este mundo, se comportaran unos con otros?

- Lo que yo pienso es que las personas hemos nacido para ser libres, luchar para realizar sueños y no sentirse nunca sometidos por nada ni nadie.

 

               Callaban las amigas porque no la entendían del todo y algunas de las mujeres mayores del barrio, entre sí comentaban:

- Esta niña piensa de una forma muy rara. Cuando sea mayor y se enfrente a la vida real y tenga que apechugar con lo que la vida le presente, ya comprobará lo que es bueno.

Y cuando fue mayor y todos sus amigos al crecer se fueron yendo cada uno por su lado, su rebeldía fue aun más grande. Se quejaba tanto y se enfrentaba a tantas personas que un día habló con el padre y le dijo:

- ¿Sabes lo que de verdad me gustaría?

- ¿Qué es lo que a ti te gustaría?

- Tener un trozo de tierra en las montañas que se ven al levante de la Alhambra, construirme ahí una pequeña casa a mi gusto, cultivar la tierra, criar algunos animales y vivir libre en esos lugares.

- Pero una mujer como tú y en estos tiempos, de ningún modo será bien visto que haga eso.

- Es que yo estoy en contra de lo que veo en muchas mujeres. Y lo que más me indigna, es precisamente eso: que las mujeres siempre tengamos que someternos a lo que imponga la sociedad y a lo que los hombres digan.

- ¡Pero mujer!

 

               Y un día el padre, habló con unos amigos que tenían tierras al levante de la Alhambra y estos le regalaron un buen trozo de terreno en unas montañas entre dos ríos y un pequeño valle. Le dijo a la hija:

- Puedes irte a esas tierras cuando quieras y vivir ahí del modo en que tantas veces has soñado.

Y la joven, no lo pensó mucho. Aquella misma noche, preparó algunas cosas y al amanecer del día siguiente, sola se fue por los caminos en busca de las tierras en las montañas. En cuanto llegó al lugar, lo primero que hizo, fue buscar un buen sitio en la ladera frente a Sierra Nevada y preparar las cosas para construirse la casa que siempre había soñado. Aquel mismo día, al siguiente y al otro, trabajó sin descanso y también delimitó un trozo de tierra para sembrarlo como huerto. Otros amigos del padre, le regalaron un pequeño rebaño de ovejas y ella se puso a cuidarlas haciendo un corral y llevándola cada día a pastar a las mejores praderas.

 

               No tardó mucho tiempo en levantar la pequeña casa que siempre había soñado y como, desde uno de los ríos trazó una acequia, en la puerta de la casa comenzaron a crecer plantas de muchas clases y variadas flores. Al llegar la primavera y luego el verano, el huerto le dio una abundante cosecha de hortalizas y verduras y las ovejas, tuvieron corderos y dieron leche y carne. En la pequeña casa de sus sueños, junto al río y frente a Sierra Nevada, juntó ella muchos productos y era la más feliz de las personas, viviendo libre, corriendo a sus anchas por los amplios campos y respirando el aire puro de los paisajes. En el barrio, en Granada y en la Alhambra, muchas personas la seguían criticando pero ahora a ella sí que no les importaban nada de lo que dijeran. Algunas veces, las antiguas amigas iban a visitarla y se quedaban con ella, charlando de sus importantes sueños. La joven, siempre les decía:

- Tenéis que convenceros que nada es más hermoso en este mundo, que ser libre y no estar sometida ni a nada ni a nadie.

- Tú hablas como si fuera fácil llevar a cabo eso.

 

               Y un día, en la Alhambra, algunas personas, comentando las aventuras de esta muchacha, decían:

- Es muy bello lo que esta joven dice y hace pero si todas las mujeres del mundo dejaran de estar sometidas a lo que los hombres queramos, sería el fin y para siempre, de muchas cosas importantes.

- Claro que sí. Por eso tenemos que hablar con el rey para que conozca esta historia y tome las medidas necesarias.

Hablaron con el rey y al conocer éste la historia de la joven de las montañas, dijo:

- Ni nuestra religión ni nuestras mujeres y sociedad, permite que una mujer sea libre y haga lo que quiera. Voy a tomar las medidas adecuadas para dar un buen escarmiento.

Tres días más tarde, cerca del huerto de la joven, ésta vio que empezaron a construir una pequeña vivienda. Unas semanas después, un hombre se instaló en esta vivienda y cada mañana y tarde, desde la puerta y ventana, vigilaba al rebaño de ovejas y lo que hacía la joven. Varias veces el hombre estuvo tentado de acercarse a la joven y hablar con ella pero no lo hizo y sí volvía a la Alhambra con frecuencia a informar al rey. Éste le decía:

- Espera a que llegue el verano y entonces, con toda la información que vayas juntando, damos el paso.

 

               Llegó el verano, las lluvias se fueron, la hierba, muy alta y espesa por todo el campo, se secó y al poco, el calor apretó y las chicharras cantaron. Y una tarde, un poco antes de ponerse el sol, los campos empezaron a arder, en muchos puntos concretos y no lejos de la casa de la joven. Las llamas se alzaron, el humo cubrió todos aquellos valles y las ovejas, en el corral, ardieron todas. Se oyeron los gritos de la joven que pedía auxilio pero nadie acudió en su ayuda.

 

               Al día siguiente, la noticia corrió como la pólvora por todo el barrio del Albaicín, la Alhambra y Granada. Las personas que habían jugando con ella cuando era pequeña, comentaban:

- Sus ansias de libertad y de vivir al margen de las leyes y sociedad, era tan grande que nadie podía entenderla.

- Pero ¿a que es una pena que de este modo haya acabado?

- Una pena grande y una gran desgracia.

Hoy en día, en el lugar donde la joven construyó su pequeña casa, hay una gran roca con un texto escrito que dice: “Soñó ser libre para no estar sometida y nadie la comprendió”.

 

LA PIEDRA NEGRA

 

               En la Alhambra, época de los reyes Nazaríes, crecía un árbol muy especial. Justo en el centro de los jardines más hermosos y no lejos de una de las torres donde moraba una princesa. Era un árbol de tronco muy grueso, alto, de color verde intenso y también muy viejo. Tanto que, hasta los reyes más toscos y las personas menos sensibles a las cosas de la naturaleza, lo respetaban. Decían los artesanos de la Medina:

- Un árbol tan majestuoso como éste y con tantos años a cuestas, merece el mayor de todos los respetos.

- ¡Y qué lo digas! Que no se le ocurra a ninguno de los que por aquí viven, cortar un día este árbol. Nos pondremos en contra y protestaremos hasta el cansancio.

- Yo me apunto a esa protesta.

Y los reyes desde luego nunca tuvieron la tentación de cortar este árbol. Todos, igual que los artesanos y otras muchas personas, admiraban y respetaban mucho tan hermoso anciano. Pero un día de verano muy caluroso, al caer la tarde, se formó una tormenta que, además de viento y mucha agua, desprendía relámpagos, rayos y truenos a mansalva.

 

               Uno de los rayos que vomitó esta tormenta, cayó sobre el viejo árbol. Saltaron las ramas desde las más altas hasta las raíces y a los pocos días, todo el hermoso ejemplar estaba seco. Dijeron los reyes, guiados por los sabios y los comentarios de las personas de la Medina:

- Ha sido una pena lo que ha pasado con este árbol centenario pero la naturaleza es sabia. Nosotros, por respeto y como recuerdo de este árbol, debemos conservar su tronco hasta que lo funda el tiempo.

- Eso sí, desde luego. Aunque solo sea como símbolo y en homenaje al más grandioso de los árboles nunca visto cerca de estos palacios.

              

               Y dieron órdenes para que cortaran el tronco del viejo árbol a ras de tierra, dejando solo una peana y una pequeña plataforma, llana y visible para todas las personas. El rey dijo:

- Otra cosa ya no podremos hacer por este magnífico árbol pero de este modo, lo veremos cada día y así no lo olvidaremos.

- Muy bien pensado, majestad.

Comentaron muchas personas. Y se alegraron todos los que habían visto al árbol lleno de vida.

 

               Pocos días después de esto, la princesa que vivía en la torre cercana donde ahora se veía el tronco del árbol, enfermó. De una enfermedad tan grave y extraña, que ninguno de los sabios y médicos del reino, sabían qué le pasaba.

- Daré un tesoro entero al médico que encuentre el remedio para curar a esta hija mía.

Dijo el rey padre. A los pocos días, uno de los médicos de la Alhambra, dijo al rey:

- Majestad, yo sé cómo podría curarse esta hija vuestra.  

- ¿Cómo?

- De la manera más sencilla aunque no es fácil.

- Cuenta que estoy impaciente. Y ya sabes que te daré un tesoro entero si es verdad que curas la enfermedad de mi hija.

El medicó confesó al rey:

- Del tronco de este árbol quemado por el rayo de aquella tormenta, puedo sacar árboles pequeños.

- ¿De qué modo y para qué?

- En cuanto la princesa vean uno de los árboles pequeños salidos del tronco de este árbol viejo y seco, sanará. Y el único modo de sacar estos pequeños árboles que digo, es usando los filos de una misteriosa piedra negra que hay en algún lugar del río Darro.

Muy extrañado, el rey preguntó:

- ¿Me estás contando un cuento o es verdad lo que dices?

- Lo que le digo, majestad, es tan verdad como que ahora mismo estoy aquí presente.

- ¿Y es verdad que existe también la piedra negra que me dices?

- Existe aunque nadie la ha encontrado hasta hoy.

- Pues ahora mismo doy órdenes para que todo el que quiera, busque esta piedra y venga al tronco de este árbol a hacer los árboles pequeños que dices crecerán al verlos la princesa.

 

               Y justo unas horas después, la noticia de la piedra negra y los pequeños árboles que podían curar a la princesa, se corría por toda la ciudad de Granada y especialmente por el barrio del Albaicín. Llegó a oídos de dos jóvenes muy amigos y estos enseguida se dijeron:

- ¿Por qué no buscamos nosotros por la orilla de este río, esta piedra negra? Si llegáramos a encontrarla ¿os imagináis lo que ocurriría en nuestras vidas?

- Sí, vamos ahora mismo y nos ponemos a buscar esa piedra negra que puede curar la enfermedad de la princesa.

Y aquel mismo día, desde las partes altas del barrio del Albaicín, bajaron al río y se pusieron a buscar la piedra negra.

 

               No la encontraron ni aquel día ni al otro ni al siguiente. Sin embargo, al cuarto día buscaban ellos junto a la corriente a la altura de la famosa Fuente del Avellano y de pronto vieron una bonita piedra negra, no muy grande y algo redonda que brillaba como un diamante. El más joven exclamó:

- ¡La hemos encontrado!

- ¿Cómo sabes que es ésta la piedra que buscamos?

- Porque a simple vista se ve y porque también mi corazón me lo dice.

- Pues subamos rápido a la colina de la Alhambra y se la mostramos al médico que cuidad de la princesa enferma.

 

               Subieron a toda prisa a la colina de la Alhambra, buscaron al médico, le mostraron la piedra que habían encontrado y éste les dijo:

- Sí que es esta la piedra que puede curar la enfermedad de la princesa.

- ¿Y qué hacemos ahora con ella?

- Tendréis que partirla con otra piedra y con una de las aristas que se formará en el trozo más grande de esta negra, tenéis luego que intentar extraer del tronco del árbol seco, un buen trozo de su madera. Pero antes de hacer nada, se lo tenemos que decir a la princesa para que esté aquí presente, justo cuando vosotros extraigas del tronco seco, el trozo de madera que digo.

- Pues vaya usted rápido y dígaselo a la princesa y a todos los demás no sea que siga enfermando y en cualquier momento se muera. Nosotros, mientras tanto, buscamos otra piedra para golpear contra esta negra y que se rompa.

 

               Fue el médico en busca de la princesa y solo unos minutos más tarde, ya estaba ésta junto a los jóvenes y frente al tronco seco. Habían partido la piedra negra y mostraba unas afiladas aristas en el trozo más grande. Se la mostraron al médico y éste les dijo:

- Venga, probar y extraer un pequeño trozo de madera de este viejo tronco.

Cogieron los jóvenes el pedazo de piedra negra de aristas afiladas, clavaron con fuerza un pico en forma de gancho y luego tiraron con energía para arriba. Miraban todos, tanto la princesa como el rey, el médico y la reina esperando ver lo que surgía del trozo de madera y asombrados vieron el milagro. El pequeño trozo de madera extraído del tronco viejo y seco, al alzarlo lo jóvenes en sus manos, se convertía en un hermoso arbolito exactamente igual al frondoso árbol que un día había destrozado el rayo de la tormenta.

 

               Al ver la brillante fantasía, los jóvenes ofrecieron rápidos el pequeño arbolito a la princesa. Lo cogió ésta en sus manos y sonrió con una dulzura y belleza que enmudeció a todos los presentes. Dijo a los dos jóvenes:

- Sois los mejores porque ahora mismo, de parte del cielo, me habéis traído la vida y la alegría. ¿Qué queréis a cambio?

Y los dos jóvenes, al instante dijeron:

- Ni dinero ni tesoros queremos, princesa. Con que seas nuestra amiga para siempre, nos conformamos.

La muchacha de la bicicleta  

 

               Se le veía cada mañana, por la Carrera del río Darro, montada en su bicicleta. Con su coleta de pelo negro meciéndose al viento, pedaleando despacio y portando, en la cesta que en su bicicleta llevaba en el centro del manillar, sus libros, cuadernos, bolígrafos. También algunas manzanas que luego a media mañana se comía en el balcón mientras contemplaba la Alhambra. Era joven, alta y algo delgada y hermosa como un sueño. No tenía muchos amigos pero sí le gustaba soñar sueños bellos y encontrar, un día a un hombre bueno que la quisiera mucho y la tratara con respeto.

 

               Mientras ella cada mañana subida en su bicicleta recorría la calle más hermosa de Granada que va por las orillas del río Darro y a los pies de la Alhambra, él practicaba sus ejercicios de piano. Justo en una pequeña sala con una gran ventana en forma de balcón frente a la colina de la Alhambra. Más o menos en la mitad de la ladera del barrio del Albaicín y casi a la misma altura de la colina que tenía al frente. Por eso, cuando en esta pequeña sala se sentaba frente al piano y se ponía a tocar la música que le gustaba, siempre y a intervalos, miraba por la ventana. Para no olvidarse de las torres y murallas de la Alhambra y para disfrutarla recortada sobre las nieves de Sierra Nevada, los azules intensos del cielo en los días soleados o las blancas nubes o nieblas que con frecuencia revoloteaban al otro lado de la colina.

 

               Y también, mientras en la pequeña sala de la ventana frente a la Alhambra sacaba de su piano las melodías que le gustaba, miraba hacia la Carrera del Darro. Pensando en la joven de la bicicleta e imaginándola subida en ella camino de la casa del filósofo. Por eso, mientras la imaginaba sentado al teclado del piano, se decía: “Un día tengo que componer y luego interpretar para ella, una bonita y original melodía. Escribiré un poema y luego le pondré música y lo cantaré y tocaré para ella. Quizá tenga suerte y me salga algo que le guste mucho. ¡Sería tan importante para mí poder hacer realidad este sueño!” Y con este pensamiento se entusiasmaba tanto que tocaba y soñaba sentado frente a su piano sin encontrar un momento para descansar.

 

               A su lado, en la misma casa grande pero al otro lado, el filósofo tenía su estudio. También en una sala no muy grande que miraba para la Alhambra y a un jardín muy lozano que se extendía debajo de la ventana. Por eso, cuando el joven se encontraba junto a su piano practicando sus piezas musicales o simplemente improvisando alguna melodía que en ese momento tenía en mente, veía al filósofo. A veces, estudiando sobre la mesa de su despacho, escribiendo algo y otras veces, leyendo libros o buscando papeles por encina de la mesa o en las estanterías. El hombre era alto, muy delgado, con barba larga y blanca y escaso pelos en su cabeza. Cuando iba de un lado a otro de su despacho, siempre lo hacía lento y como meditando cada paso y sus brazos y cara, estaban arrugados por los años. Porque el filósofo era muy mayor aunque su voz siempre sonaba firme y jovial y parecía transmitir mucho entusiasmo tanto por la vida como por las cosas que enseñaba a la joven de la bicicleta.

 

               Porque el pianista, como cada día estaba más y más atento a la muchacha de la bicicleta, la veía subir por la calle Cuesta del Chapiz. Por aquí, siempre empujando a su bicicleta porque la cuesta es muy larga y empinada y al llagar a la puerta de la casa, llamaba. Veía al filósofo asomarse al balcón y le decía:

- Entra que la puerta se encuentra abierta.

Empujaban la joven, miraba, subía la pequeña escalera y en unos segundos, se encajaba en el despacho del filósofo. Sacaba de su mochila los libros y cuadernos y el filósofo se ponía a explicarle las cosas diciendo:

- Está claro, según ya muchas veces hemos hablado que la vida hay que vivirla con entusiasmo pero con mucho cuidado.

- Y también está claro que tampoco hay que tener prisa en vivir las cosas porque luego pasa lo que a mí ya tantas veces me ha ocurrido.

Y desde su sala del piano, el joven veía y oía claramente estas y otras muchas cosas. Por eso, en una ocasión escuchó a la joven que hablando con el filósofo le decía:

 

               - Ya más de cinco veces me he enamorado y nunca tuve suerte con ninguno de estos hombres.

- ¿Qué ocurrió?

- Todos me prometieron una vida feliz y hasta me dijeron que se casaban conmigo y que tendríamos muchos niños. Pero todos, uno detrás del otro, al final me dejaron argumentando que se lo habían pesando mejor. He sufrido mucho y por eso ahora desconfío tanto de los hombres que ya no quiero volverme a enamora de ninguno.

Y el filósofo le decía:

- No todos los errores son fracasos ni todas las personas y hombres pensamos y somos iguales.

- Pues yo pienso que los hombres, todos sois iguales y todos pensáis y buscáis lo mismo.

 

               Y cuando el joven pianista oía esto, algo extraño ocurría en su interior. Se sentía triste, sentía deseos de acercarse a ella, hablarle y decirle que él no era igual a los demás hombres que había conocido en su vida. Pero luego, en ningún momento encontraba la oportunidad para el encuentro que soñaba. Se refugiaba en su habitación, escribía música, tocaba el piano, soñaba con ella e imaginaba momentos hermosos paseando por las calles de Granada y palabras y reflexiones bellas.

 

               Pero un día, cuando asomado a su ventana miraba para la Carrera del Darro para verla aparecer montada en su bicicleta, el corazón se le quedó helado. La vio surcar toda la bonita calle y al torcer para tomar por la Cuesta del Chapiz, un coche le entró de frente y justo con su bicicleta, mochila y cesta llena de fruta, rodó hasta caer en las aguas del río, por donde el Puente del Aljibillo. Precipitado salió el joven de su casa, recorrió a toda prisa la calle y cuando llegó a donde había ocurrido el accidente, vio a muchas personas que la rodeaban junto a las aguas del río. Varios intentaban reanimarla pero su corazón se había parado y la sangre le cubría brazos, cara y pecho. Miró para la Alhambra, en todo lo alto de la colina, miró a las aguas del río, se puso de rodillas junto a ella, cogió su mano aun caliente y como si rezara al cielo, para sí y en silencio susurró: “¿Por qué te has ido de este modo? Ni siquiera sabías mi nombre pero te he soñado y para ti cada día he tocado mi piano. ¿Cómo podre, a partir de ahora, vivir sin verte recorrer las calles de Granada montada en tu bicicleta?”

 

               Cerca de donde su cuerpo había quedado sin vida, crecía un árbol. Un achaparrado almendro, de tronco grueso, ramas retorcidas y que todos los años, al llegar la primavera, se vestía de verde y nunca daba flores ni almendras. Pero aquella primavera, a los pocos días del accidente de la joven, el viejo almendro se llenó de flores blancas y delicadamente bellas. Suspendido sobre las aguas del río Darro y frente por completo a las torres de la Alhambra. Descubrió esto enseguida el pianista porque él, desde el día del accidente de a joven, cada tarde salía de su casa y al llegar al río, en el muro del viejo puente se sentaba a recordarla. Y como no podía consolar su pena, la soñaba, la imaginaba recorriendo las calles subida en su bicicleta y rezaba al cielo por ella, mientras miraba a las aguas del río y se admiraba de las bellas flores que el almendro había dado.

 

               Y una tarde, meditando su ausencia, escribió el siguiente poema:

 

Con la música que en mi corazón

llevo, me grita y quema

y que cada día te regalaba

sin que lo supieras,

¿qué hago yo ahora

en tu ausencia?

¿Y para quién tocaré mi piano

en las serenas

tardes misteriosas y hondas

que por aquí quedan,

si ya no estás tú, sueño mío

dando sentido a mis penas?

 

Junto a las torres de la Alhambra

 

¡Qué pena vivir en Granada

y no tener con quien compartir

sus tardes mágicas,

paseos por la Carrera del Darro

y los misterios de la Alhambra!

 

               Desde hace mucho, mucho tiempo, cada tarde recorre la Carrera del Darro, cruza el Puente del Aljibillo y por la Cuesta del Rey Chico, sube hasta lo más alto del Cerro del Sol. Por donde todavía pueden verse las ruinas del palacio Dar al-arusa y ahora crecen pinos y olivos. Nadie sabe quién es ni qué es lo que busca por aquí cada tarde y menos nadie sabe qué es lo que piensa o sueño, mientras despacio recorre estos sitios. Sí se le ve caminar muy lentamente, mirando a todo cuanto va encontrando y parándose, de vez en cuando, junto y frente a cosas insignificantes. A veces, frente a la corriente del río para observarla durante un rato y luego seguir. Otras veces, frente a los árboles que junto a las aguas crecen para seguir despacio el vuelo o canto de algún mirlo o lavandera cascadeña. Mira también a las torres y murallas de la Alhambra y a las nubes o azules del cielo que por ahí se ven. Y hay momentos que se para frente a una mata de hierba, musgo o pequeña flor que a veces encuentra en estos sitios y ahí se queda largos ratos. Coge ramitas del espliego que han sembrado por la Cuesta del Rey Chico izquierda o, desde algunas de las curvas que por aquí el camino dibuja, se para y mira para las laderas del Albaicín.

 

               Muchas tardes, por estas laderas todas llenas de casas blancas y por donde resaltan mil cipreses, el sol se derrama. Color oro y fuego, en algunas ocasiones o pálido y gris, en otros momentos. Y al ver este espectáculo, mil y mil veces fotografiado por los turistas que por aquí van y vienen, se dice: “Definitivamente pienso que Granada y la Alhambra, si uno no tiene con quien compartirlas, son tristes aunque se les vean tan mágicas. Recorrer estos lugares, observarlos despacio y llenarse de ellos, realmente tiene sentido si en la vida hay alguien muy querido con quien compartirlos”. Y en estos momentos, algunas personas dicen que lo han visto llorar, mientras sigue y remonta esta Cuesta del Rey Chico.

 

               Y una de estas tardes, invierno ya casi acabado y después de varios días de lluvias, recorría una vez más este solitario y empinado camino. A los lados, la hierba crecía y los jaramagos, ya mostraban mil flores amarillas. El sol brillaba como en el mejor día de primavera y el viento estaba en calma. Palomas, mirlos, petirrojos y gorriones, revoloteaban lanzando sus cantos por las laderas de las huertas del Generalife y por las torres y murallas que iban quedando a su derecha según remontaba. Saltaba el agua por el riachuelo que por aquí discurre pegado a las murallas y por el suelo se veían las últimas hojas ya secas de las nogueras al borde de la torrentera de la izquierda. Sabía que aquí y en lo alto, se extendían y extienden las huertas medievales del Generalife.

 

               Terminó de remontar la cuesta y al llegar a la vieja torre que aún conserva la puerta que usaban los reyes para ir desde los palacios a la casa de campo Generalife, se encontró con los olivos y los bancos de piedra. Cinco o seis olivos que por lugar sembraron para decorar un poco este paseo de las murallas y las torres escalonadas. Se paró un momento, miró a la corriente del riachuelo y luego siguió como sin prestar atención. Y solo unos metros más adelante, donde por la izquierda comienza a subir el viejo camino medieval que lleva a los blancos palacios del Generalife, la vio sentada. Sobre una pared chica que aquí han restaurado y donde el sol daba con fuerza.

 

               Tenía en sus manos un viejo libro y leía toda recogida en sí y como ausente de cuanto a su alrededor sucedía. Sus pies colgaban por la pared y su mata de pelo, tapaba parte de su cara. Al verla, le llamó la atención. Por eso se quedó parado, la observó durante unos segundos y luego se acercó despacio y muy educadamente la saludó. Al oírlo, alzó ella su cabeza, lo miró y correspondió a su saludo. Su hermosa cara de tez suave, resplandeció iluminada por los rayos del sol de la tarde. Le preguntó:

- ¿Te molesto?

- Estoy leyendo algo muy interesante pero si necesitas preguntarme algo, te escucho.

- Es que, por pura casualidad, me gustaría saber qué es lo que estás leyendo.

- ¿Y eso por qué?

- Me llama mucho la atención verte aquí tan solitaria, sentada en esta vieja pared, frente a las torres y murallas de la Alhambra, en este rincón de los olivos y besada por el sol que cae. Dime por favor qué libro lees.

 

               Y ella, como si guardara un pequeño secreto, tapó con sus manos el título del libro, lo abrió por la página que estaba leyendo, se lo mostró un poco y le dijo:

- La historia que ahora mismo leo en este capítulo, habla de la Alhambra.

- ¿Y qué cuenta?

- La describe desde aquí mismo y el escenario es como una inmensa ruina a otro lado de la muralla que tenemos al frente. Todo por ahí dentro se encuentra destrozado, las plantas secas y ciento de piedras amontonadas y desperdigadas. Pero a esas ruinas, ha llegado un grupo de jóvenes y entre estas piedras y torres derruidas, quieren montar un campamento. Mientras tanto, por un trozo de muralla rota, salta un guía y busca una ventana para entrar al interior de los palacios también en ruinas y deshabitados.

- ¿Y qué es lo que buscan en los escombros de esos palacios?

- Según narra el relato, buscan no un tesoro sino varios y por eso los describe muy interesados en la aventura que tienen entre manos.

 

               Al oír esta historia, el hombre pensó un momento y luego dijo a la joven del libro:

- Pues la Alhambra que en tu libro se describe debe ser muy antigua porque ahora mismo, el rincón que sirve de escenario al relato que me cuentas, todo está cuidado, limpio y lleno de plantas con muchas flores.

- La Alhambra que describe este relato, existió hace mucho tiempo y por eso es tan interesante el libro que tengo entre mis manos. Lo que aquí se cuenta es real aunque sea muy, muy viejo. ¿Y sabes para qué sirve?

- ¿Para qué?

- Para una reflexión seria y profunda sobre la vida, el tiempo y lo que queda o no al final de todo. Nada es eterno en este suelo y todo, absolutamente todo, vuelve al polvo del que un día salió.

Y el hombre, de nuevo estuvo a punto de preguntarle por el título del libro. No se atrevió porque notaba que la joven lo ocultaba con su mano como si se tratara de gran misterio. Por eso, pensó que la estaba molestando. Y como no quería ser descortés, la miró una vez más y le dijo:

- Siento si te he importunado y te agradezco tu comentario del relato que en este libro lees. Sigo mi camino y te dejo en tu rincón y paz. Pero antes de irme ¿me permites una pequeña y última pregunta?

- ¿Qué quieres saber?

- ¿Volverás por aquí otro día y te sentarás en esta pared a leer tu libro?

- ¿Y para qué me preguntas eso?

- Yo paso por aquí con frecuencia y como me intrigas mucho, no solo tú sino también el libro que lees, por eso te hago esta pregunta.

- Pues no sé si volveré algún otro día pero cuando pases por aquí, si me ves, te acercas y me preguntas. Te diré el título de este libro, te descubriré quién soy y te contaré las más hermosas y misteriosas historias que nunca se han dicho de la Alhambra. Todas están recogidas en el libro que ahora mismo tengo entre mis manos.

 

               Agradeció el hombre a la joven sus palabras, se retiró y siguió subiendo por el bonito paseo de los olivos, torres y murallas. Algo ilusionado y al mismo tiempo lleno de intriga por lo que había visto y oído. De nuevo se dijo: “¡Qué pena que a nadie tenga en mi vida para compartir estas historias, tardes y momentos de la Alhambra y de Granada!”

EN LA NOCHE

 

               En la noche, mientras Granada duerme y, sobre su colina la Alhambra es silencio, una ventana emerge. Como del corazón del tiempo y enmarcada por las celosías del viento y deja ver las escena, los paisajes y el momento. Ahí, donde el río del agua clara y amigo de la Alhambra, forma un gran valle, todo sembrado de huertas y densos árboles. Al lado de arriba, se ve un cortijo blanco, algunas personas entrando y saliendo, cuatro rosales en la puerta y las viñas y olivos a un lado y otro.

              

               Es primavera recién llegada y por eso todos los campos están verdes y chorreando el agua que las lluvias de los días atrás, han dejado. Pero esta mañana, el cielo amanece despejado, con solo unas nubes blancas por el lado de la salida del sol y colores oro y plata, según llega la luz del nuevo día. Se le ve aproximarse, caminando siguiendo una sendilla que remonta por el río y al llegar a la puerta del cortijo, saluda al que sale a recibirle y le pregunta:

- Vengo buscando a una persona muy importante que el otro día me dijo que hoy me esperaba aquí. ¿Ha llegado?

El que lo recibe lo mira y responde:

- No sé quién es esa persona importante pero por el monte cercano y por detrás de este cortijo, hoy están cazando. ¿Acaso buscas tú a un rey, a un príncipe o a una princesa de las que viven en la Alhambra o en otro lugar de la tierra?

- Sólo sé que es importante, la persona que por aquí vengo buscando y que va a revelarme un gran secreto que creo es una llave. Traigo mi corazón emocionado.

- Pues busca por los bosques cercanos porque en este cortijo ahora mismo no te espera nadie porque ninguno por aquí te conocemos.

 

               Y desde la puerta del blanco edificio, camina para la parte de atrás. Llega enseguida a donde unos grandes árboles y dos sendas se dividen. Toma por la que remonta al frente como buscando lo más alto de la montaña y sigue mirando con el deseo de encontrar a la persona que busca. Media hora después, siente perros ladrar y al poco, por entre el monte, aparece un hombre. Se para frente a él, lo saludo y le pregunta:

- Busco a una persona muy importante que tiene que transmitirme un secreto y darme un gran encargo. ¿La has visto por aquí?

- ¿Es algún rey de la Alhambra, príncipe o princesa?

- Creo que sí pero no estoy seguro. ¿A dónde lleva la senda que estoy recorriendo?

- A dos lugares muy concretos. Solo unos metros más arriba, se divide en dos. La de la derecha, lleva a la gran roca en el collado y la de la izquierda, lleva a lo más alto de la montaña que ves al frente. ¿A dónde quieres ir tú?

- Solo tengo claro que busco por aquí a quien me dijo que viniera. ¿Qué es lo que hay en la gran roca del collado y qué se ve desde ahí?

- La gran roca es como un espléndido mirador hacia un mundo muy hermoso y sagrado. ¿Buscas tú esto?

- Tengo que encontrar a quien me ha citado para entregarme las llaves del secreto y tesoro más grande. ¿Qué se ve desde la cumbre de la montaña de esta senda de la izquierda?

- Se ve el río Darro, el valle por donde corre, la colina de la Alhambra, el Albaicín y Granada. ¿Te sirve para algo esto?

- Si desde ahí encuentro o veo lo que vengo buscando, puede que me sirva mucho.

 

               Y despidió al hombre de los perros. Mientras se alejaba siguiendo la senda de la izquierda, el que se quedaba, para sí susurró: “Otro loco más en este mundo en busca de su felicidad, su tesoro personal”. Y el que ya subía por la senda dirección a la cumbre de la montaña, para sí también susurró: “Si es tan importante y me revela ese gran tesoro y secreto y me entrega las llaves de lo que mi corazón intuye, mi vida entera cambiará por completo”.

 

               En la noche, mientras todos duermen y también Granada, la Alhambra y el mundo entero, se le ve a través de esta ventana que surge como del corazón del tiempo. Nadie lo conoce, nadie sabe quién es y solo unos pocos sabemos que existe y camina por estos lugares soñando un sueño. Y aunque, desde la lógica y realidad que ahora cada día los humanos vivimos todo parece una auténtica fantasía y puro cuento, vive y palpita y es eternidad. Bella eternidad, luminosa o triste, según se le mire pero fuerte y limpia como nunca hubo nada igual en este suelo.

DOMINGO DE RAMOS EN GRANADA

 

           Los ríos que descienden de las montañas al levante de Granada y de la Alhambra, siempre han traído aguas muy limpias y frescas. Esencias de nieves y plantas aromáticas, para regar las tierras de la Vega del Genil y los jardines de la Alhambra. Y junto a estos ríos, desde tiempos muy lejanos y aun en épocas más recientes, muchas personas han vivido, labrando sus huertos, cuidando sus animales y persiguiendo sus pequeños o grandes sueños. Cerca de las aguas de uno de estos ríos, no hace muchos años, se vino a vivir un hombre solitario. Amigo de los animales y cosas de la naturaleza pero un poco raro, según decían algunos. Puso su tienda de campaña al borde de un gran charco azul y una cascada blanca y, en compañía de algunos animales, vivía ajeno y lejos de la ciudad y personas. Para ocupar sus largos ratos de silencio y soledad en estos lugares, se le ocurrió escribí sus vivencias en un cuaderno. Y en las páginas de este cuaderno, dejó cosas muy curiosas. Un día, cayó en mis manos una de las historias que en este manuscrito había recogido y como me pareció sugestivo, la leí con mucho interés y luego me animé a reflejarla aquí.    

 

           Del cuaderno del hombre del río que riega a la Alhambra.

           “¿Qué es lo que ha pasado? Ayer me dolía la rodilla a rabiar y hoy ni siquiera la siento. Y, además, esta noche he dormido tan profundamente que hasta me asusto de tanta placidez y honda sensación. Una vez más he sentido como si el mismo cielo me hubiera mecido entre sus brazos. Y claro que es delicioso pero me asusta tan densa y dulce paz. Le estoy buscando alguna lógica al sueño sereno que he tenido esta noche y a la remisión del dolor que ayer se comía a mi rodilla derecha y no sé qué decirte. Para tanta armonía y consuelo, no encuentro explicación ni sé a qué se debe.

 

           Te explico las cosas para que las sepas y queden escritas y, por si de paso, encontramos alguna respuesta convincente. Ya te decía ayer que me dolía mucho la rodilla y que necesitaba ir a Granada capital. Me fui andando y tenía que darme prisa porque a las doce y media era la bendición de los ramos. Pero me era imposible correr porque, aunque andar si podía, me dolía mucho la rodilla. Y, sobre todo, cuando el desnivel del terreno era cuesta abajo. Cada vez que, con el pie izquierdo echaba un paso adelante, la rodilla del pie derecho parecía saltarme en pedazos. Pero me agarré al viento y me decía: “Tengo que llegar a tiempo para coger la bendición de los ramos.” Y llegué a las cumbres que, por el lado del levante, coronan a la ciudad de Granada. Por encima del barrio del Albaicín y desde donde siempre se ve la más hermosa y amplia imagen de la Alhambra. Bajé por las veredas, entré en las estrechas calles de este bonito barrios, pasé por entre los turistas y, justo unos minutos antes de las doce y media, llegaba a la plaza de la catedral. A la derecha de la puerta, en una mesa, vendían trocitos de ramas de olivo. Por veinte céntimos compré un tallo pequeño y, al entrar al recinto, ya los estaban bendiciendo. Unas gotitas de agua bendita cayeron sobre mí y sobre mi rama de olivo. Ya me sentí bien porque al fin tenía en mis manos, al menos, un pequeño ramo. Y estaba yo mirando a las personas que, en procesión, iban con sus palmas por el centro de la catedral cuando alguien se puso a mi lado. Sin más rodeos me preguntó:

- ¿Dónde se recogen los ramos?

Miré y me encontré con la cara de una señora alta y muy bella que sonreía. Le dije:

- Hay que comprarlos en la entrada.

Me respondió:

- Pues otros años los regalaban ahí junto al altar. Yo no me he traído el monedero y no tengo dinero.

 

           Sin pensar en lo que hacía, partí en dos mi ramita de olivo y le di la mitad. La cogió, me dio las gracias, le dije que no las merecía y, en estos momentos, se movió para ponerse detrás de mí. Unos segundos más tarde miré y ya no la vi. Me pregunté: “¿Quién será?” Algo después, salí del recinto y ¿qué te crees que sentí al cruzar el umbral de la catedral? Que la rodilla no solo no me dolía sino que ni la sentía. O la sentía sin dolor y como si en ese mismo momento hubiera tenido diez años de edad. Me seguí extrañando y miré con más interés con el deseo de encontrar a la señora de la mitad de mi ramo de olivo pero no la vi. Hacía calor, las calles estaban llenas de turistas, por todos sitios muchos vendían cosas, las sillas de los palcos para las procesiones de Semana Santa, ya estaban puestas y las personas iban en manga corta.

 

           Recorriendo las calles de la ciudad, me venía para las afueras de Granada y pasé por la Plaza del Triunfo. La han arreglado y en estos días la han abierto al público. Ha quedado bonita porque corre agua, crecen las flores y reluce el césped. Seguí subiendo, de nuevo atravesé el barrio blanco del Albaicín, salí de la ciudad y mi rodilla enferma, seguía sin dolerme nada. Llegué al Cortijo de la Viña y al verme, la niña se abrazó a mi cuello y me comía a besos. Esta encantadora criatura, nunca dejará de ser nuestro cielo particular. ¡Si la hubieras visto! Estaba tan guapa que entraban ganas de comérsela. Toda vestida de azul, con sus dos trenzas negras, sonrisa blanca y zapatitos rosa, parecía toda una flor viva engalanando a la luz del día del Domingo de Ramos. Como la primera flor que este año le ha nacido a la primavera. Me decía:

- Quiero ver a Enebro y quiero ver al borriquillo de mis sueños. Tengo ganas de abrazarlos y de trotar con ellos por los campos.

 

           Le dije que el borriquillo de algodón, Enebro y Bandolero, a todas horas la recuerdan y allí en el cortijo me quedé con ella, con su madre y los que labran la tierra. Ya por la tarde me hizo un regalo para ti y para sus dos caballos. Me entregó también un buen puñado de manzanas. Y, como sabía que hoy se cumple un año, me dio muchos recuerdos y muchos besos. Cuando caía la tarde llegaba yo, de regreso de Granada y Domingo de Ramos, a este Prado de los Fresnos. Me estabais esperando y lo primero que hice fue daros las manzanas. Cuando cayó la noche, me fui a mi tienda y, con el fresco del primer día de primavera, me venció el sueño y de un solo tirón he dormido todo el rato. Cuando he despertado hoy, día veintiuno de marzo, he pensado en las cosas y me he preguntando: “¿Qué es lo que ha pasado?” Tú ya vas camino de los cuatro años, nuestra pequeña amiga está cada día más guapa, a mí ya no me duele la rodilla, el cielo se presenta algo nublado y parece que lloverá, he dormido esta noche como en un sueño mágico y ahora mismo tengo aquí conmigo el pequeño ramo de olivo que ayer me bendijeron en la catedral de Granada. ¿Sabes qué haré con él? Voy a sembrarlo junto al acebo del mirlo. Sé que los tallos de olivo agarran fácilmente y por eso pienso que éste puede echar raíces y crecer en este rincón de las montañas y ríos de Granada. Sería bonito para tener un recuerdo de este singular Domingo de Ramos. Pero aun así te sigo preguntando: ¿Qué es lo que pasó en el día de ayer y qué es lo que esta noche ha ocurrido?”

PAISAJES NEVADOS  

 

               Al levante de la colina de la Sabika, entre el río Genil y Darro, se alza un monte muy bonito. Una pequeña montaña que es casi mirador a un valle ancho, a las cumbres de Sierra Nevada, al cauce del río Darro y a las torres y murallas de la Alhambra. En todo lo alto de este monte, hay unas ruinas muy antiguas, justo donde crecen varios árboles centenarios y desde donde se descuelga una pequeña ladera sembrada de olivos y un ancho arroyo que entrega sus aguas al río Darro antes del valle. A la derecha de este monte hermoso y extraño, hubo bosques y hondonadas, al frente y por donde el sol cada día sale, se prolongaban las montañas, a la izquierda, se adivinaban copiosos manantiales y a las espaldas, por donde el sol se pone cada tarde, es por donde se eleva la gran colina de la Alhambra y la ancha Vega de Granada.

 

               Muchas tardes, en mis paseos por los lugares que rodean a la Alhambra y fueron paisajes muy concretos en otros lejanos tiempos, he subido hasta lo más alto de este cerro. Siguiendo una estrecha sendilla de tierra y aquí, en las gruesas piedras llenas de musgo y besadas por el sol, la lluvia y el viento, me he sentado. Frente a las nieves de Sierras Nevada, con la ladera de los olivos y la profundidad del arroyo, a mis pies y acompañado solo del vientecillo fresco que por el lugar siempre corre, del profundo silencio, de la soledad en este monte y del azul del cielo y el sol de las tardes.

 

               Y cuando en este silencio y mirador a los infinitos, solo me he sentado, siempre he sentido como un misterioso beso. Como si Dios, el cielo, el Universo eterno, estuvieran a mi lado mostrándome un camino muy bello y por completo oculto a los ojos de la cara. Sin saber cómo ni pretenderlo, he rezado y me he sentido bien. Hondamente en paz conmigo mismo, lleno de vida y fuerza y con la clara sensación de estar en presencia de lo más puro, bello y eterno. Por eso, más de una vez me he dicho: “Es como si en este cerro, entre las piedras de estas ruinas y al rumor del vientecillo por entre estos centenarios árboles, estuviera Dios abrazando. Y como si en este abrazo me dijera:

- Te estoy mostrando, de la manera más limpia y sencilla, quién es el dueño de cuanto existe y que para ti tengo reservado ese gozo profundo que a lo largo del tiempo tú y millones de personas, habéis soñado. Te tengo reservado el mayor y mejor de todos los paraísos.”

 

               Y como una vez y otra y cada tarde que por este lugar vengo, me siento bien parado en este cerro y meditando, creo que ahora ya sí estoy preparado para contar el relato. Sentado encima de las piedras de este amigo rincón, miro hacia la ladera de los olivos, terreno que me queda en la dirección en que sale el sol y a mis pies y me parece verlos. A la madre, a su niña, al padre y al anciano y, sobre todo, a ellos montados en sus caballos y gritando mientras bajan hacia el barranco para hacerlos desaparecer. Y aunque todo esto sucedió hace ya mucho, mucho tiempo, cuando todavía había reyes en la Alhambra, a veces me parece que ocurre ahora mismo.

 

               Por la ladera que cae hacia el arroyo, un día y otro, ellos se movían. Cuidando de los olivos, en muchos momentos, recogiendo orégano, moras de las zarzas, mejorana o bellotas de las centenarias encinas que por el lugar crecen y sentándose frente al sol de la mañana para calentarse en los días fríos de invierno. Y los cuatro eran felices a pesar de la dura lucha de cada día y los escasos alimentos que de la tierra sacaban. Porque también cultivaban un pequeño huerto junto a las aguas del arroyo y cuidaban un reducido rebaño de cabras y siete u ocho ovejas. Abajo, ya casi al final de la ladera, por donde el arroyo se despeña en tres o cuatro cascadas y luego se remansa en charcos, tenían su vivienda. Una bonita cueva natural en el mismo corazón de una gran roca y que mostraba su puerta en la misma dirección en que se van las aguas del arroyo. Por eso, desde la hermosa puerta natural de esta cueva, nada más situarse aquí, ellos veían un paisajes muy amplio y bello. En primer plano les quedaba la ladera de los olivos, que arrancaba justo de la puerta de la cueva y luego subía como trazando juegos con el sol de la mañana. Al fondo, se veía siempre el arroyo, alejándose por entre dos altas colinas y a su derecha y un poco más al norte, era por donde los bosques se espesaban. También era por aquí por donde aquella mañana de invierno y paisajes nevados, aparecieron los hombres de los caballos.

 

               El día anterior, al caer la noche, el cielo estaba muy nublado pero no hacía frío ninguno. Sin embargo, según la noche fue avanzando, el frío aumentaba y ya de madrugada se oyó el crujido de un gran trueno. Dentro de la cueva, junto a las cascadas y en la gran roca, acurrucadas en sus mantas de lana y piel de oveja, la madre dijo a su niña, al notar que ésta se despertaba:

- Es una tormenta que se acerca. Dentro de un rato, la lluvia caerá y puede que sople fuerte el viento.

- ¡Tengo miedo!

Exclamó la niña acurrucándose en la madre y en las mantas de lana.

- Tú no te preocupes que en estas montañas, estas cosas pasan cuando menos se les espera. Arrópate bien para no tener frío y deja que la nube llegue y descargue lo que quiera.

 

               Se oyó otro trueno pasado un rato y entonces la madre miró para la puerta de la cueva. Vio que la luz del nuevo día ya entraba en la cueva y también comprobó que no era lluvia lo que del cielo caía sino grandes copos de nieve. Miró a su niña y la vio dormida, muy liada en las mantas de lana y tuvo el deseo de llamarla para que viera la nieve caer. Pero se dijo: “Mejor es que la deje dormir hasta que se despierte sola. Ya tendrá luego tiempo de ver la nieve tapizando estas laderas y todos los paisajes que nos rodean”.

Y tal como estaba ella también acurrucada en las mantas, siguió mirando a través de la puerta de la cueva. La nieve caía en grandes copos que suaves se posaban sobre las piedras de la misma puerta y en las ramas de los árboles que había cerca. Se dijo mudamente y como hablando consigo misma: “Es tan mágico este amanecer y tan hermosos los copos blandos que caen que hasta entran ganas de irse volando”.

 

               Y en este embeleso y silencio estuvo durante mucho rato. Luego, cuando ya la luz del nuevo día iluminaba claramente, se incorporó de la cama de mantas donde, junto a su niña, estaba acurrucada. Cogió algunas ramas y palos secos, en el rincón de la derecha hizo fuego en el hueco que servía de chimenea y se puso a calentar un poco de leche, mientras doraba una pequeña sartén de migas para ella y para su niña. La despertó un poco más tarde y cuando ésta vio los copos de nieve caer y el gran manto blanco que ya se veía a lo ancho de los paisajes, dijo a la madre:

- Nunca he visto yo un amanecer tan mágico como éste. ¿Hasta cuándo estará nevando?

- Es una tormenta que cruza por estas montañas. Puede que pare dentro de un rato.

 

Y media hora después, dejó de caer nieve. Ya todos los campos estaban por completo cubiertos de una ancha y espesa alfombra blanca. Después de comerse la pequeña sartén de migas con leche de cabra calentita, salieron de la cueva, muy abrigadas en gruesas telas de lana y la madre dio su mano a la niña. Se puso a caminar por la sendilla que desde la cueva surcaba la ladera y subía hasta lo más alto del collado que se veía al frente. Era este el camino que el padre y el abuelo, recorrían con frecuencia para acercarse a la ciudad de Granada y a los recintos de la Alhambra. También para sus tareas en los trabajos de las tierras, olivos y pequeño rebaño de cabras y ovejas. Y precisamente el día anterior, el padre y el abuelo, habían recorrido este camino dirección a la Alhambra. Porque dos días antes, a su cueva junto a las cascadas, habían llegado unos soldados montados a caballo y le dijeron al padre:

- De parte del secretario general del rey de la Alhambra, que te presentes mañana mismo en aquellos palacios.

- ¿Para qué me quiere y qué tengo que llevar?

- No lo sabemos. Nosotros solo te comunicamos lo que nos han dicho.

 

               Y al día siguiente, el padre y el abuelo, salieron de la cueva, tomaron por la sencilla que surca la ladera y al poco, trasponían por el collado, dirección a la Alhambra. Hoy, esta extraña, serena y blanca mañana de invierno, ya hacía bastantes horas que los dos faltaban de estos lugares. Y como la madre no tenía ninguna noticia ni señal, dijo a su niña mientras ahora se ponían en camino por la senda de la ladera:

- Vamos a subir al collado a ver si desde ahí los vemos por algún lado.

- Pero mamá, con tanta nieve como ahora mismo hay en estos lugares ¿cómo van a volver ellos?

- Tu padre y el abuelo, siempre han sido valientes y fuertes. Yo he aprendido de ellos y por eso tú no tengas miedo. Mientras los esperamos y salimos a su encuentro, también disfrutamos de esta nevada tan grande y blanca, ahora mismo cubriendo estos campos.

 

               Y conforme ya iban recorriendo la ladera, descubrían que las nubes se abrían en el cielo. El viento estaba por completo en calma y el sol, por lo más alto de las montañas al levante, aparecía de vez en cuando. Por eso, en cuanto la nieve dejó de caer, todo el paisaje se quedó por completo en calma y hasta parecía que la primavera quería brotar por todos lados. Lentamente remontaron ellas siguiendo la senda hasta que se encajaron en lo más alto del collado. Donde uno de los arroyos de la ladera nacía y donde, a un lado y otro, crecían gruesas y recias encinas. Todas se veían con sus ramas llenas de nieve y lo mismo los amplios paisajes que desde el lugar se divisaban.

 

               La madre detuvo sus pasos justo en lo más alto y, durante unos segundos, miró muy concentrada para la robusta colina de la Alhambra. A lo lejos, como perdida entre finas cortinas de nubes y algo tapada por grandes sábanas de niebla, se vía la recia figura de la Alhambra, las altas torres y murallas y más al fondo, se intuía la ancha Vega de Granada y las casas de la ciudad, todas también cubiertas de blanco. Y mientras ella se asombraba del inmaculado y ancho paisaje que ante sus ojos se abría, sus pensamientos se concentraba más y más en el recuerdo del marido y del abuelo. Para sí pensaba: “¿Dónde estarán ahora mismo y qué puede haberles pasado para que no vuelvan?” Le preguntó su niña:

- ¿Tú crees que regresarán esta mañana?

- No lo sé pero seguro que sí. Por eso, aquí mismo vamos a quedarnos a esperarlos para, en cuanto lleguen, ver qué noticias nos traen y por si necesitan que les ayudemos en algo.

 

               A la derecha del collado, sobre una gran piedra, la madre y la niña se sentaron. Frente al sol que cada vez aparecía más hermoso y, por entre las nubes, se quedaba más rato. Por detrás de ellas, un poco retirado en el terreno del collado, se veía la pequeña construcción de piedra. Una obra muy sencilla, rectangular, con solo seis metros de largo y tres de ancho que el padre y el abuelo, habían levantado tiempos atrás. Con piedras calizas, trabadas entre sí con mezcla de cal y arena y rematada en las partes altas, con sencillas estructuras de madera. Sobre esta estructura ellos habían colocado varias capas de ramas: retamas, lentiscos, madroñeras, ramas de encinas y juncos del manantial que brotaba algo más arriba. Y en esta tan sencilla y pequeña construcción, guardaban ellos algunos de los frutos que recogían en las cosechas y también las herramientas para labrar las tierras.

 

               Por dentro, la pequeña construcción, estaba dividida en dos estancias. La primera era donde se encontraba la puerta para entrar y donde también habían construido una sencilla chimenea para hacer lumbre en los momentos en que lo necesitaran. La segunda estancia, servía como de habitación y era aquí donde ellos guardaban los productos que recogían de las tierras: algo de trigo, avena y cebada, almendras, nueces, manzanas, higos secos y avellanas. A lo largo del año, de estas reservas en forma de despensa, iban cogiendo lo que necesitaban para alimentarse y también lo compartían con los animales que cuidaban. La paja que sacaban del trigo, avena y cebada y también algunos que otros cereales, se la daban como alimento a su pequeño rebaño de ovejas y cabras en los días de invierno y momentos de nieve como el que hoy se había presentado.  

 

               Por eso, al poco de estar sentadas en la piedra al lado del camino, para descansar de la subida de la cuesta y para calentarse un poco con el sol que de vez en cuando aparecía por entre las nubes, la madre dijo a su niña:

- Ayúdame y echamos de comer a las cabras y ovejas nuestras. Hoy no podremos llevarlas por el campo con tanta nieve por estos paisajes.

Y la niña, siguió a la madre dirección al pequeño edificio de piedra donde estaban las alpacas de paja y el grano para alimentar a sus animales. Y pisaban ellas el umbral del edificio de piedra cuando, de pronto, sintieron voces y gritos. Sorprendida la madre miró para el barranco y, por la ladera al otro lado del arroyo, los vio. Un grupo de soldados montados a caballo, algunos y caminando, otros, bajaban por el camino. Delante de ellos, traían al padre de la niña y al abuelo y al llegar al arroyo, todos quedaron ocultos por entre las adelfas, tarayes y juncos. La madre siguió mirando y no tardó en oír desgarradores gritos que pedían ayuda. Los soldados parecían alegrarse y con los caballos, trotaban de un lado a otro y lanzaban grandes voces.

 

               Por completo aterrada la niña, preguntó a la madre:

- ¿Qué está pasando?

- No lo sé, hija mía pero creo que algo muy grave.

- ¿Están matando a padre y el abuelo?

- Quizá no pero parece que sí le pasa algo.

- ¿Vamos y les ayudamos?

- Puede que mucho no podamos hacer nosotras pero sí, vamos.

Y la madre, haciendo un esfuerzo para que su niña no viera el miedo que en su corazón había, cogió a la pequeña de la mano y rápidas comenzaron a bajar por la sendilla de la ladera. Pero solo unos minutos después, vieron a los hombres de los caballos subir a prisa ladera arriba, ahora ya sin el padre ni el abuelo. Dijo la madre a su niña:

- Vienen a por nosotras.

- ¿Qué hacemos, mamá?

 

               Sin pronunciar palabras, la madre agarró fuerte a su niña, se volvieron para atrás, subieron a toda prisa el trozo de ladera que habían recorrido solo uno minutos antes y se refugiaron en la pequeña construcción de piedra. No tardaron los soldados en llegar, abrieron la puerta del corral de los animales y los empujaron por la senda que desde el collado seguía dirección a la colina de la Alhambra. Pero antes de alejarse, el que parecía jefe del batallón, ordenó:

- Prended fuego al pajar y que arda todo lo que dentro hay.

Solo unos minutos después, el chorro de humo blanco y con olor a hierba seca y monte, se elevó desde el collado. Hacia las cumbres blancas y las nieves que relucían en las montañas más altas. Y mientras los soldados dirigían sus caballos por el camino que desde allí viene a la Alhambra, por entre las llamas y humo de la pequeña construcción de piedra y monte, se oían gritos pidiendo ayuda. No le hicieron caso y sí continuaron empujando camino adelante al pequeño rebaño de ovejas y cabras.

 

               Al poco, se alejaban del collado y todo por el lugar quedó en silencio y por el aire revoloteando las últimas hebras de humo. Al caer la tarde, el cielo se nubló densamente y al oscurecer, la nieve comenzó a caer. Sin parar estuvo nevando toda la noche y al amanecer, todo el collado, las laderas y montañas cercanas, amanecieron cubiertas con un espeso manto blanco. Una nevada como no se había visto nunca por estos lugares. Por el collado, por las ladera de los olivos, por el barranco donde la cueva en las rocas y por la curva de las adelfas y grandes charcos azules, todo era silencio profundo y quietud eterna. Solo algunos mirlos, petirrojos y zorzales, revoloteaban como buscando un trozo de tierra libre de nieve.

 

               Durante diez días, la nieve siguió cayendo y los campos estuvieron cubiertos más de un mes largo. Luego salió el sol y poco a poco, la nieve se fue derritiendo. Y por los paisajes, la hierba creció y se abrieron cientos de flores en todos los colores y tamaños. Nadie apareció ni por el collado ni por el barranco de la cueva ni nadie echó de menos al padre, al abuelo o a la madre con su niña. Siguió corriendo el tiempo y en ningún momento, nunca nadie habló ni comentaban lo ocurrido por el lugar. Hoy, muchos, muchos años después de todo aquello, yo vengo de vez en cuando al collado donde estuvo y todavía se ven algunas ruinas de aquel pequeño edificio de piedra y monte. Sobre estas ruinas me siento en silencio y rezo. Y a veces noto como si el mismo cielo me abrazara y llenara de consuelo. Como si Dios, desde lo más profundo de la eternidad y donde no existe el tiempo, emergiera y por aquí se hiciera presente de una forma especial, para abrazar y besar a la madre con su niña y al padre y al abuelo.

AMIGO DE LOS POBRES

 

Almanzora, es el pequeño barrio en la ciudad de Granada, en la ladera de la Alhambra entre la Cuesta de Gomérez y el río Darro, por debajo de la Torre de la Vela y por encima de la iglesia de Santa Ana. El nombre viene del árabe al-Mansura, título concedido al rey zirí Badis, que construyó el palacio en la zona de Santa Isabel la Real. Mauror, a los pies de Torres Bermejas, es otro bonito barrio parecido al Albaicín aunque más pequeño y menos visitado por los turistas. Aquí estuvo parte de la Garnata-Al-Yahud, la granada de los judíos. Fue la judería de Granada hasta el siglo XI. Su máximo esplendor se dio antes de la matanza de judíos por los musulmanes en el año 1066.

 

A primera hora de la mañana, el frío era muy intenso. La escarcha tapizaba de blanco toda la ribera del río, al borde de las acequias y por los huertos. También por la ladera que, desde el Darro, subía hacia la Alhambra. Aunque, al salir el sol, el cielo se veía todo azul, por completo limpio de nubes y como expectante. Porque ni siquiera una pizca de aire se movía y sí al fondo, por encima de las torres de la Alhambra, relucían limpias las nieves de Sierra Nevada. Junto al río, por los pequeños huertos y las laderas que subían hacia la Alhambra, solo algunos pajarillos revoloteaban. Un par de mirlos, varias currucas y algunos petirrojos. Era pleno invierno y por eso, a primera hora de la mañana, todo parecía no muerto sino parado en el tiempo y como esperando.

 

Ellos, los que tenían sus huertecillos por donde hoy se encuentra el barrio Almanzora y el del Mauror, los esperaban. Se reunieron a primera hora de la mañana y como el frío era tanto, justo en el pequeño collado que unía las tierras de la colina del lugar hoy conocido como Mauror con las tierras de la ladera hoy también conocida como Almanzora. En el trozo de tierra más alto y, donde en aquellos momentos nada había sembrado. Y alrededor de la lumbre, mientras calentaban sus manos y lo esperaban, unos y otros comentaban:

- ¡Es una pena que nos deje solo! Nunca nadie nos ha querido tanto como él ni tampoco nunca nadie nos trató con tan exquisito respeto.

- ¡Y que lo digas! Por eso en estos momentos, nuestros corazones están tristes y nos encontramos tan desorientados. ¿Quién nos defenderá, a partir de ahora, ante el rey y ante los poderosos que cada día nos oprimen más y más?

 

               Esto y cosas parecidas comentaban al amanecer de aquel frío día de invierno, mientras lo esperaban en las mismas tierras de sus huertos y junto a la lumbre que habían encendido. Por la parte alta de donde ellos se concentraban, se veían las torres de la Alhambra. Emergiendo desde los palacios y circundadas por la recia muralla. Al lado de abajo, corría el río Darro y a la derecha y a sus espaldas, los huertecillos se escalonaban por toda la ladera. Salpicados por algunas casas y surcados por caminillos y acequias que recorrían la ancha ladera desde la cuenca del río Darro hasta la cuenca del río Genil. De estas tierras, convertidas en cultivo y repartidas en pequeños huertos, sacaban ellos para ir viviendo. Por eso también, además de hortalizas y legumbres, aquí tenían sembrados muchos árboles frutales que daban cosechas en varios momentos a lo largo del año.

 

               Y precisamente él, “El amigo” que era como sencillamente lo llamaban, en los momentos de la recogida de los frutos, era cuando más los visitaba. Ellos le decían:

- Es que necesitamos que usted habla con el rey a ver si en esta temporada nos paga los frutos algo mejor que el año pasado. Tenemos muchos problemas en las casas y, aunque nos matamos trabajando, escasamente sacamos para comer.

- Vosotros no preocuparos que, por mi parte, mañana mismo hablo con el rey y le trasmito vuestras necesidades.

- Sabemos que usted es bueno y, desde que lo conocemos, también hemos comprobado que nunca nos ha defraudó.  

Y aprovechaban la ocasión para comentar:

- También tenemos que comunicarle que cada día estamos más extrañados.

- Extrañados ¿por qué?

- Desde hace tiempo, todos los pobres que tenemos algún huertecillo en estas laderas o junto a los ríos, nos preguntamos por qué usted muestra tanto empeño en ser amigo nuestro. ¿Nos lo puede decir?

 

               Y el amigo, hombre mayor, alto, delgado y con melena y barbas largas, cariñosamente les decía:

- Mis padres, siempre me enseñaron y dijeron que, por encima de todo y en cualquier momento y lugar, debía ser amigo y amar a las personas pobres. Al principio y cuando era niño y luego joven, no comprendía por qué ellos tenían tanto interés en que siempre tratara bien a los pobres. Pero según ha ido pasando el tiempo, sí que lo he entendido perfectamente.

- ¿Y nos lo puede explicar?

- Como ya más de una vez habéis visto, cada día os lo muestro con mis obras. Pero además de palabras, también os digo que vosotros y todos los pobres de este mundo y en todos los tiempos, sois los bendecidos de Dios y los herederos del cielo. Nadie, absolutamente nadie en este mundo, será nunca feliz plenamente ni amigo de Dios ni herederos del cielo, si desprecia o maltrata a los pobres y a las personas en general.

 

               Y al oír esto, los hombres pobres de los huertecillos en las laderas por debajo de la Alhambra, guardaban silencio, meditaban algo y luego seguían preguntando:

- Pero es que usted no solo es bueno con nosotros sino que además, es amigo de los reyes y poderosos. ¿Cómo nos explica eso?

- Pues del mismo modo que ya os he explicado lo otro: que en esta vida, el proceder más inteligente y noble que podamos tener, es siempre tratar a los demás con respeto. Los reyes, los poderosos y los ricos en general, necesitan mucho más que vosotros del cariño de las personas. Por eso yo, me esfuerzo en ser amigo de ellos y de vosotros. Creo que es la mejor manera de proceder y poner granitos de arena para que este mundo sea cada día un poco más habitables y bello.

Estas palabras, convencían plenamente a todos los amigos pobres de los huertecillos y por eso lo apreciaban tanto y acudían al amigo para pedirle consejos y cualquier otra cosa. Nunca lo defraudaba.

 

               Y aquella mañana de invierno, ellos lo esperaban. Junto al fuego que habían encendido para calentarse. Lo tenían todo preparado y hasta habían acordado que nadie dijera nada sino en el momento oportuno. Y el momento llegó al poco rato. Vieron venir al amigo por una sendilla que descendía desde la Alhambra y bajaba hasta las tierras llanas. Salieron a recibirlo, con el mismo afecto de siempre y él les correspondió. Y en cuanto se acercó al fuego para calentarse, le dijeron:

- Ya lo sabemos todo y estamos tristes. También estamos extrañados y nos preguntamos por qué las cosas tienen que ser así.

- Lo comprendo y comprendo vuestra tristeza pero, aunque yo tampoco lo quiero, lo acepto porque sé que a todo y a todos en esta vida, no llega el momento.

- Y a partir de ahora ¿quién nos representará y defenderá ante el rey y los poderosos?

- Vosotros sois nobles e inteligentes. Tengo fe en que sabréis comportaros con madurez y nobleza.

 

               Y el amigo se dio cuenta que los pobres de los huertecillos, estaban realmente apenados. Por eso no quiso prolongar más el momento. Uno a uno los fue abrazando y cuando ya estaba a punto de marcharse, uno de los del grupo, cogió la bolsa de cuero que tenían cerca de ellos, se la dio al amigo y le dijo:

- Sabemos que de ningún modo podremos nunca pagarte todo lo que por nosotros has hecho. Pero a la largo del tiempo, hemos ido ahorrando y aquí tenemos algunas monedas de oro como pago y agradecimiento.

Y el amigo, cogió la bolsa de cuero con las monedas dentro, les dio las gracias, comenzó a caminar y antes de alejarse más, se volvió para atrás y les dijo:

- Ya sabéis: aprended de los pajarillos del campo que ni siembran ni hilan y Dios nunca los deja sin alimento. Son libres y amigos del viento y cada mañana cantan al salir el sol su gozo por la vida. Y de este modo nos enseñan que los problemas y preocupaciones por las cosas materiales de esta tierra, al final, no sirven para nada. Lo que importa, es amar sin límites a todos y a todo y dar gracias cada día al cielo por los sueños que nos regala y el aire que nos acaricia. Os devolveré estas monedas en su momento porque sé que lo que de verdad es valioso, es vuestro comportamiento para conmigo. Nunca Dios os abandonará ni os dejará sin premio. Y además, sé que un día, allá en el cielo, os regalará la mejor porción del paraíso.

 

               Y a la Alhambra, en aquellos momentos, se le vio resplandecer como si todas sus paredes y torres fueran de oro puro. Los pobres de los huertecillos de la ladera, dijeron:

- Nos ha llenando de dignidad y por eso, por estas tierras y para siempre, queda como un camino abierto hacia la eternidad y a lo bello.

CAMINOS A LA ETERNIDAD

 

               Caminando río Darro arriba desde el centro de Granada, a la izquierda, queda el barrio del Albaicín. En una original colina muy parecía a la de la Alhambra, que se eleva a la derecha. Como si el cauce de este pequeño y original río, a lo largo del tiempo, se hubiera entretenido en labrar dos colinas casi por completo iguales. La de la Alhambra y la del barrio del Albaicín. Pero la colina de este hermoso barrio blanco, tiene una particularidad única. Sube, desde el río, en una ancha y prolongada ladera y al llagar a lo más alto, donde hoy se encuentra el Mirador de San Nicolás, se torna llana. Tan llana que incluso baja levemente y, en una distancia pequeña, se abre una llanura ancha y alarga.

 

               Es en esta porción llana de terreno donde hoy el barrio tiene su corazón. Iglesia del Salvador, Plaza Larga, calle del Agua, Plaza Aliatar y otros muchos rincones realmente bellos y curiosos. Luego el terreno, hoy todo sembrado de muchas casas blancas, calles estrechas y pequeñas plazas, se prolonga hacia la ladera. Es la que cae del Cerro San Miguel y ermita que se encuentra en todo lo alto. Por esta prolongada y bastante elevada ladera ni en tiempos pasados ni hoy en día, se construyeron casas. Es un terreno muy apropiado para excavar cuevas y trazar veredas. Y esto fue lo que hicieron en aquellos lejanos tiempos, cuando todavía en la Alhambra vivían reyes y princesas y cuando, por las tierras llanas entre el Mirador de San Nicolás y cuesta del San Miguel Alto, había huertos.

 

               Sí, donde hoy se ven tantas casas blancas apretadas entre sí, estrechas calles y pequeñas plazas, en otros tiempos hubo muchos huertos. Cogían el agua para regar estas tierras, tanto de la acequia de Aynadamar, la que venía del pueblo del Alfacar y de la otra pequeña que llegaba del río Darro. Y como estas tierras eran muy fértiles, los pequeños huertos que por aquí había, daban muy buenas y abundantes cosechas. La envidia era de los otros pequeños huertos, en el mismo valle del río Darro y los que también había en la colina de la Alhambra.

 

               Por la parte de arriba de esta recogida llanura entre el Mirador de San Nicolás y la ermita de San Miguel Alto, la ladera toda estaba llena de cuevas. Pequeñas y humildes, algunas y otras algo más grandes pero todas habitadas y como engarzadas por una red muy amplia de caminillos. Casi igual a lo que hoy en día puede verse por el lugar. Aquellos caminillos, estrechos y empinados, eran de tierra y no iban a ningún otro lado que a las puertas de cada una de las cuevas. Eran de tierra que se convertían en polvo en los meses de verano y en barro y pequeños arroyuelos, en los meses de otoño e invierno. No tenían otras vías por donde ir y moverse las personas que vivían en aquellas cuevas y los que cultivaban los huertos de la llanura en la parte baja. Todo casi exactamente igual a lo que todavía puede verse por el lugar, excepto la llanura donde estuvieron los huertos.

              

               Y cuenta una leyenda que en aquellos lejanos tiempos, se presentó un invierno muy lluvioso y luego frío y con nieve. Las personas que vivían en la colina de la Alhambra y en la Medina al levante, cerca de los palacios, no tuvieron ningún problema. Pero las personas que vivían en la ladera de San Miguel, sí se morían de frío y quedaban sepultadas en sus cuevas, al hundirse éstas, de tanta lluvia y nieve. Los caminillos que surcaban la ladera de una cueva a otra, se llenaron de barro y se convirtieron en arroyuelos. Tanto que apenas se podía caminar por estos arroyuelos veredas. Y por eso, las personas pobres que ocupaban las cuevas, sufrían aun más. Calladamente, como casi siempre los pobres o comentando con los vecinos sus penas.

 

               Algunos decían:

- Es como si el cielo nos hubiera abandonado por completo.

- Eso es lo que muchos pensamos, porque tanta lluvia y este frío tan intenso, a nosotros no nos sirve para nada.

- ¿Y qué podemos hacer para poner algún remedio en esto?

- Como siempre, nada. Los que hemos nacido pobres y así vamos pasando los días, nunca podremos hacer nada para remediar nuestras tristezas y penas.

Y una mujer muy pobre que vivía sola en una cueva, siempre decía a unos y a otros:

- De todos modos, si creemos en Dios y nos comportamos bien unos con los otros, pienso que en algún momento, Dios puede premiarnos con algo muy especial.

- ¿Y qué día será ese y con qué nos va a premiar?

- No lo sé pero sí tengo la certeza de que eso así va a suceder.

Los vecinos, muchos, casi todos los de las cuevas y los que cultivaban y vivían por donde los huertecillos y más abajo, no se atrevían a contradecir a la mujer ni tampoco esperaban del cielo grandes milagros. Seguían comentando:

- ¿Cuándo se ha visto por aquí un milagro que salve o ayude a los más pobres como nosotros?

- Los que tienen el poder y el dinero, los reyes de los palacios de la Alhambra y otros como ellos, lo único que hacen es robarnos lo poco que tenemos.

 

               Pero una noche de invierno, muy fría, lluviosa y con luna llena, en la ladera de las cuevas, ocurrió algo asombroso. Sería media noche cuando algunos vecinos vieron bajar por la ladera a un joven todo vestido de blanco, entró en la cueva de la mujer solitaria, la cogió de la mano y por las veredas que descendían hacia el río, se la fue llevando. Y vieron que la mujer, resplandecía con una luz muy hermosa y los caminos que pisaba, parecían transformarse en blanco y blando algodón. Todos los caminillos se tapizaron con esta hermosa alfombra y nadie sabía explicar qué era ni por qué sucedía. Al amanecer al día siguiente, fueron a la cueva de la mujer solitaria y no la encontraron. Nunca más supieron de ella y sí casi todos, desde aquel día comentaban:

- Ella creía en Dios y esperaba en el cielo. Lo que aquella noche de frío y lluvia ocurrió, fue que un ángel vino por aquí y se la llevó al paraíso que tanto había soñado.

 

               Y los más escépticos, seguían diciendo:

- Que los milagros no ocurren ni Dios ayuda nunca los pobres. Mirad como todos los caminos de estas laderas, siguen llenos de barro y agua y nosotros más muertos de frío y hambre cada día.

- Pero entonces ¿quién se la llevó vestida de una luz tan hermosa y con todas estas sendas tapizadas de alfombra de algodón inmaculado?

- Eso no lo sabemos porque es un misterio.  

- Pero como ha sucedido, es cierto y por eso pertenece a lo que ella creía, a la eternidad que se acuna tras las playas del tiempo.

 

               Yo no sé vosotros pero yo, hoy en día y cada vez que recorro los caminillos que van de una cueva a otra en la ladera de San Miguel Alto, pienso en esto. Y en algunas ocasiones hasta he llegado a imaginar que estos caminillos, son algo más que tierra y barro. Como si se escaparan del suelo y, de una forma misteriosa, conectaran con un desconocido reino, no se sabe en qué lugar del Universo pero sí muy hermoso y eterno.  

TARDE DE INVIERNO POR LA ALHAMBRA

 

               El río Darro, a su paso por el Paseo de los Tristes y Puente del Aljibillo, bajaba muy crecido. Con el agua color chocolate y arrastrando la hierba de las orillas, ramas de zarzas y hojas de álamos y sauces. Era pleno invierno y, a lo largo de casi una semana entera, había llovido mucho. Sobre las Sierras de Huétor Santillán, que es donde nace este río y por todas las altas colinas a un lado y otro. También había nevado mucho unos días antes de las lluvias. Las nieves habían caído sobre las montañas de cabecera del río Darro y, más aun, sobre las cumbres de Sierra Nevada. El invierno estaba siendo muy lluvioso y también muy potente en frío.

 

               Se paró un momento en el muro que encaja al río, a la altura del viejo Hotel Reuma. Miró despacio la turbia corriente del río y por entre las adelfas, siguió atento los revoloteos de un mirlo blanco que este invierno vive por aquí. Sacó su cámara, hizo algunas fotos a este mirlo blanco, al mirlo acuático que también este año revolotea por este tramo del río y luego también hizo algunas fotos al pequeño pajarillo, gris amarillo, llamado lavandera cascadeña. Se dijo: “Este río Darro, ya aquí mismo en Granada y Paseo de los Tristes, está lleno de vida. No solo es grande su corriente y crece densa y variada la vegetación sino que hasta la fauna es muy especial. Deberíamos cuidar mucho este río amigo de la Alhambra y con tanta riqueza natural en el mismo corazón de la ciudad”. Y pensó luego en la muchacha que hacía unos meses había visto tocar su flauta bajo el Puente del Aljibillo y siguió.

 

               Enseguida a su derecha, se le quedó el camino que lleva a la Fuente del Avellano y al mirar, a su mente vino la imagen de la muchacha rusa que se refugia en una de las cuevas que hay más arriba de la fuente. De nuevo se dijo: “Con tanta lluvia y este frío invierno, lo estará pasando mal. Y seguro que además de frío, se sentirá sola y tendrá hambre. Es buena persona y de ningún modo merece vivir de esta manera”. Siguió caminando y en unos metros, ya remontaba por la estrecha calle empedrada, comienzo de la Cuesta del Rey Chico. Al frente, se alzaba la figura de la Alhambra y a sus espaldas, cada vez que volvía la cabeza, veía las casas del Albaicín. Hoy más blancas que otros días porque estaban lavadas por la lluvia pero como veladas por fina cortinas de humo y algunos girones de niebla. De muchas chimeneas en las casas del Albaicín, salían chorros de humo. Otra vez se dijo: “Con este frío y tanta lluvia, lo que más apetece es precisamente eso: encender una lumbre en la chimenea y sentarse frente a las llamas para calentarse mientras pasa el tiempo. Y la tarde de hoy, parece que más que otros días, invita a esto”.

 

               Subía lento la empinada Cuesta del Rey Chico y miraba a un lado y otro. Hoy, como tantas otras tardes desde hacía muchos años, recorría este camino buscando algo. No sabía qué pero hacía fotos, miraba, se paraba y luego seguía. De aquí que, después de tantas tardes y años recorriendo este camino y otros rincones de la Alhambra, ahora ya supieran mucho de todos estos sitios. Más incluso que los historiadores y guías de turistas. Porque, no solo cada día y a lo largo de muchos años recorría estos caminos sino que, cuando llegaba a su casa, leía y escribía para conocer más a fondo todos los secretos de la Alhambra. Sus amigos le decían:

- No sé para qué te esfuerzas en aprender tanto de estos sitios si luego no sacas ningún beneficio de ello.

- Lleno mi tiempo y por dentro voy creciendo.

- ¿Creciendo en qué?

- En algo que no tiene nombre y que solo se consigue del modo en que lo hago yo.

- Si al menos te dedicaras a explicarle a las personas lo que ya sabes de estos lugares, sí que tendría sentido tu trabajo. Enriquecerías a los que te escucharan y vivirías bonitas experiencias para escribir tus libros.

- Aunque no haga eso, para mí tiene mucho sentido lo que cada día vivo.

 

               Terminó de remontar la gran cuesta empedrada y se encajó justo donde aparecen las torres clavadas en la muralla. Torre del Arrabal, Torre de los Picos,Torre de la Cautiva, Torre de las Infantas, Torre del Agua… Y al llegar a este lugar vio que los avellanos que por aquí, junto al riachuelo crecen, tenían sus ramas repletas de flores colgando en forma de zarcillos. Sacó su cámara, se puso a hacer fotos y se entusiasmó tanto que ni siquiera la vio acercarse. Pero al volverse para atrás con la intención de continuar su paseo, la vio. Se había parado frente a un pequeño panel con un plano de la Alhambra que por aquí han colocado los que gestionan estos recintos. Era joven, con un gorro gris sobre su pelo, envuelta en una recia bufanda y abrigada con gruesas prendas. Se acercó y le preguntó:

- ¿Buscas algo?

- Solo voy por aquí descubriendo esto. ¿A dónde lleva este paseo?

- Siguiendo recto, en unos metros, llegas a los pabellones donde venden las entradas para visitar los jardines y palacios de la Alhambra. Yo voy en esa dirección y paso por ahí.

 

               No dijo nada ella pero sí comenzó a caminar en la misma dirección que él llevaba. Al rozar la Torre de la Cautiva, le explicó el relato del libro Cuentos de la Alhambra y algo de Washington Irving, autor de este libro. Dijo ella, en un español poco claro:

- Nunca he oído hablar de este libro ni de este escritor.

- ¿De dónde eres?

- De Brasil y estoy en España con beca Erasmus. He venido este fin de semana a conocer Granada y mañana voy a subir a Sierra Nevada.

Al oír esto, pensó él que podía explicarle los rincones que estaba recorriendo y que así conocería las cosas más importantes de la Alhambra. Por eso, al pasar bajo el arco de la Acequia Real, le habló del Generalife, del agua del río Darro, de la Acequia Real, de las huertas y jardines que riega y luego le dijo:

- Para entrar al recinto amurallado, sigue por aquí a la derecha y, al final, te encontrarás con la Puerta de los Carros. Algo más abajo y al frente, se ve el gran arco de la Puerta de la Justicia. Es ahora mismo la entrada principal de todo lo que hay en el interior de la muralla: Alcazaba, Palacios Nazaríes, Partal, Medina, ruinas de los palacios de los Abencerrajes, Convento de San Francisco y Paseo de las Torres.

- Y un plano ¿dónde puedo conseguirlo?

- Ven por aquí.

 

               Desde la misma puerta de la casa de las Mimbres, caminaron unos metros, llegaron al pabellón donde venden las entradas, se acercó a una de las ventanillas, pidió un plano, lo abrió y frente a la muralla que baja hacia la Torre de los Siete suelos, le explicó el camino que tenía que recorrer para llegar al Palacio de Carlos V. Escuchó ella con gran interés, con el plano abierto entre sus manos y de pronto él le preguntó:

- ¿Quieres que te acompañe y te explico todo lo que en el plano estamos viendo?

Y muy secamente la joven dijo:

- No.

- Pues continúa todo recto, tal como aquí ves y cuando estés dentro, puedes visitar gratis, el museo de la Alhambra y también el de bellas artes.

 

               La despidió y, durante unos segundos, la vio caminar en busca de la acera que desciende paralela a la muralla, dirección a la Puerta de los Carros. Subió él despacio en busca de los jardincillos que preceden a los aparcamientos de la Alhambra. Por aquí miró buscando la presencia de algún ave curiosa en estos parajes y como no la encontró, al poco se volvió y por el paseo central del bosque, bajó. Meditando sus cosas y mirando a un lado y otro por si encontraba algo interesante para sacarle fotos. Y se ocultaba el sol por el fondo de la Vega del río Genil, cuando cruzaba el bonito arco de la Puerta de las Granadas. Siguió bajando por la calle de Gomérez cuando, al mirar como distraído para la derecha, la vio. La reconoció enseguida y descubrió que ella también lo había visto.

 

               Subía por la Cuesta de Gomérez, por la otra acera, con el plano en la mano y jugando con su bufanda. No le dijo nada ni ella tampoco prestó ninguna atención a su presencia pero para sí, él si reflexionó: “Hace apenas media hora que la he despedido dirección al palacio de Carlos V. Si ahora mismo sube por aquí como del centro de la ciudad, es imposible que haya estado dentro del recinto amurallado de la Alhambra. Puede ser que se haya perdido y, en lugar de entrar por la Puerta de los Carros o la de la Justicia, haya seguido bajando creyendo que lo que buscaba estaría por aquí”.

 

               Y mientras ahora solitaria cruzaba el arco de la Puerta de las Granadas y él seguía bajando hacia Plaza Nueva, se lamentaba que ella no hubiera aceptado su ofrecimiento para acompañarla y explicarle las historias y secretos de la Alhambra. “Si me ha dicho que mañana sube a Sierra Nevada y pasado mañana regresa a la ciudad donde estudia, se irá de Granada sin conocer las maravillas que por estos lugares hay, aunque esta tarde los haya pisado. Y mis ofrecimiento ha sido sincero porque confío en lo que sé de estos sitios por lo mucho que he pisado todo esto, los libros que he leído y las páginas que tengo escritas. Yo no le hubiera hecho ningún daño sino que la habría tratado con el mayor respeto y cariño. Y estoy seguro que le hubiera aportado una rica y bonita experiencia en su visita a la Alhambra y a la ciudad de Granada”.

 

Y mientras ya la noche comenzaba a llegar y se perdía por entre la gente por Plaza Nueva, seguía rumiando en su corazón lo que en la joven había visto.

EXTRAÑO DÍA DE OTOÑO EN GRANADA

 

               Iba amaneciendo y, en el acebo bajo su ventana, se oían los cantos de un mirlo. Algo más arriba, sobre el cerro que corona al barrio del Albaicín, se veía el resplandor del nuevo día que comenzaba a llegar. Y más cerca y por encima de las altas torres de la Alhambra, se veían relucir las nieves. Las primeras nieves del año en los primeros días de noviembre. Pero en el acebo bajo su ventana y por el jardín de su casa, era lluvia mansa lo que caía. Lluvia dulce mezclada con las primeras luces del nuevo día y las pinceladas matinales del otoño que lento resbalaba.

 

               Desde su cama, aun todavía envuelto en las sábanas, miraba pensativo, se dejaba abrazar por el chapoteo de las gotas de agua cayendo sobre las hojas del acebo, en el asfalto de la calle y por entre las plantas del jardín. También en las claras aguas de las fuentes y resbalando por entre las hojas de los álamos. Vino a su mente su recuerdo, en los últimos días del verano y el corazón se le llenó de tnostalgia. Tal como estaba y absorto en el amanecer del nuevo día, se dijo: “Hace ya tanto tiempo que te fuiste que ni recuerdo el momento. Pero el alma, al igual que en aquellos días, te echa de menos porque te necesita. Y en estos amaneceres de otoño, tan misteriosos y bellos ¡cuánto te necesito y cómo me gustaría que estuvieras!”.

 

               Cerró sus ojos y, tal como estaba en la cama, siguió quieto. Vino a su pensamiento la imagen del amigo que también hacía tiempo se había marchado de Granada y de nuevo la soledad y melancolía se le agolpó en el corazón. Pensó que, aun podía dormir un rato más y de pronto, como en la realidad más clara, lo vio. Venía sentado en el último asiento del autobús y en estos momentos, el vehículo se paró, se levantó, cogió su maleta, cargó con ella, bajó del autobús, miró al frente y al ver a la ciudad envuelta en niebla y tapizada de la lluvia, se dijo: “No podría haberme regalado el cielo un día más especial que éste. Es otoño y estoy en Granada. La lluvia cae mansamente pero sin parar y todas las calles, plazas, árboles, hierba y montes amigos de esta ciudad se ven lavados por la lluvia. Y digan lo que digan unos y otros, no hay en el mundo cuadro más hermoso que un día de lluvia como éste y en esta ciudad tan mágica. ¿El otoño? La estación más hermosa del año cuando los días se presenta como el de hoy, con lluvia, niebla, silencio y viento cargado con olores a tierra mojada, ningún sueño ni rincón del planeta es más bello. Digan lo que digan, Granada en otoño y cuando la lluvia cae como lo hace ahora mismo, fundirse con este misterio, es dulce y placentero”.

 

               Caminó despacio pero en lugar de irse hacia el centro de la ciudad, buscó el camino que, al poco, se adentraba por las riveras del río. Procurando irse por la senda que, lentamente remontaba en la dirección contraria a como corren las aguas y por donde más espeso crecía el bosque. De nuevo se dio: “Por aquí, remontaré hasta el mirador que conozco y, conforme me vaya situando ahí, cerraré mis ojos para abrirlos en el momento en que ya crea que me encuentro frente a la Alhambra”. Pero enseguida, nada más avanzar por los caminos que atravesaban el bosque, vio a su derecha los avellanos. Se paró frente a ellos y al descubrir que de sus ramas pendían cientos de frutillos redondos y color caramelo, se paró. Se acercó al primer árbol, cogió unos cuantos de estos frutos, se agachó, buscó una piedra y los partió. Comprobó enseguida que estaban maduros y su sabor era muy agradable. Se incorporó, se acercó otra vez al árbol y comenzó a coger todas las avellanas que encontraba enganchadas en las ramas. En poco tiempo juntó un buen puñado que guardó en su mochila y luego de coger algunas avellanas más de los árboles que junto al camino encontró, continuó su subiendo. La lluvia seguía cayendo mansamente y por eso, del monte, retamas, lentiscos, cornicabras… colgaban multitud de gotitas transparentes. Por las partes altas del cerro que le iba quedando a la derecha, se veían las nieblas coronando y moviéndose despacio por entre los árboles del bosque. Intuyó, por entre estas nieblas y no muy lejos y sobre la colina, la robusta figura de la Alhambra y, más lejos, las blancas nieves de Sierra Nevada.

 

               Casi una hora tardó en remontar la ladera que predecía al mirador. Y según se iba aproximando, se decía: “Si la niebla sigue cubriendo como hasta este momento, quizá me tape las torres y murallas de la Alhambra. Y puede que también cubran la gran ciudad de Granada y su vega, pero aun así, no me importa. Con solo sentirme sobre este mirador y mirar al frente, sabiendo que sobre la colina y por entre la niebla, se encuentra el alimento que mi corazón necesita, tendré bastante”. Y cerró los ojos, tal como había pensado en cuanto pisó la tierra de la pequeña llanura del mirador. Siguió avanzando despacio pensando que no corría ningún peligro porque conocía bien el sitio y se aproximó a lo que intuía era el borde mismo del mirador. Se colocó frente a la colina de la Alhambra, imaginándola en ese momento de la misma forma que la había visto años atrás.

 

               Y después de un buen rato con sus ojos cerrados, ya parado y donde creía era el sitio apropiado por la mejor vista, se preparó para descubrir lo que con tanta fuerza le había arrastrado hasta el lugar. Abrió poco a poco sus ojos para ir percibiendo lentamente lo que ante sí tenía. Y lo primero que descubrió fue la espesa niebla que se concentraba sobre la colina. Por entre estas nubes de niebla vio algunas de las torres de la Alhambra, trozos de muralla e incluso, adivinó los jardines y las fuentes manando agua. El corazón se le llenó de emoción y la respiración se le aceleró. Movió un poco su cabeza y descubrió, a los pies de la gran colina de la Alhambra, algunos de los edificios que junto al río y por la vega, emergían por entre la lluvia y niebla.

 

               Y, estaba gustando el momento y la hermosa y misteriosa figura de las torres y palacios de la Alhambra cuando a su recuerdo vino la imagen de aquella última mañana dentro de estos recintos. Hacía muchos, muchos años pero se presentaba con tanta fuerza y frescura que parecía ocurrir en ese mismo momento. Era por la mañana, también un día de otoño e iba él, en ese momento, caminando por unos de los salones de la Alhambra cuando le salió al paso uno de los jefes. Lo paró y le preguntó:

- ¿A un amigo tuyo le has regalado estos días unos libros?

Miró de frente al superior y después de un rato le dijo:

- Hace unos días, a un buen amigo que vive en el barrio del Albaicín, le he regalado algunas de mis cosas.

- ¿Cómo qué cosas?

- Varias de las páginas que tengo escritas y otros textos también escritos por mí y por eso míos.

- ¿Y no será que, de ese sitio que tú y yo sabemos, has cogido lo que le has regalado a tu amigo?

 

Al oír esto, el hombre se preocupó porque sabía que, de alguna manera, lo estaba acusando de ladrón. Por eso, se asustó y de la mejor manera que pudo, se defendió con la verdad de los hechos. Ni el jefe ni él, hablaron más de lo ocurrido pero sí aquella noche, cuando empezó a oscurecer, la joven que amaba, le dio su mano y le dijo:

- En este duro momento de tu marcha para siempre de estos palacios, quiero darte mi mano y recorrer contigo un trozo del camino que baja hasta el río para despedirte y que al menos con mi cariño y confianza, te consueles un poco.

Apretó ella su mano, caminaron lentamente por entre los jardines, salieron de las murallas, tomaron por el barranco hoy conocido con el nombre de Rey Chico y al llegar a la altura de la torre de la Princesa, ella lo despidió. Triste y cabizbajo, siguió él descendiendo, al llegar al río lo cruzó y cauce abajo siguió avanzando hasta que, lejos muy lejos y por donde la extensa vega, desapareció.    

 

               Aquello sucedió hacía ya muchos años. Nunca más se supo de este hombre pero ahora, esta lluviosa y fría mañana de otoño, volvía. Como si regresara de algún país muy lejano y lleno de misterio que nadie en este suelo conoce. Y como en su corazón todavía le sigue doliendo lo que le dijeron y cómo lo trataron en los palacios de la Alhambra, parece que volviera como al encuentro de la joven que amaba y aun recuerda, de alguna manera, lo que muchos años atrás sufrió. Pero ahora, en estos momentos sobre el mirador frente a la Alhambra y en la colina gemela, mira y descubre la niebla que cubre el viejo monumento y también descubre el gran tajo que entre el mirador y los palacios de las torres, se abre. Se dice: “Es como si este río Darro, ahora descendiera por un profundo tajo, separando la colina del mirador y la de la Alhambra. Creo que de ninguna manera, nunca voy a poder cruzar este río para luego subir y encontrarme con aquellos lugares de la Alhambra”.

 

               Y en su cama, entre las sábanas todavía y frente a la luz del nuevo día que llegaba, se despertó. Recordó el sueño y mientras se concentraba en los cantos del mirlo que revoloteaba por entre las ramas del acebo, meditó un momento y luego se dijo: “Ese hombre, necesita cruzar el gran tajo del río que le separa de la Alhambra. Voy a levantarme y después de prepararme, subiré al mirador donde se encuentra. No sé cómo, pero quiero ayudarle”.

 

EL PERRO MARTÍN, LOS PÁJAROS Y LAS UVAS

 

               Tres pequeñas cosas a él le llamaban mucho la atención: los racimos de uvas negras que en verano colgaban de las ramas de la parra en su casa, las carantoñas y juegos de su perro amigo que llamaba Martín y los pájaros que por el barrio y riberas del río Darro revoloteaban. Y de estas tres pequeñas cosas, la que más en el fondo le admiraba, era la presencia, cantos y forma de vida de los pájaros.

 

               Por eso, cuando sus amigos le decían:

- Nosotros no sabemos qué es lo que encuentras tú de maravilloso en estos pájaros que por aquí continuamente vuelan.

- Pues las maravillas que yo veo en ellos, en cualquier ave y en especial en los mirlos y ruiseñores que viven por entre las zarzas del río, es el asombroso milagro de trasmitir la vida.

- ¿Milagro y además asombroso?

- ¿No lo veis cada primavera?

- ¿Cómo tenemos que verlo?

- Solo hay que ser amigo de algún mirlo o ruiseñor, observarlo primero en los días que empiezan a hacer el nido y seguir luego observándolos hasta que los nuevos pajarillos alcen vuelo y se hagan adultos.

- Lo que dices son puras tonterías. Perder el tiempo y preocuparse por cosas tan banales, no es de provecho ninguno.

Y cuando los amigos le decían esto, el joven callaba.

 

               Había nacido en el seno de una familia pobre, en una casa no lejos de las aguas del río Darro. A la altura de lo que hoy conocemos como Paseo de los Tristes y desde donde se veía y se ve la Alhambra sobre la colina. Desde el mismo momento de su venida a este mundo, los padres le dieron mucho cariño y lo cuidaron con amor. Cuando ya corría y gritaba, jugó muchas tardes y mañanas, con los demás niños del barrio y no se destacó en nada. Y cuando fue algo mayor, ayudaba al padre en el taller de alfarería que cerca de las aguas del río, tenía. En este ambiente creció y al llegar a los catorce años de edad, sí comenzó a destacar entre los demás jóvenes del barrio. Un poco por su forma de pensar pero especialmente, por el interés que cada día mostraba en un perro color café con leche, por las aves que con frecuencia veía entre las adelfas y zarzas del río y por los racimos de uvas negras que en verano colgaban de la parra que había en la puerta de su casa. Por eso, en cuanto tenía un rato libre o el padre le permitía que se tomara un descanso, llamaba a su perro Martín y jugando con él, se iba por las calles o por las orillas del río.

 

               Alegre siempre lo agasajaba y cantando una sencilla canción, a su manera le decía:

                                            Mi perro Martín

                              es un gran amigo

                              y yo soy feliz.

 

Al verlo y oírlo algunos de los jóvenes del barrio, entre sí comentaban:

- Ya está el payaso éste con las mismas tonterías de siempre.

- ¡Y que lo digas! Es como si para él no hubiera más seres vivos en el mundo que su perro. Que se comporte bien con las personas, que hable con ellas, que les ayude y las respete y que se deje de tantos mimos con su perro tonto y feo.

Y otros jóvenes conocidos suyos, le preguntaban:

- Y tu perro, la uvas negras de tu parra y las aves del río ¿qué fortuna esperas que traigan a tu vida algún día?

- Una fortuna muy interesante que yo sí tengo muy claro y que en algún momento, veréis con vuestros propios ojos.

 

               En la Alhambra, para la educación de los príncipes y princesas, los padres reyes, habían ordenado construir una madraza, recinto sagrado donde los jóvenes altezas estudiaban y practicaban todo lo relacionado con su religión y otras ciencias como filosofía, matemáticas y astronomía. Sabía el joven del perro que existía este centro de enseñanza en los recintos de la Alhambra y por eso, cuando iba por las calles jugando con su amigo Martín o cogía uvas de su parra o se distraía por las orillas del río Darro observando a las aves, miraba una vez y otra para la Alhambra. Rumiaba en su corazón un sueño que le inquietaba tanto que hasta deseaba compartirlo con sus padres y amigos. Pero siempre se decía: “Los sueños, hay que mantenerlos en secreto, luchar por ellos con toda ilusión y energía hasta lograr que se concreten en obras claras en el momento oportuno. Solo así podremos demostrar a los demás, que no estábamos equivocados”.

 

               Y un año, antes de la llegada de la primavera, en el ciprés de la puerta de su casa, una pareja de mirlos hicieron su nido. Cuando todavía los fríos eran intensos y las lluvias caían en abundancia. Al verlo el joven, prestó mucha atención y sin perderse ningún detalle, siguió día a día todos los avatares de las aves con su nido. Los vio construirlo, luego poner los huevos, encubarlos durante varios días, nacer los mirlillos y luego vio a los padres dándoles de comer y protegiéndolos de las lluvias, el frío y de los depredadores. Se decía: “Se comportan como verdaderos sabios, dando lugar al milagro más hermoso de la Creación. Permitiendo y luchando para que nazca nueva vida y que así la naturaleza y creación siga su curso. ¿Cómo no asombrarse ante estas maravillas?” Y miraba para la Alhambra, alimentando el sueño que en su corazón tenía. Las avecillas crecieron y unas semanas más tarde, ya revoloteaban por entre los rosales y la parra de la puerta de su casa.

 

               Desde la pequeña ventana de su habitación, veía a solo unos metros, unos rosales, un trozo de tierra repleta de hierba, la parra y el ciprés. Por eso, con solo asomarse y mirar, tenía ante sí todo el mundo por donde se movían los mirlos. El día que los mirlillos salieron del nido, enseguida lo notó y al poco los vio. Parados en una rama en el mismo ciprés cerca del nido y unos días más tarde, los vio ya volando torpemente y refugiarse en los rosales. Y fue entonces cuando descubrió que los mirlos jóvenes, aunque ya estaban crecidos y tenían plumas y alas, no volaban con elegancia porque carecían de cola. Descubrió que las plumas de la cola son las que más tardan en crecerles y como estas plumas son las que les sirven como timón para mantener el rumbo cuando van surcando el aire, al carecer de ellas, notaba que sus vuelos son torpes y desgarbados.

 

               Descubrió esto y también descubrió el modo que los nuevos pajarillos, refugiados en los rosales, llamaban a los padres pidiendo comida. Con un sonido grave, corto y carrasposo. Posados en las ramas bajas de los rosales, se pasaban horas y horas, inmóviles y en cuanto los mirlos padres, más el macho que la hembra, percibían algún peligro, avisaban a las crías con sonidos muy característicos. Y era en estos momentos cuando los mirlillos se mantenían quietos y sin hacer ningún ruido en las ramas donde estaban posados. Luego, a los seis o siete días, la madre se los empezó a llevar a las ramas bajas de la parra y comenzó a enseñarle a buscar lombrices.

 

               Y algo que le gustó mucho fue descubrir que los mirlos padres no lo consideraban a él como una amenaza. Todo lo contrario: veía que lo aceptaban como a un amigo que les protegía y por eso se sentían seguros cerca del joven y cerca de la ventana de su habitación. Varias veces vio a las urracas merodear por donde se refugiaban los pajarillos, con la intención de llevárselos. Los mirlos padres eran los primeros en avisar de la presencia de estas carroñeras. Y el joven, en cuanto sentía los chillidos de los mirlos padres anunciando el peligro, salía a su ventana y con las manos daba fuertes palmadas para espantar a las urracas y que se fueran. Rápidas y asustadas, alzaban vuelo y se alejaban y, al instante, veía a los mirlos padres venir volando hacia él y pararse en el ciprés, tranquilos y confiados. Como si de alguna manera, pretendiera agradecerle que les ayudara a proteger a sus crías de las urracas.

 

               Desde la ventana, el joven observaba con mucho interés todos los movimientos y comportamientos tantos de los mirlos adultos como de los jóvenes. Y como asombrado cada día descubría más y más detalles de estas aves, se decía: “Tengo que ordenar, para luego acordarme bien, cada una de las maravillas que en estos pajarillos estoy descubriendo: no pueden volar bien mientras no les crezca la cola, se esconden y quedan quietos en cuanto los padres les avisa de algún peligro, siguen a la madre para aprender a buscar alimento, llaman a los padres con sonidos cortos y graves, permanecen todo el tiempo más o menos en el mismo sitio, por las noches no se les ve ni se les oye y los padres siempre duermen cerca, atentos a cualquier peligro que aparezca, sus enemigos naturales son los gatos, las urracas, perros y culebras y por eso, en cuanto descubren cerca algunos de estos depredadores, chillan anunciando el peligro de una forma especial”.

 

               En los primeros días del mes de abril, los padres mirlos hicieron otro nido y luego otro y así hasta cuatro veces antes de las calores del verano. Siguió el joven con el mismo empeño y curiosidad todos los avatares de las aves y vio como la parra de su casa, también se llenaba de grandes racimos de uvas. Al llegar el mes de agosto, estos racimos de uvas, primero se tornaron morados y luego negros casi por completo. Fue entonces cuando el joven le dijo a los padres:

- Este año, dejad que estas uvas maduren hasta que yo os diga cuando es el momento de cogerlas.

- ¿Y eso por qué?

- Cada día aprendo más y más cosas de mi perro Martín. Y este año también he aprendido de los mirlos, sus nidos y sus crías y ahora quiero aprender de esta parra nuestra, sus racimos de uva, el color de su piel y el sol que las madura.

- Pues como quieras tú y ojalá algún día te sirva para algo todas las cosas que dices estás aprendiendo.

Y los padres dejaron que su hijo hiciera, observara y aprendiera lo que quisiera de los racimos de uva de la parra.

              

               Con el calor del verano, maduraron las uvas y los mirlos se comieran muchas. Pero un racimo grande y muy sano, descansaba sobre la pared de la casa, algo oculto bajo ancha pámpanas. Lo miraba el joven cada tarde y al observarlo, siempre veía al fondo la Alhambra. Se le llenaba en ese momento el corazón de entusiasmo y pensaba en los jóvenes príncipes y princesas que estudiaban en la madraza junto a los palacios de los reyes. Hasta que una mañana, al salir el sol, vio que el gran racimo de uvas negras, brillaba sano y misterioso. Dijo a su perro Martín:

- Ha llegado el momento. Ahora mismo voy a cortar este racimo de uva y luego vamos a subir a la Alhambra.

Cogió una pequeña cesta de esparto que él mismo había tejido, escaló por la pared y con mucho cuidado, cortó el gran racimo de uvas. Lo colocó bien en la cesta de esparto y luego salió de su casa. Bajó por las calles, cruzó el Puente del Aljibillo y al poco se le vio subir por la Cuesta del Rey Chico. Acompañado de su perro y llevando en la mano la pequeña cesta con el racimo de uvas. Llegó a las puertas de la muralla y dijo a los guardianes que tenía que hablar con el rey. Los soldados informaron al general y éste al rey que sí ordenó que dejaran pasar al joven.

 

               Cuando estuvo frente al rey, le ofreció el racimo de uvas en su cesta de esparto y dijo al monarca:

- Quiero que usted me permita entrar en la madraza para enseñar a los príncipes y princesas algo muy importante.

- ¿Qué es ese algo tan importante que puedes enseñar tú en la madraza?

- Les puedo hablar de las maravillas y misterios de las aves, de la lealtad de los perros para con las personas y de las uvas negras que dan la parra de mi casa.

- ¿Y dónde has estudiado tú para que te sientas preparado y con autoridad para enseñar a los príncipes y princesas?

- He observado las cosas minuciosamente cada día y como me fascina tanto todo lo que he visto y he aprendido, siento un gran deseo de compartirlo para que otros lo sepan. Usted no puede imaginarse la maravilla que es el comportamiento y vida de los mirlos y las satisfacciones que da un amigo como este perro mío. Creo que por encima de otras muchas cosas, los príncipes y princesas, deberían conocer estas ciencias. Para que cuando un día ellos sean reyes o reinas, gobiernen con acierto y enseñen el respeto a estos seres vivos que le digo.

 

               Escuchó el rey los razonamientos que el joven le exponía y, como sintió cierta curiosidad, le hizo esta pregunta:

- Entonces, según tú ¿Cuáles son las cualidades más importantes que debe tener un rey?

Por un momento, el joven pensó algo y luego habló y le dijo al monarca:

- Yo creo, majestad, que un rey, cualquier gobernante en general, lo primero que debe practicar con los demás, es el respeto, la libertad y el amor.

- ¿Y por qué piensas esto?

- Porque si una persona que gobierna ejerce el respeto y el bien con los demás, las personas se comportarán bien y el mundo caminará cada día hacia lo mejor y más bello. Y un rey, con tanto poder como tiene, si se convierte en maestro y ensaña las cosas que ya le he dicho, fíjese qué camino más hermoso muestra a la humidad entera. El poder, para lo que realmente debe servir es para enseñar el camino del bien. Me gusta a mi mucho el título de “Rey Maestro”. ¿No cree usted esto, majestad?

El rey guardó silencio y al rato, dijo al joven:

- Bueno, pues ya veremos si un día puedes pisar la madraza como profesor de lo jóvenes príncipes y princesas. Ahora vete a tu casa y llévate a tu perro y sigue aprendiendo. A lo mejor, en el momento en que menos lo esperes, recibes una invitación para que vengas a estos palacios y comiences a enseñar las cosas que me has dicho.

- ¿Y será pronto?

- Tú vete a tu casa y sigue siendo amigo de tu perro y de los mirlos y ruiseñores del río.

 

               Volvió el joven a su casa y aquel mismo día, al enterarse los amigos de lo que había sucedido en los palacios de la Alhambra, le preguntaron:

- ¿Que vas a ser profesor en la madraza de la Alhambra para enseñar a los príncipes y princesas?

- Eso es lo que un día espero.

- ¿Y si ese día no llega nunca?

- Como es mi sueño, solo ya esto me alimenta y me llena de ganas de vivir. Porque ¿sabéis lo que os digo?

- ¿Qué es lo que nos dices?

- Que en la vida hay que tener hermosos sueños y luchar por ellos. Y si estos sueños luego no se realizan, no pasa nada. Siempre y de alguna manera, sirven para conocernos a nosotros mismos, conocer a las personas que nos rodean y a descubrir las grandes y profundas maravillas del Universo. Soñar cosas grandes y hermosas, es algo bueno, muy bueno.

PEÑA DORADA

 

               El río Darro, también conocido como “El río de la Alhambra”, a lo largo de su recorrido tiene varios puntos muy significativos: su nacimiento, a sólo unos kilómetros del pueblo Huétor Santillán y por el lado de arriba, su paso por este pequeño poblado, por entre huertos y casas blancas, el lugar conocido como Jesús del Valle, con la Presa Real de la Alhambra, por donde la fuente de la Fuente del Avellano, Valparaíso, Puente del Aljibillo y Paseo de los Tristes.

 

               Y en uno de estos característicos tramos del claro y hermosísimo río de la Alhambra, a la derecha y cerca de unas viviendas, había una gran peña. Antes de Jesús del Valle y por debajo del pueblo Huétor Santillán. Dos niños hermanos, él y ella, entre doce y diez años, casi todos los días acudían a jugar a esta peña. Sus padres tenían una casa no lejos de las aguas del río y cuando cogían frutos del huerto, bellotas o castañas por los campos, siempre ellos se venían a la peña y, mientras se comían estos frutos, inventaban historias y construían castillos. De arena y piedras construyeron una vez las murallas y torres de la Alhambra, el cauce del río y las montañas de Sierra Nevada. En la misma peña, en un recoveco que había, algunas veces se refugiaban de las tormentas. También junto a esta piedra, en ocasiones hacían lumbre y en sus brasas, asaban bellotas o setas de los campos.

 

               Y un día de primavera, cuando todavía no hacía mucho calor pero sí ya los campos estaban todos llenos de hierba y flores, estalló una gran tormenta. Se refugiaron ellos en esta ocasión, en su casa y asomados a la ventana, observaban la oscuridad de las nubes y la densa manta de agua que sobre los paisajes se derramaba. Y estaban entusiasmados mirando este espectáculo cuando, al volver sus ojos para la peña de sus juegos, la vieron relucir. Como una gran ascua incandescente aunque no ardía ni la lluvia la apagaba. Dijo ella al hermano:

- Mira qué bonita la roca donde jugamos. ¿Por qué se ve así?

- No lo sé.

- ¿Vamos corriendo y la vemos de cerca?

- Sí, vamos.

Y sin más, salieron de su casa y corrieron por los campos, en medio del intenso aguacero y se dirigieron a la peña que a lo largo de los años había sido su compañera de juegos.

 

               Uno metros antes de llegar, se pararon y se quedaron fijos mirando a la reluciente roca. Y fue justo en este momento cuando, una luz cegadora, iluminó todo el rincón. Crujió enseguida un gran trueno y la lluvia arreció. En estos momentos, la madre que estaba en la casa, se acordó de ellos y al mirar para el lado de la gran piedra, solo vio un chorro de luz y la roca como ardiendo. Llamó al marido y, sin miedo a la lluvia ni al viento ni a los truenos, se fueron corriendo hacia la piedra incandescente. Cuando llegaron, llamaron a los niños y estos, ni contestaron ni aparecieron por ningún lado. Dijo el marido:

- Es como si esta roca se hubiera convertido en oro puro y por eso reluce tanto.

Y preguntó la madre:

- Pero ellos ¿dónde están?

 

               No supo qué responder el marido porque no los vía por ningún lado. Los buscaron y los llamaron durante mucho rato, hasta que llegó la noche y la tormenta desapareció. Siguieron buscándolos al día siguiente, al otro y al otro y no los encontraron. Sí la roca, al salir el sol cada mañana, relucía como ascuas incandescentes y luego también al ponerse el sol. Por el entorno, muchos empezaron a comentar:

- Esa roca, a raíz de aquella tormenta y la desaparición de los niños, se ha convertido en oro puro.

En la Alhambra, un día se supo lo de la roca de oro y algo después, el rey ordenó que se expropiara la Peña Dorada y todo el terreno que había cerca. Pocos días más tarde, pusieron barriles de pólvora en esta piedra y al explosionarlos para llevarse el oro que de la peña saliera, todo se convirtió en polvo. Se inundaron las aguas del río Darro de pequeñas manchas de polvo brillante y al ver el fenómeno, muchos dijeron:

- Es como si el cielo quisiera que el oro de esta peña, no sea para nadie.

 

               Muchos, muchos años después de aquella tormenta y la Peña Dorada, un invierno llovió copiosamente. Por el río Darro bajó una gran crecida y las aguas arrastraron ramas y piedras. Junto al Puente del Aljibillo, en la orilla, apareció una piedra muy grande que al darle el sol de la tarde, brillaba como ascuas incandescentes. Yo la vi durante muchas tardes y por eso me paraba a observarla, con la Alhambra al fondo, sobre la alta colina. Cuando escribo este relato, la piedra que digo, todavía está en el mismo sitio. Pero a nadie llama la atención porque ni conocen esta historia ni ven el brillo que la roca desprende. Creo que solo yo consigo verlo y, en estos momentos, a mi mente acude la imagen de la Peña Dorada y los dos niños aquel día de la tormenta.

LOS ESPÁRRAGOS

  

               En primavera, desde mediado de abril hasta finales de mayo, aquí en Granada y paisajes que le rodean, ocurren cosas muy interesantes. Se abren las espigas de las matas de esparto, brotan los espárragos silvestres por las laderas de Sacromonte y Cerro del Sol, relucen las margaritas blancas y amarillas por entre los olivares de las tierras de la Alhambra, ondean las amapolas luciendo su rojo intenso y se ven mil orquídeas silvestres por entre aulaga cuajadas de flores y jaras blancas.

 

               Y como son hermosos los paisajes, en estas fechas y por la colina que desde la Alhambra sube hasta Los Llanos de la Perdiz y Cerro del Sol, la otra tarde me puse a recorrerlos. Subí despacio hasta el Mirador de la Silla del Moro y luego hasta las ruinas de lo que fue el palacio de Dar al-arusa y por entre las matas de esparto ya con las espigas casi maduras, me senté. Frente al sol de la tarde, mirando a la Alhambra y con las cumbres aun llenas de nieve de Sierra Nevada. Lucía espléndido el sol y, de vez en cuando, lo tapaban densas y anchas nubes de tormenta. Y entre extensas praderas de margaritas silvestres blancas y amarillas, meditaba yo mis cosas cuando a mi mente vino una pequeña historia que por aquí ocurrió hace ya mucho, mucho tiempo.

 

               Un joven buscaba espárragos silvestres por estos lugares para su madre enferma porque el médico se los había recomendado. Vivía en el barrio del Albaicín, su familia era muy pobre y por eso, cuando por estos lugares llegaba la primavera, buscaba hierbas y flores por los campos. Y aquella tarde, un poco antes de ponerse el sol, ya se disponía él a bajar por la Cuesta del Rey Chico y regresar a su casa en el barrio blanco. Llevaba en sus manos un buen manojo de espárragos silvestres que, a lo largo de muchas horas, había buscado por los rincones de esta gran colina. Y caminaba entusiasmado mientras se decía: “Con estos espárragos, esta noche haremos una buena tortilla y cuando los pruebe mi madre, a lo mejor se cura, según dice el médico”.

 

               Cuando de pronto, un poco antes de la Silla del Moro, le salieron al paso tres soldados de la Alhambra, montados en sus caballos. Se le pusieron delante y le dijeron:

- Ya sabemos quien es el que anda por estos montes robando espárragos y todo lo que se presente.

Perplejo se quedó el joven, mirando a los soldados y pasado unos segundos, reaccionó y dijo:

- Yo no he robado nada a nadie. Estos espárragos crecen espontáneos en las montañas y yo los he cogido para alimentarnos en mi casa y para que mi madre no se muera.

- Eso es lo que dices tú. Todas estas tierras pertenecen al rey que vive en la Alhambra y por eso sus frutos, flores, leña, agua y aire, son de su entera propiedad. Dadnos ahora mismo ese manojo de espárragos y para que conste que los has robado tú, te presentamos este documento donde tienes que firmar.

Por completo extrañado y fuera de sí, el joven miraba a los soldados y miraba al documento que le alargaban para que lo firmara. Con voz quebrada dijo:

- Yo no sé firmar ni tampoco acepto que me llaméis ladrón. Mi madre se está muriendo y yo he venido a estos montes a por unos espárragos silvestres para que se los coma y sane.

 

               Y enseguida, uno de los soldados, bajó del caballo, le quitó al joven su manojo de espárragos, le clavó la punta de la lanza en un brazo y al brotar la sangre, dijo al muchacho:

- Moja tu dedo en tu propia sangre y estámpalo sobre este documento. Esta será tu firma para siempre y que nosotros presentaremos al rey.

Aterrorizado el joven mojó su dedo en la sangre que le brotaba de la herida en el brazo y luego presionó el dedo sobre el documento que el soldado le presentaba. Cuando hubo terminado, el mismo soldado le dijo:

- Ahora ya puedes marcharte y da gracias al cielo que solo nos quedamos con tus espárragos y la firma que sobre este documento has estampado.

 

               Por la ladera que baja al río Darro y en aquellos momentos tapizada de abundante hierba fresca, descendió el joven triste y humillado. Las gotas de sangre que caían de la herida en su brazo, se iban quedando por entre la hierba y se convertían en hermosas amapolas, frescas y rojas. Y cuenta la leyenda que, desde aquel día hasta hoy, cada primavera y todos estos paisajes, se llenan de multitud de flores, muchos espárragos silvestres y amapolas color sangre, que resaltan por entre las praderas de hierba. Y esta tarde, después del tiempo que ha pasado, por aquí todo parece igual. Brillan las amapolas, flore el esparto, se ven espárragos por muchos sitios y hasta se intuye aquel joven caminando por estos campos, que ahora llaman “Territorio Alhambra”.

MARGARITAS AMARILLAS

25-4-2013

 

               Aquel veinticinco de abril, se presentó nublado, muy frías las temperaturas y con bastante viento. Claro que era casi plena primavera y por eso, desde la ventana de su casa, se veían verdes los álamos y fresnos del río, florecidas las glicinias en los patios y jardines de las casas del Albaicín, sembrados con mil florecillas los campos y, por donde la colina de la Alhambra, Generalife y Llanos de la Perdiz, todo tapizado de amapolas rojas, margarita blancas y amarillas y otras flores pequeñas, azules claras.

 

               Era media mañana y, sentado tras los cristales de su ventana, mientras el tiempo pasaba y se recreaba en la explosión de la primavera por todo cuanto su vista alcanzaba, pensaba en ella. La hermosa muchacha que un día conoció en Granada y que luego se marchó a su tierra y nunca más volvió. Se decía, para sí y como forma de oración al cielo, desde lo más íntimo de su corazón: “Ya tengo asumido que nunca más te veré en este mundo. Por eso, aunque cada noche sueño contigo y cada día te recuerdo en muchos momentos, no te espero. Sé que no volverás nunca más por Granada y sé que en ningún momento de los días que me queden de vida, podré ver tu cara ni oír tu voz ni regalarte un beso. Ya estoy viejo y tengo tan pocas ganas de nada, después de una vida tan larga esperando que ahora, ni siquiera deseo de ti un abrazo. A estas alturas, solo me recreo en lo que, a través de mi ventana, cada día me regala el cielo y el paso irreversible y firme del tiempo. Sueño y no quiero que vuelvas aunque no pueda borrar tu recuerdo. Hoy en día, ya por fin tengo algo que vale más que nada en este mundo: mi paz de viejo, el silencio amigo, mi corazón cansado pero en armonía con el Universo y mi amor callado y rotundo para todo cuanto a través de mi ventana a cada instante veo”.

 

               Cruzó sus brazos y sobre la mesa los apoyó y en ellos, la cabeza. Cerró los ojos y al instante y como en un sueño y realidad clara, lo vio. No tendría entonces más de doce años y ya iba por los campos, siempre solitario y soñando mundos lejanos y fantásticos. Y aquella mañana de primavera, cruzó el arroyo grande, remontó lentamente por la ladera y cuando llegó a donde brotaban las aguas, claro manantial y fresco que manaba por entre las adelfas y fresnos, se sentó frente al río que descendía desde las blancas cumbres hacia las torres de la Alhambra. Meditó durante mucho rato, mientras el silencio lo besaba y el viento le regalaba su abrazo. Luego, cuando ya la tarde caía, dejó su asiento en la ladera y cerca del manantial y continuó subiendo. Por la pequeña vereda de tierra hasta que traspuso por el collado de las encinas y los romeros.

 

               Muchos, muchos años después, volvía y lo vio caminando no por el collado de las encinas sino atravesando la llanura desde el levante hacia la cumbre del cerro de las rocas en forma de atalaya. Caminaba muy torpemente, como cansado y sin fuerzas porque ya era casi tan viejo como el tiempo y se decía, cada vez que se paraba para tomar aire: “Tengo que remontar a lo más alto de las rocas de este cerro para ver desde ahí la Alhambra y Granada. Y luego, si puedo y las piernas aguantan un poco más, descenderé por la ladera hasta la llanura de las margaritas amarillas para tocarlas con mis manos, olerlas y, sentado entre ellas, soñar el último sueño frente a la Alhambra. Debo conseguir hacer real esto para seguir perteneciendo a los colores, olores y azules de los cielos que por aquí, mientras vivo, tengo”.

 

               Y lo vio subir lentamente por la gran pendiente hasta coronar la cumbre de las rocas en forma de atalaya. Parado en todo lo alto, lo vio mirar observando y luego lo vio descender hacia la llanura de las margaritas amarillas. Por entre estas florecillas y los olivos, lo vio sentado, no lejos de la Alhambra y frente a ella, mirando como si ya el tiempo no le afectara en nada.

 

               Y aquel veinticinco de abril, sentando al otro lado de los cristales de su ventana, con la cabeza apoyada sobre los brazos que a su vez descansaban en la mesa, un poco después despertó de su sueño. Miró para la Alhambra, le parecía hermoso el gran día de primavera, recordó a la hermosa joven una vez más y luego se dijo: “Mañana por la mañana, voy a cruzar el río Darro, subiré por la Cuesta del Rey Chico, remontaré al Mirador de la Silla del Moro y luego subiré hasta la llanura del Cerro del Sol. Es por ahí y por entre los olivos, por donde ahora crecen las margaritas amarillas que él soñaba y venía buscando. Quiero comprobar si aquel soy yo y aun sigo por entre estas florecillas sentado, soñando mi sueño y esperando”.

LA FUENTE DEL PARAÍSO

 

               Desde la solana de enfrente, colina y cerro donde se asientan los barrios del Albaicín y Sacromonte, miraban con interés. A veces, sentados justo por donde ahora va la muralla que separa los dos barrios y, otras veces, simplemente parados más o menos en el mismo sitio. Y en estos momentos, casi siempre al caer las tardes, el más joven comentaba a su amigo:

- ¿Te imaginas un copioso manantial brotando en lo más alto de aquella colina?

- Intento imaginarlo pero ¿dime tú en qué punto exacto te gustaría que brotara ese manantial?

- Justo por encima del pequeño castillo que hay al lado de arriba del palacio largo. Donde, entre aquellos árboles que se recortan sobre las nieves de Sierra Nevada.

 

               El punto exacto que él pretendía indicarle a su amigo, se encontraba algo más arriba de lo que hoy conocemos como la Silla del Moro y cerca del palacio Dar al-arusa. Justo donde hoy se ven las ruinas de este desaparecido palacio. Por aquel entonces, en este lugar en el Cerro del Sol y por encima del Generalife y palacios de la Alhambra, crecían hermosos jardines y árboles frutales. Varías acequias grandes surcaban las tierras llanas por la parte alta del cerro y algunas albercas embalsaban agua de lluvia y también la que sacaban con las norias construidas aun más arriba.

 

               Pero ellos, sobre todo el más joven de los dos amigos, lo que más soñaban y veían desde la distancia, era otra cosa. Por eso el mayor, con frecuencia preguntaba a su amigo:

- ¿Pero cómo imaginas tú el manantial que tanto sueñas?

- Sobre todo, lo imagino abundante, de aguas muy claras y frescas y que, desde el mismo venero se extiendan y corran en varias direcciones.

- Pero para que las aguas corran en varias direcciones, el venero debe brotar en algún sitio muy original. Quiero decir que no mane como todos los manantiales, en las laderas de los cerros o en los barrancos.

- Precisamente por eso, el manantial que sueño yo, es único en este rincón de la Alhambra y en muchas partes del mundo. No solo por sus claras y frescas aguas sino por el lugar donde de la tierra brota.

- Pues yo pienso que aunque tu sueño es bonito o precisamente por esto, porque es tan especial, nunca podrá ser real en este suelo.

- Eso es lo que también me digo yo muchas veces y sin embargo lo sueño. ¿No crees tú que a veces los sueños pueden hacerse realidad?

- No del todo, pero a lo mejor algún día sucede eso.

 

               Y un día, los dos amigos del Albaicín, descendieron por una sendilla hasta el río Darro, luego subieron por la umbría y se encajaron en lo más alto del Cerro del Sol. Miraron muy entusiasmado para el valle del río, la colina del Albaicín y la de la Alhambra y después se movieron por el terreno de estas partes altas del cerro. El más joven comentaba al mayor:

- Mira tú también conmigo a ver si encontramos el punto exacto propio para que el manantial brote.

- Es que yo no sé ni siquiera cómo debe ser ese lugar que dices.

- Tú mira y cuando veas algo que te guste, me lo dices.

Y los dos se pusieron a buscar, caminando de un lado para otro por lo más alto del cerro.

 

               Y buscaban ellos muy entusiasmados cuando, de pronto, al asomarse a una pequeña hondonada, sobre una gran piedra, vieron a un hombre sentado. Lo saludaron y como no lo conocían de nada, hicieron por seguir con lo que tenían entre manos. Sin embargo, el hombre los llamó diciendo:

- Sé quiénes sois y también sé lo que estáis buscando por aquí.

Los dos muchachos se quedaron parados, miraron al hombre mayor y con barbas blancas y al rato, el más pequeño le preguntó:

- ¿Y usted puede ayudarnos?

Le hizo esta pregunta creyendo que el hombre, por lo que había dicho hacia uno momento, podría ser dueño de algunas de aquellas tierras.

- Yo puedo ayudaros pero con una condición.

- ¿Qué condición?

- Que a nadie digáis nunca nada de lo que por aquí os muestre.

- ¿Por qué no podemos decirlo a nadie? Si lo que usted dice puede enseñarnos y tiene relación con lo que nosotros estamos buscando y es bonito e interesante ¿por qué no podemos compartirlos con los demás?

- Por dos cosas muy concretas: porque nadie va a creer lo que vosotros vais a ver por aquí y, porque si llega a oídos de los reyes de la Alhambra, enseguida van a venir y se harán dueños de estos lugares.

 

               Se miraron los jóvenes entre sí y después de un rato, dijeron al hombre mayor:

- De acuerdo. Por lo que se ve usted debe ser un gran sabio o un mago que puede conseguir que se haga real lo que nosotros soñamos. Aceptamos las condiciones que nos pide. ¿Qué más tenemos que hacer?

- Mañana por la mañana temprano os vais al sitio sobre el cerro de las cuevas que conocéis bien porque es vuestro mirador particular y os sentáis y miráis para este monte muy concentrados. Poco después de la salida del sol, sobre este cerro donde ahora mismo estamos, veréis lo que tantas veces habéis soñado. Pero estad muy atentos y no os perdáis ningún detalle porque las cosas puede que ocurran muy rápido y, el fenómeno, quizá dure poco tiempo. Después de ese singular acontecimiento, nunca más volverá a verse sobre este monte el espectáculo que os estoy anunciando.

 

               Al amanecer del día siguiente, los dos jóvenes ya estaban sentados en las laderas del cerro hoy conocido como San Miguel Alto, por encima de los barrancos de las cuevas en el barrio del Sacromonte. En silencio miraban muy atentos y, al poco, vieron aparecer la luz del nuevo día por encima de las cumbres de Sierra Nevada. Poco a poco el alba se fue tornando clara, trayendo detrás de sí el redondo disco del sol. Y ellos, con el corazón lleno de emoción, miraban para la luz del alba por encima de las altas cumbres, esperaban la llegada de los primeros rayos del sol y miraban para el cerro que tenían enfrente. Preguntó el más pequeño:

- ¿Qué será lo que ocurrirá en ese manantial?

- Ya no queda no queda mucho para comprobarlo.

Y fue justo cuando el gran disco rojo del sol aparecía por encima de las cumbres del Mulhacén, cuando en el cerro de enfrente, comenzaron a ver lo que impacientes esperaban. Primero apareció como un gran borbotón de agua muy clara, que brotaba en lo más alto del cerro. Se elevó este borbotón como medio metro y, sin violencia ninguna, comenzó a derramarse en forma de abanico y pequeñas cortinas que caían hacia los barrancos de los lados. Enseguida, por los barrancos que bajaban desde lo alto del cerro hacia el río Darro, aparecieron arroyuelos que corrían serenos, saltando por entre piedras y monte. Y al poco, toda la cumbre del cerro y la gran ladera con sus arroyuelos, se llenaron de aguas transparentes y luminosas. Y como los rayos del sol llegaban desde el horizonte al amanecer, el espectáculo se veía precioso.

 

               Con la boca abierta, los jóvenes miraban cuando sintieron que alguien por detrás, se acercaba a ellos. Volvieron sus cabezas y vieron al hombre mayor de barbas largas y blancas. Los saludó y les dijo:

- Nadie más que vosotros ve ahora mismo lo que ocurre en ese cerro de enfrente.

Y el más joven de los amigos, preguntó:

- ¿Y de dónde viene el agua que brota por ese venero en lo más elevado de aquel cerro?

- Del corazón de las montañas que al levante de la Alhambra hay.

- ¿Quieres decir que la Alhambra está construida sobre un lago de aguas azules y claras?

- Así es pero, ni los que viven ahora en esos palacios ni los que vengan por aquí cuando pase el tiempo, lo saben ni lo sabrán.

- ¿Y por qué a nosotros sí se nos permite ver este espectáculo y conocer tan misterioso secreto?

- Porque con mucha fuerza, lo habéis soñado y porque yo quería que supierais dos cosas importantes.

- ¿Qué dos cosas son esas?

 

               Y el hombre mayor, después de unos segundos en silencio, dijo:

- Primero, porque en el gran paraíso que un día todos veremos, hay un manantial que es muy parecido a lo que frente a vosotros ahora ocurre. Por eso, a este borbotón de aguas claras podríamos llamarlos “la fuente del paraíso”. Y segundo, porque al final de todos los tiempos, cuando ya por fin la especie humana desaparezca por completo de este planeta que ahora pisamos, la Alhambra y todos estos parajes, quedarán cubiertos por las aguas. Un borbotón muy parecido a lo que ahora mismo veis al frente, surgirá de la tierra y lo cubrirá todo para siempre y nunca, nunca más se sabrá de estos palacios y contornos.

 

               Al oír esto, los jóvenes ya no preguntaron nada más. Sentados se quedaron frente al hombre mayor de barbas blancas y miraban entusiasmados a las aguas brotando en lo más alto del cerro y en los arroyuelos cayendo por las laderas. Casi asustados por el fantástico espectáculo, mientras intentaba imaginar el manantial del gran paraíso y el final de todos los tiempos en este lugar del Planeta Tierra.  

EL VALLE DE LOS PEDROCHES

 

            Desde tiempos muy lejanos, se le conoce con el nombre de El Valle de los Pedroches. Porque es donde se forman varios arroyuelos que, algo más abajo, se juntan y dan cuerpo a un cauce mucho mayor. Y porque también en este lugar, hay muchas piedras sueltas. Piedras grandes, pedroches, pedregal, que han sido el origen de nombre del pequeño valle.

 

               Y abajo, donde se juntan los arroyuelos que van naciendo y corriendo por lo ancho del valle, mana una fuente. Un pequeño venero que, en verano y cuando todo el entorno se queda seco, da mucha vida a las plantas y animales que viven por aquí. Quizá por esto, en tiempos muy lejanos, un poco más arriba del venero, construyeron un colmenar. Un pequeño cuadrado, levantado con piedras sin mezcla, recogidas por las tierras del valle. Como un corral para ovejas pero sin techo para que las abejas pudieran entrar y salir sin ninguna dificultad y al mismo tiempo, las colmenas, estuviera protegidas de sus depredadores.

 

                  Siendo él todavía pequeño, por este valle, por donde mana la fuente y por donde se encontraba el colmenar, jugó muchas veces. Casi siempre en solitario y casi siempre soñando sueños muy hermosos. Y, entre todos estos sueños, el que más le gustaba era el de una princesa de la Alhambra. Alguien que nunca había visto y por eso ni sabía cómo se llamaba ni de qué color era su piel pero la imaginaba hermosa. Como a la más hermosa de cuantas princesas hayan existido nunca en el mundo y en Granada.

 

               Por eso se sentía orgulloso de ella y por eso, recorría el valle llevándola siempre de la mano y compartiendo y contándole todos los secretos de estos sitios. Los colores de las flores y los vuelos de las mariposas, el fluir bello del agua por los arroyuelos, el canturreo del viento por entre las ramas y hojas de las encinas y otras muchas maravillas. Porque para él, todas estas cosas, eran los portentos más grandes nunca vistos y por eso se sentía orgulloso de compartirlos y ofrecérselos a ella, la princesa de sus sueños. La más dulce, la más hermosa, la más buena. La que un día se iría con él a los mundos más lejanos y a los castillos más bellos.

 

               Pasaron los años y creció como cualquier otra persona. Se alejó de aquel valle y se puso a recorrer mundo por pueblos, ciudades y naciones, siempre llevando en su corazón a la princesa que de pequeño había soñado. Conoció a mucha gente, aprendió muchas cosas, tuvo algunos amigos, fue dueño de una pequeña fortuna y se enamoró y sufrió. Por el valle de las piedras también siguieron cayendo las lluvias, corrieron los arroyos, florecieron las primaveras y, lo veranos y otoños, no dejaron de pasar un año detrás de otro. Siempre a paso lento pero siempre firmes y sin detenerse.

 

               Y, una tarde de invierno, se le volvió a ver por donde mana la fuente. Justo unos metros más debajo de donde todos los arroyuelos se funden en uno solo. El que ya recibe el mismo nombre del valle: Arroyo de los Pedroches. Oscurecía, llovía débilmente y hacía frío. Quizá por esto él recogía leña. Ramas secas de encina, raíces secas de fresno, matas secas de aulagas, ramas también secas de romeros y algunas piñas viejas. Con todo esto fue haciendo un haz y luego, se lo echó a cuestas, subió por la cuestecilla de la fuente, recorrió la pequeña sendilla hacia la llanura del cerrete y, donde las derruidas paredes del colmenar, se paró. Soltó su haz de leña, buscó un rincón junto a las paredes de piedra y algo resguardado del viento y la lluvia y aquí se puso a encender una lumbre.

 

               Tardó un poco porque toda la leña estaba mojada pero lo consiguió. Ya era de noche por completo cuando el humo y las llamas surgieron de entre las paredes de piedra de viejo colmenar. Y, al poco, hizo como una cama frente a la lumbre y aquí se recostó. Al calor de la candela y frente al valle que tantas veces había recorrido de pequeño. Porque sí, después de tantos años y tantas experiencias y mundo recorrido, nada había logrado apartarlo de la princesa de sus sueños ni del mundo por donde había jugado de pequeño.

LA ALMUNIA DE LOS NARANJOS

 

               Con el nombre de almunias, son conocidas las fincas de recreo, propiedad de las élites urbanas, situadas en el entorno de las ciudades islámicas. Todas ellas tenían en común el hecho de disponer de espacios irrigados que servían para la producción agrícola y el disfrute de sus dueños, además de acoger importantes residencias y palacios. En Granada se encuentra la única almunia nazarí que ha llegado a nuestros días conservando sus huertas y el edificio residencial o palacio: es el Generalife, cuyo nombre árabe era ‘Jenan al-Arif’, el jardín del arquitecto. Hubo otras fincas parecidas de las que quedan restos arqueológicos, como el ‘Jenan al-Arus’ por encima del Generalife y el Alcázar Genil en la Vega, mientras otras desaparecieron completamente y solo queda el nombre, como la Casa de las Gallinas, debajo de Cenes de la Vega, a orillas del río Genil.

 

               Él tenía la cama justo al ras de la ventana. Al lado del levante y en el ala de arriba de la casa. Y aquella templada mañana de primavera, cuando se despertó, lo primero que hizo fue mirar por la ventana. Tal como estaba en la cama y envuelto por el canto de muchos pajarillos: gorriones, mirlos, currucas, carboneros, verderones, chamarices, tórtolas y palomas. En uno de los rincones del patio y en el alero de una de las paredes, una pareja de golondrinas se afanaban en la construcción del nido. Iban y venían con pequeñas pellas de barro en sus picos que, con mimo y maestría, aplastaban contra la pared donde las primeras partes del nido ya se veían. Al otro lado del patio y del edificio, al frente y algo lejos, al mirar vio la alta montaña cubierta de bosque, una fina cortina de brumas y el sol levantándose sobre la cumbre. Tuvo conciencia de inmortal y bello momento y cuadro y por eso exclamó:

- ¡Dios míos!

 

               Poco después se levantó. Salió de la casa, atravesó el patio empedrado, cruzó el portón de la entrada y unos metros más adelante, se paró y dándose media vuelta, miró para atrás. Posó sus miradas en la pared y parte de arriba del portón y leyó: “Puerta del Paraíso”. El airecillo que subía del río le trajo racimos de esencias a flores de azahar y al mirar para las tierras llanas entre el edificio y la corriente de las aguas, ante sí apareció toda la llanura tapizada de naranjos. Todos estaban repletos de pequeñas flores blancas por donde revoloteaban cientos de abejas y mariposas. Se dijo: “Un año más, los naranjos se cubren de perlas blancas y olorosas, dando testimonio así de la presencia de la primavera y preparándose para la nueva cosecha. ¿Quién estará por aquí cuando de nuevo maduren otra vez las naranjas?” Por entre los árboles repletos de azahar, cantaban, iban y venían multitud de pajarillos en todos los tamaños y colores. De nuevo alzó su mirada para la cumbre de enfrente, un poco a la izquierda de Sierra Nevada y su corazón se llenó de asombro, mezclado con finos hilos de dolor, nostalgia y cansancio. Susurró: “El amor es bello y es la gran fuerza de la creación pero destruye y engendra dolor y mata. Nada hay más grande en este suelo que la armonía con una mismo y el silencio en el corazón y cuerpo”.

 

               Poco después, se le vio remontando por la estrecha senda que surcaba la ladera, subiendo desde el valle y pasando por la cañada. Se paraba, de vez en cuando, para echar una última miraba al valle de los naranjos y al grandioso edificio entre árboles y acequias de aguas color a nieve y bosques verdes. El mágico paraíso que solo un poco y a lo largo de algún tiempo, le había pertenecido. Más a lo lejos, dirección al sol de la tarde y por donde la ancha Vega de Granada, asomaban las altas torres de la Alhambra, entre jardines y murallas. De nuevo se dijo: “Tener la mente en blanco y no sentir nada más que el imperceptible palpitar de la naturaleza, es el sueño más perfecto y las mayor felicidad. Y no sentir dolor alguno, ni siquiera los latidos del corazón, es haber alcanzado en mejor de todos los paraíso y bendición divina”.

 

               Llegó a lo más alto de la cumbre cuando el sol de la mañana ya estaba a media altura. Bajo un gran roble y en la piedra tapizada de musgo, se sentó mirando al valle de la almunia con los naranjos repletos de flores blancas. Miró en silencio durante un rato y de pronto exclamó:

- ¡Dios mío!

 

               ¿Qué donde estaba esta Almunia de los Naranjos y por qué pasado el tiempo desapareció y nadie, desde aquella mañana, supo nunca más de él? Nadie hoy lo sabe ni en ningún documento hay escrito nada que haga referencia a estos hechos pero este sueño fue real al levante de la ciudad de Granada y de la Alhambra. Yo sí puedo dar fe de ello.

 


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