Ventanas a la eternidad

        Relatos cortos // 2010-18

 El libro de los más bellos relatos de la Alhambra,

 río Darro, Albaicín, Realejo y Granada - XVI

1- La cántara de leche   

2- El lider

3- Flores de adelfa

4- Las granadas

5- La niña, el borriquillo y los membrillos

6- El soldado y el soñador

7- Última día en la Alambra

8- Por el valle de la ventana

9- Comparti un trago

10- Las collejas

11- Katia y Nadia

12- La novia de la Alhambra

13- En las tardes de otoño

14- Las naranjas

15- Los poemas del río

16- Los melones

17- Las tres rosas

18- El sueño de una bailaora

19- La hermana Milagros

20- Los amigos

 

LA CÁNTARA DE LECHE

 

               En las partes altas del río Darro y por donde se abre un bonito valle, tenían ellos su cortijo. Rodeado por una pequeña porción de terreno donde crecían olivos, moreras, avellanos y viñas. Tenían un hato no muy grande de cabras que ramoneaban por las riveras del río y por las laderas a los lados. Con una bonita borriquilla, se ayudaba el marido para labrar las tierras y para llevar y traer cargas de leña o acarrear las aceitunas al molino del río o las uvas al lagar. La mujer le ayudaba en todas estas tareas y como no tenían hijos, un día el hombre dijo a su esposa:

- Si en algún momento vemos a alguien buscando trabajo por aquí, debemos ofrecérselo. Nosotros dos no podemos con tanto como hay que hacer en estas tierras.

 

               Y solo dos días más tarde, se presentó en el cortijo un joven que después de saludarlos les dijo:

- Vivo por donde las Cuevas del Sacromonte y busco trabajo para llevar algunas monedas a mis padres que se mueren de hambre.

Y el marido enseguida le dijo:

- Quédate con nosotros ahora mismo porque te necesitamos. Te pagaré un sueldo digno, tendrás alimentos para saciarte de los productos que salen de estas tierras y también tendrás techo y un rincón calentito para dormir en tus momentos de descanso. Lo que tenemos por aquí, lo compartiremos contigo como si fueras hijo nuestro.

Sin pensarlo dos veces, el joven aceptó y se quedó y aquella misma tarde, llevó a las cabras a ramonear al monte, las encerró al caer la noche y a la mañana siguiente muy temprano, ayudó al marido a ordeñarlas. El hombre le enseñó con paciencia y en poco tiempo, llenaron de leche una vieja cántara de latón. Le dijo el marido al joven:

- Prepara la borriquilla, carga esta cántara en las aguaderas y llévala a Granada y vendes esta leche fresca.

- ¿Y en qué sitio tengo que venderla?

- En la tienda del Albaicín, subiendo las escaleras, a la izquierda. Ahí me conocen y por eso, son amigos míos. Tú, cuando llegues, le dices a la mujer, la tendera, que vas de parte nuestra y ellos se quedarán con la lecha y te darán unas monedas. Regresa luego rápido que esta tarde, tenemos mucho trabajo.

 

               Preparó el joven la borriquilla, cargó la cántara de leche en las aguaderas y se puso en camino, río abajo hacia Granada. Era una muy bonita mañana de primavera y por eso todos los campos estaban verdes y con muchas florecillas por las tierras. La Alhambra, según avanzaba hacia Granada, se le iba apareciendo sobre la gran colina y el río, saltaba rumoroso por entre zarzas y álamos. Montado en la borriquilla, avanzaba y se decía: “En cuanto este hombre me dé las primeras monedas como pago a mi trabajo, se las entregaré a mis padres para que puedan comprar pan y alimentarse algo. Parecen buenas personas estos dueños míos y por eso tengo que portarme bien con ellos”.

 

               Llegó al barrio, avanzó por las calles mirando para encontrar la tienda donde debía dejar la cántara de leche y como, después de un rato no dio con ella, a un hombre mayor le preguntó:

- ¿Dónde compran la leche que traigo en esta cántara?

Y el hombre señaló con su mano diciendo:

- En aquella tienda que ves junto al árbol pequeño.

Le dio las gracias y al llegar a la puerta de la tienda, amarró a la borriquilla en el árbol. Descargó la cántara y en un escalón cerca del árbol, la dejó. Entró en la tienda y a la mujer que vendía, le dijo:

- Traigo la cántara de leche del matrimonio del cortijo del valle. ¿Qué tengo que hacer con ella?

Y la mujer le dijo:

- Acerca esa cántara hasta aquí, vaciamos la leche en está otra cántara mía y te la pago porque yo ya la tengo vendida. Todas estas personas que ves aquí, están esperando para llevarse un jarrillo de leche fresca.

 

               Y sin más, el joven dio media vuelta, salió de la tienda y se dirigía a donde la borriquilla y la cántara de leche cuando, sorprendido, se quedó parado y dijo:

- ¡Mi cántara de leche no está! Me la han robado.

Entró corriendo en la tienda, le dijo a la mujer lo que acababa de suceder y ésta exclamó:

- Hay que avisar ahora mismo a los guardias para que busquen y cojan a los ladrones.

 Nervioso el joven, volvió a salir de la tienda para regresar a donde la borriquilla y asegurarse si la cántara de leche había desparecido o no, cuando de nuevo se asombró:

- Tampoco veo ahora a la borriquilla. El mismo ladrón me la ha robado también.   

Salieron rápido de la tienda, la mujer y demás personas y, en ese momento, vieron al joven correr calle arriba, gritando y llamando a su borriquilla. Al poco lo vieron bajar por la otra calle y luego por la de enfrente y la paralela. Y mientras corría, a ratos gritaba y a ratos lloraba pidiendo que lo ayudaran. Unos y otros, por todos lados, lo miraban y así fue como una hora después, vieron al joven volver a donde el pequeño árbol y en el escalón donde, no hacía mucho, había dejado la cántara de leche.

 

               Agotado y todo desanimado, en este mismo escalón se sentó, sujetó su cabeza entre las manos y sobre las rodillas y lloró. Desconsolado y triste y sin saber qué era lo que podía hacer a partir de ese momento. La mujer de la tienda se acercó a él, se sentó a su lado y con palabras dulces le dijo:

- Es muy malo lo que te ha pasado pero anímate que ya buscaremos la manera de arreglarlo.

Y el joven, hondamente desconsolado, miró a la mujer y le dijo:

- Mi amo es muy buena persona y, desde el primer momento ha confiado en mí. Por nada del mundo yo quiero defraudarlo pero lo que me ha ocurrido, él no va a perdonármelo nunca. Lo he defraudado y por eso desconfiará de mí y me dejará sin trabajo. Y claro que también pienso que las personas que roban es por necesidad y porque, igual que mis padres, se están muriendo de hambre. Hay muchas personas en el mundo que se mueren de hambre cada día y eso no es bueno. Pero tampoco es bueno robar o pensar que los demás tenemos derecho a sufrir sus agresiones. Lo que me han robado, no va a servir para quitarles el hambre toda la vida ni para hacerlos ricos siempre. Y sin embargo, mi desdicha, la pena que han traído a mi vida, es tan grande que no sé cómo podré superarla.

 

               La mujer de la tienda, se acercó un poco más al joven, lo tocó con ternura, acarició su pelo y cara y limpió las lágrimas que por su mejilla rodaban al tiempo que le decía:

- Yo explicaré todo a tu dueño y le diré lo mal que lo estás pasando. Y luego le devolveremos, su cántara, tu cántara de leche y la borriquilla.    

 

 

 

EL LÍDER                                              

 

               I- Las aguas

               En la Alhambra, el joven preguntó al rey:

- Majestad ¿a usted le gustan los ríos y las fuentes de aguas claras?

Y el rey contestó:

- Me gustan los baños y las aguas calentitas en las estancias de estos palacios. ¿Por qué me haces esta pregunta?

- Porque si usted me da permiso y me presta los cuatro hombres que necesito, yo puedo conseguir y enseñarle algo que va a gustarle mucho.

- ¿Y para lograr lo que me dices tendrás que declarar guerras o luchar en batallas?

- Nada de eso. Se trata de los más pacífico y bueno de cuantas cosas hay en esta vida.

- Pues tienes mi permiso y los hombres que necesites para llevar a cabo lo que me anuncias.

 

               Y aquella misma mañana, día de primavera muy claro, cielo azul y viento en calma, el joven reunió un grupo de hombres. Les dijo:

- El rey sueña con un tesoro y vosotros y yo, vamos a buscarlo. Os trataré con respeto y os pagaré con generosidad. Así que venid conmigo.

Desde los recintos de la Alhambra, salieron en grupo y caminaron vaguada arriba. Dirección al hoy conocido Cerro del Sol y en el collado, por donde hay jardines, aparcamientos para coches y edificios, se pararon. El joven dijo a los hombres:

- Este es el sitio. Ya veis que cerca del tronco de esta encina, brota un venero de aguas muy clara. Demos comienzo a las obras y logremos lo que tengo proyectado.

Con las herramientas propias, se pusieron los hombres y comenzaron el trabajo. El joven los guiaba y unas horas después ya tenían cavado en el terreno lo que en su mente imaginaba. Luego dijo a los hombres de la cuadrilla:

- Ahora hay que cavar una galería, siguiendo las aguas del manantial pero en dirección contraria a como brotan. Descansad y comed algo y luego seguimos.

Descansaron los hombres, comieron algo y, unas horas después, siguieron con el trabajo. Se ponía el sol y todos volvieron a sus casas. Al amanecer del día siguiente, regresaron al tajo y así durante más de un mes. Hasta que por fin un día, en el collado, donde brotaba el manantial y no lejos de la Alhambra, las claras aguas estaban remansadas en una especia de alberca, bastante profunda y rectangular. Al lado de arriba de esta alberca, se veía la galería también rebosante de agua y el chorrillo del manantial, al fondo. Pagó el joven a los obreros sus jornales, les agradeció el trabajo y les dijo que en cuanto los necesitara, los volvería a llamar.

 

               Fue luego a los palacios de la Alhambra y le dijo al rey:

- Majestad, pronto llegará el verano y por eso los calores apretarán. Cuando usted quiera le acompaño y le muestro el sueño que un día le dije que lograría para vos.

- Mañana mismo vamos a verlo. ¿Qué hay que llevar?

- Solo su corazón preparado para darse un buen baño en las aguas más claras y frescas que hay en el reino de Granada.

- Pues así lo haré.

Y al día siguiente, cuando la tarde caía y el calor ya se sentía fuerte, el rey salió de la Alhambra, acompañado del joven, su guardia personal y varios amigos. Caminaron por la vaguada y al llegar a la alberca del manantial, se quedó parado y miró despacio. En la alberca se remansaba el agua cristalina, en la galería, el líquido también remansado, se mecía sereno y desde la alberca, el agua rebosaba rumorosa y pura. Impresionado el rey dijo:

- Este es como un sueño o juego pequeño lleno de luz y transparencia. ¿Cómo lo has conseguido?

- Yo y los hombres de la cuadrilla, solo hemos dado forma a lo que por aquí la naturaleza ofrece. Ahora, lo que yo quisiera es que su majestad se bañe en esta alberca rebosante de agua fresca y clara.

- Eso está hecho ahora mismo.

 

               Y al instante el rey se metió en las aguas y se puso a nadar al tiempo que decía:

- Es un placer como nunca antes había experimentado. Tampoco antes había visto yo aguas tan claras y frescas y en medio de este paisaje que nos rodea.

Cerca de la alberca, crecían varias encinas, algunos acebuches, higueras, retamas y cornicabras. Y, vaguada abajo hacia la Alhambra, los árboles también se espesaban, cubriendo el paisaje de verde y serenidad. Entusiasmado por todo esto, el rey pidió a sus amigos que se metieran en las claras aguas y nadaran con él mientras charlaban. Le hicieron caso los amigos y después de un buen rato jugando y disfrutando de las aguas del manantial, el rey se sentó en el borde de la alberca a tomar el sol, llamó al joven y le dijo:

- Desde hace algún tiempo quiero cambiar algunas cosas tanto en los palacios de la Alhambra como en Granada y en todo mi reino y no sé cómo hacerlo.

- ¿Qué es lo que le pasa, majestad?

- Que en cuanto digo de cambiar algo, unos y otros protestan, me critican y hasta se ponen en contra mía con todas sus fuerzas. ¿Qué me aconsejas tú que haga?

- Si usted me da permiso, yo le ayudo porque sé lo que hay que hacer.

- ¿Puedes decírmelo?

- Es algo que solo se puede expresar del mismo modo que lo de este manantial, sus aguas claras y su baño. Hay que hacer las cosas para que se vean y entiendan con claridad.

Y el rey, después de pensar un momento, dijo al joven:

- Pues tienes mi permiso para llevar a cabo lo que me dices. Pero me pregunto: para conseguir lo que me anuncias ¿tienes que luchar o declarar batallas?

- Nada de eso, majestad. Lo que le dije aquel día lo repito ahora: se trata de lo más pacífico y bueno de cuantas cosas hay en la vida.

- Pues tienes mi permiso y los hombres o personas que necesites para llevar a cabo lo que me dices. 

  

               II- La reunión

               Agradeció el joven al rey su buena disposición y la confianza que depositaba en él y al instante se puso mano a la obra. Se movió por los salones de los palacios y otros recitos de la Alhambra y habló directamente con las personas que tenía en mente: generales, administradores, secretarios, sabios y jueces y a todos los fue invitando. Les decía:

- Tengo en mente el proyecto más interesante que nunca se ha dado aquí en Granada.

Y al oír esto, enseguida unos y otros preguntaron:

- ¿De qué se trata?

- Quiero explícatelo porque es muy, pero que muy interesante pero no ahora ni aquí mismo.

- ¿Entonces?

- Lo voy a compartir con contigo y con otros, algunos muy conocidos e importantes, dentro de dos días y en un escenario muy concreto.

- ¿En qué lugar y a qué hora?

- El lugar es justo en el collado de las encinas, donde el manantial de las aguas claras y los nuevos baños del rey. ¿Sabes dónde te digo?

- Todos por aquí ya hemos oídos los de los nuevos baños del rey porque él mismo lo ha proclamado. Está tan entusiasmado que no puede resistir decírselo a todo el mundo. Y tú ¿por qué elijes ese lugar para la reunión que dices?

- También pienso aclararlo pero no ahora.

- ¡Cuánto misterio encierra tu proyecto!

- No tanto pero ya verás como os va a resultar más que interesante.

- Bueno ¿y a qué hora es la reunión?

- Dentro de dos días, al caer la tarde y en el collado de las encinas, como ya te he dicho. Comunícalo a tus amigos importantes y que ningún falte.

 

               Cuando el joven terminó de anunciar este evento a las personas que le interesaba, pidió permiso para hablar con las princesas y príncipes de la Alhambra. A todos les dijo:

- A vosotros más que a nadie os interesa conocer lo que voy a anunciar.

- ¿Y por qué a nosotros más que a nadie?

Preguntaron interesados unas princesas.

- Porque vuestros padres son reyes y por lo tanto, personas con dinero y poder. Os han criado en el lujo y muy al margen de la vida y problemas de los demás y eso no es bueno. Necesitáis, al menos saber, cómo deberíais comportaros el día que vuestros padres os den poder y dinero.

- Pues iremos a la reunión que propones pero ¿puedo hacerte una pregunta?

- ¿Qué quieres saber?

- Nosotros, los príncipes y princesas ¿estaremos mezclados con las demás personas que vayan a esta reunión?

- ¿Y por qué no?

Y la princesa y sus amigas, ya no preguntaron más.

 

               El día fijado, al caer la tarde, al lugar indicado, fueron llegando los invitados. Sobre las tierras del collado, desde el manantial y la alberca dirección a Sierra Nevada, les pidió el joven que se fueran sentando. En la hierba que ya el sol del verano comenzaba a secar, sobre los troncos de algunos olivos y encinas y en las piedras. En el mismo collado y frente a ellos, princesas y príncipes, se situó el joven, todo sereno y como poseído de autoridad y sabiduría y saludó cortésmente a los que esperaban sus palabras. Les dio las gracias por haberse presentado y luego, de una gran bolsa de cuero, sacó unos papeles en forma de cuadernos rectangulares y del tamaño más o menos de un folio. Mostró estos papeles todos juntos, como en un paquete, a los presentes y estos, en un profundo silencio y expectantes, miraban al joven y a su puñado de hojas en forma de cuaderno.

 

               Con serenidad, el joven mostró a los presentes la primera cara del paquete de hojas y dijo:

- Mirad bien esto que os enseño y responded a mi pregunta: ¿Qué veis aquí?

Enseguida varios levantaron la mano y cuando el joven les indicó que hablaran, dijeron:

- Vemos una hoja de papel por completo en blanco.

- Veis y decís bien porque eso es lo que hay en esta hoja de papel: nada pero ¿a que parece esperar a que alguien aquí escriba o dibuje algo?

- Desde luego que sí. Como todas las hojas de papel en blanco y preparadas para escribir o pintar cosas.

El joven corrió la primera hoja de papel y al aparecer la segunda, en ella se veía, solo en una pequeña franja de la izquierda, como el comienzo de un dibujo. Mostró esta segunda hoja a los presentes y les preguntó:

- Y aquí ¿qué es lo que veis?

Varios enseguida dijeron:

- Como los primeros trazos de un dibujo y que no se sabe qué es.

 

               Pasó el joven esta segunda hoja y al aparecer la tercera, antes de que él preguntar, dos de los que estaban en la primera fila, comentaron:

- En esta hoja vemos el mismo dibujo pero ya más completo y ocupando mayor porción de papel. ¿Qué dibujo es?

No contestó el joven a la pregunta sino que, lentamente corrió la tercera hoja y al quedar visible la siguiente, enseguida uno de los que estaban al final, levantó la mano y dijo:

- Ya aquí se ve el mismo dibujo casi completo pero todavía no se entiende bien. ¿Nos puedes decir qué significan los papeles que nos enseñas y el dibujo a medias?

- Continuo y en un momento os lo diré.

 

               Con su mano derecha volvió a pasar la hoja y al aparecer la que correspondía al número cuatro, otra vez se mostraba el mismo dibujo pero ahora ya casi completo. Con el aliento contenido y por completos fijo en el joven y en lo que les mostraba, todos los invitados se morían de curiosidad. Y al correr de nuevo la hoja y aparecer la que tenía el número cinco, la presentó con mucho más interés y preguntó:

- Y en esta última hoja ¿qué es lo que veis?

Varios a la vez dijeron:

- Ya vemos que el dibujo llena por completo toda la hoja pero todavía no sabemos qué es lo que significa este dibujo ni qué es lo que tú quieres decirnos con todo esto. ¿Nos lo puedes explicar de una vez?

- Solo un minuto más y os lo explico con todo detalle.

Dijo el joven y ahora, al levantar la hoja que mostraba y ponerla al final del montón, volvió a verse de nuevo el dibujo y por completo llenando la hoja de papel. Les dijo:

- Prestad mucha atención a esta hoja y dibujo y número seis.

Mantuvo en sus manos frente a ellos esta hoja con el dibujo completo y luego la quitó y apareció la que ya habían visto antes. Por eso, algo más rápido, fue quitando hojas y poniéndolas detrás del montón.

 

               Hasta que, en unos segundos, apareció la hoja en blanco que hacía unos momentos había sido la primera. Aquí se paró de nuevo un buen rato el joven, miró a todos los asistentes y aguardó a que le hicieran preguntas. Solo un príncipe preguntó:

- ¿Y con esto se acaba todo lo que tenías que decirnos?

- Sí y no.

- Pues explícate y no te rías más de nosotros.

- Desde luego que no me estoy riendo de nadie sino que todos merecéis mi mejor respeto.

- ¿Pues entonces?

- ¿Puedo preguntarte algo?

- Claro que sí. ¿Qué quieres saber?

- Solo que me digas si te atreves o no a resumir lo que acabamos de ver.

- Es lo más sencillo del mundo. Tú nos has mostrado unas cuantas hojas, en blanco algunas, con trozos de dibujos otras y con un dibujo completo, la última y la primera. ¿Tan difícil es resumir esto?

- No lo es pero ¿pero qué conclusión sacas de lo que has visto?

- Eso ya eres tú el que tienes que decirlo, si es que no te estás riendo de nosotros.

 

                              En este momento, hubo un gran silencio y todos los presentes miraban con mucho interés al joven. Varios dijeron:

- Sí, venga, explícanos las cosas para que no pensemos que de verdad te estás quedando con nosotros.

Y el joven, decidido habló a los presentes y dijo:

- La vida de las personas, es semejante a las hojas que acabo de mostraros. Al principio, todo está en blanco. Luego, según crecemos, vamos dibujando cada día algo, conforme la vida nos enseña y cada uno soñemos. Llega un momento en que el dibujo está completado y entonces, ni buscamos ni añoramos nada. Nos aferramos a que todo permanezca del mismo modo en que quedó el último instante en que completamos el dibujo. Y eso no es bueno porque, de algún modo, nos cegamos y no queremos crear cosas nuevas porque creemos que lo único valioso y bueno es lo que en nuestras vidas ya tenemos conseguido. Y de este modo, nos ofuscamos tanto que ni siquiera deseamos ver el dibujo de las otras personas. Y sin embargo, la vida no es inmutable. Cada día nacen y llegan a este mundo nuevas personas y crean dibujos nuevos en sus vidas que son tanto o más interesantes a los que ya conocemos.

 

               Y lo más importante: a veces, tan convencidos estamos de que lo valioso es solo lo que nosotros vemos y poseemos que ni siquiera advertimos que la vida siempre supera al principio. Después de la última hoja con el dibujo completo, comenzamos a retroceder y las cosas van sucediendo al revés. Poco a poco el dibujo viene a menos, apareciendo más incompleto hasta llegar de nuevo a la hoja en blanco del principio. Es el final de la vida de cada persona, donde todo vuelve a como no lo encontramos al comenzar. Esto es así y será así siempre, mientras que los humanos poblemos este planeta. Por lo que podemos concluir que nada tiene valor único ni dura siempre. Nuestro dibujo, el que creemos más valioso que todos los demás, es solo un granito de arena que se desmorona y desvanece en el tiempo y forma parte de la gran colección aunque no es del todo así.

 

               Con estas palabras, el joven terminó su aclaración. Los presentes, todos muy pendientes de lo que decía, guardaron silencio y luego, poco a poco se fueron hacia la Alhambra. Entre sí, mientras caminaban, comentaban cosas y luego cuando llegaron a los palacios. Aquel día, al siguiente y al otro hasta que todo llegó a oídos del rey. Éste, lleno de curiosidad por lo que el joven había enseñado a sus colaboradores, lo llamó y le dijo:

- Tu comportamiento y sabiduría me gusta. ¿De qué modo podrías poner un buen ejemplo para que todos los que te han escuchado, se convenzan de que lo que dices es bueno?

- Puedo hacerlo, majestad. ¿Usted me da su permiso?

- Tienes mi permiso desde ahora mismo porque sigo confiando en ti.    

 

               III- El río

               Al día siguiente, a media mañana, junto a las aguas del río Darro y por donde hoy se encuentra el Puente del Aljibillo, se concentraron muchas personas del barrio del Albaicín. Principalmente mujeres y algunos niños que acudían, las mujeres a lavar ropa y los niños a jugar mientras las madres hacían sus trabajos. Pero en esta ocasión, algunas de estas mujeres, traían con ellas algo especial que el día anterior y por la noche, habían hecho en sus casas. Por eso, en cuanto llegaron al río, sobre la hierba, pusieron algunas cestas de mimbre y de esparto y dijeron a los niños y demás mujeres:

- Estos son dulces de harina y miel fresca de algunos enjambres que el otro día cogieron nuestros maridos de los troncos de viejas encinas de las montañas. Hemos traído con nosotras estos dulces para repartirlos entre todos y que disfrutéis de tan rica miel silvestre.

 

               Sobre la hierba, las mujeres de las cestas con dulces, pusieron algunas telas limpias y blancas y encima de estas telas, fueron colocando los dulces de harina con miel.

- Flores de miel, llamamos nosotras a estos dulces. Y venga, no os cortéis, acercaros y comed.

A esta misma hora, por el barranco del Rey Chico, desde la Alhambra, descendía un grupo de hombres. Eran los que el joven había invitado en esta ocasión para que lo acompañaran hasta el río porque deseaba mostrarle lo que él creía que el rey debía saber. En cuanto llegaron al río, todos estos hombres, al ver a las mujeres lavando, charlando entre sí y repartiéndose los dulces de miel, se pararon frente a ellas y entre sí comentaron bastantes cosas. Las mujeres de las cestas con dulces, enseguida dijeron al joven:

- Sin reparo ninguno, acercaros a nosotras y comed de estos dulces todos los que queráis. Son los más buenos y de sabores más naturales que hayáis probado en vuestra vida. Nosotras hoy por aquí, celebramos una pequeña fiesta por los dones que la naturaleza nos ha ofrecido regalándonos esta miel silvestre de las montañas.

Y el joven también dijo a los hombres que le acompañaban:

- Sí, hacerles caso. Mezclaron con estas personas, comed lo que os ofrecen y charlar con ellas. Preguntarle si aman al rey y si están contentos y ven con buenos ojos lo que hacen los reyes de la Alhambra y del modo en que se comportan los poderosos.

 

               Tímidamente los hombres se acercaron, probaron algunos dulces y comentaron varias cosas con las mujeres y entre sí. Y cuando les preguntaron qué opinaban de los comportamientos del rey y los poderosos que le rodeaban, enseguida varias mujeres dijeron:

- Los reyes y los poderosos deberían mezclarse más con nosotros los pobres y compartir sus riquezas, trajes y comidas. Lo mismo que nosotros compartimos nuestras penas y miserias y las cuatro cosillas que tenemos. No es bueno que a los pobres nos opriman tanto y nos quieten no solo la libertad y el derecho a pensar y decir lo que nos gusta o no sino que hasta nos arrebatan con violencia lo poco que cada día tenemos para comer. Decidle estos a vuestro rey y decidle también que no queremos guerras ni que a nosotros ni a nadie nos consideren enemigos suyos. No es sabio ese comportamiento ni al final es bueno para nada.

 

               Los hombres amigos del joven, al oír estas cosas de las mujeres, dijeron que se iban en ese mismo momento. En un lado del río, cerca de los dulces que las mujeres habían puesto sobre las blancas telas extendidas en la hierba, se concentraron. Miraron con superioridad y algo de desprecio tanto a las mujeres como a los niños, decían ellos desarrapados y sucios y comenzaron a caminar hacia el barranco del Rey Chico. Antes de alejarse mucho, algunas de las mujeres, de nuevo hablaron y dijeron:

- Nosotras os hemos acogido con todo el respeto y cariño. Y hasta compartimos con gusto lo poco tenemos. ¿Por qué os marcháis de esta manera?

Y uno de los hombres del grupo comentó:

- Es que dentro de un rato, tenemos una reunión muy importante en los salones de los palacios de la Alhambra. Otro día volvemos.

- Sí, volved por aquí otro día y nos lo anunciáis con tiempo para que preparemos los alimentos que podamos y compartirlos de nuevo con vosotros.

Y no se habló más.

 

               Por el barranco del Rey Chico, a toda prisa y bastante disgustados, subieron los hombres más importantes de la Alhambra en aquellos tiempos. En cuanto llegaron a los palacios, fueron a ver al rey y como éste los recibió de inmediato, los importantes sin rodeos le dijeron:

- El joven que usted protege y dice que es sabio y bueno, a todos nos va a meter en un gran lío.

- ¿Por qué pensáis eso?

Y a su manera y con una versión bastante torticera, los importantes comentaron al rey lo que había sucedido en el río y expresaron el malestar profundo que el asunto les producía. También dijeron:

- ¿Cuándo se ha visto en nuestro reino y gobierno que los pobres digan lo que tiene que hacer el rey y de qué modo debe comportarse? Y más aún: ¿Desde cuanto las mujeres tienen derecho decir a los hombres lo que debemos o no hacer?

 

               Escuchó el rey muy en silencios todo lo que los importantes dijeron y al final, los despidió. Prometiéndoles que tomaría medidas porque iba a tener muy en cuenta lo que ellos opinaban. Al instante mandó llamar al joven líder y cuando estuvo frente a él, le preguntó:

- Hasta ahora he confiado mucho en ti y hasta te hice caso en bastantes de las cosas que me dijiste. Pero hoy ¿qué ha sido lo que ha pasado?

- Majestad, nada malo ha pasado sino todo lo contrario: algo muy bueno.

- ¿Cómo puedes decir que lo que ha ocurrido es bueno?

- Porque Majestad, es bueno que los importantes y poderosos del reino se acerquen a los pobres, hablen con ellos, los escuchen y hasta compartan espacio y comida. Muchas de estas personas son sabias, quieren ser libres y creativos y por eso es bueno escucharlos y conocer su mundo. Muchas de las cosas que piensan y proponen tienen gran valor. Yo creo, Majestad, que cada día la humanidad necesita menos profetas, menos poderosos y menos ricos y sí son necesarias las personas sabias, libres y creativas.

 

               Al oír esto el rey, bastante enfadado por lo harto que estaba de lo que le decían unos y otros, comunicó al joven:

- Pues por hoy, ya está bien de consejos, lamentaciones y propuestas. Hasta este momento te he tenido en gran estima pero a partir de ahora tendré que comportarme contigo de otro modo. Los importantes de mi corte están muy indignados contigo y por eso me piden que te dé un escarmiento. No admiten que sigas mostrándonos caminos nuevos que entran en contradicción con nuestras tradiciones, modos de vida y comportamientos. Como me caes bien y sé que eres un hombre bueno, te dejaré vivir en estos palacios pero prohibiéndote que a nadie digas ni enseñes nada. Debes aceptar que las cosas sean como están siendo y no entrometerte lo más mínimo ni oponerte a nada de lo que yo piense, diga o haga y lo mismo para con mis colaboradores. Y todo esto lo hago en consideración al respeto y aprecio que hacia ti siento.

 

               Miró el joven al rey, guardó silencio, le pidió permiso para retirarse y aquel mismo día se marchó de los recintos de la Alhambra. Por la tarde se le vio buscando una cueva por encima de donde hoy se encuentra la Fuente del Avellano. Desde donde al mirar al frente, se veía el barrio del Albaicín y a la izquierda, las torres y murallas de la Alhambra. Aquí durmió aquella noche y al día siguiente, en cuanto salió el sol, se le vio caminando río Darro arriba, con solo una barja de esparto colgada de su hombre y una vara larga de avellano. Al verlo unos hombres que en las montañas guardaba ganado, le preguntaron:

- ¿A dónde vas por estos campos?

Y dicen que el joven contestó:

 

- A fundar un reino donde solo haya sabios, personas libres y creativas.    

 

FLORES DE ADELFAS

 

            - ¿Por qué a las niñas, a las muchachas, a las jóvenes y a las mujeres en general, les gustan tanto las flores?

- Yo no sé responderte a lo que me preguntas pero lo que dices es cierto.

En este momento de su conversación, los dos amigos observaban a dos jóvenes extrajeras que cortaban unas flores de amapolas por las orillas del río Darro. Por debajo del Puente del Aljibillo y en la torrentera que cae desde la explanada del Rey Chico hacia la corriente del agua. A las espaldas de estas jóvenes y frente a los dos amigos, se veían las torres de la Alhambra en lo más alto de la colina, se oía el rumor del río y todo el airecillo olía a primavera.

 

               Porque era exactamente eso: primavera casi en su centro. De aquí que por este rincón de Granada, donde comienza el barrio del Albaicín y tiene sus cimientos la Alhambra, bañados por el río Darro, todo estuviera como vestido de fiesta. Y para llenar un poco más de colorido esta fiesta, las dos jóvenes extranjeras, recorrían las riveras del río cortando flores de amapolas. Así era como ellos las veían y por eso, entre preguntas y comentarios, también se dijeron:

- ¿Y si nos acercamos, las saludamos, les preguntamos quiénes son y luego les ayudamos a recolectar flores de amapolas?   

- Quizá no les gusta y hasta incluso pueden que se asusten. Mejor no acercarnos.

 

               Al poco, las dos jóvenes se fueron de las riveras del río y se alejaron por la Cuesta del Chapiz con su pequeño ramo de flores rojas en las manos. También, cuando ya caía la tarde, los dos amigos se marcharon con lo que les inquietaban, sin resolver. Al día siguiente, el que vivía un poco intrigado por la fascinación tan especial que las mujeres sienten por las flores, subía solo por la Carrera del Darro. Pensando en esto de las flores y observando a los lados, la transformación que la primavera había obrado en las laderas desde el río Darro hasta la Alhambra. Los árboles, almendros, almeces y otras especies, todos estaban vestido de verde y regalaban esencias frescas. Echaba de menos a la joven que hacía unos años había conocido, porque deseó tenerla cerca para compartir el espectáculo. Cuando, a la altura del Puente Cabrera, se cruzó con dos jóvenes que bajaban para Plaza Nueva. Y les llamó la atención enseguida porque una de ellas, portaba un ramito de flores rosas en sus manos. Nada más ver estas flores, las reconoció y para sí se preguntó: “¿Sabrán que llevan en sus manos veneno?” Paró a las jóvenes y les dijo:

- Perdonar pero las flores que lleváis en las manos, son tóxicas.

- Las hemos cogido del río Darro, a la altura del Paseo de los Tristes. ¿Por qué dices que son venenosas?

- Son flores de adelfas y esta planta, es una de las más tóxicas que por Granada existe.

 

               Sin más, la joven tiró las flores al suelo, en la misma calle y siguieron bajando. Él observó un momento estas flores y luego siguió subiendo mientras para sí se preguntaba: “¿Por qué a las mujeres les gustará tanto las flores y todas?” 

 

LAS GRANADAS

 

            Solo un pequeño granado crecía en el trocico de tierra que había en la puerta de su casa. No era grande ni tenía el tronco grueso pero sí estaba sano y daba flores muy rojas, con pétalos que parecían finas telas de seda y olor a pura primavera.

 

               Miraba, la puerta de su pequeña casa, a la colina de la Alhambra y por eso su granado parecía en todo momento saludarla. Cuando el vientecillo pasaba y movía las hojas y las ramas, cuando el sol caía y, desde su sombra, el árbol parecía como arropar las torres de estos palacios, cuando la luna a media noche brillaba y cuando revoloteaban los mirlos, al amanecer y al ponerse el sol. También cuando las lluvias caían y las nieblas, como palomas con misteriosas alas de algodón, se acumulaban sobre las torres y palacios en la colina.

 

               Cuando aquel año la conoció estudiando en la Universidad de Granada, siempre que le hablaba de este granado suyo, le decía:

- En cuanto dé sus primeras granadas, las voy a cuidar con todo el cariño para luego regalártelas.

Y ella le decía:

- Será como un sueño para mí, recibí de ti media docena de granadas de este granado tuyo en el Albaicín y amigo especial de la Alhambra. Desde ahora mismo, voy a procurar que en ningún momento se me olvide lo que me dices.

 

               Al final del curso universitario, ella se marchó a su país lejano y aquel mismo año, en la primavera de unos meses antes, su granado dio las primeras flores. Rojas como la sangre, muy delicadas y con pétalos como trozos de seda. Se dijo: “Desde ahora mismo, cada día voy a regar este granado mío para que le cuajen muchas granadas y se desarrollen robustas y lustrosas”. Y esto fue lo que cada día hizo. Y también cada día miraba con mucho interés las flores que iban brotando, los pequeños frutos que de ellas salían y luego las redondica granadas colgando de las ramas frente a la Alhambra. Las iba contando y, aunque muchas de las flores no cuajaban en frutos, sí al final fue descubriendo que más de media docena iban cada día engordado lustrosas y sanas.

 

               En los días en que ella se marchó, las granadas ya estaban muy desarrolladas y se les veían con mucha salud. Por eso, entusiasmado, a cada instante se decía: “Será emocionante el día que por fin coja mis granadas y las prepare para mandárselas a su país. Y para ella, seguro que será más emocionante aun el momento en que reciba el paquete y las vea y toque con sus manos”.

 

               Pero al día siguiente de esta reflexión, ya en pleno verano, hizo mucho calor. También otro día después y luego durante todo el mes de agosto. Llegó el mes de septiembre y preocupado empezó a descubrir que los frutos su granado, apenas engordaban y algunas granadas empezaron a rajarse cuando todavía no estaban por completo maduras. Se preguntaba: “¿Será por falta de agua?” Y aunque regó y acarició las ramas de su granado con más cariño cada día, los frutos no maduraban. Al contrario, cada día que iba pasando, se abría una o dos Granada y al poco, aparecieron los mirlos y empezaron a comerse los granos de estos frutos sin estar todavía ni siquiera rojos. Apenado y pensando en ella, no sabía qué hacer para salvar el menos un par de granadas y poder cumplir así la promesa que le había hecho.

 

               Preguntó a sus conocidos y puso un espantapájaros en las ramas del granado, regó un poco más el árbol y nada de esto fue suficiente. Cuando llegó el quince se septiembre, las granadas de su árbol, todas estaban abiertas y más de la mitad de ellas, comidas por los pájaros. Desanimado, dejó de cuidar su granado y al final de septiembre, ya solo colgaba de sus ramas, la piel de las granadas por completo abiertas y sin un solo grano. A mediado del mes de octubre, las hojas del árbol comenzaron a ponerse amarillas y al poco y en cuanto los fríos llegaron, estas hojas comenzaron a caerse, anunciando así que el otoño había llegado. Su corazón estaba triste y cada día se desanimaba más y más pensando en ella y notando que no podía cumplir lo que le había prometido.

 

               Pero un amanecer, justo el día veinte de octubre, le despertó una gran algarabía de mirlos. Tal como estaba acostado en su cama, miró por la ventana desde la que se veía al fondo la Alhambra y se quedó por completo sorprendido. En el poyo de su ventana, vio una pequeña fuente de cristal blanco y dentro de ella, media docena de hermosísimas y frescas granadas recién cortadas del árbol. Se quedó mirando pensativo al descubrir la lustrosa fruta, con la algarabía de los mirlos de fondo y la Alhambra recortada sobre su colina. Se dijo: “Lo que ha pasado, yo no lo sé pero parece que el cielo quiere que cumpla mi promesa. Cuando dentro de unos días ella reciba estas granadas, se alegrará y comprobará que aun la sigo recordando y que cumplo lo prometido”.

 

 

 

La niña, el borriquillo y los membrillos

 

           Ayer por la tarde subía yo siguiendo la senda que recorre el Arroyo de los Granados. Por entre los álamos, las nogueras y los membrillos. El borriquillo estaba entre las higueras que hay por donde la alberca chica, en la ladera del Cerro de la Viña. En cuanto empecé a subir me vio pero yo lo había visto un poco antes. Sin que nadie se lo indicara, ya sabías él que iba a su encuentro y por eso miraba sin perderse un detalle. Tiene una gracia especial cuando mira de este modo. A él le interesa mucho cualquier cosa que ocurra en el Prado de Otoño. Y lo que sucedía ayer por la tarde parece que le concernía más que otras veces.

 

           Siguiendo la senda del Arroyo de los Granados entré por el boscaje de las parras y los álamos y en ese momento lo sentí rebuznar. Pensé que no pasaba nada porque ya estoy acostumbrado a estas manifestaciones suyas. Siempre que me ve, aunque esté lejos, rebuzna. Lo mismo le pasa con la niña. En cuanto la ve por la puerta del cortijo o, por algún rincón de estas tierras, la mira interesado y se pone a rebuznar. Yo sé que es una forma suya de llamar la atención. Para que ella sepa que está ahí y que quiere que se vaya a jugar con él. La niña y yo lo conocemos ya y casi nunca hacemos caso de estas llamadas suyas pero él sabes que en el fondo sí le prestamos atención.

 

           Ayer por la tarde, al salir yo a la alberca de las nogueras, miré para ver qué le pasaba y lo descubrí en seguida. La niña subía desde cortijo con una cesta en la mano y él la vio. Enseguida la llamó con su especial roznido y ella le hizo caso. Subió por el otro lado del arroyo y llegó a él antes que yo. No me había visto ella a mí porque me quedé parado junto a la alberca, tapado con los álamos, las nogueras y los granados. Pero oí que la niña le dijo:

- ¿Ves esta cesta que traigo? Es de mimbre y nueva y la quiero llenar de membrillos. Vengo a que tú me ayudes.

¡Qué ángel esta criatura!

 

           Pero el borriquillo la entendió claramente. Según ella iba andando se puso a caminar a su lado y la llevó a los membrillos más grandes de la ladera del Cerro de la Viña. Los que hasta hace unos días tenían sus frutos colgando en las ramas y ahora ruedan por el suelo. Se paró la niña, soltó su cesta, empezó a coger los mejores membrillos y a echarlos dentro y en un ratillo ya tenía la cestilla llena. El borriquillo la miraba, olía los dorados frutos, miraba a la cesta y, de vez en cuando, partía con sus dientes un membrillo y se lo comía sin dejar de observarla. ¡Qué buena pareja hacen el borriquillo y la pequeña! Oí que le dijo:

- Ya tenemos el canasto rebosando. Ahora se los voy a llevar a mi madre para que haga dulce de membrillo y luego vengo y te regalo un trozo. ¿Tú has probado alguna vez el dulce de membrillo?

Sobre su lomo puso la niña su cesta de mimbre llena de membrillos y, con la carga dorada y olorosa, se fue con ella al cortijo.

 

 

 

EL SOLDADO Y EL SOÑADOR

 

Una persona, cualquier persona del mundo y en cualquier tiempo, nunca es libre por completo mientras no logre compartir con los demás los misterios de su corazón.

 

            Desde la Alhambra, aquella fresca mañana de otoño, llegó montado en su caballo. Un bellísimo animal con la cabeza en forma de cuña y refinada, frente amplia, ojos grandes, fosas nasales también amplias y hocico chico con un pequeño aumento en la frente. Mostraba caderas profundas y bien anguladas y hombros con buena caída, huesos fuertes y densos y con una preciosa cola que zarandeaba y alzaba con majestuosidad, mostrando un carácter altivo y animoso.

 

               Al llegar al centro de la pequeña llanura, el soldado tiró de las riendas del caballo, pronunció unas palabras y el animal se detuvo. Justo al lado de tres de los hombres que labraban las tierras. Al oírlo y verlo tan cerca de ellos, estos alzaron sus cabezas, limpiaron con sus manos el sudor de sus frentes y lo miraron, como si esperaran alguna orden. El soldado, bien acomodado en lo alto del caballo, los saludó y les dijo:

- Vuestro trabajo es bueno y creo que dará frutos aun mejores. Esto contento y por eso os admiro.

Y uno de los hombres le preguntó:

- ¿Y cuando por fin seremos libres?

- Voy a regresar, dentro de un rato, a los recintos de la Alhambra y, como os tengo prometido, quiero hablar con el rey para que os pague mejor y os dé otro trato más bueno.

- Ojalá usted cumpla lo que nos dice y quiera Dios que al rey se le enternezca el corazón.

 

               Espoleó el soldado a su caballo y se fue derecho al joven que bajo la encina miraba para la montaña. Al llegar a su lado, de nuevo se paró, lo saludó y al notar que lo recibía con agrado, sin más le preguntó:

- Sé que tu corazón sueña con ser libre y, como no lo eres, se te acumula dentro del dolor. ¿Qué harías y a dónde irías si fueras libre ahora mismo?

El joven miró con temor al soldado y luego volvió su cabeza para lo alto de la montaña que tenía a su derecha al tiempo que habló y dijo:

- Lo primero, subir a lo más alto de esta montaña para descubrir por fin qué es lo que hay al otro lado y para sentirme más cerca del cielo. Luego me pondría a escribir lo que siento y sueño para notarme libre por completo. Tú como yo sabes que una persona, cualquier persona del mundo y en cualquier tiempo, nunca es libre por completo mientras no logre compartir con los demás los misterios de su corazón. ¿Por qué no hablas con el rey y le pides que me conceda este sueño?

 

                 Después de unos segundos en silencio, el soldado dijo al joven:

- Pero antes de ser libre, me gustaría oír de ti todo el dolor que llevas dentro. Lo intuyo pero si me lo dices, aunque sea un trago duro para ti, yo comprendería mejor cuanto hay ahí de bello.

- Te lo contaré si a cambio de ello logro la libertad que sueño.

- Sabes que te aprecio y que haré todo lo que pueda para darte lo que necesitas. Háblame.

 

               Y el joven, lentamente, frente a la alta y robusta montaña, dio comienzo a su relato y, durante bastante tiempo, contó al soldado parte del dolor de su corazón, mezclado con sus sueños y deseos de libertad. Lo escuchó muy atento el soldado y cuando el joven terminó de hablar, le dijo:

- Eres libre desde ahora mismo. Camina, sube a esa montaña, observa y goza lo que desde esa cumbre descubras, escribe lo que sientas y veas y luego, vuelve por aquí y me cuentas. A mí también me gustaría saber qué es lo que desde esa cumbre se ve para sentirme un poco más universal y en un escalón más cerca del cielo. 

 

ÚLTIMO DÍA EN LA ALHAMBRA

 

               Amanecía nublado, eran los últimos días del mes de abril y en los palacios, alcazaba y medina, todo parecía dormir. Como si aun nadie se hubiera despertado para enfrentarse al nuevo día o como si todos se hubieran marchado, no se sabía a dónde. Un día extraño, por el gran silencio que por todos sitios había y, desde luego, melancólico y como parado en el corazón del tiempo y del Universo.

 

               En el recinto, alargado, de paredes lisas y algo blancas y no lejos de los palacios, se le veía. Parado inmóvil, frente al rincón del extremo norte y con las miradas como perdidas, buscaba algo. Nadie lo acompañaba, nadie iba o venía ni tampoco nada se oía. Silencio rotundo, quietud honda y luz tamizada, como envolviendo el momento, la estancia y los desconcertantes sentimientos que en su corazón se agolpaban. Se dijo: “Ya lo tengo todo preparado. Lo poco que de aquí me llevo y lo poco que quizá necesite a partir de ahora. Y dejo todo por aquí, en la pequeña estancia que me ha acogido a lo largo de tantos años, recogido, limpio de mí y de mis cosas y como preparado para que lo ocupe el que ahora venga”.

 

               Algo más tarde, cargando con una bolsa no muy grande, salía de la estancia donde, cerca de los palacios, se había refugiado a lo largo de muchos años. Caminó lento en busca de las puertas para salir y seguir avanzando. Atravesó un patio, luego un pasillo, unos jardines donde de la fuente chorreaba el agua y luego otro patio donde, al fondo, se veía una puerta. Un soldado lo miraba como extrañado y al pasar cerca de él, lo saludó y siguió. Cuando llegó a la puerta, detuvo sus pasos, volvió su cabeza, miró lentamente y se dijo: “Aquí os quedáis para siempre, hermosos palacios, construidos con sangre y vidas de esclavos, humillados hasta la destrucción. Se os ve hermosos y como obra de arte excelsa pero por dentro, en el corazón y alma, estáis podridos. Enfangados en la maldad, intrigas, odio, envidias y más muerte y sangre de personas, muchas muy buenas y otras, sabias y llenas de grandes sueños. No me llevo conmigo ni el odio ni el deseo de venganza por el daño que unos y otros me habéis hecho. Sí se amontona ahora mismo en mi corazón la amargura por la incomprensión que he recibido de los que tienen poder y viven bajo estos techos, lujosos salones, hermosas fuentes y olorosos jardines. No se puede construir un paraíso en la tierra, con despojos de batallas y guerras y con la libertad de personas pobres y sin aire para respirar. Nunca será hermoso esto aunque, ahora y en el futuro, muchos lo digan, lo escriban en libros y lo pinten en cuadros.  Aquí os quedáis y que el cielo os acoja algún día, si es que puede”. Y volvió su cabeza y siguió.

 

               Unas horas después, se le vio subiendo por las sendas de la izquierda del río que desciende desde Sierra Nevada. Solo y triste por lo que atrás se le iba quedando. Atravesó el bosque, salió al claro desde donde se veían las aguas del río, al frente, la ladera de los castaños y al lado norte, la solana de las encinas. Buscó una piedra, se sentó, mirando a las cumbres de las nieves perpetuas y luego se fijó en la ladera del enfrente. Subiendo desde el río como hacia las cumbres, vio a la Alhambra. Con sus altas y bellas torres, sus jardines, fuentes y murallas y todo como inmaculado. Como revestido de un blanco purísimo e inundado de luz con todos los matices y colores.

 

               Volvió su cabeza para la solana que le quedaba a sus espaldas y por aquí también vio a la Alhambra. Como escalando ladera arriba, hacia el sol y silenciosa. Desde sus murallas, se alzaban las hermosas torres, coronando a mil jardines y fuentes de aguas claras. Y todo, como vestido y bañado en roja sangre. Y la luz que los rayos sobre estos muros y palacios derramaba, era naranja y triste. Como si todo por ahí, a pesar de su gran esplendor exterior, fuera desolación y frialdad.  De nuevo se dijo: “Esta que tengo a mis espaldas, es la Alhambra real que hay sobre la colina y que, al correr del tiempo, permanecerá y será visitada por millones y millones de personas de todas las partes del mundo. Es la que está repleta de miseria por dentro y yo, a lo largo de mis años viviendo ahí, cada día he querido llenar de dignidad y trascendencia. Y esa Alhambra que tengo al frente, es la que llevo en mi corazón y la que cada noche soñé y nadie conoce en este suelo. Me voy para siempre a ella porque ahí sí hay eternidad, limpia luz y sincera belleza”.          

 

 

               Se puso en pie sobre la gran piedra frente al río, alzó sus brazos y se preparó. Para saltar al aire y salir volando hacia la Alhambra blanca y revestida de luz maravillosa que tenía delante al otro lado del río. Y la leyenda cuanta que, a pesar de sus casi noventa años, se le vio surcando el aire, como en forma de sueño hermoso, hacia el encuentro de la Alhambra luminosa que en su corazón tenía.

 

POR EL VALLE DE LA VENTANA

 

               Desde hacía tiempo, buscaba tesoros. Leyendas, historias y secretos por muchos rincones de Granada: por el río Darro, nacimiento y valles, por la colina de la Alhambra, Cerro del Sol y olivares, por el río Genil, laderas a los lados y Sierra Nevada, por la ancha vega y las puestas de sol al fondo de ella y por el Albaicín y Realejo. Intuía en su alma que nada hay más hermoso en este suelo que seguir a los sueños y escribirlos para que no se pierdan. Porque se decía: “Los sueños son como los hitos que van señalando el camino hacia el corazón del Universo, a la eternidad, a lo definitivamente bello”.

 

               Y aquella nublada mañana de primavera, se dispuso para recorrer el valle. El hermoso rincón por donde el río corre sereno y, a un lado y otro, crecen espesos los bosques y la hierba se llena de mil florecillas en estos días de primavera. Iba solo, con la pequeña mochila a sus espaldas, la cámara de fotos en la mano y atento a todo lo que por el lugar la naturaleza presentaba. Y caminaba por la senda que sigue a las aguas del río cuando, al dar una cuerva, se los encontró. Dos jóvenes, él y ella, que también caminaban buscando algo. Los saludó y enseguida les preguntó:

- ¿Estáis perdidos por aquí?

El joven, de unos dieciocho años, aclaró:

- Nosotros conocemos muy bien todo esto.

- Entonces ¿a dónde vais?

 

               La muchacha, algo más joven que él, llevaba en sus manos un pequeño cuadernillo de color verde, tamaño A6. Le mostró este cuadernillo y en la portada de cartulina verde hierba, leyó: “Historia de mi abuelo, el tabacal”. Lleno de curiosidad le preguntó:

- ¿Escribes cosas?

- En este valle, por donde ahora mismo vamos pasando, todos los años mi abuelo sembraba y cuidaba su tabacal. Por aquí está toda su vida y la de mi abuela y por eso hoy lo recorremos.

- Y ahora mismo ¿a dónde vais?

 

               Antes de que la muchacha contestara a lo que le había preguntado, al frente y algo más arriba, los descubrió. Eran cinco o seis, también jóvenes como ellos y caminaban en la misma dirección. La joven del cuadernillo los llamó, se pararon, al encontrarse se saludaron y ahora, todos juntos, caminaron hacia la derecha, en busca de la roca en la ladera. Mezclado con ellos siguió caminando y ahora notó que la muchacha del cuadernillo, se ponía a su lado y tratándolo con afecto, le decía:

- Hacia esa gran roca que se clava en la ladera, vamos.

- ¿Y qué hay ahí?

- La Ventana. ¿No la conoces?

- Es la primera vez que oigo hablar de esto. ¿Qué ventana es y qué se ve desde ella?

- Ese es nuestro secreto. Sigue con nosotros y lo verás dentro de un momento.

 

               Se sintió alagado por la joven, por la ilusión que dejaba traslucir y por el misterio del cuadernillo y la ventana. Y por eso pensó que hoy, en estos momentos, acababa de encontrar uno de los tesoros que con tanto interés continuamente buscaba. Llegaron a la gran roca, los primeros del grupo la rodearon y al colocarse en el lado de arriba, ante ellos apareció la ventana. Un gran agujero abierto en el corazón de la roca, perfectamente tallado por la erosión de la lluvia y el viento. Los primeros se fueron asomando a la ventana y todos lanzaban exclamaciones de asombro. La joven del cuadernillo le dijo:

- Ven por aquí, asómate con cuidado y mira despacio a ver si te gusta lo que descubras.

Le hizo caso, se aproximó a la ventana con gran cuidado, apoyó su mano en la roca, acercó su cabeza y miró. Y al descubrir la luz y los colores que a lo lejos resplandecían, se quedó sin aliento. Le preguntó la joven:

- ¿Reconoces lo que estás viendo?

- Es la Alhambra, sus palacios, torres y murallas pero como nunca antes en mi vida he visto. Las torres parecen pintadas de azul vivo, oro y blancas y lo mismo las murallas y los palacios. ¿De dónde salen estos colores tan hermosos y cómo es posible esto?

- Es nuestro secreto pero real. Lo estás viendo.

 

               Poco después, despidió a la joven del cuadernillo, a su amigo y al resto del grupo. Caminó hacia el río y, mientras se alejaba, para sí susurraba: “Ellos como yo, buscan sueños y escriben historias maravillosas. Y esta de la ventana, el valle y el tabacal del abuelo, merece ser recogida y que muchas personas la conozcan”.   

 

 

 

COMPARTIR UN TRAGO

         La vida, los paisajes, la naturaleza en general, es poesía, gozo a veces y belleza y dolor en muchas ocasiones.    

 

            Por debajo del Puente del Aljibillo, donde la torrentera junto al caminillo que baja a las aguas, las vio sentadas. Tres muchachas que, en el tapiz de la hierba recién nacida, extendían sus pies hacia el río y, en silencio, observaban las aguas. A sus espaldas, se alzaban las torres de la Alhambra, con los turistas haciendo fotos y contemplando las blancas casas del barrio del Albaicín y el bosque de la umbría, ya algo teñido de ocre.

 

               Era otoño en sus primeros momentos y por eso el cielo se veía sembrado de nubes. Por el suelo y en el mismo Puente del Aljibillo, rodaban las primeras hojas caídas del almez que ahí crece. Olía el aire un poco a humedad otoñal y hacía algo de frío. Pero las tres jóvenes de la hierba, mientras entre sí comentaban y miraban a las aguas deslizándose cristalinas, parecían soñar o buscar la misteriosa paz y serenidad que la tarde regalaba.

 

               Al verlas desde la plaza del Paseo de loso Tristes, al otro lado del río, se paró en el muro y, durante un buen rato, las estuvo observando. Se dijo: “Sin duda que la vida, las personas y la naturaleza en general, es puro gozo en muchas ocasiones, belleza profunda y limpia y dolor de ausencias, en otros instantes”. Y en ese momento recordó que, justo donde las muchachas estaban sentadas, hacia unos años atrás, él encendía una pequeña lumbre. Casi todos los días y junto a las ascuas, ponía a calentar, en un pequeño recipiente de barro, agua. Mientras esta agua se calentaba, sentado frente a la lumbre, miraba a la Alhambra y al río y dibujaba. En un papel algo grueso y blanco y con lápiz de carbón, daba forma a sus sueños y a lo que ante sí tenía.

 

               Con nadie compartía nada, ni su lumbre ni sus dibujos ni el té en que al final se convertía el agua que calentaba en el puchero de barro pero esperaba. En silencio y mientras dibujaba las cosas y paisajes y mientras saboreaba lo que vertía desde su puchero, se decía: “Algún día tiene que llegar y entonces seré feliz compartiendo con ella el calor de esta lumbre y un trago de mi té de puchero”. Y un día, una tarde de otoño muy parecida a la de hoy, dibujaba no paisajes ni torres de la Alhambra sino frutos. Junto a la lumbre había puesto una caja de granadas que unos amigos le habían regalado y mientras se calentaba y se templaba el agua para el té, se dedicaba a dibujar las granadas. Hoy más que otros días, la esperaba y por eso en el corazón parecía tener un gozo especial.

 

               Y tenía ya el agua a punto y su dibujo casi terminado, cuando la vio acercarse. Alta, de pelo rubio, ojos claros, cara dulce y sonrisa franca. Se levantó, la recibió con amabilidad y enseguida vertió el agua calentita del puchero de barro en unos cuencos también de barro. Al instante, el vapor se elevó y el airecillo se impregnó de un olor muy agradable, le ofreció un cuenco lleno de té oloroso y le dijo:

- Por fin has llegado y, aunque ni te conozco ni sé quién eres ni de dónde vienes ni a dónde vas, mi corazón salta de gozo en este momento. Comparte conmigo este sorbo de té y goza de mi dibujo. Es todo lo que tengo y es lo más valioso para mí porque aquí están todos mis sueños.

 

               Le sonrió ella, saboreó el té, observó el dibujo de las granadas, miró para el río y luego para las torres de la Alhambra y le preguntó:

- ¿Y si me marcho dentro de un rato? Te lo pregunto porque yo no soy de Granada ni vivo aquí. Mi país está muy lejos de este lugar y puede que, en cuanto me vaya, no me veas nunca más en la vida.

Y él le dijo:

- Nada me importa eso. Compartir por fin un trago contigo, me deja más que feliz para toda la eternidad. Porque sabes, poseer las cosas y tenerlas para siempre, casi nunca satisface plenamente. Soñarlas durante mucho tiempo y, conocerlas y gozarlas durante unos instantes, es maravilloso, profundamente puro, gozoso y bello.

 

               Y poco después, ella se marchó. Siguió él aquel día, al otro y a lo largo de mucho tiempo, encendiendo su fuego en este lugar y pintando sus cuadros. Y era feliz soñándola en su soledad y el tiempo sabiendo que por fin, aunque solo hubiera sido un instante, había compartido un trago. Hoy, esta misteriosa y bella tarde de otoño y después de muchos años, tres muchachas observan el río, sentadas en la hierba recién brotada y justo donde él encendía cada tarde su lumbre y calentaba agua para el té. Ni siquiera saben nada de aquella realidad. Las tiempos son otros, las personas también, el río corre hermoso y la Alhambra emerge silenciosa pero de los paisajes, las personas, las cosas y la naturaleza en general, mana la misma pureza, el mismo gozo, a veces la misma belleza y hasta el fino dolor que hace que soñar y la espera, sea hermosa y tenga sentido

 

LAS COLLEJAS

 

            A lo largo de toda la noche, había llovido sin parar. Sobre la colina de la Alhambra, por el barrio del Albaicín y río de las aguas azules, por la Vega de Granada y por las montañas entre los ríos Genil y Darro. En las cumbres de Sierra Nevada, la nieve había caído en abundancia y por eso el frío era intenso. Pero como solo unos días antes, las temperaturas habían sido altas porque la primavera ya estaba casi en su mitad, los campos rebosaban de verde frescos. Con mucha hierba y muy crecida poro todos los alrededores de la Alhambra, riveras de los ríos y arroyos y en las montañas.

 

            Por eso, entre los olivos, en las laderas y junto a los arroyos, crecían los espárragos, las margaritas amarillas blancas y también las amapolas y las collejas. De aquí que, en los días antes de las intensas lluvias, por muchos de estos lugares, se vieran a las personas buscando algunas de estas plantas silvestres, buenas de comer y insuficiente para alimentarse. Sabía esto el joven y, como había aprendido de sus mayores, conocía también casi todas las plantas de los campos y apreciaba mucho a los espárragos, hinojos, cardillos y collejas.

 

            De aquí que, en cuanto salió el sol al día siguiente de la noche de lluvia intensa, se asomó a la ventana de su casa. Amanecía despejado, con una luz muy brillante y con temperaturas casi de verano. Se dijo: “Hoy es el día indicado para ir a por las collejas que crecen en el puntal que mira al río. Y como le dije ayer a los conocidos de la Alhambra, las repartiremos entre todos y luego llevaremos a cabo lo acordamos”. Salió de su casa en la Medina de la Alhambra, caminó por las sendillas y cuando llegó al puntal que mira al río Genil, se puso a buscar las collejas. Espesas, no muy altas pero sí muy tiernas, crecían en un breve rodal del puntal. Y enseguida se puso a cortarlas con cuidado al tiempo que las iba echando a la pequeña cesta de esparto que en la otra mano portaba.

 

            Y era medio día cuando se reunió con el grupo de los conocidos de la Alhambra. Les dijo:

- En el cortijo de la loma frente al río, nos esperan. Vamos a compartir con ellos estos humildes frutos de la tierra que acabo de recoger.

Algunos preguntaron:

- Y los demás, cada uno de nosotros ¿qué tenemos que llevar?

- Los humildes de ese cortijo, nos han invitado al tiempo que han dicho que solo llevemos estas collejas. Ellos tienen lo necesario para prepararlas y luego compartirlas con nosotros.

 

            Por los caminos de tierra, dirección a Sierra Nevada, avanzaron animados como si fueran a una fiesta, portando cada uno un pequeño puñado de collejas. Entre sí comentaban:

- Desde luego que nunca se ha visto aquí en Granada que pastores de las montañas inviten a comer collejas a personas importantes de la Alhambra. Esto es para escribirlo para que muchos lo sepan aunque nadie se lo crea.

- Es original pero quizá tenga sentido y nosotros no lo entendamos ahora mismo.

Al poco se encontraron con un joven que, desde el cortijo de la derecha y en lo alto del cerro, bajaba con una gran barja de esparto llena de pan recién cocido. Al llegar a él, algunos comentaron:

- Ya nos parecía a nosotros que por aquí olía a gloria pura.

- Este es el pan que hemos preparado para la comida del encuentro.

Y unos metros más arriba, el olor que el airecillo les traía también era de comida recién preparada. Preguntó el joven de las collejas al que portaba el pan en su barja:

- ¿De qué alimentos es este olor?

- De cordero asado en lumbre de leña. Los pastores amigos míos, desde esta mañana temprano, lo están preparando. Ya veréis qué rico con este pan de centeno y trigo recién cocido y con las collejas que traéis vosotros.

 

            Coronaron el collado y, antes ellos, apareció el blanco cortijo de los pastores de las montañas. Estos, en cuanto vieron a los invitados, salieron al encuentro para recibirlos y enseguida le fueron indicando para que se acercaran a las mesas de madera que habían colocado en el rellano de la puerta.

- Mientras vais probando los buenos frutos secos de nuestras cosechas del año pasado, preparamos nosotros las frescas collejas que nos habéis traído.  Ya veréis qué ricas como acompañamiento a los corderos que hemos asado.

Y comenzaron a colocarse frente a las mesas, justo cuando el sol caía un poco para el lado de la tarde, cuando de pronto, por las sendas del río, vieron galopando a dos sobres negros caballos.

 

            Todos enseguida miraron y el joven de las collejas preguntó a los presentes:

- ¿Son invitados vuestros?

- Ni los conocemos.

- Pues parece que vienen desde Granada y, hasta juraría que de la Alhambra.

- ¿Pero qué es lo que buscan por aquí?

- No nos preocupemos más, esperemos a que llegan y le preguntamos.

Solo diez minutos después, los dos jinetes, pararon sus caballos en el mismo rellano de la puerta del cortijo de los pastores. Uno de ellos, el del caballo más lustroso y bonito, preguntó:

- ¿Quién de vosotros es el que esta mañana ha cogido las collejas del puntal que mira al río Genil?

Al oír la pregunta, el joven de las collejas, dio unos pasos al frente, salió del grupo y frente al soldado del caballo, dijo:

- He sido yo. ¿Para qué me buscáis?

- El rey, esta noche, ha dormido muy relajado y entre sensaciones placenteras. Pero parece que también, algún dios, le ha revelado un extraño misterio.

 

            Al oír esto, tanto el joven de las collejas como todos los presentes, se quedaron mirando con gran interés al soldado del caballo. Entre sí algunos murmuraban y el joven de las collejas, siguió preguntando:

- ¿Qué revelación extraña es la que ha tenido el rey y qué tiene que ver con nosotros y lo que por aquí estamos celebrando?

- El rey en su sueño, ha visto como la figura de un toro gigante alzándose desde estas montañas, dominando todo y situando su cabeza y sus cuernos sobre el cielo que corona a la Alhambra. A los pies de este toro, como vigilando tranquilamente pero dueño absoluto de todos estos lugares, el rey ha visto un gran león hambriento que lo miraba fijamente. Al levantarse esta mañana, enseguida el rey ha preguntado a los sabios y estos le han dicho algo que nosotros no sabemos. Pero rápidamente hemos recibido órdenes para que vengamos a este cortijo y te busquemos a ti.

- ¿Es que el rey me quiere para algo?

- Puede ser que sí pero nosotros tampoco lo sabemos. Así que disponte a regresar ahora mismo con nosotros a la Alhambra donde te presentaremos al rey. Cuando estés frente a él, tú le preguntas y aclaráis las cosas.

 

            Cuando el joven estuvo frente al rey, además de otras muchas cosas, el monarca le dijo:

- Ese hermoso toro bravo que he visto en mi sueño y el león recostado a sus pies, según me dicen los sabios, son todas esas personas pobres de las montañas con las que tú compartes las collejas. Ellos, en cualquier momento, pueden levantarse contra mí, emprender su revolución particular y arrebatarme el trono y estos palacios. Así que tanto tú como ellos, sois peligrosos y por eso debo teneros bajo control.

Nada dijo el joven ni en su defensa ni para convencer al rey de lo que pensaba. Sí unas horas después, por los caminos que desde las montañas bajan hacia Granada y la Vega, se vieron a los pastores caminando, con sus cuatro cosas cargadas en borriquillos y carros. Sobre el puntal de las collejas frente al río Genil, sentado el joven miraba y triste lloraba. Se decía, como rezando al cielo: “Los ricos, los poderosos, los dictadores, siempre buscan enemigos para tener escusas. Tan pobres como son estas personas ¿a dónde irán y qué será de sus vidas a partir de ahora?”

 

 

KATIA Y NADIA

Quien no tiene ilusión y esperanza,

tampoco poseerá sincera alegría y sonrisa

y sí la monotonía del vacío cada día. 

 

               Las dos eran muy hermosas.  Tenían el pelo rubio, no claro ni oscuro sino dorado, casi color oro, la piel de sus caras parecía pétalos de rosas, sus labios eran delgados, con una sonrisa muy limpia y la nariz, una la tenía un poco achatada y la otra, respingona. La más pequeña, que se llamaba Nadia, era delgada y muy alegre y la mayor, con el nombre de Katia, tenía un cuerpo regordete y con frecuencia se le veía como seria y triste. Pocas veces sonreía, no hablaba mucho y en todo momento se mostraba como reservada.      

 

               Llegaron a Granada, al comienzo de los primeros días del verano y se instalaron en una bonita casa en el barrio del Albaicín. Desde donde podían ver la Alhambra al frente y las montañas de Sierra Nevada, al fondo y sobre el azul del cielo recortada. Tenía esta casa un pequeño jardín con muchas clases de flores, una fuente con agua clara, un par de naranjos, limoneros, cerezos y dos asientos de hierro forjado para acomodarse en ellos y contemplas los amaneceres de Sierra Nevada y la Alhambra y los atardeceres al fondo de la vega. La mujer de mediana edad, dueña de esta bonita casa, era hermosa, muy buena y siempre estaba pendiente de las dos niñas. No eran sus hijas pero como si lo fueran.

 

               Las había adoptado en un país lejano porque las dos niñas eran huérfanas sin ser hermanas. Y en cuanto llegaron a Granada, como era verano y hacía mucho calor, la pequeña se enamoró de un sombrero de paja que vio a unos niños. Enseguida fue la mujer y a las dos niñas, les compró a cada una, un bonito sombrero de paja, no muy grande pero sí casi del color de su pelo con algunos tonos de la piel de sus caras. Al ponérselo por primera vez, la mujer les dijo:

- Para que el sol de España, Andalucía y Granada, no queme la fina piel de vuestras dulces caras.

Y al oír estas palabras, la niña de cuerpo delgado, sonrió largamente y luego le dio un beso a la mujer que con tanto cariño las trataba. La otra pequeña, la del cuerpo regordete, solo esbozó una sonrisa pequeña, al tiempo que llevaba sus manos a la cabeza para colocarse bien el sombrero de paja. La mujer se dio cuenta de la manifestación tan diferente en cada una de las niñas. A las dos de nuevo las animó diciendo:

- A partir de ahora, cada vez que con vuestros sombreros puestos recorráis las calles de este bonito barrio, todo por aquí será mucho más dulce y bello.

 

               Cerca de la casa de la mujer con las dos niñas, vivía un hombre mayor. Tan mayor que casi no tenía fuerzas pero sí en su corazón, cada día parecía arderle una ilusión nueva. Y entre estas ilusiones, lo que más valoraba y con lo que alimentaba cada día su alma, era contemplar en silencio la silueta de la Alhambra, al otro lado del río y sobre su colina. Y como este hombre era muy conocido en todo el barrio y también muy querido por la mujer madre adoptiva de las niñas, al jardín de esta casa se venía con frecuencia. En los bancos de hierro, cerca de los naranjos y limoneros, se sentaba y se ponía a contemplar la Alhambra, los paisajes al fondo y los colores que cada día le ofrecían los cielos de Granada. La niña regordeta y que apenas sonreía, le empezó a llamar la atención la presencia de este hombre mayor en el jardín de la casa donde ahora vivía. Lo saludó un par de veces pero no se atrevía a sentarse a su lado ni tampoco se animaba a preguntarle nada.

 

               Pero como veía que la otra niña, ahora compañera de ella y casi hermana, sí se acercaba a él, sonreía y le preguntaba cosas, Katia, una fresca mañana de verano, se acercó y lo saludó. Tímidamente le preguntó:

- ¿Puedo sentarme en este banco a tu lado?

- Claro que puedes y a mí me agrada mucho.

Y junto a este hombre mayor, se sentó la niña falta de sonrisas, con su sombrero de paja en la mano por si el sol le molestaba. Y nada más estar acomodada cerca del hombre, éste le preguntó:

- Te conozco desde hace poco pero cada vez que te he visto, me ha parecido que quieres decirme algo. ¿Me equivoco?

Dudó unos segundos la pequeña y luego dijo, como con miedo:

- No sé si quiero preguntarte algo pero sí te digo que me intriga mucho verte tantas veces sentado en este banco, siempre en silencio y como esperando algo. ¿De qué te sirve esto?

- Me sirve de mucho aunque no sé, si te lo explico, tú lo entenderías. ¿Te hablo de ello? 

- Sí por favor. Creo que me gustará saberlo.

- Pues te lo explico ahora mismo pero luego, cuando ya me canse de contarte cosas y tú de escucharme, me gustaría oírte a ti.

- ¿Y qué es lo que te gustaría oír de mí?

- Que me digas el por qué tú no sonríes como sí lo hace Nadia. Según me dice tu madre, parece que nada te ilusiona.

- No sé si sabré decirte lo que me pides pero lo intentaré después de oírte a ti.

- Es un trato perfecto.

 

               Y el hombre mayor, esforzándose para exponer a la niña las cosas de la forma más sencilla y clara, dijo:

- Nunca le pedí a la vida nada más que lo que en cada momento mi corazón necesitaba. Y de igual modo me comporté con las personas que conocí y estuve a su lado o ellas cerca de mí. Ahora que ya soy viejo, como con tus propios ojos pues ver, aun le pido menos cosas a la vida. Pero sí agradezco cada día, cuando me siento en este banco y miro para la Alhambra, el aire que a cada instante Dios me regala, los colores de los paisajes y el azul del cielo y los cantos de los pajarillos mientras espero.

Hizo una pausa el hombre en su exposición y la niña aprovechó para preguntarle:

- ¿Y qué es lo que esperas?

- El momento en que Dios venga para llevarme al lugar que mi corazón ha esperado y soñado a lo largo de mis días en este mundo. Porque esto quiero decirte con mucha claridad: desde pequeño, desde que todavía no sabía ni andar ni hablar, en mi corazón sentía la presencia de un ser hermoso, grande y dueño de todo cuanto nuestros ojos pueden ver y nuestra mente soñar. Y, sin que nadie me lo haya explicado nunca, siempre y aun me confirmo en ello, he tenido claro que Dios existe y nos quiere y desea lo mejor para cada persona, seres vivos o plantas.

 

               Otra vez el hombre hizo una breve pausa en su relato y luego, mirando a los ojos muy fijamente a la niña, le confesó:

- Mi presencia en este banco y frente a la Alhambra cada día, es para orar. Para, mientras contemplo el bello cuadro que desde aquí se ve y me siento acariciado por el vientecillo y besado por el sol, dar gracias a este Dios que te he dicho y así acercarme un poquito más a Él. ¿A ti no te asombra la fina y exquisita belleza de todo lo que desde aquí se contempla?

Y al oír esta pregunta y comprobar de nuevo la pausa que en el discurso que el hombre hacía, Katia comentó:

- Desde que te veo por aquí, me asombras y me pregunto por tu presencia en este lugar. Ahora entiendo algo, pero no lo comprendo todo. Yo no sé si creo en Dios ni tampoco sé si el mundo y las personas son buenos y me quieren y respetan.

 

               Fue este el momento en el que el hombre notó que podía preguntar a la niña. Por eso aprovechó y formuló la siguiente pregunta:

- Como parte del trato que hemos hecho hace un momento, ahora me toca a mí: ¿Qué es lo que te pasó alguna vez o te pasa ahora para que nunca sonrías ni muestres ilusión por nada?

Algo insegura, la niña dijo:

- Siendo yo todavía muy pequeña, vi a mis padres pelearse muchas veces. A mí me asustaba mucho oírlos gritar y luego marcharse cada uno por su lado. Antes de que mi padre se fuera para siempre de mi casa, también muchas veces se enfadaba conmigo y no me dejaba hacer lo que a mí me gustaba. Y esto, siempre me dejaba triste y sin ganas de nada. Ni siquiera deseos de seguir viva, tenía. De todo esto, al menos para mí, ya ha pasado mucho tiempo y ahora ni sé dónde estará ni como vivirá mi padre y mi madre. Y, en estos momentos, aunque sea muy buena y me trate bien esta mujer dueña de la casa y amiga tuya y también sea interesante la figura de la Alhambra ahí en frente, no me siento bien ni tengo ganas de nada. Quizá por esto, ni siquiera me apetezca de sonreír.

 

               El hombre mayor, seguía con mucho interés el relato que la pequeña Katia desgranada y, cuando ésta guardó silencio durante unos segundos, la miró fijamente. Por su rosada cara de piel de melocotón, vio que rodaban algunas lágrimas. Y tanta fue la ternura que esta escena le inspiró, que su corazón se sintió conmovido. Tuvo deseos de abrazar a la pequeña y acurrucarla en su pecho para darle seguridad y que se sintiera protegida y amada. Pero se contuvo por un extraño sentimiento de respeto hacia ella. Esperó un minuto en silencio para ver si la niña deseaba o tenía necesidad de contar algo más de su vida y, a lo largo de este intervalo de tiempo, también sintió el impulso de preguntarle algunos detalles de sus padres. Pero después de una pequeña reflexión, dijo a la pequeña:

- Tengo ahora mismo una idea muy bonita en mi mente.

Como impulsada por un resorte, la niña secó las lágrimas que le caían por las mejillas, sonrió muy levemente y mirando al hombre le preguntó:

- ¿Qué idea es?

- Algo muy bello que en más de una ocasión he soñado realizar en mi vida. Y ahora, después de conocerte a ti y a tu hermana Nadia, se me ocurre que podemos realizar para distraernos un poco y luchar por una pequeña meta en la vida.                    

 

               Y como impaciente, de nuevo la pequeña preguntó al hombre:

- ¿Pero qué idea es la que se te ha ocurrido?

- Mejor que explicártelo con palabras, mañana mismo nos ponemos mano a la obra y conforme vayamos realizando el proyecto que en mi mente tengo, tú y tu hermana, iréis viendo y comprobando.

- Pues lo que quieras.

Dijo sin más la pequeña. Y en aquel mismo momento, por la noche y al día siguiente, se le vio más animada que otras veces. Dijo a su compañera, hermana de madre adoptiva:

- Mi amigo es un hombre bueno y por eso yo confío en él. A veces, hasta pienso que podría ser mi padre o, al menos, así lo quisiera.

 

               A la mañana siguiente Katia se despertó antes que otros días. Se levantó enseguida y salió a la puerta de su casa, con el deseo de ver al hombre mayor. Y para su sorpresa, lo encontró por donde menos lo esperaba. Con un sombreo muy viejo y de paja sobre su cabeza, subía desde el río Darro portando un par de piedras muy gordas. Casi no podía con ellas y por eso se paraba a descansar de vez en cuando. Rápida la niña se fue hacia él y al llegar a su lado le preguntó:

- Y esto que haces ¿qué es y para qué?

- Tú y tu hermana, ahora mismo no lo entenderíais. Si puedes, ayúdame y te lo agradeceré mucho y si luego te quedas conmigo, te mostraré algo más.

 

               Muy dispuesta la niña, en aquel momento ayudó al anciano. Subieron las piedras hasta el trozo del terreno que servía de jardín y huerta en la puerta de su casa frente a la Alhambra y al instante llamó a la hermana. Los tres se pusieron a tomar medidas y luego a cavar cimientos, siguiendo las indicaciones que les daba el hombre mayor. Todo el día, al siguiente y al otro, estuvo el anciano sin parar, a ratos cavando y a ratos bajando al río a por más piedras. Y al quinto día, como los vecinos del barrio ya se habían dado cuenta de la actividad que el hombre tenía y de la compañía de las niñas que en ningún momento dejaban de colaborar y, además, muy ilusionadas, algunas personas comentaron:

- Desde hace unos días este hombre no es el mismo. Muestra una actividad como nunca antes y trabaja sin parar. ¿Qué será lo que se traerá entre manos?

Y otros también comentaban:

- Y lo más interesante es ver a las dos hermanas, como nunca antes, con sus sombreros de paja siempre puestos y ayudando al anciano con un cariño que despierta envidia. ¿Qué habrá hecho o les ha dicho a estas niñas para que trabajen tanto y se les vea tan alegres?

 

               Nadie sabía responder a las preguntas que unos y otros se hacían y ni siquiera la madre adoptiva de las pequeñas. Pero ella, viendo la actividad que los tres desarrollaban y siempre en compañía, era feliz y se le veía muy conforme con el proyecto que estaban realizando. Pero, solo unas semanas del comienzo de proyecto en el jardín de la casa, una mañana temprano, ocurrió algo muy curioso. Dormían las dos hermanas en su habitación con ventanas a la Alhambra y, de pronto Katia se despertó asustada. Notó que el viento soplaba fuerte y al mirar por la ventana no vio nubes en el cielo. Pero sí, en ese momento, comprobaba que como desde el río Darro, se alzaba un remolino que levantaba por los aires el viejo sombrero de paja de su amigo el anciano. Preocupada, rápida llamó a su hermana y le dijo:

- No me gusta nada ni este viento tan de pronto y tan fuerte y menos me gusta ver el sombrero de mi amigo alzado por el aire y como si volara hacia la Alhambra. Levántate rápido y vamos corriendo a ver qué ha pasado.

 

               No tardó nada la niña en levantarse y, sin pedir ni siquiera permiso a la madre, enseguida las dos salieron de la casa, recorrieron las calles y se dirigieron al río. Antes de llegar por donde hoy se encuentra el Puente del Aljibillo, vieron al anciano. Junto a unas piedras gordas que había sacado de las aguas, estaba recostado, mirando para la Alhambra y como si suplicara al cielo. Al verlo así las niñas enseguida le preguntaron:

- ¿Es que te has caído y te has hecho daño?

Con dificultad el anciano les dijo:

- Hijas mías, ni una cosa ni la otra. Se me para el corazón porque ya es muy viejo y por eso no puedo seguir.

- Pues nosotras te ayudamos ahora mismo. Deja estas piedras aquí y vente con nosotras a nuestra casa y te sientas en el jardín frente a la Alhambra, que es lo que tanto te gusta a ti. Hoy haremos nosotras todo el trabajo mientras tú nos miras y nos indicas lo que está bien o mal.

 

               Y fueron las niñas a coger al anciano para que se incorporara cuando él les dijo:

- Quisiera complaceros en lo que me estáis pidiendo pero ya es tarde. Las fuerzas se me acaban y el corazón se me para y esto para mí es un gozo inmenso. Por fin ha llegado mi hora y estoy contento. Dentro de un rato, voy a encontrarme junto al Dios que siempre amé y en el mejor de todos los paraísos nunca imaginados. Pero no preocuparos ni lloréis por mí. Allá en el cielo hacia el que ahora me marcho, os estaré esperando para jugar y divertirnos juntos a lo largo de toda la eternidad.

Al oír estas palabras, la niña Katia le preguntó muy apenada:

- Pero si te vas y nos dejas ¿cómo podremos terminar la casa que estamos construyendo y tú deseas regalarnos a nosotras?

- Por eso no preocuparos. Lo haréis vosotras ayudadas por mí y de la mejor manera. Porque no me apartaré de vuestro lado en ningún momento.

 

               Y justo con estas palabras, la boca del anciano se cerró. En ese momento su corazón dejó de latir, el aliento se le paró en los labios y sus ojos miraron por última vez para la Alhambra y el cielo azul que en ese momento la arropaba. Desorientadas las niñas pidieron ayuda a unos vecinos y otros, enseguida subieron por las calles para llamar a la madre y que acudiera también al lugar. Al poco, entre los vecinos, la madre y las dos niñas, dejaban el cuerpo del anciano en el mismo jardín de la casa. Y tal como también les había dicho poco antes de morir, las dos niñas se pusieron a cavar cerca de los cimientos de la casa que estaban construyendo. Les decía la madre:

- Mañana por la mañana, lo enterraremos aquí mismo, como él nos dijo.

 

               Y sucedió que cuando ya llevaban más de medio metro cavado en el suelo, de pronto, apareció algo que les llamó mucho la atención: una especia de caja rectangular, toda construida en cobre que enseguida desenterraron. Ayudada por la madre, sacaron esta caja de la zanja y la abrieron. Y asombradas descubrieron que estaba por completo llena de relucientes monedas de oro. Preguntó Katia enseguida:

- ¿Y qué vamos a hacer nosotras con este gran tesoro?

Y la madre confirmó:

- Yo creo que es el premio que él os deja. Y ya tengo claro que es lo haremos con todo este oro.

 

               Guardaron las monedas en su casa, al día siguiente dieron sepultura al anciano en el mismo lugar donde habían encontrado el gran tesoro, frente a la Alhambra y no lejos de un viejo cerezo y aquel mismo día, la madre habló con el mejor artesano de Albaicín. También habló con los mejores constructores y dos días más tarde, todos trabajaban y también Katia y Nadia, en la construcción de la casa que el anciano había proyectado. Solo una semana después, la estatua de bronce representando la imagen del anciano, ya estaba terminada. La colocaron justo encima de la tumba donde ahora ya descansaba su amigo y mirando para la Alhambra. Y al verla tan bella y elegante, sobre la cabeza de esta estatua, Katia puso su sombrero de paja y dijo:

- Para que el sol no te moleste cuando caliente ni los pajarillos vengan a importunarte y para que no te olvides de mí.

Y al ver este gesto, Nadie enseguida dijo:

- Pues mañana cambiamos tu sombrero por el mío porque yo también quiero compartirlo con él. También quiero yo que nunca se olvide de mí.

- Pues vale.

 

               Unos meses más tarde, la bonita casa que el anciano había imaginado como regalo a las dos niñas, ya estaba terminada. A ella se fueron a vivir las dos hermanas, tal como siempre les había dicho el anciano y Katia se instaló en una gran habitación con una amplia ventana hacia la Alhambra. Y por las noches mientras dormía en la cama de esta habitación, miraba al cielo estrellado coronando a la Alhambra y a las cumbres de Sierra Nevada. Soñaba con su amigo el anciano y en estos sueños, con frecuencia veía y oía remolinos de viento que, alzándose desde el jardín de su casa, se iba hacia las torres de la Alhambra, llevándose el sombrero de paja que había sobre la cabeza de la estatua de su amigo. Por allí, su sombreo de paja, se encontraba con el de su amigo y cuando el aire los zarandeaba de un lado para otro, los dos sombreros parecía bailar danzas flamencas al tiempo que dibujaban filigranas muy bellas.

 

               Le gustaba esto tanto a la niña que siempre que soñaba este sueño, al levantarse por la mañana al día siguiente, se le veía alegre como nunca antes. Y llena de entusiasmo, le decía a la madre y a su hermana:

- Estoy contenta porque no solo mi sombrero de paja juega con el suyo por encima de las torres de la Alhambra sino porque también hoy sé que alguien me quiso mucho en este suelo y ahora reza por mí y me espera en el cielo.

Y la hermana Nadia le decía:

- Ha sido con nosotras más bueno que nuestros padres y, además de habernos enseñado lo mejor, nos ha premiado con un gran tesoro de monedas de oro y la más bonita de las casas frente a la alhambra.

 

- Y lo más valioso de todo, es que ha dejado nuestros corazones llenos de esperanza diciéndonos que en algún momento nos encontraremos allá en el cielo para jugar y sonreír juntos a lo largo de toda la eternidad. Nos llevaremos nuestros sombreros y los juntaremos con el suyo porque era lo que a él tanto le gustaba.  

 

LA NOVIA DE LA ALHAMBRA

 

               Al salir el sol, la vistieron de azul y la llevaron a los jardines. Donde la fuente vertía sus cristalinas aguas y los jazmines exhalaban su fino perfume. De los árboles ya caían las primeras hojas con los colores del otoño y, sobre las cumbres de Sierra Nevada, relucían las recién llegadas nieves de la temporada. Y como las amigas la condujeron por entre las frescas plantas de los jardines, se le veía no solo hermosa sino asombrosamente mágica, reluciente su cara y sonrisa, muy tierna la piel de sus mejillas y toda ella, como la más joven y bella de las princesas.

 

               La pusieron las amigas entre las plantas, junto a las torres de sus aposentos y no lejos de las claras aguas de las fuentes. Y la que parecía principal entre las amigas, jugó un momento con su abundante mata de pelo que le caía y cubría hasta la cintura y le dijo:

- Ya verás qué peinado más original y bonito vas a tener dentro de un rato.

Ella sonrió, miró dulcemente a las personas que le rodeaban y también para los palacios y no dijo nada. Dócil como la más humilde de las jóvenes en los recintos de la Alhambra, se dejaba hacer ilusionada y ajena por completo a todo lo que no fuera la felicidad que en ese momento brincaba en su corazón. La amiga más decidida, se puso a su lado, acarició la melena que le cubría y comenzó a preparar el peinado que había pensado. Las otras amigas la miraban y, con gran interés, fueron observando cada detalle.

 

               En la Alhambra, en todo el recinto amurallado, dentro de los palacios, en las torres y en los jardines, todo transcurría como cualquier otro día. Los soldados se dedicaban a sus prácticas, los artesanos a sus quehaceres y los generales y reyes, a sus reflexiones o charlas con los amigos. Todo bullía como cualquier otro día y nadie prestaba atención a lo que las jóvenes hacían entre los jardines. Solo un joven soñador y casi ignorado de todos y no muy lejos de donde preparaban a la novia, observaba. Y la veía tan fantásticamente hermosa que en su corazón sentía tristeza al tiempo que gozo y una extraña felicidad.

 

               De los rosales, las amigas cortaron muchas rosas blancas y con ellas tejieron una gran corona. La colocaron con cuidado sobre la cabeza de la novia y justo en ese momento, por el lado del sol de la mañana, apareció la carroza. Tirada por seis caballos blancos y toda la carroza también de color blanco, decorada con dibujos color oro y plata. Las amigas condujeron a la novia hasta el carruaje, le ayudaron a subir en ella y, al instante, los seis caballos se pusieron a trotar dirección a las blancas cumbres de Sierra Nevada. No mucho después, se le vio perderse y luego como fundirse por donde las lagunas de aguas azules y verdes y por donde también las blancas nieves ya eran casi nubes de algodón esponjoso y espejos relucientes.

 

 

               El joven que, desde la distancia lo había observado todo y ahora tenía el alma triste y los ojos llenos de lágrimas, para sí y como si ella le oyera, dijo: “Te marchas de mi lado justo cuando más mi corazón te admira y más hermosa te ven mis ojos. Y puedes pensar que te pierdo para siempre pero yo creo que no. Te harás mayor, las arrugas aparecerán en tus manos y cara y la belleza de tu cuerpo se irá esfumando poco a poco como nos pasa a todos los humanos. Se te hará monótona la vida y llegará un momento que en casi nada encontrarás ni dicha ni consuelo. Pero yo en mí, tengo y tendré siempre la fortuna de haberte amado pura y limpia en mi pensamiento, tal como hace un momento te han visto mis ojos. Guardaré conmigo hasta que me muera y luego para toda la eternidad, tu imagen fresca e inmaculada y los sentimientos que en mi corazón han brotado para ti. Y, aunque estoy triste porque te pierdo, me siento afortunado porque siempre estarás en mi alma con la misma juventud y belleza que tenías hace un momento”.           

 

EN LAS TARDES DE OTOÑO

 

               Todavía, en las tardes de otoño y cuando se camina por la Carrera del Darro, parece intuírsele ahí. Sentado al borde del río, mirando en silencio a la Alhambra y al cielo azul que le corona y meditando. Nadie supo entonces ni sabe ahora qué medita o espera pero su silencio y quietud, llena de respeto por la dignidad que desprende y el misterio que encierra.  

 

               Era hijo único de una familia muy rica que tenía su palacio en esta zona de Granada. Cerca de las aguas del río Darro, a los pies mismo de la Alhambra y, donde el barrio del Albaicín se derrama como en un lago por donde el río se desliza. Y su palacio era todo de piedra, con columnas, pilares y salones de mármoles y con hermosos jarrones de vidrio y barro decorado. Del techo de estas salas y habitaciones, colgaban lujosas lámparas y las paredes, todas estaban revestidas con azulejos en todas las formas y colores.

 

               Ya estaba el joven para cumplir los dieciocho años y por aquellos días era amigo de otro muchacho casi de su misma edad. Lo había adoptado la familia después de que su padre muriera en una batalla en los ejércitos de la Alhambra. Poco después murió la madre y como esta familia era muy amiga de los dueños de la casa a los pies de la Alhambra, al quedarse el joven sin padre, se lo trajeron a vivir con ellos. Era un muchacho culto porque había estudiado pero todos decían que tenía un gran defecto. Comentaban:

- Es soberbio como nadie en este mundo y además está acomplejado.

- Y también dicen que es muy vengativo aunque se muestre educado. Detrás de este comportamiento refinado y malicioso, siempre hay malos pensamientos y mucho egoísmo.

- Pues hay que tener mucho cuidado con él. Estas personas traicionan cuando menos te esperas y por eso no son de fiar. Son oscuros, con apariencia de importantes, reaccionan con violencia y atacan con toda crueldad a todo aquel que no se someta a sus caprichos.       

 

               El joven hijo de la familia rica ni era inteligente ni tenía estudios. Sí poseía una pequeña enfermedad síquica. Hablaba gangoso, se comportaba y reaccionaba con torpeza porque su inteligencia era escasa y mostraba siempre mucho interés por el aprecio de los demás y hacia los demás. Por eso los padres lo trataban con mucho cariño y siempre procuraban que nadie ni a nadie hiciera daño. Desde el primer día se comportó muy cariñoso con el joven que los padres habían adoptado aunque éste lo trataba con desprecio. Le decía:

- Tú eres tonto y ni siquiera sabes leer ni escribir. No te quiero a mi lado porque solo tu presencia me quita categoría.

Y el joven con deficiencia mental, le decía:

- Pues a mí me gustan mucho las plantas del jardín de mi casa y por eso quiero ser amigo tuyo. ¿A ti te gustan las flores?

- Vete a freír espárragos y ni te juntes conmigo ni me hables. ¿No te das cuenta que tengo estudios y mis padres han sido nobles? De ningún modo quiero ser amigo tuyo.

No entendía estas cosas el joven hijo legítimo de la casa cerca del río.

 

               Pero un día, esta familia y para hacer un poco más feliz a su hijo enfermo, contrataron a un jardinero. Un joven pobre del barrio del Albaicín, con muy escasa cultura pero amable, bondadoso, trabajador y, sobre todo, muy humilde y generoso con todo el mundo. Enseguida el joven disminuido y dueño de alguna manera de la casa del jardín, se ofreció al jardinero para ser su amigo. Le dijo:

- Quiero que me enseñes a sembrar y cuidar las plantas que dan flores de colores. A mí me gusta mucho verlas crecer y luego cuando abren sus flores y las mariposas y abejas revolotean acariciándolas.

- Pues tú no te preocupes que yo voy a ser tu amigo y los dos juntos, vamos a sembrar muchas plantas para que den flores y también árboles para que echen frutos.

 

               Y se hicieron muy buenos amigos el joven jardinero y el muchacho disminuido. A los pocos días, ya tenían muchas flores sembradas y también, con la ayuda y complacencia de la madre, árboles frutales como higueras, cerezos, moreras, nísperos y azufaifos. Y el joven jardinero continuamente le decía a su amigo gangoso:

- Cogeremos cerezas y luego moras, higos, nueces y almendras en cuanto estos árboles crezcan y den sus frutos. Y ya verás cuantos pájaros van a venir por aquí para llenar de trinos, colores y vuelos todo este jardín nuestro.

- ¡Cuánto me gusta y qué bueno que seamos amigos!

 

               En las macetas y pocos días después, brotaron las plantas que sembraron. Pero no mucho después, el joven adoptado, al descubrir la armonía que existía entre el jardinero y el muchacho enfermo, arrancó las plantas de algunas de estas macetas. Al descubrirlo el joven disminuido, se asustó y se lo dijo enseguida a su amigo el jardinero. Le preguntó:

- ¿Tú lo has hecho?

- De ninguna manera. Ya sabes que soy tu amigo y me gusta sembrar y cuidar las plantas que tanto te gustan a ti.

Al día siguiente, vieron más plantas arrancadas y algunas macetas tiradas por el suelo. Muy disgustado el joven gangoso se lo dijo a su madre y ésta, pensó que podría ser obra del jardinero. No le dijo nada pero como unos días más tarde en el jardín aparecieron arrancados de raíz algunos de los árboles que hacía unos meses habían sembrado, la mujer a los pocos días despidió al jardinero y le dijo:

- Y no vuelvas más por aquí porque mi hijo está muy triste y disgustado.

 

               Se regocijó entonces mucho el joven culto y adoptado y aprovechó para burlarse del enfermo. Éste, al saber que su amigo el jardinero ya no estaba con él, comenzó a irse a orillas del río. Junto a las aguas se sentaba y, en silencio, miraba a la Alhambra y soñaba o meditaba, la madre lo dejaba porque veía que de este modo ocupaba el tiempo y era feliz y el joven adoptado, ni le hacía caso. No mucho después,  en el jardín se secaron todas las plantas y una tarde de otoño, el joven enfermo, salió de su casa, cruzó el río, caminó hacia la Alhambra y siguió avanzando hacia Sierra Nevada. Se decía: “Voy en busca de mi amigo para que me diga el por qué en este jardín se están secando todas las plantas que sembramos y porque lo necesito”. Y desde aquel día, nunca más nadie supo de él.

 

               Sin embargo, hoy todavía, en las tardes de otoño y cuando se camina por la Carrera del Darro, parece intuírsele ahí. Sentado al borde del río, mirando en silencio a la Alhambra y al cielo azul que le corona y meditando. Nadie supo entonces ni sabe ahora qué medita o espera pero su silencio y quietud, llena de respeto por la dignidad que desprende y el misterio que encierra.  

 

LAS NARANJAS

 

               Sus paredes estaban desconchadas, en la única ventana que tenía, la madera se había podrido y el escalón de la puerta, hasta había perdido la forma de sus bordes. También las tejas del tejado estaban llenas de musgo, muchas de estas tejas se veían rotas y la chimenea tenía tanto hollín que hasta por fuera relucía de negra.

 

               Sin embargo sus cimientos, eran recios y permanecían inalterables a pesar de tanto tiempo. Porque nadie en el valle sabía en qué momento y quienes habían construido la pequeña casa. Y se alzaba, justo al final de la llanura, a la izquierda del arroyo según se miraba al sol y sobre una pequeña ondulación del terreno, donde afloraban las rocas. Piedras duras porque eran de granito y donde, solo unos cuantos metros más abajo, se extendía el huerto. Una pequeña porción de tierra fértil que el pastor todos los años sembraba y reparaba la valla de monte para que los jabalíes y otros animales no se comieran las plantas que ahí cuidaba.

 

               Vivía en la casa un matrimonio con tres hijos ya algo grandes. Dos varones y la más pequeña, hembra. “La niña”, la llamaban como expresión de cariño por ser la menor y por la ternura que ésta siempre despertaba y repartía, tanto entre los hermanos como con los padres y amigos. Y un año, al llegar el otoño, enfermó. La cuidaron los padres todo lo que pudieron y, como no mejoraba, acudieron a un hombre mayor que vivía al lado de debajo de la llanura de las encinas, para que les aconsejaran. El hombre dijo a los sus padres:

- Vuestra hija solo sanará si le dais cada día una naranja.

Y como los padres eran pobres y ni tenían tierras ni sembrados con naranjos ni dinero para comprar esta fruta en la ciudad o pueblo más cercano, se afligieron mucho. Comentaron esto con los dos hijos mayores y ellos enseguida dijeron:

- Ahora en otoño ya maduran las naranjas de los árboles que hay por donde el gran río se aleja hacia el sol de la tarde. Podemos ir un día y cogemos de allí un saco lleno. 

Y al enterarse la niña que los hermanos estaban planeando ir a coger naranjas que no les pertenecían, le faltó tiempo para comentar:

- Esos árboles son propiedad de los reyes de la Alhambra. De ninguna manera quiero que robéis de allí naranjas para dármelas a mí.

- Pero tú estás enferma y nosotros queremos que te pongas buena.

- Si Dios quiere, de alguna manera nos ayudará y si no, lo que Él tenga en sus planes. Yo no quiero alimentarme con naranjas robadas a los reyes que gobiernan estos reinos.

 

                Y solo tres días después, cuando ya el otoño estaba muy avanzado y hacía mucho frío y la pequeña apenas tenía fuerzas, una tarde aparecieron tres hombres por allí. Venían ellos del naranjal del río con sus borriquillos cargados de naranjas camino de Granada y al pasar por delante de la casa, uno de ellos se paró. Detuvo también a su borriquillo y de los serones, cogió una buena cantidad de naranjas. Llamó a la madre de la niña enferma y le aclaró:

- Llevamos estas naranjas a los reyes de la Alhambra pero por unas cuantas menos, ellos no van a perder nada. Tómalas para ti y se las das a tu niña con la condición de que a nadie digáis nada. A ver si Dios quiere que dentro de unos días la veamos alegre y sana.

La mujer le agradeció al hombre el bonito gesto lleno de amor y generosidad y rápida peló una naranja y se la dio a su niña. Ésta se la comió con gusto y lo mismo hizo al día siguiente, por la mañana y por la tarde. Al segundo día pasaron de nuevo por allí los tres hombres de los borriquillos cargados de naranjas camino de la Alhambra y de nuevo se pararon y ofrecieron a la madre un buen puñado de estos olorosos y coloridos frutos. Se lo agradeció la mujer y lo mismo la pequeña. Y cuando por tercera vez aparecieron los hombres y regalaron más naranjas a la niña, ésta ahora, con buen ánimo y bonito color de cara, les dijo:

- Ya estoy curada de mi enfermedad y es gracias a vuestro bien comportamiento. ¿Cómo podremos pagaros, de alguna manera, lo buenos que estáis siendo conmigo y con mi familia?

Y el hombre mayor de los tres le dijo:

- Cuando la primavera llegue y juegues por estos campos cortando florecillas silvestres, de vez en cuando, mira al firmamento y acuérdate de pedirle a Dios que en su momento, nos abra las puertas del cielo y nos lleve al mejor de sus paraísos.

 

               Y la niña, en cuanto se recuperó del todo y llegó la primavera, siempre que jugaba por los campos, miraba al cielo de vez en cuando y se acordaba de los hombres de las naranjas. Ya no pasaban por allí con sus borriquillos y a ella le preocupada que los reyes de la Alhambra, los verdaderos dueños de los naranjos, los hubieran castigado por lo que los hombres habían hecho. Por eso, con más interés cada día miraba al cielo y rezaba por ellos. Y sucedió que una noche tuvo un sueño y los vio. Desde la Alhambra y por un camino como de viento y por entre las nubes, los vio subir con sus borriquillos cargados de naranjas. De los serones de esparto, las mejores y de colores más brillantes, iban cayendo y al volar por los aires, se convertían en pepitas de oro, en diamantes transparentes, en cuarzos rosados y azules y también en ramos de flores con todos los colores de la primavera por los campos.

 

Al despertar al día siguiente, enseguida dijo la niña a su madre:

- Yo creo que Dios les ha regalado a estos hombres, algo muy bueno y maravilloso.

Y la madre comentó:

 

- Y yo creo que ellos y sus naranjas, han sido para nosotros un regalo muy especial del cielo. El por qué han sido las cosas así sin que lo merezcamos, yo no lo sé pero ahora creo también que en la vida, a veces ocurren milagros. Quizá la inocencia del corazón, el respeto por lo bello y amor para con las personas, sea la explicación de lo que en nuestras vidas ha ocurrido.

 

LOS POEMAS DEL RÍO

 

               I- Hacía tiempo que su marido había muerto. Luchando en una de las muchas batallas que los reyes de la Alhambra libraban contra sus enemigos. Y al quedarse viuda, ella se volcó en el único hijo que tenía. Un niño muy sano que rozaba los diez años. Lo llevó un día a la casa del sabio, cerca del Puente del Aljibillo y aguas del río Darro y le dijo al hombre:

- Quiero que enseñes a este niño mío a leer y a escribir. ¿Cuánto vas a cobrarme por ello?

Y sin titubear el sabio argumentó:

- No voy a cobrarte nada porque sé que eres pobre y también me han dicho que hasta los pocos alimentos que tienes, te los quitas de tu boca para que no pase hambre tu niño.

Reconfortada y llena de agradecimiento la mujer mostró su respeto al sabio y al día siguiente mandó a su hijo a la casa de este hombre para que recibiera la primera clase.

 

               Tenía ella un pequeño huertecillo a la vera del río Darro, no lejos de la Fuente del Avellano. Cavaba y regaba cada día estas tierras, siempre sola y mientras su hijo estudiaba en casa del sabio o jugaba con la corriente de la aguas o la arena de los charcos. Casi siempre que hacía esto, lo que más al muchacho le gustaba era buscar pequeñas piedras planas y con un trozo de cuarzo, dibujaba en estas piedras signos o palabras. Le enseñaba luego a la madre estas escrituras y le decía:

- Esto que ves aquí, en estas piedras del río, es un pequeño poema que esta mañana he escrito.

- ¿Y qué dices en ese poema?

- No está todavía terminado pero te aseguro que es muy hermoso y por eso, en cuanto lo acabe, quiero leértelo.

- Seguro que será muy hermoso tu poema pero yo también, un día de estos, me gustaría mostrarte algo.

- ¿Qué es, si ya puedo saberlo?

- Es algo que tengo ahí en el huerto, cerca de la reguera y donde sembré la albahaca.

 

               Impaciente el joven insistió a la madre y al final ésta le dijo:

- Mañana, cuando termines de dar tu clase con el sabio, reúne a tus amigos y ven por aquí con ellos.

- ¿Para qué quieres que vengan mis amigos?

- La sorpresa que para ti tengo reservada, también puede gustarle y serle muy útil a ellos.

Y entonces el hijo, intrigado por lo que la madre le había propuesto, rápido comentó:

- Pues si traigo a mis amigos, puedo enseñarles los trozos de poemas que ya tengo en las piedras escritos. ¿Qué piensas tú de esto?

- Pienso que es bueno compartir con los demás, los pequeños o grandes sueños que todas las personas llevamos en el corazón y la originales obras de arte que a veces nacen de estos sueños. Así que escribe y pinta tus poemas y compártelos con los amigos.

 

               II- Aquella misma tarde, el joven se encontró con todos los amigos que tenía en el barrio y les pidió que al día siguiente por la mañana, fueran al Puente del Aljibillo. Y al salir de clase, al día siguiente por la mañana, aquí se encontró con un buen grupo de sus más fieles amigos. Los saludó y rápidos caminaron por las sendas al borde del río. Enseguida llegaron al huertecillo de la madre y al verlos ésta, los saludó y les dijo.

- Venid por aquí que es ahí junto a la acequia donde tengo la sorpresa que deseo mostraros.

 

               Caminaron los jóvenes detrás de la madre y solo unos metros más arriba, la mujer se paró junto a un rodal de plantas muy verdes. Señaló a este pequeño trozo de tierra al tiempo que les decía a los niños:

- Como veis, estas plantas son verdes y pequeñas matas de albahaca. Esparcí por aquí las semillas hace unas semanas y ya están lustrosas y perfumadas. Y como podéis comprobar, su verde es tan intenso que hasta dan ganas de comérselas.

- Es verdad lo que usted dice pero ¿qué misterio hay en esto?

Preguntaron algunos niños. A los que la madre les respondió:

- Mirad ese trozo de tierra ahí un poco más arriba y también cerca de la reguera.

Miraron los niños y también su hijo y descubrieron un reducido rodal de tierra parecido al de la albahaca que la madre les había mostrado unos minutos antes. También se veía cubierto por pequeñas plantas pero no de color verde sino por completo negras.

 

               Sorprendidos los niños siguieron preguntando a la madre:

- ¿Por qué estas plantas de aquí sí están verdes y aquellas en cambio se ven negras como una noche sin luna?

- Aquí está el secreto o misterio que pretendo mostraros. Aquellas plantas negras, viven ahí desde hace muchos, muchos años y nadie sabe dar explicación de lo que en ellas ocurre.

- ¿Y tú sí lo sabes?

- Yo sé que hace muchos años, en los pequeños huertos que por aquí veis, había dos hombres que no eran amigos. Un día, a uno de estos hombres, se le secó una higuera muy buena que tenía en su huerto. Y al descubrirla marchita, enseguida pensó que su enemigo la había maldecido y por eso se secó. Para vengarse de él, cuando el vecino no lo veía, le echó veneno a unos cerezos pequeños que este hombre tenía en su huerto. Se secaron a los pocos días estos cerezos pequeños y entonces, este hombre se entristeció pero no se vengó de su enemigo y vecino.

 

               Pero sucedió que al hombre de la higuera, también por aquellos días se le marchitaron dos almendros. Al verlos pálidos enseguida pensó que era obra de su vecino que se vengaba de él por haberle echado veneno a los cerezos. Por eso, otra vez a escondidas, vino una noche y a este rodal de albahaca que estaba verde como esta mía, de nuevo la roció con veneno. A la mañana siguiente todas estas plantas aparecieron por completo negras, tal como ahora las estáis viendo.

Detuvo la mujer la narración de su relato y los niños aprovecharon para preguntarle:

- ¿Por qué estas plantas se tornaron negras y por qué aquel hombre se comportaba de aquella manera?

Y la mujer les explicó:

 

               - Podéis deducir que el comportamiento de aquel hombre no era bueno. Y sin embargo, el hombre dueño de los cerezos, no se vengó de su vecino y enemigo. A nadie dijo nada, dejó que estas plantas negras siguieran aquí en este rodal de tierra y sembró otras en el mismo sitio donde yo ahora tengo las matas verdes de albahaca que estáis viendo.

Mudos observaban los niños y no sabían qué era lo que la madre pretendía mostrarle. Por eso, ahora ya fue el propio hijo el que le preguntó:

- ¿Y cuál es la conclusión que unos y otros habéis sacado de todo esto?

     

               III- Con mucho amor, la mujer abrazó a su hijo y mirando a los amigos que le acompañaban, les dijo:

- Aquellos dos hombres, un día murieron y todos por aquí pensaron que uno había ido a un cielo verde y el otro a un cielo negro. Por eso dejaron aquí y todavía respetamos, estas matas de albahaca negra. Yo, un día, comencé a regar y cuidar estas otra matas verdes y desde entonces así de vigorosas y frescas se mantienen. Nunca se secan ni tampoco se muere la albahaca negra. Queremos que vivan y siguen en este huerto para que tengamos claro que, en algún lugar del Universo, existen estos dos cielos, representados en estos dos trozos de tierra con las distintas matas de albahaca. El cielo negro, para aquellas personas de corazón malo como el del hombre del veneno para las plantas y el cielo verde, para aquellas personas de corazón bueno. ¿Entendéis lo que pretendo mostraros?

Y los niños, todos dijeron que sí.

 

               Al poco se fueron a los charcos del río y acompañado del hijo de la mujer de la albahaca, se pusieron a buscar pequeñas piedras planas. En ellas, el niño alumno del hombre sabio, escribió signos y poemas durante mucho rato. Cuando ya se cansaron, el niño de los poemas dijo a sus amigos:

- Os regalaré luego estas piedras para que las guardéis y algún día alguien importante y sensible, las lea y descifre los poemas que en ellas estoy dejando escrito.

Y aquel día, al siguiente y durante bastante tiempo, ellos jugaron por la orilla del río, buscando piedras pequeñas y planas, se las daban al amigo alumnos del sabio del Puente del Aljibillo y éste, dibujaba y escribía signos y poemas. Fueron coleccionando estas piedras en un rincón especial no lejos de las aguas, mientras encontraban dónde guardarlas mejor.

 

               No lo habían pensado ellos pero un día, descargó por estos lugares una gran tormenta, creció mucho la corriente del río y las virulentas aguas arrastraron río abajo todas las piedras que habían coleccionado. Cuando las aguas bajaron, buscaron y encontraron solo algunas. Otras de estas piedras, por el río y muy lejos de Granada, se quedaron para siempre. Yo ahora, a partir del día en que supe de esta historia, de vez en cuando me acerco al río Darro y por el Puente del Aljibillo, más arriba y más abajo, busco piedras escritas con estos pequeños poemas. Tres me he encontrado ya y he descifrado algunos de los signos que en ellas hay grabados. Escribiré un día un breve relato y pondré en él los poemas que vaya teniendo claros.     

 

 

 

LOS MELONES

 

                                                                                                                                      Nada hay mejor en esta vida                                                                                                                         que ser dueño y poner todo el amor en                                                                                                                        aquello que se cultiva.

 

               Cuando ya las matas de melones tenían sus frutos gordos y apunto de madurar, a media mañana y cuando el sol les daba de frente, era emocionante verlos. Sobre la pequeña ladera que caía hacia el río, por encima de las grandes higueras y a la derecha de la senda que bajaba para el arroyo. Y cuando ya los melones maduraban entre las verdes matas extendidas por la ladera, lo que más admiraba era ver a los hombres, los que labraban las tierras y cuidaban de las cosechas, caminar por entre el melonar por completo satisfechos. Como llenos de orgullo y hasta enamorados de los buenos frutos que la tierra les regalaba.

 

               Miraban ellos hacia las torres de la Alhambra, cuando por entre el melonar hacían su trabajo y entre sí comentaban:

- Ahora les demostraremos que estas tierras son buenas para criar melones y también podremos mostrarles los frutos tan exquisitos que de aquí salen.

- Y todavía, nadie nos ha robado un solo melón como sí ha venido sucediendo cuando todo esto era propiedad del rey.

- Con lo que también les demostraremos que no es cuestión ni de dinero ni de poder. Los frutos se le consigue a la tierra con trabajo sincero, amor por lo que en la tierra nace y crece y sintiéndola como algo propio.

Y miraban a las matas de molones que por la ladera se extendían y de nuevo se sentían más orgullosos.

 

               Los terrenos eran propiedad del rey de la Alhambra y como no estaban lejos del río Darro y miraban al sol de la mañana, todos los años los sembraban de melones. Le decía el rey a su administrador:

- Ya sabes que los frutos que más nos gustan en estos palacios, además de las uvas, higos y granadas, son los melones. Por eso quiero que esas tierras las siembres con estas plantas y de ahí saques los mejores melones que por aquí se hayan visto nunca.

Y el administrador, siguiendo las órdenes del rey, todos los años ordenaba que se sembraran melones en estos terrenos. Pero, un año detrás de otro, sucedía que ni los frutos eran de calidad y los pocos que en algunas ocasiones llegaban a madurar, nadie sabía quién, pero siempre los robaban.

 

               De estos contratiempos se lamentaba continuamente el administrador y el rey hasta que un día, varios hombres del barrio del Albaicín, dijeron al administrador:

- Si el rey nos regala a nosotros esas tierras, seguro que sacamos de ellas los mejores frutos que se han visto nunca por aquí.

- No estoy seguro de eso pero se lo diré a su majestad.

Habló el administrador con el rey y éste le dijo que les regalara las tierras a los hombres que las pedían pero que a cambio, todos los años ellos entregaran una parte de la cosecha que de los terrenos sacaran. Les comunicó el administrador esto a los hombres y enseguida llegaron a un acuerdo. Y los hombres, aquel mismo día se pusieron a trabajar las tierras y a labrarlas con el mayor esmero. Sembraron los melones, cuando llegó el momento y los cavaron y quitaron las malas hierbas cada día y con mimo. Crecieron hermosas todas las matas de melones y cuando maduraron los frutos, comenzaron a sentirse orgullosos de su trabajo.

 

               Los primeros y mejores frutos, en cuanto los recogieron, se los llevaron al rey de la Alhambra y al entregárselos, le dijeron:

- Majestad, para que usted, su familia y sus amigos, los saboreen y disfruten.

Y el rey, el ver los hermosos y apetitosos frutos que los hombres le entregaban, les preguntó:

- ¿Cómo lo habéis conseguido?

- Trabajando las tierras y amando las plantas como si fueran nuestras.

- ¿Y porque no os los roban por las noches?

- Porque dormimos en el melonar, por entre las plantas y porque somos amigos de todos los que por estos sitios viven.

- ¿Queréis decir que de las tierras se sacan mejores cosechas si las tierras pertenecen a los que las cultivan?

- Exactamente eso, majestad.

 

               Quedó impresionado el rey por la sabiduría de los hombres y por los buenos melones que le entregaban. Y los hombres, al volver a sus tierras y contemplar el vigor y fuerza de sus melones iluminados por el brillante sol de la mañana, de nuevo se sentían orgullosos y decían:

- Nada hay mejor en esta vida que ser dueño y poner todo el amor en aquello que se cultiva.

 

 

 

LAS TRES ROSAS

 

               Vivía solo. En una bonita casa, al norte del Granada, rodeada de un gran jardín florido y verde. Ni era suya la casa ni el jardín ni disponía de dinero ni decidía nada de lo que se hiciera, tanto en la casa como en el jardín y el pequeño huerto. Pero aquí lo dejaban vivir y cada día le daban el alimento que necesitaba. Con casi nadie hablaba ni con los vecinos ni con los que cuidaban del jardín huerto aunque a diario los veía. Su mundo, hermoso en apariencia, lleno de silencios y paz, solo era su propio sueño, sin nombre y que a nadie importaba. Por eso, desde pequeño, se fue refugiando en su corazón, en sus sentimientos, gusto por las cosas de las montañas, ríos, plantas, animales y manantiales de aguas claras. Y según los años fueron pasando, su soledad crecía, más se refugiaba en sí y menos contaba a nadie ni siquiera cuando su cuerpo de carne le dolía. Y le dolía con frecuencia los oídos, la cabeza, los pies, la barriga y hasta el corazón. De aquí que, cuanto más envejecía, su salud venía a menos y sus ganas de vivir y seguir unos días o meses más en este mundo, disminuían. Con frecuencia y, sobre todo por las noches y al levantarse por la mañana, se decía: “Debería morirme ya. ¿Para qué quiero tres días más si nada alivia estas penas y dolores míos y a nadie tengo con quien compartir mis desdichas?”

  

               Y una mañana de primavera, cuando las rosas florecieron, del jardín de la casa donde vivía, cogió tres. Salió a la calle, caminó despacio hacia el corazón de la ciudad, cruzó el semáforo y según iba bajando por donde el edificio histórico, miraba a un lado y otro. Se decía: “Necesito darle estas rosas a alguien. A una joven que al cruzarse conmigo, me sonría, a una niña que camine por la calle de la mano de su madre, a una muchacha extranjera que busque en el mapa, portando su mochila a las espaldas… Mi corazón, hoy más que nunca, necesita regalar una rosa a la persona que sueño y desconozco aunque solo reciba a cambio una leve sonrisa o una breve palabra de gracias”.

 

               Recorrió toda la calle, cruzó la pequeña plaza y avanzó por la estrecha vía hacia el río Darro. Miraba y miraba a todas las jóvenes que en dirección contraria se le iban cruzando y sentía la tentación de pararlas, ofrecerle un saludo y regalarle una de las tres rosas pero no se atrevía. Llegó a Plaza Nueva y mientras la atravesaba en busca del camino del río, pensaba pasar cerca de los bancos que en esta plaza hay. En todos ellos vio a jóvenes extranjeras sentadas tomando el sol, leyendo algún libro, mirando planos, hablando con las amigas o comiéndose un helado. Y su corazón ardía en deseos de pararse frente a estas jóvenes y decirles:

- Te regalo esta rosa.

Y hasta le parecía ver la cara de sorpresa de la joven y oír sus palabras en inglés, francés, alemán o ruso:

- oh, thank you, is avery beautifulpink. - Oh, merci, c'estune très bellerose- oh, danke, ist eine sehrschöne rosa- ой, спасибо, это очень красивый розовый.

 

               Pero a ninguna de estas jóvenes dio ninguna de sus tres rosas. Tampoco a las personas que iban o venían por la Carrera del Darro ni a las muchachas que cruzaban por el Puente del Aljibillo, camino de la Alhambra o del barrio del Albaicín. Al llegar a este lugar, se paró, en el pequeño muro de piedra, se sentó, sacó papel y bolígrafo de su bolsillo y escribió en siguiente poema:

 

Sentando junto al río,

frente a la Alhambra en lo alto,

y en el rellano chiquito

antes del Avellano,

sueño que ya me he ido

y estoy llorando.

Me duele el corazón

de tanto esperar callado,

de tanto como me duele

el tiempo hondo y amargo

en el alma y el oído

y de la soledad, su abrazo.

Quisiera morir ahora mismo,

en este instante y callado

tal como siempre he vivido.

¿Para qué quiero tres días más

seguir en mi dolor respirando?

 

Nada espero ya de nada,

ni una palabra ni abrazo

y menos espero tu presencia

porque ya son tantos años

que tres días más o un mes

ni siquiera merece pensarlo.

 

Ojalá vinieras a mi muerte

no para darme tu mano

cuando ya no la necesito

pero no, no me des un abrazo

cuando ya mi cuerpo

sea silencio apagado.

 

Entonces solo querré

volar al lejano

rinconcito que en el Universo

creo tengo reservado.

Este fue todo el alimento

que en esta vida he soñado,

esto es todo lo que tuve

mientras viví en mi amargo

respirar en esta vida

y paso a paso.

 

Quiero morir ahora mismo

y quedar para siempre borrado

del tiempo y de la memoria.

Deseo solo un espacio

en el corazón de lo excelso

y el descanso.

 

               Con sus tres rosas en la mano, abandonó este puente del Aljibillo y lentamente remontó la empinada cuenta del Rey Chico. Al llegar al rellano donde crecen varios olivos y hay algunos bloques de piedra como en forma de asientos, se acercó a las aguas del pequeño arroyuelo que por aquí corre. Entre las hojas secas de álamos y avellanos y cerca de las aguas, puso las rosas. Con los tallos metidos en la corriente para que no se marchitaran más y al verla, algo retirado, se dijo: “Se marchitarán por completo estas flores y no habré encontrado a nadie a quien regalárselas. Y sé que, como yo, a muchas de estas jóvenes que he visto y sigo encontrándome, le gustaría recibir rosas de regalo”.

 

 

               Sentado en uno de los bloques de piedra miraba a las tres rosas metidas en el agua del riachuelo y le hacía una foto cuando la vio. En la torre que tenía enfrente, la famosa torre en la Alhambra conocida con el nombre de La Cautiva, se abrió una puerta. Salió por ella una hermosa joven vestida de azul, caminó como por el aire, se acercó a las tres rosas en las aguas del arroyuelo, las cogió, dio media vuelta y por la misma puerta en la torre desapareció. Mudo contempló la escena, se restregó los ojos y se dijo: “No es cierto esto. Solo es la representación de lo que mi corazón desea que se me aparece en forma de sueño”.

 

EL SUEÑO DE UNA BAILAORA

 

               Cuando se despertó, llamó a la madre y le dijo:

- Esta noche lo he vuelto a soñar.

Y la madre, sentada en la misma cama donde dormía su niña y a la altura de su cara, la miró durante un rato y no pronunció palabra. A su derecha y solo a un metro y medio de la cama de la niña, se abría la ventana. Por el hueco, ya entraba la clara luz del nuevo día de primavera y al frente y en la colina al otro lado del río, se veía la silenciosa figura de la Alhambra. Bañada por los rayos del sol que comenzaba a levantarse desde las altas montañas de Sierra Nevada. En la calle, por la puerta de la casa y en el huertecillo de la derecha, se oían algunos de los vecinos del barrio. Se ocupaban en sus cosas a iban o venían de un lugar a otro.

 

               Dijo la pequeña de nuevo a su madre:

- Tengo que ir a ese lugar y tú debes venir conmigo para que veas lo singular y bello que es eso. Nada de lo que ya tantas veces te he dicho, es mentira sino mucho más de lo que te he contado.   

Y la madre confirmó:

- Iré contigo un día de estos porque yo también quiero conocer el lugar que, una vez y otra, se te aparece en sueños.

- ¿Cuándo será eso y qué vestido me vas a poner?

- ¿Vestido?

- Sí, el día que vaya contigo a la cañada de las fuentecillas y el escenario del flamenco, quiero hacerlo con un traje especial.

- ¿Y eso por qué?

- Cuando estemos allí y veas todo aquello y a mí sobre el escenario de la hierba, lo verás con tu propios ojos y lo entenderás con claridad.

              

               Y dos días después de esta conversación, el padre preparó la borriquilla color café con leche, la amarró en el ciruelo de la puerta de la casa, entró dentro, llamó a la mujer y a la niña y les dijo:

- Vamos ahora mismo al lugar de los sueños de esta hija nuestra. Ponle el mejor y alegre vestido y móntala en la borriquilla.

En un abrir y cerrar de ojos, la madre y la niña prepararon las cosas y media hora después, bajaban hacia el Puente del Aljibillo en el río Darro. Al poco se les vio subir por la Cuesta del Rey Chico y, algo más tarde, surcaban los caminos hacia el levante de la Alhambra. Conforme iban llegando a la cañada que la niña recorría casi cada noche en sueños, ésta le decía a la madre:

- Fíjate en la hermosura de esa ancha ladera tan tupida de bosque y en aquella solana y el cerro que corona. ¿A que no hay belleza en el mundo más grande que la que reflejan estos paisajes?

La madre y el padre miraban y guardaban silencio, esperando llegar al lugar que la niña les había dicho.

 

               Al medio día, subían por una estrecha sendilla como abrazada a una ancha y larga cañada y al llegar a la mitad, se pararon. Por el lado de debajo de una gran roca a cuyos pies manaba una pequeña fuentecilla que derramaba sus aguas en una bellísima pradera de hierba. Aquí mismo se situó la niña, mirando para la Alhambra, al fondo y algo lejos y dijo a los padres:

- Poneros vosotros a este lado de la roca, frente al sol y me miráis a ver si os gusta mi baile y el escenario que tantas veces he visto en sueños.

No lejos de la fuentecilla y sobre unas piedras, se sentaron los padres y esperaron a que su niña interpretara lo que con tanta ilusión en su corazón soñaba. Se hizo un gran silencio y luego, de fondo y con mucha claridad, se oyó como una música muy hermosa que manaba de la pequeña corriente que salía de la fuentecilla. Se preparó la niña recogiendo el delicado vestido de seda en colores que la madre le había puesto y en un momento en que la música del agua parecía pararse para dar entrada a unos sonidos nuevos, la pequeña se arrancó y comenzó su soñada danza sobre el escenario de la hierba, en el centro de la cañada.

 

               Mudos los padre la observaron y sus corazones se les llenaron de asombro al descubrir lo que su niña era capaz de hacer y en un escenario tan original y frente a la Alhambra, aunque estuviera lejos. No pronunciaron palabra mientras la niña dibujaba su baile pero sí su asombro fue aun más grande cuando, pasado un buen rato, la pequeña detuvo su danza y miró para la gran peña que se alzaba por encima de la fuentecilla y del escenario. Desde aquí, desde lo más alto de esta roca, brotó como una lluvia de aplausos al tiempo que muchas personas proclamaban:

- ¡Olé, olé y olé! Viva el arte y la gracia brotada del corazón más inocente y bello.

 

               Al oír estos aplausos y voces, los padres miraron y descubrieron a muchas personas que, sentadas en lo alto de la gran peña, con la boca abierta miraban a la pequeña bailaora. Más arriba y por la cañada, vieron las manadas de ovejas pastando y entonces cayeron en la cuenta que todos los pastores de las montañas, se habían reunido para ver el baile de su niña sobre el escenario de la hierba en el centro de la cañada. Uno de los pastores dijo:

- Esta niña vuestra es un portento, digna no solo de bailar en los palacios de la Alhambra sino también en los salones del cielo.  

 

 

 

LA HERMANA MILAGROS

 

               Sentando en el Puente del Aljibillo, mi amigo me preguntó:

- ¿Tú crees que aquí en Granada y paisajes que le rodean, hay algo que sea más bello y eterno que la Alhambra y los reyes que la construyeron?

- Yo creo que como la Alhambra y la historia, junto con los que ahí vivieron, nada por aquí en Granada es más grande y eterno.

- Pues hay algo mucho más importante que todo esto y que, por ser tan hermoso y singular, trasciende por completo al tiempo.

- ¿Y qué es?

- Te lo voy a contar en forma de cuento. Escucha despacio y luego sacas tus conclusiones.

 

               “De los tres hermanos, era la menor y le llamaban Milagros, porque este era su nombre de pila. Y ella, con el hermano que mejor se llevaba era con el mediano. Por eso siempre estaba pendiente de él tanto para cuidarlo como para jugar o irse de aventuras por los campos. Y aquella mañana de primavera, ya mediado del mes de mayo, el hermano menor bajó por la ladera hacia la fuente de las higueras. Era aquí donde, con el agua del manantial y con la corriente del arroyo, la hermana estaba en su juego. Vio al hermano acercarse y lo esperó porque le llamaba la atención el pequeño ramo de flores que portaba en sus manos. Se lo alargó a la hermana en cuanto estuvo junto a ella y le dijo:

- De los campos las acabo de coger para ti. Son los frutos de la primavera y fíjate qué maravilla.

Cogió la hermana el ramo y lo acercó a su cara al tiempo que preguntó:

- ¿Qué flores son estas?

- Las moradas son de malvas, las rosadas de ajos porros, la amarillas y blanca, margarita y la rojas, amapolas.

- ¡Gracias por tu regalo en el día de mi cumpleaños!

 

               Y en ese momento, en el puntal de la derecha y donde las encinas de troncos recios, aparecieron las ovejas. El rebaño de ovejas blancas que los tres hermanos cuidaban y que todas las noches encerraban en el corral de monte un poco más arriba de la fuente y por debajo del pequeño cortijillo, sobre el montículo. Y en este edificio era donde en ese momento estaba el hermano mayor. Observándolo todo pero sin intervenir en nada porque confiaba en los hermanos menores. Al ver asomar por el puntal al rebaño de ovejas, la hermana dio unas voces pidiéndoles a los animales que se volvieran para atrás. Le preguntó el hermano menor:

- ¿Por qué haces eso?

- Todavía no se ha puesto el sol y lo que pretendo es que los animales den la vuelta al cerro y lleguen al corral justo al caer la noche. De este modo, tienen más tiempo para seguir pastando.

- ¿Y si al dar tanto rodeo se les hace de noche fuera del corral y los lobos las atacan?

- No pasará eso, ya verás.

 

               Pero la noche llegó y las ovejas no asomaron por el otro lado del cerro. A la cueva de las rocas en el puntal por encima de las cascadas del río, se fue el hermano menor y la hermana se refugió en la cueva del mismo puntal, pero en la parte alta. El hermano mayor se quedó en el cortijo confiando en que todo iría bien como tantos otros días. Pero la noche se cerró y desde su cueva entre las rocas del puntal de las cascadas, el hermano menor imaginó al rebaño de ovejas no acercándose al corral como otros días sino subiendo a lo más alto del cerro de los robles. Se dijo: “Han intuido a los lobos y buscan las alturas para librarse de ellos”. Se acordó de la hermana y por eso se puso a llamarla diciendo:

- Milagros, Milagros, que los lobos se van a presentar y se comerán a todo el rebaño.

Y por más voces que daba, la hermana no contestó. A lo lejos y desde su cueva, el hermano menor veía las antorchas de la Alhambra y a unos metros de su cueva, se oían las cascadas del río cayendo”.

 

               Cuando mi amigo terminó de contarme este relato, de nuevo me preguntó:

- Y ahora que conoces esta historia de la Hermana Milagros ¿crees o no que esto es más importante y eterno que la Alhambra, su historia y todos los reyes y personas que vivieron en ella?

Y no supe qué responderle.

 

 

 

 

LOS AMIGOS

 

               Las dos familias eran pobres. Vivían en el barrio del Albaicín y, además de un pequeño trozo de tierra que cultivaban como huerto, tenían unas cuantas cabras cada familia. La familia más pobre eran padres de un niño que ya iba casi por los doce años y la familia menos pobre, también tenía una hija rozando los diez años. Y como los padres, tanto de una familia como de la otra tenían que ocuparse en labrar las tierras de sus huertos y hacer otros trabajos para vivir, decidieron que los hijos se encargaran del cuidado de las cabras.

 

               Por eso cada mañana, el niño juntaba sus tres o cuatro cabras con las de su amiga de diez años y por el lado de arriba del barrio y riveras del río Darro, se las llevaban al campo para que pastaran. Mientras el pequeño rebaño de cabras ramoneaba por entre el monte o lo árboles, ellos jugaban juntos a cosas insignificantes pero divertidas. Construían casitas con piedras recogidas en los campos, trazaban caminos, imaginaban edificios llenos de árboles frutales y jardines y, en las arenas del río Darro, a veces querían construir palacios como los de la Alhambra que siempre tenían frente a sus ojos.

 

               Un día, una familia algo más rica que trabajaba en la Alhambra, preguntaron a los padres del niño y de la niña:

- ¿Queréis que nuestro hijo también junte mis cabras con las vuestras y se vayan a cuidarlas por los campos?

- Por nosotros, no hay ningún inconveniente. A partir de mañana mismo tu hijo puede juntar vuestras cabras con las nuestras y hacerse amigo de nuestros hijos.

A la niña sí le gustó esta idea pero al pequeño de la familia más pobre, no le agradó nada.

- ¿Por qué no quieres que el hijo de la familia de la Alhambra sea mi amigo?

Le preguntó la niña a su amigo de doce años.

- Porque cuando estás con él, ya no juegas tanto conmigo y me siento solo y sin cariño.

- Es que es muy guapo, simpático y fuerte y sus padres tienen dinero. A mí me gusta mucho ser su amiga.

Y el niño de la familia más pobre se ponía triste y no sabía qué más podría decir a su amiga.

 

               Pensó que a lo mejor, pasado un tiempo, su amiga volvería a interesarse por él pero no fue así. Según pasaban los días el niño de la familia pobre, vivía y se daba cuenta que la niña siempre buscaba al amigo de la familia rica. Charlaba mucho con él, se divertía y reía con cualquier cosa que hiciera o dijera, jugaban a mil juegos y muchas veces le decía:

- Cuando seamos mayores quiero tener un palacio tan grande y bonito como los de la Alhambra.

- Y yo te prometo que voy a luchar y trabajar duro para hacer real lo que sueñas. No te faltará nunca nada ni te sentirás sola y, si alguien en algún momento se acerca a ti para hacerte daño, te defenderé y derramaré por ti hasta la última gota de mi sangre.  

Y al oír estas cosas, el niño de la familia más pobre, se le quitaban las ganas de seguir jugando con ellos. También se le quitaban las ganas de juntar sus cabras con las de la niña y su amigo rico. Y así fue como una mañana, el niño de la familia de la Alhambra dijo al de la familia pobre:

- Mis padres me han dicho que yo sea el jefe entre nosotros y que me encargue de llevar las cabras a los sitios que yo quiera. También debo decidir a qué hora debemos encerrarlas, llevarlas o traerlas.  

- Pero yo soy amigo de esta niña antes que tú y he sido el que siempre he decidido cómo deben hacerse las cosas. Desde siempre, desde pequeño, he cuidado de mi rebaño, del suyo y de ella. En ningún momento le hice daño ni permití que la despreciaran.

- Pues a partir de ahora se harán las cosas del modo en que me ha dicho mi padre.

 

               Y a partir de aquel día, el niño de la familia pobre, como seguía notando que su amiga cada vez le hacía menos caso, dejó de juntar sus cabras para llevarlas a pastar a las montañas. Pasó el tiempo y los tres crecieron mucho. Se hicieron mayores y el joven de la familia pobre, miraba y miraba cada día con más recelo a su amiga y al joven de la Alhambra. Éste, un día se casó con la joven de la familia menos pobre y aquel día lloró triste y desconsolado el joven de la familia más pobre. No dijo nada ni a sus padres ni a la que había sido su gran amiga cuando pequeño ni al joven que se casaba con ella. Aceptó las cosas resignado y dejó que la joven viviera su vida.

 

 

               Pasaron los años y el joven de la familia pobre ni se casaba ni quería tener nuevos amigos. Ayudaba a sus padres en el trabajo del huerto y cuidaba de algunos animales hasta que un día se enteró que su amiga se había quedado abandonada. Su marido, el hijo de la familia rica de la Alhambra, le quitó su cariño, la casa que ella había soñado y el dinero que había ido ahorrando. El joven de la familia pobre, pocos días después, vio a su amiga yendo de casa en casa por el barrio pidiendo limosna, toda desarrapada y sucia. Aquella noche y en las siguientes, pensó mucho en ella y para así mismo, continuamente se preguntaba: “¿Hablo con ella y le digo que la quiero y que deseo seguir siendo su amigo?”


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