Ventanas a la eternidad 

       Relatos cortos // 2010-18

El libro de los más bellos relatos de la Alhambra,

río Darro, Albaicín, Realejo y Granada - III 

 

1- Noche de Navidad 

2- El acebo y e mirlo 

3- Los tres hermanos y el tesoro de la Alham 

4- La niña del Paseo de los Tristes 

5- El Valle del Silencio 

6- La princesa infeliz 

7- Las dos hermanas 

8- Perfume de invierno en Granada

9- La Alhambra y Sierra Nevada 

10- Desde el Sacromonte de Granada 

11- El rey y el sabio 

12- La muchacha de la mochila 

13- Colores de invierno en Granada 

14-Los estudiantes y las flores de almendro 

15- Vestida de flamenca

16- Ventana a la eternidad 

17- Los tres príncipes 

18- Las naranjas y el libro 

19- El duende del río Darro 

20- La flauta mágica del río Darro 

21- El palacio del Cerro del Sol 

22- La vida es solo un segundo 

23- La casa del rosal 

24- La trucha de oro del río Darro 

25- El palacio de la luz 

26- El regalo 

27- El palacio de sus sueños 

28- La música del río Darro 

29- El cautivo de la Alhambra 

30- El jardín más bello de la Alhambra 

Noche de Navidad

 

            Al caer la tarde de aquel veinticuatro de diciembre, se le vio llegar. Cruzó despacio las calles, dirección a Plaza Nueva y se le vio seguir por la Carrera del Darro. Dirección al Paseo de los Tristes, como al encuentro de algo o alguien. Iba solo, cargado con una pequeña mochila, vestía una chaqueta vieja y en sus manos llevaba guantes. Hacía frío, mucho frío. Aunque el sol lucía brillante y el cielo se mostraba azul por entre los rotos de las nubes, hacía mucho frío. Hasta la tarde del día anterior, había llovido mucho y durante muchos días. Por eso, toda la ladera del lado derecho del río Darro, se veía empapada. Bajaba lleno, muy lleno el río y al aire era cortante.

 

            Y según avanzaba, sin prisa, como meditando y mirando a un lado y otro, no se fijaba en nadie. Los que se le cruzaban o adelantaban, sí lo miraban y seguían sus pasos. Como si de alguna manera algo en él fuera extraño. Pero a él parecía no importarle que lo mirasen. Llevaba su mente ocupada solo en el encuentro y en las emociones que en el corazón se le avivaban. Por eso, cuando llegó al Paseo de los Tristes, se acercó al puente de piedra, se paró un momento, miró despacio y le pareció verla. A través del tiempo y los recuerdos, montada en su bicicleta y de un lado para otro dando vueltas. De vez en cuando se paraba, lo miraba y le decía:

- Lo que más me gusta en la vida es jugar contigo en este rincón de Granada. Siempre me divierto mucho y luego, cuando regreso a mi casa, me voy contenta.

Y él le respondía:

- Cuando ya seamos grandes, en mi corazón te llevaré conmigo a todas partes. Eres la más divertida y buena de todas las personas de la tierra.

- Y yo me iré siempre contigo a cualquier lugar que vayas pero ¿sabes lo que más me gustaría?

- Dímelo.

- Que me construyeras una casa pequeña, con tejas rojas, una chimenea y un jardín con agua, en esta ladera que cae al río desde la Alhambra.

- ¿Y por qué una casa en esta ladera?

- Para estar cerca de la Alhambra y ver, desde la puerta de mi pequeña casa, a todas y días, el barrio del Albaicín y Granada.

 

            Sintió que por su cara rodaban algunas lágrimas y por eso, se quitó el guante, restregó con la mano sus ojos, se secó las lágrimas y luego siguió caminando. Despacio y buscando la sendilla que sube por el bosque de la ladera que cae desde la Alhambra. La encontró enseguida y por ella caminó mientras seguía meditando y como al encuentro de la Alhambra. Pero antes de coronar la colina, se desvió a la izquierda. Caminó un poco más y se encontró con las ruinas. Solo un montón de piedras cubiertas de musgo, hojas y ramas secas e hierba con los tallos llenos de escarcha. Se paró en el mismo centro de las ruinas, justo en lo que en otros tiempos había sido la cocina y miró despacio. Algunas tejas todavía estaban por allí esturreadas, rotas y llenas de musgo y también las piedras de las fuentes que decoraban el jardincillo. Se limpió otra lágrima de su cara y soltó la mochila en el suelo. La abrió y se puso a montar la tienda.

 

            Y mientras la montaba fue procurando que la puerta mirara para el cauce del río y para el rellano por donde ella de pequeña jugaba con su bicicleta. También procuraba que la puerta de la tienda mirara para el barrio del Albaicín y para Granada. El frío seguía aumentando porque el sol iba cayendo y en la ciudad, las luces comenzaron a brillar. Luces de colores que decoraban las calles y plazas con figuras y motivos de Navidad. También el ruido de algunos petardos y grupos cantando villancicos.

 

            Cuando terminó de montar la tienda, entró dentro, estiró el saco de dormir, se acurrucó y puso su mochila sobre un trozo de madera vieja, en otros tiempos viga de la casa, y lo usó como almohada. Por eso, mientras se acurrucaba un poco más para quitarse el frío y huir, de alguna manera de la soledad, miraba por la abertura de la puerta de la tienda, según estaba acostado. Y fue descubriendo que la noche se cerraba más y más. Las luces de las calles y plazas brillaban con intensidad y, aunque al principio de la noche si se oyó y durante mucho rato, algunas personas por las calles, luego se hizo el silencio. Tan denso y profundo se hizo el silencio que hasta sus oídos llegaba el rumor de las aguas del río. También y, ya casi a media noche, oyó una voz que le pareció reconocer y que desde lo hondo del río, desde el rellano por donde de pequeña ella jugaba con su bicicleta, dijo: “FELIZ NAVIDAD, no te olvido”.

El acebo y el mirlo

 

            En las tardes de invierno, cuando el frío se dejaba sentir o la lluvia caía sobre Granada y la colina de la Alhambra, a la madre le gustaba mucho sentarse con la niña. En la mesa de camilla, con el brasero encendido y frente a la ventana que da a la ladera y al río. Ladera y bosque, al norte de la Alhambra y cauce del río Darro. Y mientras las tardes corrían, el frío arreciaba o la lluvia caía, la madre hablaba y hablaba de muchas cosas con la hija. Y casi siempre, procuraba que la niña le hiciera preguntas pero, otras veces, cuando notaba que era un buen momento, le decía:

- Son muchas las cosas importantes que debes tener en cuenta en la vida. Pero, entre todas, solo unas cuantas, de verdad importan.

- ¿Y tú sabes cuales son esas cuantas cosas?

Le preguntaba la niña. Y la madre, pausadamente le decía:

- Vivir en paz siempre contigo misma, tener tu propia personalidad, no dejarte llevar sin más, por lo que hagan o digan tus amigos y amar sinceramente las cosas pequeñas de la vida.

- ¿Y vivir en armonía con la naturaleza y el universo?

- Eso también es importante y muy bueno.

 

            La niña casi siempre preguntaba a la madre estas cosas y era por lo siguiente: la ventana de su habitación, daba al río, a la ladera norte de la colina de la Alhambra y a los cuatros o cinco viejos almeces. Justo debajo de su ventana, entre las aguas del río y las paredes de las casa, crecía un bello acebo. Siempre estaba verde y casi siempre mostraba ramilletes de semillas maduras. Por eso, entre las ramas de este árbol, todos los días del año, tardes, noches y mañanas, saltaban y cantaban muchos pajarillos: gorriones, petirrojos, currucas, mirlos, tórtolas… pero la más simpática de estas avecillas, era un mirlo muy negro y con el pico color naranja. Se pasaba el día y la noche entre las ramas del acebo cantando y, cuando no, chillando.

 

            Tan asidua era su presencia en las ramas del acebo bajo la ventana de la niña que ella lo consideraba ya su mejor amigo. Por eso, cuando de vez en cuando se asomaba a la ventana, lo llamaba. Emitiendo un sonido con sus labios cerrados y el mirlo, en cuanto la oía, muchas veces acudía a su lado y se posaba en la barandilla del balcón. Lo acariciaba ella, le hablaba y le contaba cosas y animal parecía entenderla. Otras veces, cuando lo llamaba, en lugar de venirse a la ventana salía chutando desde la espesura del acebo y, mientras se alejaba hacia la fronda del bosque de la Alhambra, soltaba una retahíla de chillidos. Ella interpretaba el fenómeno como una forma de juego por parte del avecilla y por eso nunca se enfadaba sino que le divertía. Sabía que a él le gustaba ser libre y, aunque también le gustaba venirse a jugar con ella, el alejarse dando chillidos y perderse en la espesura del bosque, era su instinto natural.

 

            Un año, cuando llegó la primavera, el mirlo buscó una pareja y se pusieron a hacer el nido entre las ramas del acebo. Ella lo descubrió enseguida y le gustó aquel detalle. Por eso, cada día, mañana y tarde, en cuanto se asomaba a su ventana, miraba para ver cómo estaban los pájaros y su nido. Y fue descubriendo como cada día el nido esta más perfecto, luego descubrió el primer huevo que puso la hembra, el segundo y el tercero y después siguió con mucho interés el proceso de incubación. Vio nacer a los pajarillos, y vio como a cada instante los padres acudían al nido trayendo comida para las crías. Ella los llamaba y, de vez en cuando, les regalaba migas de pan o alguna otra cosa de comida.

 

            Cuando ya se hicieron grandes dejaron el nido y se fueron con los padres por el bosque. Al poco tiempo dejó de ver a los nuevos mirlos y a la madre hembra pero el macho, el del plumaje por completo negro y pico color naranja, volvía y volvía cada tarde, noche y mañana a las ramas del acebo. Y aunque lloviera, hiciera frío o calor, él seguía allí cantando, jugando y dando compañía a la niña. Por eso ella, cuando la madre le daba compañía sentada en la mesa de camilla y le decía:

- Solo unas cuantas cosas son realmente importantes.

Le preguntaba a la madre:

- Y vivir en armonía con la naturaleza y el universo ¿también es importante?

A lo que la madre, siempre, siempre, le respondía:

- Eso es también muy importante y bueno. Tanto que, estas pequeñas cosas de la vida, a veces, son las más valiosas.

 

Los tres hermanos y el tesoro de la Alhambra

 

            Ocurrió hace mucho tiempo y dicen que fue de la siguiente manera: un poco antes de la llegada de la noche los tres se encontraron donde el mayor había dicho. Justo donde la Puerta de la Justicia, actual entrada principal a los recintos de la Alhambra. La luna estaba por completo llena y por eso se esperaba una noche de luz muy clara. Era otoño y el aire corría templado. Y nada más verse, el hermano mayor, dijo al hermano mediano y a la hermana pequeña:

- Según me explicó el sabio, cuando los guardias se duerman podremos entrar sin que nos vean. Y luego podremos llegar a la gran torre donde encontraremos la pequeña puerta que nos llevará hasta la sala del tesoro.

- Pues hagamos todo como dices tú te dijo el sabio.

Comentó la pequeña.

 

            Esperaron a que la noche avanzara, escondidos entre las plantas del jardín y, a media noche, se acercaron a la puerta. La encontraron abierta y vieron que los guardias estaban dormidos. Con mucho cuidado entraron y, en total sigilo, avanzaron hacia el lugar del tesoro. Por entre unos jardincillos fueron siguiendo un pasillo hasta llegar a la escalera de la torre. Por ella subieron cogidos de la mano para no perderse ni tropezar y, al poco, llegaron a lo más alto. Vieron como una sala, no muy grande y al fondo, la luz de a luna les dejó ver como una torre pequeña, toda de piedra. Preguntó el mediano:

- ¿Por dónde seguimos ahora?

- Tenemos que subir hasta lo más alto de esta pequeña torre, ayudándonos unos a otros.

- ¿No hay escalera?

- Hay una pequeña puerta, en lo más alto de esta torre y por ahí es por donde debemos entrar para llegar a la sala del tesoro.

- ¿Y si esa puerta está cerrada?

- Aquí tengo escritas las palabras mágicas que el sabio me dijo tenemos que pronunciar para que la puerta se abra.

- Pues sigamos adelante.

Dijo el hermano menor.

 

            Se acercaron a la pared de la pequeña torre, el mayor empujó a la pequeña, se agarró ella a los salientes de las piedras, puso sus pies sobre los hombros del hermano mayor y se elevó hasta lo más alto de la torre. Le tocó el turno al hermano mediano y el último fue el mayor. Los dos que ya estaba arriba le dieron sus manos, tiraron de él y lo elevaron. Nada más reunirse de nuevo lo primero que hicieron fue mirar a los lejos. La luz de la luna era intensa y tan brillante que vieron con toda claridad el barrio del Albaicín, el río Darro, Granada en su Vega y las laderas norte de la colina de la Alhambra. Dijo el mayor:

- Todo exactamente tal como me lo explicó el sabio: somos tres hermanos, la noche es de luna llena muy brillante, desde esta pequeña torre podemos ver casi medio reino, ante nosotros tenemos la pequeña puerta que cierra la entrada a la sala del tesoro y en mis manos tengo las palabras mágicas.

- Pues vamos a pronunciarlas.

- Tiene que ser los tres al mismo tiempo y muy despacio. Poneros aquí a mi lado.

 

            La pequeña y el menor se pusieron al lado del mayor, estiraron el trozo de pergamino, vieron el texto con la claridad de la luz de la luna y, frente a la puerta, se pusieron a leerlo. Despacio fueron pronunciando las palabras mágicas y, antes ellos, vieron como la pequeña puerta se abría. Entraron y lo primero que encontraron fueron tres antorchas. Las cogieron y las encendieron y, por la estrecha escalera, bajaron despacio. Saltando peldaño a peldaño y dando curvas y más curvas. Casi media hora después, llegaron a otra puerta mucho más grande. Simplemente la empujaron y la puerta se abrió. Ante ellos apareció una sala no muy grande pero sí ricamente decorada.

 

            Preguntó la pequeña:

- ¿Dónde está el tesoro?

- En ese rincón de la derecha.

Se aproximaron al rincón y ante sus ojos aparecieron tres grandes cofres de madera, decorados con metales brillantes y con las cerraduras que estaban abiertas. Por eso, el mayor, se acercó más, cogió una de las cerraduras, tiró de ella y el cofre se abrió. Y ante ellos, iluminadas por la luz de las antorchas, aparecieron muchas monedas y joyas, en todos los colores, tamaños y clase de metales y piedras preciosas.

- ¡Es fantástico!

Exclamó la pequeña.

- No perdamos tiempo. La luna puede ocultarse y, si eso sucedes, aquí quedaremos encerrados para siempre.

 

            Y no perdieron tiempo. Abrieron tres bolsas de cuero, las llenaron de joyas, monedas y piedras preciosas, se pusieron en marcha y por un pasillo muy estrecho, caminaron. Fueron a salir por una puerta en forma de cueva, escavada en la ladera norte de la colina de la Alhambra, cerca del río Darro. Todavía la luna lucía redonda y por eso, algunos que los vieron al día siguiente dijeron que los habían descubierto subiendo por el cauce del río. Por un camino que aguas arriba se pierde en las profundidades de las montañas, dirección a Sierra Nevada.

La niña del Paseo de los Tristes

 

       Muchas son las personas que vienen a Granada a lo largo del año. Estudiantes universitarios, venidos de casi todos los países del mundo: Francia, América, Alemania, Rusia… También vienen a Granada turistas, jubilados, grupos escolares… Y casi todas estas personas, lo primero que visitan en esta ciudad es la Alhambra, el barrio del Albaicín, el Paseo de los Tristes, el centro histórico, la catedral… pero de todas estas personas, muy pocos o casi ninguna, ve, conoce o disfruta la imagen más bella que solo se ve aquí en Granada.

 

            Sin embargo, en la tarde quince de diciembre, él estaba sentado al final de Plaza Nueva. Justo donde el río Darro se oculta bajo tierra para atravesar la ciudad, por Reyes Católicos, Puerta Real, Acera del Darro hasta el río Genil. Descansaba en uno de los asientos de piedra que hay por delante de la iglesia de Santa Ana y la esperaba. La gente pasaba y nadie lo saludaba ni advertía que estaba allí. Y menos, nadie sabía qué era lo que esperaba. En su corazón él sí lo tenía muy claro y, de alguna manera, intentó explicárselo a los jóvenes que antes él se pararon y le preguntaron:

- Somos turistas y solo vamos a estar dos días aquí en Granada. ¿Qué podemos ver que sea único, además de la alhambra, el barrio del Albaicín y la catedral?

Y él, después de saludarlos les dijo:

- Yo estoy aquí esperando para gozar de lo más bello que pueda verse en Granada.

- ¿Qué es?

- Si esperáis un poco no tardaréis en comprobarlo.

 

            Esperaron, confiando en lo que él les había anunciado y, como unos diez minutos después, apareció. Como todas las tardes, montada en su bicicleta, dándole a los pedales lentamente y avanzando con armonía desde Plaza Nueva para tomar por la Carrera del Darro. Dijo él a los jóvenes:

- Mirad despacio y no os perdáis ningún detalle, cuando empiece a recorrer este paseo, con la imagen de la Alhambra la fondo y en todo lo alto.

Le hicieron caso una vez más y, al poco, ella empezó a rodar por la Carrera del Darro arriba. Hacia la iglesia de San Pedro y el Paseo de los Tristes. Y como al pasar cerca de ellos no le dijeron nada, ni siquiera se dio cuenta que la observaban. Pero ellos sí que la miraban y la siguieron.

 

            Sin apartar un momento la mirada de ella y procurando no perderse el más mínimo detalle. Y según la iban siguiendo lentamente detrás, descubría su belleza. Su hermosa mata de pelo rubio le caía sobre las espaldas y su figura, meciéndose sobre la bicicleta, comenzó a recortarse sobre el bosque, torres y murallas de la Alhambra. Y como el sol caía, los rayos iluminaron y refulgían sobre las murallas en la colina y en las hojas de los árboles. Los jóvenes dijeron:

- Ella parece una muñeca de seda y de viento y, el fondo sobre el que se recorta, es lo más perfecto. Tienes razón: quizá sea esta la imagen más bella del mundo y que solo puede verse aquí en Granada.

- Me alegro que os guste.

Les dijo él. Y ellos de nuevo le preguntaron:

- ¿Y de dónde viene y qué hará cuando llegue?

- Seguid conmigo caminando lento y lo veréis.

 

            Se fiaron otra vez de él y continuaron caminando lentamente. Al poco la vieron llegar a su casa. Vieron que, con cuidado y sin prisa, colocó la bicicleta en el sitio que para ello tenía adecuado, saludó a su madre y, sin soltar su pequeña mochila, le dijo:

- Voy un momento al río y enseguida vuelvo.

- Pero no tardes ni esperes que se haga de noche.

- De acuerdo.

Y la vieron caminar despacio por donde el Paseo de los Tristes. Con la luz de la tarde besándola y con el bosque y la Alhambra, saludándola al fondo y en todo lo alto.

 

            Y vieron que buscó un sitio que conocía bien y por aquí se aproximó al río. Se fue derecha al charco redondo y claro, se agachó junto a las aguas y se puso a mirar sin prisa. Al descubrirlo lo jóvenes, preguntaron:

- Y ahora ¿qué hace?

- ¿De verdad queréis saberlo?

- ¡Claro! Nos has gustado tanto la hermosa imagen de esta niña, su bicicleta, la tarde y la Alhambra al fondo, que si no la saludamos y le preguntamos nos quedaremos frustrados.

- Pues venid conmigo y procurar no asustarla ni molestarla. Ella vive su sueño de fantasía y es feliz sin nadie ni nada más.

- De acuerdo.

 

            Y los jóvenes, como ya habían hecho antes, le siguieron confiados. Por el mismo sitio, se acercaron al río, se aproximaron despacio y, cuando ya estuvieron a solo unos metros de ella, el que guiaba a los jóvenes, la saludó y luego le preguntó:

- ¿Qué hay en este charco y en las transparencia de las aguas que te interesan tanto?

La niña los miró y luego volvió sus ojos otra vez a las aguas del charco. Con sus dedos escribió algo en la superficie de la arena y luego dijo:

- Ésta es la casa del príncipe encantado. El más bello y bueno de cuantos príncipes vivieron en la Alhambra.

- ¿Un príncipe?

- Sí. Hace mucho tiempo, como yo ahora, un día jugaba en las aguas de este charco.

- ¿Y qué pasó?

- Sin querer, resbaló y se cayó a estas aguas. Y como nadie vino a salvarlo aquí se ha quedado para siempre. Una noche lo vi en mis sueños y, desde entonces, cada tarde vengo a saludarlo.

 

            Los jóvenes y el que los guiaban no le hicieron más preguntas. La siguieron mirando y luego miraron al bosque en la ladera y a la figura de la Alhambra, en todo lo alto. Y uno de ellos susurró:

- Desde luego que esto es una belleza intangible e inexplicable. Algo único en el mundo y que solo se puede dar aquí en Granada y a las pies mismos de la Alhambra.

 

El valle del silencio  

    

           I

            Con el nombre de “El Valle del Silencio”, se le conoce a un rincón muy concreto de Granada. Y más fue en otros tiempos, cuando a este lugar se le llamaba así, que ahora. Porque, en estos tiempos modernos, el hermosísimo Valle del Silencio, casi ha desaparecido por completo. Pero el espacio se situó en lo que hoy conocemos como el Paseo de los Tristes, por donde se levanta la construcción del edificio Rey Chico y arranca el camino de la Fuente del Avellano. Este recogido rincón, junto al río Darro, a los pies de la Alhambra y barrio del Albaicín, fue conocido en otros tiempos con el nombre que arriba he dicho.

 

            ¿Que por qué fue esto así? Actualmente en Granada lo que más abundan son los turistas. Se les ve en todas las plazas, calles, monumentos y barrios y en todas las épocas del año. Cientos y cientos de personas venidas desde todos los lugares del mundo que suben y recorren los recintos de la Alhambra, andan y fotografían las callejuelas del Albaicín, se asoman a los miradores y llenan a rebosar el hermoso recorrido de la Carrera del Darro y la llanura del Paseo de los Tristes. Por eso en Granada ya apenas hay silencio, paz y serenidad en casi ninguna época del año. Y también porque las luces, los edificios y establecimientos, aparecen por todas partes. Ni siquiera al caer las noches hay tranquilidad ni silencio.

 

            Pero en otros tiempos, en el lugar de Granada que ya he dicho, las cosas eran muy diferentes. Sobre todo, en los días y meses del invierno y al caer las tardes y por las noches. Durante el día, por este rincón de Granada, no se veía a ningún turista. Solo personas que por aquí tenían sus casas y otros que iban y venían, ocupados en sus trabajos y menesteres. Y al caer las noches, como en aquellos tiempos no había tantas luces en los sitios, todo en este lugar quedaba por completo en silencio y a oscuras.

            Él lo sabía porque cada día, tarde y noche, lo vivía y era una de las cosas que más le gustaba. Tenía su vivienda, una pequeña cueva rematada hacia fuera con una construcción de palos y ramas secas, en la ladera que cae hacia el río desde la Alhambra. En este rincón y sitio vivía solo y durante el día, dedicaba muchos ratos a recoger leña. Ramas secas del bosque y monte en la ladera del río Darro, que amontonaba en la puerta de su vivienda. Partía las ramas en trozos pequeños y los amontonaba a un lado de la cueva y, cuando la noche caía, siempre encendía una pequeña lumbre. A veces dentro de la vivienda y otras veces en la misma puerta para gozar de las estrellas en el más absoluto silencio.

 

            Porque lo que más le gustaba, mientras se calentaba en su lumbre, era empaparse del hondo silencio del valle, sentir el canto de los mochuelos y observar el sigiloso vuelo de las lechuzas. Esto y también el rumor de las aguas del río y la sincera soledad que se cernía sobre el recogido valle. Y era feliz como ninguna otra persona porque estaba enamorado de este mundo tan auténtico. De las aguas del río cogía truchas para comer y, de las madroñeras en la ladera, cogía madroños. Y cuando la noche caía, se calentaba en su lumbre, bajo las estrellas y en el hondo silencio del pequeño valle.

 

            Por eso algunos dicen que hemos perdido muchas cosas y muy buenas, en estos modernos tiempos. Que vienen por Granada miles y miles de turistas a todas horas y todos los días del año pero que, hasta el hermosísimo Valle del Silencio y su nombre, ya ha desaparecido para siempre.

 

            II

            En el Valle del Silencio, en Granada y donde hoy se ve el Paseo de los Tristes y explanada del Rey Chico, en otros tiempos corrían arroyuelos. Pequeños regatos de aguas muy claras que descendían desde las montañas, despeñándose por las laderas. Y, en muchas ocasiones, estos claros arroyuelos, corrían a lo largo de todo el año. En invierno y primavera, muy caudalosos y, en verano y otoño, un poco menos. Sin embargo y, en aquellos tiempos, casi nunca estos regatos se secaban.

 

            Él lo sabía y por eso, cuando excavó su cueva en la ladera y la acondicionó con ramas secas, procuró que no estuviera lejos de uno de estos arroyuelos. Casi al borde de la corriente estaba y de ahí que continuamente se asomara a las purísimas aguas de un charco. Casi redondo, color azul verde y decorado, a lo largo de algunos días del invierno, con esculturas de hielo. Porque, cuando en invierno bajaban mucho las temperaturas, en algunas de las noches más largas del año, el agua se helaba. Cosa que a él no solo no le importaba sino que le gustaba mucho. Casi tanto como contemplar las estrellas en las noches de luna clara y aun más.

 

            Y aquel día, veintinueve de diciembre, se levantó muy temprano. Miró desde la puerta de su cueva y vio el barrio del Albaicín sobre el cerro, ya bañado con el primer sol de la mañana. Miró luego al cielo y comprobó que estaba muy despejado. Todo azul claro aunque el frío era mucho. Por eso lo primero que hizo fue buscar un buen puñado de ramas secas, de entre los almendros, cornicabras, lentiscos, encinas y robles. Cuando ya tuvo suficiente se fue cerca del charco que hacía de espejo de su cueva y, junto a unas rocas blancas, preparó para hacer fuego. Quería calentarse al mismo tiempo que se comía unas naranjas como desayuno y gozaba del día que se iba abriendo. También quería asar un puñado de bellotas para comérselas. Prendió fuego a las ramas y, al poco, el humo y las llamas se elevaron y él se sintió bien. Porque otra de las cosas que también le gustaba mucho era pasar sus horas muertas calentándose junto al fuego, mientras asaba bellotas o castañas y gozaba del silencio y de los paisajes del pequeño valle.

 

            En aquellos tiempos y aun ahora, en las laderas de la izquierda y derecha del río Darro, crecían encinas. Muchas y algunas muy grandes. De troncos gruesos y ramas retorcidas y por eso, bastantes de estas encinas, eran centenarias. Casi todas daban bellotas muy buenas, gordas y agradables al paladar. Él lo sabía y también sabía que es precisamente en invierno cuando maduran los frutos de las encinas, las bellotas. Al final del mes de noviembre y a lo largo de todo diciembre y parta de enero. De aquí que, en las mañanas frías y soleadas de este mes de diciembre y también al mediodía y por las tardes, dedicara muchos ratos a buscar y recoger bellotas. Conocía cuales eran las encinas que daban los mejores frutos. Según recogía estas bellotas las iba echando a su barja de cuero, volvía a su cueva y las guardaba en una orza de barro que tenía medio enterrada en un rincón, al fondo. Y luego, de este recipiente iba sacando, según lo necesitaba, pequeños puñados de bellotas y las asaba. Después se las comía en sus desayunos, al mediodía o por la noche. Saboreando despacio cada bocado de estas bellotas y sintiendo que, no solo resultaban apetitosas sino que también le alimentaban y daban fuerzas.

 

            Aquella mañana de diciembre, pasó muchas horas calentándose en la lumbre y asando estos frutos de las encinas. Fue luego a su huerto y en la tierra trabajó largo rato. Y cuando la tarde caía, se metió en su cueva. El frío había aumentado y, aunque junto a la lumbre se estaba calentito, se metió en su cueva y se acurrucó en su manta de lana. Mientras se dormía, para sí susurró: “Esta noche va a ser la más fría del invierno. El cielo se ha quedado sin nubes, en las cumbres de Sierra Nevada la nieve se acumula y son precisamente ahora las noches más larga del año. Pero que haga frío que esto también es bueno”. Y con estos pensamientos se quedó dormido. De un solo tirón durmió toda la noche y, cuando se despertó, vio que ya el sol entraba por la puerta de su cueva. Se colaba por lo más alto de la montaña que en estos tiempos acogen al palacio del Generalife.

 

            Se levantó rápido porque tenía un presentimiento. Por eso salió también aprisa de la cueva y se asomó al riachuelo. Y lo que vio le dejó pasmado. A un lado y otro de la pequeña corriente el hielo se acumulaba y, en las pequeñas cascadas, los carámbanos colgaban engalanando. Pero lo que más le llamó la atención fue el charco, espejo de su cueva. Lo descubrió todo helado y, por los bordes, decorado con hermosas y transparentes filigranas de hielo. El primer sol de la mañana, le daba de lleno y por eso, todo el charco y decoración a los lados, parecían arder en reflejos de colores y transparencias cristalinas. Se dijo: “En algún lugar de Universo, cuando todo pase en esta tierra, tiene que está recogida para la eternidad esta belleza”.

 

III

Trabajaba en una pequeña alfarería, cerca del río Darro y no lejos de donde hoy se ve el Paseo de los Tristes. Y le gustaba mucho su oficio. Tanto que conocía perfectamente todas las técnicas y nombres de las vasijas: el barro y su manejo, amasado, humedad, textura… y las vasijas que con este material se hacían: ollas, platos, vasos, botijos, cántaros, lebrillos, ánforas, jarrones… De aquí que el dueño del pequeño taller estuviera contento con él. No le pagaba mucho pero sí lo trataba bien y con respeto.

 

Todo fue así hasta que un día el dueño contrató a un hombre algo mayor. Le dijo:

- No sabe tanto como tú pero es muy trabajador. Seréis buenos amigos. Trátalo con respeto.

Y él así lo creyó y se dispuso para ello. Por eso, desde el primer momento, lo trató con respeto y le explicó todos los detalles de las cosas, tanto del barro, modelado y cocido de las piezas y manera de llevarlas de un lado a otro y su acabado final. Al principio, el recién llegado, hizo caso a todo lo que le decía pero luego, a los pocos días, comenzó a decirle:

- Esto ya lo sé. Déjame tranquilo y dedícate a lo tuyo.

También en un primer momento el joven interpretaba estas manifestaciones como algo natural aunque no lo entendía. Pero cuando, pasado unos meses, el nuevo le decía:

- O me dejas en paz o hablo con el duelo y le digo que eres un vago. No quiero nada de ti.

Se asustó el joven por lo que pudiera decirle al dueño y por la reacción de éste. Por eso, comenzó a guardar las distancia con el nuevo, desconfiando de él cada vez más. Solo le hablaba lo justo y con palabras escogidas para no molestarlo.

 

            Le empezó a temer y le preocupaba que en cualquier momento fuera al dueño y le contara lo que no era cierto. Intuía que podría manipular las cosas para quedar bien delante del dueño y desprestigiarlo a él. Y sucedió esto. Un día, el nuevo fue al dueño y le dijo:

- Es un bajo, no me deja en paz, hace las cosas mal y siempre me está ofendiendo. Ya ha estropeado varias piezas de valor y, cuando le digo algo, hasta se enfada conmigo.

Y el dueño le dijo:

- Hablaré con él, vete tranquilo.

Y habló al día siguiente con el joven, en un tono y actitud como nunca antes lo había hecho. Por eso el joven, al comprobar que lo agredía y defendía al nuevo, en lugar de ponerse a la defensiva y procurar que se viera la verdad, optó por guardar silencio y regresar a su trabajo. En el fondo, no quería desprestigiar ni hablar mal de su compañero.

 

            Per cuando al día siguiente llegó al taller comprobó que las vasijas que el día anterior había modelado no estaban en el sitio donde las había dejado. Nada dijo al compañero, buscó por todo el recinto y las encontró escondidas entre unas tablas y palos. Y vio que algunas piezas estaban rotas. Sin dudar lo más mínimo pensó que había sido el compañero con la intención de provocarlo o tenderle una trampa y a punto estuvo de mostrarle su enfado y desconcierto. No lo hizo pero al día siguiente, trabajaba dándole forma a un plato y, en un momento en que tuvo que salir fuera a por algo que necesitaba, al regresar comprobó nuevamente como el plato había desaparecido de donde lo tenía colocado. Y ahora sí se molestó mucho pero otra vez nada dijo ni al compañero ni al dueño.

 

            A caer la tarde se le vio salir del taller con un palo largo acuestas y caminando por la ribera del río hacia la ladera norte de la umbría en la colina de la Alhambra. Al verlo algunos amigos le preguntaron:

- ¿A dónde vas con esta actitud y con este palo en forma de escoba?

- Me libero.

- ¿Que te liberas?

- Sí, mañana te lo cuento.

Y al día siguiente no volvió al taller de cerámica. A primera hora se fue a la ladera que se enfrenta al barrio del Albaicín, buscó un sitio apropiado y se puso a escavar una cueva. A los pocos días se fue a vivir a ella, junto al claro arroyuelo y el redondo charco de colores azul cielo. Y se sintió feliz como nunca antes lo había sido porque notaba que estaba liberado del extraño compañero de trabajo y del raro dueño. Por eso, mirando al barrio del Albaicín y desde la puerta de su cueva, se decía: “Mi libertad, honradez y sueño, por encima de todo. Pero sobre todo quiero ser libre aunque tenga que vivir en una cueva y comer bellotas de las encinas. No hay nada más hermoso en este mundo que sentirse libre y limpio frente al cielo y al viento”. 

La princesa infeliz

 

            La princesa no era feliz. Vivía en unos de los palacios más lujosos de la Alhambra y, aunque no le faltaba de nada, su corazón no estaba satisfecho. Muchas veces se sentía vacía y no encontraba la manera de alcanzar los sueños que soñaba. Porque veía y observaba que, a su alrededor, hacían y decían muchas cosas que no encajaban en sus sentimiento y por eso no le gustaban. No le gustaban las cosas de la guerra ni los militares, no le gustaban los protocolos ni las fiestas que se daban en los palacios ni las grandes comidas ni los vestidos lujosos. Por eso su padre, uno de los reyes que por aquellos días vivía en la Alhambra, de vez en cuando le preguntaba:

- Hija mías ¿qué es lo que quieres tú? Y te pregunto esto porque cada día que pasa comprobamos que en ningún momento te comportas como sí otras princesas de tu misma edad y rango.

Y ella le argumentaba:

- Mi corazón no es feliz. Me siento prisionera en estos palacios y me siento esclava de los caprichos de los que me rodean.

- Y entonces ¿qué es lo que te gustaría a ti?

- Quisiera salir de aquí e irme sola por los caminos de las montañas. Quisiera bañarme en los ríos, subir a las cumbres más altas para abrir mis brazos y gritar al cielo y al viento, quisiera tener libertad para ir a todos los lugares del mundo que me gustan y comer, vestir, gritar y hablar lo que me apetezca sin que nadie me lo imponga ni me reprima. No soy libre y por eso mi corazón ansía libertad.

 

            Y el rey meditaba estas cosas, las hablaba con la reina y en secreto le decía:

- No puede seguir así. Su comportamiento va en contra de lo legislado y de las costumbres nuestras. Ni siquiera desea ni la amistad ni compañía de otros príncipes como sí hacen las muchachas de su misma edad.

Y la reina callaba. En secreto también observaba a la princesa y descubría que cada vez más pasaba muchos ratos sola. Entretenida, durante el día, con los pajarillos que junto a su ventana cantaban o revoloteaban, en las nubes y colores del cielo y, por las noches, en contar las estrellas del firmamento. Y para sí se preguntaba: “¿Por qué no me dejan hacer lo que mi corazón apetece? Solo desean que sea como ellos y mi corazón no puede. Me estoy muriendo prisionera en estos palacios y sometida a los caprichos de lo que ellos quieren”.

 

            En secreto, sin decir nada ni a la reina ni a la princesa ni a otros reyes, el padre mandó construir un palacio. En las laderas del Albaicín, no lejos de las aguas del río Darro y frente por completo a la colina de la Alhambra. Dijo a los arquitectos:

- No es necesario que este palacio sea muy grande pero sí quiero que sea muy bello. Que tenga un gran balcón que mire al río y desde donde se vean perfectamente todos los sitios que hay sobre la colina donde ahora se asienta la Alhambra.

- Se hará como su majestad mande.

Le dijeron los arquitectos.

 

            Y pasado un tiempo, un día que la princesa estaba sola en su habitación y contemplaba el cielo y meditaba, se acercó el rey padre y le dijo:

- Prepara tus cosas que vamos a irnos de viaje.

- ¿A dónde?

- Es una sorpresa.

- ¿Y si yo no quiero?

- Tienes que obedecer porque para eso soy el rey.

Y la princesa tuvo miedo. En esos momentos sintió y pensó muchas cosas. Pero se puso mano a la obra y comenzó a preparar algunas de sus cosas. No sabía a qué lugar del mundo la llevaban de viaje ni tampoco el tiempo que estaría fuera. Pero, por no preguntar al rey, imaginó que sería un viaje corto y que volvería pronto. Dos días más tarde, al amanecer, un grupo de guardias le pidieron que saliera de su habitación. Le dijeron:

- Por orden del rey, ha llegado el momento del viaje anunciado. Síguenos.

Sin preguntar nada siguió a los guardias por las salas y pasillos de los palacios, salieron fuera, cruzaron los jardines y bosques y luego caminaron por una senda que bajaba al río. Las personas con las que se cruzaban, al ver el cortejo de guardias y la princesa entre ellos, comentaban:

- Parece como si hubiera hecho algo malo esta princesa. ¿A dónde la llevarán?

Y algunos lo comprobaron al poco tiempo. Porque, en cuanto el cortejo llegó a las puestas del palacio que había mandando construir el rey, entraron, recorrieron algunas salas y condijeron a la princesa al lugar más alto. Aquí se pararon y dijeron a la princesa:

- Por orden del rey aquí debes quedarte para siempre.

Enseguida preguntó ella:

- ¿Estoy prisionera?

- Lo estás. Desde ahora y hasta el fin de tus días, este lugar será tu residencia.

 

            Y la princesa, triste y con más ganas que nunca de morirse, se acercó al gran balcón que daba al río. Desde aquí vio la ladera de la Alhambra y, en todo lo alto de la elevada colina, descubrió a los palacios. Cerró los ojos y entonces vio un río muy grande, rebosante de aguas clarísimas, vio grandes laderas llenas de bosques, un cielo muy azul con un sol muy brillante y muchos caminos llenos de flores. Por todos estos paisajes iban y venían muchas personas, libres todas y por eso muy felices. Por un momento se sintió dichosa creyendo que lo que imaginaba era cierto. Supuso que por fin era libre y podía ir a donde quieras y decir lo que le apeteciera, tal como siempre lo había soñado.

 

Las dos hermanas

 

            Como todos los niños del mundo, ellas todos los días jugaban juntas. Iban al colegio cada mañana y, cuando volvían a su casa, la madre siempre las recibía contenta. Obsequiándolas a cada instante con lo mejor que podía y dándoles todo el cariño que necesitaban. La mayor tenía diez años y la otra solo nueve.

 

            Pero ellas, aunque eran todavía pequeñas, se daban cuenta que en su casa pasaba algo. Por eso, cuando al volver del colegio o de sus juegos encontraban a la madre llorando, muchas veces la pequeña y en otras ocasiones la mayor, le preguntaban:

- Mamá ¿qué te ha pasado?

Y la madre, como todas las madres del mundo, le decía:

- No es nada grabe.

- ¿Es que otra vez papá te ha pegado?

Y la madre callaba. Hasta que un día, al volver ellas del colegio, la madre les dijo:

- Papá se ha marchado de casa.

- ¿A dónde ha ido?

- A un sitio muy lejos.

- ¿Y cuando vuelve?

- Puede que no vuelva nunca.

Y las dos se abrazaron a la madre llorando.

 

            Dos días después enfermó la madre. Fue al hospital y los médicos le dijeron:

- Su enfermedad es contagiosa. Tenemos que ingresarla y durante un tiempo, no sabemos cuanto, ni siquiera podrá recibir visitas.

Cuando las dos hermanas regresaron del colegio se encontraron la casa sola. Preguntaron a la vecina y ésta les dijo lo que había pasado. Y también les dijo que en su casa no podían seguir viviendo. La mayor preguntó:

- ¿Por qué no podemos seguir viviendo en nuestra casa?

- Porque los del banco, según me ha contado a mi vuestra madre, la han embargado.

- ¿Y eso qué es?

- Que como no habéis pagado el dinero que un día os prestó el banco, ellos vienen y se quedan con la casa.

 

            Y aquella misma tarde, otra de las vecinas, les prestó el hueco de la escalera para que durmieran bajo techo. Era invierno, hacía frío, la Navidad ya estaba cerca y, en las montañas de Sierra Nevada, la nieve se acumulaba. Tres días pasaron y en ninguno de estos días fueron al colegio. Tampoco fueron a jugar con las amigas de siempre ni tuvieron noticias ni de la madre ni del padre. Comieron ellas solo algunas cosas que las vecinas les regalaron y, por las noches, sobre un colchón y en una manta, se acurrucaban en el hueco de la escalera. Algo abrigadas porque se apretaban mucho una contra la otra pero tristes y desconsoladas. Sin embargo, mientras se acurrucaban y daban calor, como el hueco de la escalera estaba en la ladera del Albaicín, frente por completo a la Alhambra, la más pequeña le decía a la mayor:

- ¿Tú crees que algún día nosotras seremos princesas y viviremos en una de las torres de esos palacios?

Y la mayor le contestaba:

- ¿Te gustaría a ti ser princesa?

- Mucho. Y que nuestra madre sea una reina.

 

Y mientras la pequeña y la mayor callaban y se acurrucaban un poco más entre sí, mirando a la Alhambra y a la oscuridad de la noche y el frío, se quedaban dormidas. En su rincón, pequeño mundo particular donde, al quedarse dormidas, cada noche soñaban. A veces y en sus sueños se veían volando desde el barrio del Albaicín hasta la Alhambra. Otras veces también soñaban que eran mariposas surcando el aire en busca de flores. Y en otras ocasiones, también volando como mágicas nubes, se iban por los cielos de Granada y por el río Genil hasta Sierra Nevada.

 

Así hasta que una noche, ya justo a solo unas horas antes de la Navidad, como siempre se quedaron dormidas acurrucadas entre sí. Tenían frío y hambre y echaban de menos un beso y las caricias de la madre. Pero se quedaron dormidas pronto y, al instante, en sus sueños vieron que la madre llegaba. Entraba por la puerta frente al hueco de la escalera donde se acurrucaban, toda vestida de azul y rojo. Se acercó a ellas, se agachó y las abrazó y besó. La pequeña, al sentir el beso en su mejilla, cogió la mano de la madre pegándola muy fuerte contra su cara, la miró y le preguntó:

- ¿De dónde vienes?

- De los palacios de la Alhambra, de preparar la torre donde a partir de mañana vamos a vivir.

- Entonces ¿voy a ser princesa?

- Tú y tu hermana y yo voy a ser la reina más bella que nunca hubo en Granada.

 

Perfume de invierno en Granada

    

            Pasaron las fiestas de Navidad y también las de año nuevo. Y aquella mañana día dos de enero y domingo, Granada se despertaba muy hermosa. La lluvia de la noche anterior la había lavado, el silencio era total, la Alhambra mostraba un brillo especial y en la Casa del Acebo, junto al río Darro, cantaban los mirlos. Ya anunciaban la llegada de la primavera aunque todavía era pleno invierno. Pero los mirlos también celebraban la luz del nuevo día y la llegada del nuevo año. La hierba se veía bañada de rocío. Blanco y misterioso se despertaba el barrio del Albaicín, arropado por el azul purísimo del cielo y el sol del nuevo día.

 

            En el patio de la casa, frente a la Alhambra y no lejos del río Darro, ya el macasar abría sus flores. Y su aroma a vainilla, canela, jazmín y limón, llenaba todo el aire de la mañana. De los naranjos colgaban brillantes las naranjas y en las fuentes de mármol, el agua se mecía pura y rumoreando melodías misteriosas. Dijo ella, la dueña del jardín patio:

- Al caer la tarde todo tiene que estar preparado.

- ¿A qué hora llegan los flamencos?

- Al ponerse el sol. Así que para esa hora, las luces, el escenario, la música… todo tiene que estar ya listo.

- Y la reina ¿a qué hora llegará?

- Justo cuando se ilumine la Alhambra, salga la luna y, en el escenario, los flamencos estén todos preparados para recibirla.

Y el encargado del acontecimiento aclaró:

- Pues tú tranquila que todo saldrá tal como está planeado.

- Y por cierto, que nadie corte ni una sola flor al macasar. Que nadie lo tape ni con sillas ni con luces y que nadie, en ningún momento lo roce. Para el momento de la fiesta y la presencia de la reina, tiene que mostrar su mejor porte y tiene que regalar el más fino perfume.

 

            El macasar, Chimonanthus fragans, es un arbusto procedente de China y Japón, que alcanza una altura entre dos a tres metros. Florece en pleno invierno y las flores brotan de sus ramas desnudas y leñosas. Son flores pequeñas pero con un olor intenso, penetrante y delicado. La historia de Granada está muy ligada a esta planta que se menciona en poemas árabes. Actualmente es difícil verla ya que sólo se encuentra en algunos jardines antiguos y, sobre todo, en los cármenes y jardines privados. Pero en Granada, es el rey de las plantas en estos jardines y patios. Y en invierno es justo cuando regala su perfume más fino. Todo jardín que se precie en la ciudad de la Alhambra debe tener un macasar y toda persona que sueñe y sea amante de lo bello, debe gozar del fino aroma de esta planta. Ella lo sabía y por eso tenía tanto interés en que nadie lo dañara ni cortara ni una sola flor de sus ramas. Y los que preparaban las cosas para la pequeña fiesta de bienvenida a la reina y al nuevo año, frente a la Alhambra, se tomaban muy enserio lo que ella les indicaba.

 

Por eso, cuando ya la tarde caía, todo estaba preparado. Las luces, las cortinas, el tablao, la decoración en las paredes, las macetas y hasta los trajes de los flamencos. De los naranjos colgaban frescas las naranjas ya maduras y de las ramas del macasar también colgaban cientos de pequeñas flores en forma de campanillas y color oro viejo. Llegaron los flamencos: tres bailaoras, un cantante, tres guitarristas y dos percusionistas. Saludaron a la dueña del patio jardín y el cantante dijo:

- Todo está perfecto pero lo que más me gusta son las tres fuentes con su agua, los naranjos repletos de naranjas brillantes y el macasar, tan lleno de flores perfumadas.

Y la dueña les dio las gracias y cuando el cantante le preguntó:

- ¿En qué sitio se sentará la reina?

Ella aclaró:

- Justo aquí mismo: debajo del macasar y cerca de las ramas que tienen más flores.

- Me gusta que sea así porque en Granada, en este barrio del Albaicín y frente a la figura de la Alhambra, además del flamenco y las blancas cumbres de Sierra Nevada, existe también un típico perfume de invierno. Que la reina se deleite con el aroma que regala este macasar.

Y la dueña dijo:

- Por eso y para eso hemos preparado esta fiesta. Y para celebrar, a los pies de la Alhambra, la llegada del nuevo año.

 

            Se hizo de noche. Las luces en las calles y plazas se encendieron, comenzaron a iluminarse las murallas y torres de la Alhambra y en el histórico patio con jardín y fuentes de agua claras, la gente se iban juntando. Unos y otros se saludaban y felicitando el por el nuevo año y muchos preguntaban:

- ¿Cuándo llegará la reina?

- De un momento a otro.

Y otros decían:

- Pues la reina se va a quedar sorprendida porque ¿os habéis dado cuenta con qué gusto está todo preparado? Los naranjos, las fuentes, la Alhambra, el río Darro, el macasar…

- El macasar que hay en este patio tiene todo el aire perfumado. Y con un olor tan fino que es cierto lo que siempre se ha dicho: que es el aroma único y exclusivo del invierno en Granada.

 

La Alhambra y Sierra Nevada

 

            En varias ocasiones le habían dicho:

- En Sierra Nevada se crían las flores más bonitas del mundo.

- ¿Tú las has visto?

- Varias veces y te aseguro que son bellas.

Y él lo compartió con su princesa, de la que estaba enamorado, y sin tardar ella le dijo:

- ¿Pues sabes lo que me gustaría?

- ¿Qué te gustaría?

- Que un día fueras a esas sierras y me trajeras un gran ramo de esas flores tan bellas.

Y, desde aquel día, no paraba de buscar la forma y el momento para ir a Sierra Nevada.

 

            Desde la Alhambra, donde vivía como príncipe y un poco dueño, cada mañana dedicaba un rato a observar las cumbres al fondo. Más en invierno y primavera que era cuando las nieves las cubrían pero también en verano y otoño. Hasta que un día, cuando más blanca se veía Sierra Nevada porque era primero de enero, dijo a los que le rodeaban:

- Quiero ir a Sierra Nevada.

Y el jefe del grupo de su escolta le argumentó:

- Señor, en esta época es cuando más nieve hay en esas montañas. Por eso el frío ahora es intenso y muchas cascadas están heladas. Las flores salen en primavera.

- Pero yo quiero ir ahora para ir conociendo aquello y tener las cosas preparadas para cuando llegue la época de las flores.

Y su princesa también le dijo:

- Sí, ve y luego me cuentas porque si aquello es bonito y tú lo quieres, un día también subo contigo a Sierra Nevada.

 

            Y aunque en los palacios de la Alhambra se habló mucho de este proyecto del príncipe y la princesa y aunque unos decía que sí y otros decían que no, llegó el día. En concreto el día tres de enero que amaneció todo azul, sin ninguna nube en el cielo aunque frío a pesar del claro sol. En los palacios prepararon los caballos, solo tres y en uno de ellos subió el príncipe. A primera hora de la mañana, con la intención de llegar a la sierra al mediodía y regresar por la tarde. Siguiendo los caminos que desde la Alhambra van hasta las cumbres de Sierra Nevada, se pusieron en marcha. Y cuando al mediodía llegaron a un lugar de la sierra donde la nieve no era mucho, el príncipe dijo a los que les acompañaban:

- Esperad aquí. Quiero seguir solo por los paisajes que ya estoy viendo. Regresaré dentro de unas horas y luego seguimos.

- Pero señor, el rey nos ha dado órdenes de acompañarlo en todo momento.

- No preocuparos que seré prudente.

Y le obedecieron.

 

            Espoleó a su caballo y siguiendo una sendilla se fue por la derecha de un claro arroyuelo. Caía desde todo lo alto, despeñándose blanco y espumoso y por eso le llamó mucho la atención. Se preguntaba: “¿Qué habrá detrás de aquellas rocas de donde el río parece venir? Me intriga mucho y por eso quiero verlo”. Siguió espoleando a su caballo y, siguiendo el caminillo que lentamente remontaba trazando curvas, fue ascendiendo. Sin prisa ninguna porque le fascinada todo cuanto a su paso iba descubriendo: la blanca nieve, cubriendo laderas y crestas, los transparentes carámbanos colgando de las rocas, los hondos barrancos por donde los arroyuelos se despeñaban, los tajos rocosos por donde las manadas de machos monteses saltaban, los pinos, robles y castañares silenciosos cubriendo las laderas… todo esto y la soledad y quietud del paisaje, le impresionaba. Y por eso de vez en cuando se paraba a contemplar y se decía: “Todo lo que por aquí descubro es asombroso. Nunca en mi vida había imaginado que Sierra Nevada fuera tan bella. Tengo que traer a mi princesa para que disfrute de maravillas tan grandes”.

 

            Coronó las rocas por donde se despeñaba el riachuelo y al asomar y descubrir, se quedó sin aliento. Ante él un amplio valle todo cubierto de nieve y atravesado en el centro por un claro hilo de agua. Se remansaba en una pequeña laguna, azul transparente y desde aquí rebosaba y caía por las rocas en forma de cascada. Durante mucho rato estuvo parado mirando y luego volvió a espolear a su caballo. Cruzó la corriente del riachuelo por encima de la laguna y se fue para el otro lado. Buscando volver por la ladera opuesta que había remontado y lado izquierdo de la cascada. Por aquí encontró la senda y por eso se dispuso a bajar para ir al encuentro de los que le esteban esperando. Pero según comenzó a descender, siguiendo el caminillo, se asombraba más y más. Y lo que ahora le impresionaba era la hondura del barranco, las robustas siluetas de las rocas, las inclinadas laderas, los árboles clavados entre la nieve y las piedras y las cumbres por completo blancas. Pero aun más le parecían asombrosas las claras cascadas del riachuelo y el surco que, en todo lo hondo, el río grande trazaba. Por eso una vez y otra se paraba a mirar y en silencio se decía: “Nunca había imaginado que Sierra Nevada fuera tanto. Ni en sueño puede existir algo tan bello como esto”.

 

            Llegó a lo hondo del barranco, se encontró con los que le acompañaban y esperaban, les pidió regresar a la Alhambra y se pusieron en camino. Llegaron a los palacios cuando la noche caía y lo primero que hizo fue buscar a su princesa. Nada más encontrarse, ésta le preguntó:

- ¿Cómo es aquello?

Y tardó un minuto en responder. Luego le dijo:

- Aquello es como un sueño. Tanto que ahora pienso que si la Alhambra la hubieran construido allí no sería lo que ahora es aquí Granada ni Sierra Nevada sería lo que ahora es allí. Pero si aquellas montañas no existieran y fueran lo que he visto, estos palacios tampoco tendrían tanto esplendor y misterio.

La princesa se quedó un minuto pensativa. Luego le preguntó:

- ¿Y las flores?

- Cuando llegue la primavera iremos a cogerlas. Pero de momento te digo que si hacen honor a lo que he visto, te aseguro que serán las flores más hermosas del mundo. No sé como nadie nunca me dijo nunca que Sierra Nevada sin la alhambra, no sería nada pero la Alhambra sin Sierra Nevada, sería menos.

 

Desde el Sacromonte de Granada

 

El nombre de “Sacromonte”, lo lleva en Granada un monasterio, un lugar entre laderas: cuevas y barrancos y un barrio. Fue muy famoso en otros tiempos este barrio y aun lo sigue siendo pero ya no tanto. Y entre las muchas cosas que lo hicieron y hacen famoso, estuvieron y están las cuevas, sus muchas familias gitanas y sus tablaos flamencos y fiestas. Por eso muchas personas conocían y aun distinguen a este lugar con el nombre de “Cuevas del Sacromonte”.

 

            Y como todo este rincón lo conforma una gran ladera, cara al sol del mediodía, hay por aquí varios arroyos cortos. Barrancos que descienden desde las partes altas hasta las mismas aguas del río Darro. A dos de estos barrancos, hondonadas o arroyuelos sin aguas, se les conocen con el nombre de Barranco de los Negros y Barranco de los Naranjos. Hay un tercer barranco, ya cerca del monasterio y que se le conoce con el nombre de Valparaíso. En otros tiempos y ahora más, estos tres barrancos estuvieron y están llenos de cuevas, todas ellas por completo frente a la Alhambra, Generalife y Fuente del Avellano. Algunas de estas más bellas cuevas hoy son museos, otras, salas de cante y baile flamenco y otras, casas particulares o establecimientos turísticos: hoteles, bares, restaurantes, tablaos flamencos… Pero en las partes altas de estos tres barrancos, por donde va la vereda conocida como “Camino del Aire”, hay muchas más cuevas, bonitas muchas de ellas, camufladas entre los árboles de la ladera, bien cuidadas y decoradas y casi todas ocupadas por jóvenes extranjeros. Lo contrario de lo que fue en otros tiempos, cuando solo vivían en estas cuevas familias de Granada y grupos de gitanos.

 

Y fue justo en el Barranco de los Naranjos donde ellos tenían su pequeña y hermosa cueva. Eran cuatro: el padre, la madre, el hermano mayor y la pequeña. Vivían y trabajaban en el campo, en una finca y cortijo al norte de Granada. Pero no eran ellos dueños de nada. Estaban contratados y por su trabajo cobraba un jornal. El padre guardaba una piara de cabras y el hermano mayor hacía faenas en las tierras del cortijo: labraba los olivos, los podaba, recogía las aceitunas, sembraba la huerta, labraba y recogían la cosecha de los naranjos y en otoño, también recogían las almendras y uvas de la viña y las convertía en vino. La medre con la pequeña, cuidaba de la casa que, para que vivieran, les había prestado el dueño del cortijo y de las tierras. Y la pequeña, como todas las niñas del mundo, cuando jugaba junto a la madre mientras ésta lavaba la ropa en las claras aguas del río, le decía:

- ¿Verdad mamá, que mi hermano nunca se marchará de casa?

- ¿Y por qué y a dónde iba a marcharse?

- Es que el otro día lo oí discutir con el dueño y luego oí que dijo que si se quedaba sin trabajo, se iría al extranjero.

- ¿Al extranjero?

- Sí porque también oí que dijo que si en Granada no encontraba dónde trabajar, iría al extranjero a buscarlo.

Y la madre decía como respuesta:

- Pues ya veremos.

- Pero mamá, es que yo no quiero quedarme sin la compañía de mi hermano. Es el mejor del mundo y por eso lo quiero tanto.

Y la madre otra vez le decía:

- Pues ya veremos, hija mía. A lo mejor no pasa nada de eso.

 

            Y lo vieron no pasado mucho tiempo. Una fría mañana de enero llegó el dueño de la finca y del cortijo. Primero y durante un buen rato estuvo discutiendo con el hermano, que en ese momento araba las tierras del huerto. Luego se fue y buscó al padre, que en ese momento ordeñaba, como todos los días, las cabras en el corral. Sin presentación ninguna ni rodeos, le dijo:

- Desde ahora mismo quedas despedido y también tu hijo.

Desorientado preguntó el padre:

- ¿Por qué razón me hace esto?

- Los motivos no te los digo pero, como soy el dueño y el que te pago y estos animales tierras son mías, lo decido. Así que hoy mismo quiero que dejes libre la casa que te presté para que vivieras con tu familia. Tu contrato conmigo ha terminado.

Y en ese momento dejó el padre su faena, se fue a la casa y le dijo a su mujer que empezara a preparar las cosas. Y ella le preguntó:

- ¿Qué ha pasado?

- Nada me quiere decir el dueño pero tenemos que marcharnos.

Y la niña, al ver a sus padres tan preocupados y preparando las cosas, preguntó:

- ¿A dónde vamos?

- De viaje.

Dijo la madre.

- ¿Y se viene también con nosotros mi hermano?

- Si no ahora, vendrá luego. Tú ve preparando el chotillo negro.

 

            El chotillo negro era la cría de una vieja cabra que hacía solo unos días había nacido. La madre no lo quería y por eso la niña lo cogió en sus brazos y le daba leche en un biberón. Todavía era tan pequeño que no comía hierba ni pan ni frutas. Pero ella lo había adoptado y lo quería como a su mejor amigo. Por eso, cuando ya el padre terminó de cargar la burra con las cuatro cosas y se disponían a marcharse para siempre del cortijo, le dijo a la niña:

- Y ahora tú súbete en lo más alto y lleva en tus manos al chotillo negro. Que no pase frío ni se sienta solo.

Le obedeció la niña y al instante preguntó:

- ¿Y mi hermano?

- Ahora mismo está en el campo. Luego le diremos lo que ha pasado y se vendrá con nosotros a Granada.

 

            Se pusieron en camino desde la finca y el cortijo dirección a Granada. Pero no se fueron al centro de la ciudad sino al Barranco de los Naranjos, en el barrio del Sacromonte. Aquí el padre había acondicionado, a lo largo de mucho tiempo, una pequeña cueva y en ella se metieron. No era gran cosa su cueva pero sí tenía tres pequeñas habitaciones, una estancia principal, una pequeña alacena, hueco hecho en la pared para guardar comida, unas cantareras y una cocina. Desde la misma puerta de la cueva se veía al fondo, la Alhambra y por el lado de arriba, en la ladera, crecían varios almendros y mucha hierba. Por eso la niña, nada más llegar del viaje y bajarse de la burra, cogió en sus brazos al chotillo negro y se fue a dónde la hierba crecía más espesa. Decía:

- Mamá, tiene hambre. Quiero que coma para que no se muera.

Pero el chotillo todavía no comía hierba.

 

            Lo comprobó la niña enseguida y aquella misma tarde también comprobó que el hermano no llegaba. Lo esperó, confiando en lo que la madre le había dicho y como al caer la noche todavía el hermano no había aparecido, le preguntó a la madre:

- Esta noche cuando me acueste ¿no vendrá a darme un beso?

- Ya veremos, hija mía.

Y cuando por la noche la niña se acostó en la cama, en una de las pequeñas habitaciones de la cueva, esperó al hermano. Con su cabeza sobre la almohada y mirando a ver si entraba y acercaba a darle un beso. Pero al poco se quedó dormida abrazada a su amigo el chotillo negro.

El Rey y el sabio

 

            Uno de los reyes que en aquellos tiempos vivía en la Alhambra varias veces le ofreció una vivienda mejor. Una casa no muy grande, por la cuenca del río Darro y no lejos de la Alhambra. Pero él siempre la rechazó argumentando:

- En mi pequeña cueva vivo bien. Soy feliz y libre y tengo todo lo que necesito: aire puro, silencio, paz con los paisajes, con el cielo y conmigo mismo y mi higuera centenaria. Ser libre es lo más grande del mundo.

 

            Su higuera era un gran árbol, muy viejo y de tronco grueso, que crecía no lejos de su cueva y antes del cauce del río. Sus raíces se clavaban en la tierra de la torrentera y su tronco se curvaba para el lado de abajo. Tanto se inclinaba que, en más de una ocasión, temió que el viento y la lluvia la doblaran y acabaran con ella para siempre. Y esto le preocupaba mucho por el gran cariño que le tenía a su higuera. Le daba mucha sombra en verano, en la espesura de sus ramas y hojas a todas horas revoloteaban cientos de pajarillos y, al comienzo del otoño, siempre cogía de su higuera higos muy buenos.

 

            Pero como el trabajo en los palacios de la Alhambra y como consejero de uno de los reyes, le ocupaba tanto, apenas le quedaba tiempo ni para cuidar de su higuera. Porque el rey a todas horas lo estaba consultando. Por el futuro de su reino, por lo que ocurriría en las vidas de las princesas cuando fueran mayores, por el futuro de Granada y de la Alhambra, por el… Porque todos, dentro del recinto de la Alhambra y fuera, lo tenían por un gran sabio. El mejor sabio que por aquellos días se conocía en estos reinos. Pero él, ni se consideraba sabio ni quería serlo. Desde pequeño lo que más siempre había soñado era ser libre y hacer solo aquello que su corazón le dictara. Por eso, a riesgo de que el rey lo castigara, en más de una ocasión se lanzaba a decirle:

- Señor, que las cosas no pueden ser así. Si usted oprime y les quita la libertad a las personas en lugar de ayudarles a que sean ellas mismas, el cielo un día se lo demandará.

 

            Y el rey lo escuchaba y, aunque muy molesto, a veces le preguntaba:

- ¿Y qué puede pasarme?

- Todo su reino se desmoronará, se derrumbarán todos sus proyectos y hasta usted mismo y su familia vendrán a menos y acabarán empobrecidos.

- ¿Y tú por qué sabes que las cosas pueden ser así?

- Contra Dios, nunca es bueno ir. Y si se ofenden y daña a las personas, tampoco el corazón tendrá paz. Tarde o temprano Dios siempre pone las cosas en el sitio que les corresponde.

Y el rey, cuando oía esto, lo miraba, no le decía nada pero él sabía que dentro de sí, rumiaba. Por eso, cuando estaba solo en la tranquilidad de su cueva, se decía: “Se que un día de estos, el rey va a ir contra mí”.

 

            Y por este temor suyo a la reacción del rey y por la innata condición a ser libre y buscar solo lo bello y bueno, empezó a vivir inquieto. Con el miedo siempre presente en su corazón y con la sensación de ser cada día más un rebelde. Sin embargo, el hombre acudía al cielo y le pedía a Dios que le ayudara para no traicionar nunca su conciencia ni dejar de amar lo bello y bueno.

 

            Dio el rey una pequeña fiesta en los palacios y le pidió al sabio que asistiera.

- Tengo que contarte algo.

- ¿No podría, su majestad, decirme qué es?

- En su momento te lo diré.

Y el momento fue justo al terminar la comida de la fiesta. El sabio estaba sentado en la mesa del rincón y el rey se acercó. Le dijo:

- Este plato de comida que tienes hora mismo delante será el último que comas en estos palacios.

Se quedó el hombre paralizado y tímidamente preguntó:

- ¿Qué acontecimientos grabes ocurren, señor?

- He perdido todos mis reinos y, aunque poseo riquezas y palacios, tengo que dejarlos.

Y guardó silencio el hombre, meditó un momento y luego preguntó:

- ¿Pero alguien seguirá cuidando de estos palacios?

- Aunque fuera así ya nada tendrá sentido. Todo está acabado.

 

            Aquella misma tarde el hombre se fue a su cueva, buscó la sombra de la higuera y, mirando al río, se sentó. Meditó durante un rato y luego elevó su oración al cielo diciendo: “Dios, yo sé que Tú siempre pones las cosas en el lugar que les corresponden. Nada ni nadie puede permanecer para siempre en paz y con dignidad, si deja de ser bueno y justo con las personas que rodean. Solo lo bello y bueno al final triunfará y quedará para siempre eterno”.

 

La muchacha de la mochila

 

            A ella la conocían muchos en Granada. Personalmente, solo algunos y, de vista y oídas, bastantes personas. Y unos y otros, muy frecuentemente decían:

­- Es extraño y desorienta mucho su comportamiento pero en el fondo también es muy buena.

- Aunque así sea ya estás viendo que a muchos no nos gusta ni su persona ni su forma de comportarse.

- También hay que tener en cuenta que es joven todavía y por eso, muchas de las cosas que hace, son propias de las personas de su edad. Ya sentará la cabeza y, mientras llega ese día, yo creo que lo que importa es lo que lleva en su corazón, sus buenos sentimientos.

- Pero entonces ¿por qué a tantos nos resulta extraño su forma de comportarse? Es como si fuera contra las costumbres de siempre y contra lo establecido. Como si para ella no existiera otro mundo que sus propios gustos o caprichos.

 

            Era joven, vivía en Granada, en una pequeña casa cerca del río Darro y, por eso, desde su ventana, se veía con toda claridad la figura de la Alhambra. Le gustaba mucho pasar largos ratos asomada a su ventana, mirando al bosque, la colina y la figura de la Alhambra y meditar despacio. Muy pocos sabían qué era lo que meditaba porque, al ser cosas tan personales, con nadie lo compartía. Pero ella era así y de este modo se sentía feliz. También en muchas ocasiones, principalmente por las tardes, le gustaba pasear por las calles del Albaicín, de Granada y rincones de la Alhambra. Iba siempre con una pequeña mochila, con su pelo oscuro suelto o recogido en alegre coleta y vestida con pantalones vaqueros. A veces llevaba una pequeña botella con agua en su mano y otras veces, una cámara de fotos. Porque a ella, entre otras muchas cosas, le gustaba mucho hacer fotos. Para guardarlas como recuerdo y también para conocer más a fondo los sitios que recorría.

 

            Por eso y, en muchas ocasiones, cuando veía a alguna chica así de su edad parada en algún sitio haciendo fotos, se acercaba y le decía:

- Aunque no me importa ¿me permites que te diga algo?

Casi siempre estas personas primero la miraban, esperaban un momento y luego comentaban:

- Sí, puedes decirme lo que quieras.

Y entonces ella se animaba y rápido hablaba diciendo:

- Cuando hagas fotos de las calles, plazas y rincones de Granada, esfuérzate siempre en ver más allá de lo que muestra la imagen de la foto.

Y algo extrañadas casi siempre las personas le preguntaban:

- ¿Ver más allá de la imagen que muestra la foto?

- Sí, eso es lo realmente interesante. Más allá de la imagen que muestra la foto hay una realidad muy grande y hermosa. Debes esforzarte en descubrir esta realidad para así llegar a descubrir la cara oculta de Granada. La imagen que no se ve con los ojos de la cara y que es la más auténtica, profunda y bella.

 

            Y antes estas reflexiones algunas personas se quedaban extrañadas. Otras intentaban comprender lo que les decía y otras personas, muchachas como ella, se quedaban a su lado, interesadas por lo que les decía y el modo de expresarlo y entablaban conversaciones largas. Porque ella, a pesar de lo que decían unos y otros, era muy agradable. Su cara siempre mostraba una muy fina belleza, sus ojos claros, su pelo oscuro, su limpia sonrisa, su gracia y desparpajo, su juventud, su cámara de fotos y mochilas, sus ganas de vivir y sus deseos de encontrar en las fotos más de lo que la imagen mostraba, la hacía muy agradable y atractiva. Quizá esta fuera la causa de que algunos la vieran con buenos ojos y otros no tanto.

            Pero también era cierto que muchas personas en Granada mostraban gran interés por ella. Cuando por las tardes la veían paseando, sola siempre, con su mochila y su cámara, la miraban y la seguían porque parecía irradiar un extraño hechizo.

- Es hermoso verla e intriga mucho.

Decían algunos. Y otros comentaban:

- Tan joven, tan elegante, tan solitaria, siempre buscando no se sabe qué y esa alegría tan mágica… En el fondo, Granada parece otra cuando se le ve por estos sitios.

- Hasta dan ganas de pararla, hablar con ella, preguntarle, acompañarla, explicarle cosas, hacerse su amigo…

 

            Unos amigos suyos tenían un cortijo al norte de Granada. Y el cortijo, de paredes blancas, tejas de barro, rejas y puertas de hierro forjado, estaba rodeado de tierras fértiles: olivares, muchos almendros, algunos naranjos, espesos bosques de pinos, encinas y robles y un río caudaloso de aguas muy claras. También en estas tierras había algunas montañas pobladas de rocas calizas y donde creían muchas plantas de espliego. Por eso, cuando en verano se abrían las pequeñas florecillas de lavanda, todas las tierras de este cortijo y a lo lejos, siempre estaban perfumadas con el delicioso aroma de las florecillas de lavanda. Y no solo eso sino que era delicioso irse de paseo por las laderas de estas montañas para contemplar y gozar los colores y matices que regalaban todas estas pequeñas matas de espliego. A ella era una de las cosas que más le gustaba. Les decía a sus amigos, cuando estos la invitaba a su cortijo:

- No sé por qué mi corazón me dice que estas tierras, este río de aguas tan claras, el silencio y el perfume que siempre hay por aquí, tienen una conexión íntima con Granada y con la Alhambra.

Y sus amigos le preguntaban:

- Qué razón concreta tienes para pensar eso.

- Todavía no estoy muy segura pero en su momento os lo voy a explicar. Cada vez que de estos sitios, de la Alhambra y de Granada hago fotos, intuyo algo que todavía no tengo claro.

- ¿Lo has soñado y lo estás investigando?

- Un poco las dos cosas y también algo más.

- Pues ya sabes que nosotros queremos ser los primeros en saber los resultados de esa intuición tuya. En cuanto descubras el misterio, dínoslo.

- Os tengo en la lista, apuntados.

            Y aquel día, después de hablar estas cosas con los amigos, cogió su mochila y cámara de fotos y se fue a la curva del río. Solo unos metros por el lado de abajo del cortijo y en dirección a Sierra Nevada. Porque era aquí donde las tierras se allanaban mucho, entre las pequeñas playas de arena, el bosque de pinos y unas rocas blancas. Y en esta recogida llanura todavía se veían trozos de paredes de lo que en otros tiempos fue una construcción. Quizá una casa, un pequeño palacio, una fortaleza, un abrigo o un recinto amurallado… por entre estas viejas ruinas, casi exclusivamente piedras sueltas y en algunos sitios algo de pared, caminó despacio. Primero hacia el río, mirando con atención y luego hacia el lado de las montañas del espliego. Como si buscara algo. Por eso se paró en algunos momentos, observó detenidamente algunas de las piedras que iba encontrando, hizo algunas fotos y luego siguió. Subió un poco por la laderilla del lado de la derecha y, en una roca blanca, se sentó. Mirando al río y mirando a Sierra Nevada y un poco para el lado de Granada. Descolgó su mochila, sacó de ella un bolígrafo y un cuaderno y se puso a escribir. También despacio y parando de vez en cuando para levantar la vista y observar algunas cosas que le interesaban.

 

            Pasado un largo rato, dejó el cuaderno y el bolígrafo, se levantó, se fue para el lado del bosque de los pinos, buscó algunas ramas secas, se volvió otra vez a la roca blanca, juntó tres o cuatro piedras del tamaño de un melón y entre ellas prendió fuego a las ramas secas. La tarde ya caía, no hacía mucho frío pero sí en el cielo se habían juntado nubes y, por el lado de Granada, el sol que ya se iba, comenzó a vestirlas de colores. Rosa claro al principio, un poco más oscuro y tornando a rojo, después y luego morado según el sol se ocultaba. Mientras contemplaba despacio la puesta de sol y mientras se calentaba en la lumbre entre las piedras, hizo algunas fotos. Sin prisa para asegurarse el mejor momento y los más vivos colores de las nubes y el último sol del día.

 

            Se hizo de noche. Sacó de su mochila un saco de dormir, lo extendió junto a la roca blanca, se metió dentro, buscó una piedra apropiada, puso sobre ella la mochila y luego la acercó al saco para que le sirviera de almohada. Se acurrucó en sí, dentro del saco, frente al fuego y al cielo que lentamente se fue llenando de estrellas. Fija en ellas y en la redonda luna que poco a poco empezó a levantarse, se fue quedando dormida. Al calor del fuego, besada por el airecillo de la noche y a la luz de luna y arrollada por el rumor de la corriente del río. También acompañada de fondo por el canto de algunos mochuelos, varios cárabos entre los pinares y el trino de dos o tres mirlos.

 

           

Cuando se despertó el sol comenzaba a levantarse por el lado de las montañas del espliego. Desde el saco, tal como estaba acurrucada al despertarse, se quedó quieta mirando al sol que lento iba saliendo. Cogió su cámara, la enfocó a la luz del amanecer, hizo varias fotos y, en unos de los momentos en que movió su cabeza buscando el mejor encuadre, se quedó quieta mirando fija. Le sorprendió el resplandor que brotaba de una de las piedras que había en uno de los trozos de pared. Le daba de lleno los primeros rayos del sol y, al iluminarla, la piedra refulgía como si ardiera.

 

            Por un momento el corazón se le sobresaltó. Un poco el miedo, un poco la ilusión y otro poco la alegría, se apoderaron de ella. Después de un minuto sin apartar la vista de la brillante piedra, se incorporó sobre sí. Con su cámara en la mano enfocó la refulgente piedra y disparó. Miró luego muy concentrada la pantalla de la cámara y movió la foto de un ángulo a otro, muy concentrada. Y, de pronto, de nuevo el corazón se le inquietó.

 

            Rápida apagó la cámara, salió de su saco de dormir, lo recogió a toda prisa, puso algunas piedras alrededor y encima de las últimas acuas de la lumbre, metió su saco en la mochila, cargó con ella y se dirigió a la casa de los amigos. Cuando llegó los encontró en la puerta como esperando. Imaginó que la esperaban a ella pero en realidad solo contemplaban la luz del nuevo día. No quiso distraerlos pero después de pensarlo despacio, los saludó y les dijo:

- Me vuelvo ahora mismo a Granada.

Su amiga y dueña de la casa, algo sorprendida por lo que decía, le preguntó:

- ¿Ha pasado algo malo?

- Nada malo sino todo lo contrario: algo muy bueno.

- ¿Qué es?

- Tampoco ahora puedo contarlo.

- Pues que sepas que nos tienes en ascuas. Pero estás en tu derecho de contarnos lo que quieras y cuando lo creas conveniente.

- Tranquila que en su momento lo haré pero ahora tengo que irme. Quiero estar en Granada a la caída del sol.

- Come algo antes de ponerte en camino, si te apetece.

 

            Y entró a la casa, cogió fruta, cereales y leche, se sentó y desayunó. En muy poco tiempo y por eso, en cuanto terminó, se levantó, cogió su mochila, cargó con ella, despidió a los amigos y se puso en marcha dirección a Granada. Llegó a su casa, junto a las aguas del río Darro, cuando la tarde caía. Y aunque se encontró con algunos por algunas de las calles del Albaicín y por el Paseo de los Tristes, se limitó solo a saludarlos. Por eso, lo que ya la conocían y otros, al verla tan metida en sí y con ninguna ganas de hablar con ellos, comentaron:

- ¿Qué le pesará? No parece la de siempre.

- Algo tiene que ocurrirle porque se le nota con solo verla.

Pero ella, siguió su rumbo, llegó a su casa, descolgó su mochila, cogió la cámara de fotos, la encendió, editó la foto de la piedra refulgente y la volvió a mirar y remirar. A intervalos alzaba su cabeza para la Alhambra y la ladera norte y miraba al sol que iba cayendo al fondo de Granada. Esperaba que fuera ocultándose y esperaba descubrir lo que su corazón le decía.

 

Sin embargo, poco a poco el sol se fue escondiendo al fondo de la Vega de Granada. Sobre las murallas y torres de la Alhambra, derramó los últimos colores de su luz y, al poco, llegó la noche. Comió ella algunas frutas, volvió a mirar la foto de la piedra refulgente y luego se fue a la cama. Tumbaba en ella, en plena oscuridad y con sus pensamientos puestos en la foto y ladera de la Alhambra, reflexionó durante un buen rato. Buscando encontrar la clave que necesitaba para poder descifrar lo que su corazón intuía. Se quedó dormida y, en un tranquilo sueño trascurrió toda la noche. Sin más ruidos de fondo que la corriente del río Darro y el canto de algún mirlo en los bosques de la umbría norte de la Alhambra.

 

            Y, en cuanto despertó, se incorporó rápida. Se aseó, vistió y desayunó y luego se asomó a la ventana que daba al bosque. Comprobó que el sol comenzaba a levantarse por las altas cumbres de Sierra Nevada. Los primeros rayos de la mañana se derramaban como llamas incandescentes. Un gran haz de estos luminosos rayo, se colaban por entre algunos árboles y caían para la umbría de la ladera. Buscó su cámara, hizo algunas fotos y, en el momento en que se preparaba para tomar la que le parecía iba a ser la foto más bonita, descubrió los destellos. Se dio cuenta que eran muy semejantes a los destellos de la piedra refulgente en la curva del río pero en esta ocasión se fraguaban el la ladera del bosque de la Alhambra. Miró la foto que terminaba de tomar y la comparó con la de la piedra refulgente y su corazón le dio un vuelco. Y al instante apagó la cámara, buscó su mochila, metió en ella algunas cosas, cogió la cámara y rápida salió de su casa. Buscó un paso en la corriente del río Darro y, mientras caminaba y cruzaba las aguas, no apartaba la vista del haz de luz que desde lo alto se colaba hasta el corazón mismo de la ladera y bosque de la Alhambra.

 

            En cuanto cruzó la corriente buscó una sendilla y se fue derecha al lugar que había visto refulgir. Tardó un rato en llegar porque la distancia era considerable y porque la cuesta de la ladera también resultaba pesada. Pero conforme iba aproximándose su corazón se le aceleraba y su figura se iba transformando. Como si el gran haz de rayos luminosos que el sol de la mañana derramaba sobre la umbría y el bosque, le saliera a su encuentro para recibirla. Por eso, según se acerba al lugar refulgente que había descubierto desde su ventana, su cuerpo parecía como fundirse con los luminosos rayos del sol. Y según su cuerpo se fundía la luz se transformaba tornándose a ratos roja por completo y luego en azul y violeta. Hasta que, al llegar ella al punto exacto de la refulgencia en la ladera, ocurrió lo inesperado:

 

            El hermoso haz de rayos luminosos parecía brotar ahora, no del sol, sino del corazón mismo del bosque de la Alhambra. Y desde este lugar de la ladera, el haz de rayos incandescentes, se elevaba como hacia el cielo, rozando las torres de la Alhambra. Comenzó a verse este fenómeno en toda Granada y, especialmente, en el barrio del Albaicín. Como era primera hora de la mañana, las casas del Albaicín, todas estaban bañadas de esta purísima luz del nuevo día. Por eso, muchas personas en este barrio, comenzaron a decir:

- Algo está pasando esta mañana en la umbría y bosques de la Alhambra.

- Debe ser así porque nunca por aquí se ha visto antes ese haz de luz tan brillante que ahora mismo mana desde el bosque y parece irse al cielo.

 

            Y en estos momentos, ya casi media mañana, muchos en el barrio del Albaicín, en la Carrera del Darro y por Plaza Nueva, vieron a la muchacha de la mochila. Y la vieron con su mochila de siempre colgada en sus espaldas, caminando muy decidida por encima del gran haz luminoso que surgía desde el bosque. Con la boca abierta miraban sin saber qué decir y sin comprender qué pasaba. Pero algunos de los que conocían a la muchacha y muchas veces la habían criticado, sí comenzaron a comentar entre sí:

- Parece como si se fuera de con nosotros para siempre.

- ¿Pero a dónde puede irse?

- Quizá al cielo o a una estrella. Y se va sin que la hayamos conocido plenamente.

- ¿Quién será esta muchacha y por qué se ha comportado como lo ha hecho y por qué ahora se marcha de esta manera?

- Quizá sea una princesa de las muchas que en otros tiempos vivieron en la Alhambra que, por un tiempo, haya vuelto a la Tierra en busca de algo que le faltaba.

- Sí, puede que sea eso porque fijaros cómo brilla su mochila y abulta como si la llevara por completo llena.

 

            Y dicen que a partir de aquel momento, todas estas personas se sintieron tristes. Como si de pronto algo muy hermoso, grande y querido, se hubiera ido de su lado para siempre. Por eso sentían que ya no volverían a ver más a la extraña y, al la vez, hermosa y misteriosa muchacha de la mochila. Y también dicen que ya nunca más volvieron a criticarla sino todo lo contrario: que a partir de aquella mañana, comenzaron a recordarla como a la más bella, libre y misteriosa de cuantas mujeres se han visto nunca por los reinos de Granada.

 

Colores de invierno en Granada

 

            Desde varios lugares diferentes se pueden observar tanto Granada como la Alhambra, el Albaicín y el río Darro. El más famoso y conocido es el Mirador de San Nicolás, justo en el centro y en lo más alto del barrio del Albaicín. Luego está el Mirador de la Lona, el del San Miguel Alto, el del San Luís, el del Sacromonte… También desde la Alhambra, Torre de la Vela y Silla del Moro y desde el Carmen de los Mártires y el Barranco del Abogado. Desde todos estos lugares se ven preciosas panorámicas de Granada, la Alhambra y otros muchos rincones de la ciudad y entorno.

 

            Y la mejor época del año y hora del día para disfrutar de estas vistas, son las tardes de primavera y también las del invierno. En esta última estación del año, Granada, sus barrios, rincones, Sierra Nevada y montañas que rodean, muestran colores únicos en el mundo. Las puestas de sol y los amaneceres no tienen comparación con nada, en ningún otro lugar del Planeta. Y en los días con nubes o nieblas o con sol brillante, los juegos de colores y matices, pueden compararse con la fantasía más fina. Sobre todo, observado desde la Alhambra o desde el Mirador de San Nicolás. Pero en Granada y cerca de la Alhambra, hay un sitio desde donde se ve los mejores colores y luces que existen en el Universo. Y él sabía dónde se encuentra este sitio, desconocido por completo para el resto de los humanos. Más desconocido aun para los turistas y no tanto para las personas de Granada, pueblos cercanos y de España.

 

            Por eso aquel día le dijo al amigo:

- Si te vienes conmigo te muestro lo que tantas veces ya te he dicho.

- ¿Qué día y en qué momento quedamos?

- Mañana mismo al caer la tarde.

- ¿Y donde nos encontramos?

- En el Paseo de los Tristes, a las cuatro.

- De acuerdo.

Y a las cuatro en punto se encontraron en el lugar acordado. Se saludaron y sin perder tiempo tomaron por un camino que muy pocas personas conocen en Granada. Caminaron despacio y según remontaban iba comprobando como toda Granada, la vega y, al fondo el cielo y la tarde, se hacían por momentos más misteriosa y bella. El amigo decía:

- Colores como no hay otros en el mundo y en una tarde tan llena de sol, nubes y niebla.

- Pues ve preparando tu ánimo que lo que verás dentro de un rato te dejarán sin aliento.

 

            Y fue así: como hora y media después de haber comenzado la marcha, llegaron al sitio que él quería mostrarle. Un pequeño espacio, en forma de mirador, elevado por encima de la Alhambra, Realejo, Albaicín y toda Granada. Detuvieron sus pasos y dijo al amigo:

- Ahora mira para el lado y del modo en que yo te diga y no tengas prisa ni digas nada, por muy grandioso que sea lo que vayas descubriendo.

Y le hizo caso. Le pidió al amigo que mirara para el lado de la Alhambra, por encima de la ciudad de Granada y por donde el río Darro roza las blancas casas del Albaicín. Le hizo caso el amigo y miró muy concentrado. Y lo que descubrió le dejó el alma extasiada.

 

            Al fondo de Granada el sol se iba poniendo. Sobre las nubes, los rayos luminosos prendían fuego y de las llamas transparentes surgían los colores como en cascadas vivas. Y estos ramilletes de colores se derramaban tiernamente tanto sobre la ciudad entera como sobre la Alhambra, el Albaicín y el río Darro, transformando los paisajes en un sueño mágico. Dijo el amigo:

- Para creer esto hay que verlo como nosotros ahora.

Y él le aclaró:

- Pues espera un momento a que el sol llegue al lugar concreto.

Esperaron y cuando el sol llegó al lugar que él sabía, apareció la misteriosa imagen que deseaba mostrar al amigo: como la figura de tres muchachas, caminando hacia el sol y por eso ellos las veían de espaldas. De sus cabezas chorreaban tupidas cascadas de cabellos dorados, color canela y negros. Al darle de soslayo los rayos de sol estas cascadas de seda, ondeadas por un leve vientecillo, parecían arder y la luz que desprendían mostraban todos los colores del Universo: el rojo, el azul, el violeta y el plata y oro. Y precisamente este último tono, oro incandescente, era el que más resaltaba y en el que más quedaba bañada Granada, la Alhambra y el Albaicín.

 

            Preguntó el amigo:

- ¿Esto lo conocen lo sabios o está recogido en películas o libros?

Y respondido al amigo:

- Solo yo lo sé y tú ahora conmigo.

- ¿Y por qué es así?

- Porque los colores del invierno en Granada solo pueden apreciarlos aquellos que amen sinceramente y busquen cada día lo bello y lo eterno. Los que sueñan con las estrellas del Universo y creen y esperan en un cielo más allá de la vida en esta tierra.

 

Los estudiantes y las flores de almendro

 

            En Granada se le conoce con el nombre de “El Puntal de los Almendros”, a una pequeña elevación de terreno no lejos de la Alhambra, frente al río Darro y cerca del barrio del Albaicín. Es un lugar chico, muy parecido a un mirador natural, formado por una pequeña llanura de tierra y donde, desde tiempos muy lejanos, crecen almendros. Y precisamente por esto, por ser un magnífico mirador natural hacia la Alhambra, río Darro, Albaicín y Granada, este lugar está repleto de historias. Muy lejanas en el tiempo, algunas de estas historias, otras no tan lejanas y las más cercanas, ocurrieron ayer mismo.

 

            Porque solo hace unos días, al comienzo del mes de enero, llovió mucho por la noche. Llovió luego al llegar el día, durante toda la mañana, al mediodía y por la tarde. Pero al llegar la noche, la lluvia paró y, aunque el frío se hizo presente, al día siguiente salió el sol. Un sol espléndido que parecía celebrar la llegada del segundo domingo de enero. Y como la lluvia lo había lavado todo: hierba, árboles, piedras, musgo… en el Puntal de los Almendros, algunas plantas ya presentaban aspecto de primavera. Y entre estas plantas, hinojos, amapolas, malvas, violetas, estaban los almendros. Varios de ellos, los que miran más de frente al sol de la tarde, abrieron sus primeras flores. Justo en los primeros días de enero, después de la lluvia y en un día muy soleado. Los almendros son las primeras plantas en abrir sus flores, aquí en Granada y en otras partes del mundo. Los que más se adelanta a la primavera porque florecen, como estoy diciendo, casi en pleno invierno.

 

            Y aquel original día de enero, en la ciudad de Granada, los cuatro estudiantes, lo sabían. El compañero de piso se lo había dicho. Y ellos, cuatro universitarios extranjeros, en cuanto vieron el sol de aquel día tan limpio, dijeron:

- ¿Queréis que esta tarde vayamos al Puntal de los Almendros?

La muchacha de pelo rubio y ojos azules enseguida respondió:

- Sí, vamos. A ver si es cierto que ya tienen sus primeras flores algunos de esos almendros. Me gustaría verlas.

- Y a mí también.

Confirmó su compañera.

- Porque como sabéis en mi país, a lo largo de más de seis meses del año, la nieve lo cubre todo. Hielo, frío y nieve por todos partes. Por eso, almendros con flores en el mes de enero, es para mí como un sueño.

Y el segundo de los muchachos confirmó:

- Pues preparémonos y esta tarde nos ponemos en camino y vamos a ese Puntal de los Almendros.

 

            Comenzaba a caer la tarde cuando los cuatro ya subían dirección al rincón de los almendros. A sus espaldas iba quedando Granada, la Alhambra y algo más cercano, el río Darro y las blancas casas del Albaicín. El sol seguía brillando y por eso ya el ambiente no era frío sino templado. Dijo la muchacha de los ojos azules:

- Me haré una foto con esas primeras flores de almendro y se la mandaré a mis amigos para que vean las cosas que ocurren en Granada.

- Y en otra foto nos ponemos todos para guardar el recuerdo.

- Será bonito y más, cuando luego pasen los años.

- Si, porque dentro de unos días se nos acabará el tiempo aquí en Granada. Parece que el curso comenzó ayer y ya estamos a punto de marcharnos.

 

            Por el lado derecho, el que da a la Alhambra y mira al río Darro, remontaron a lo más alto del puntal. Y en cuanto estuvieron en el rellano lo primero que buscaron fue las flores que habían imaginado. Y las vieron nada más llegar. No en todos los almendros sino solo en uno. El del tronco retorcido, añoso y viejo. Y en este almendro, tampoco todas las ramas estaban llenas de flores. Solo una, gruesa, curvada hacia el suelo y mirando de frente al sol de la tarde. Las dos muchachas, en cuanto vieron las flores, corrieron gritando a la vez que comentaban:

- Verlo para creerlo. Solo en Granada pueden florecer los almendros cuando todavía es invierno.

 

            De la lluvia de las últimas horas, todavía algunas gotitas permanecían trabadas en los pétalos de las flores. Y como el sol las iluminaba parecían perlas recién pulidas. También transparencias claras que se fundían con el cielo y el puro viento. Dijo uno de los muchachos:

- Hagamos un fuego y esta noche nos quedamos aquí.

Y no lo pensaron mucho. Al instante se pusieron a recoger trozos de ramas de los almendros más viejos. También restos de hinojos secos y pasto y, junto a una piedra y entre los almendros, encendieron el fuego. Alrededor de las llamas se sentaron, mirando a la Alhambra, al Albaicín y a Granada y al sol que por el fondo se iba. Un leve vientecillo, lento mecía la rama con flores del almendro. Al comprobarlo, la muchacha de los ojos azules, sin dejar de mirar al sol que se iba, dijo:

- ¿Sabéis lo que pienso?

Y los otros tres al unísono preguntaron:

- ¿Qué piensas?

- Que quizá lo más importante y grande de todo lo que he vivido este año aquí en Granada y en España, sea justo esto y este momento.

 

 

Nota: en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española se dice: puntal

1. m. Madero hincado en firme, para sostener la pared que está desplomada o el edificio o parte de él que amenaza ruina.

2. m. Prominencia de un terreno, que forma como punta.

 

Vestida de flamenca

 

            Aquella fría mañana de enero, en clase, la niña le dijo a su amigo y compañero:

- ¿Tú has visto alguna vez la Alhambra vestida de flamenca?

Se quedó él algo pensativo, dejó que pasara un minuto y luego le preguntó:

- ¿La Alhambra vestida de flamenca?

- Sí, con un traje llenos de encajes de seda y bordados con hilos de oro. Desde mi casa del Acebo, junto a las aguas del río Darro, yo la he visto algunas veces. Y, sobre todo, en estos fríos días de invierno.

- Pues yo no he visto nunca lo que me dices ni nadie tampoco me habló de ello.

- ¿Y te gustaría verlo?

- Mucho. ¿Tú puedes mostrármelo?

- Si quieres, mañana mismo. Como es sábado y no tenemos colegio, esta noche te vienes conmigo a mi casa y por la mañana te enseño lo que te he dicho.

- Pues vale.

Dijo su compañero y quedaron encontrarse por la tarde, a salir de clase.

 

            A los pies de la Alhambra, en el lado norte, corre y se estira el río Darro, justo al borde mismo de este río, se abre la bonita plaza del Paseo de los Tristes y, río abajo hasta Plaza Nueva, se alarga el famoso paseo de la Carrera del Darro. El que dicen es el paseo romántico más bello del mundo y decorado por el lado de la derecha por las blancas casas del Albaicín. Justo aquí, en la ancha solana, sembradas de casa encaladas y frente a la Alhambra, hay muchos rincones llenos de arte flamenco. El más importante y antiguo de España es la Peña La Platería. Cerca, a un lado y otro y para Granada y el Sacromonte, hay muchos lugares donde se canta y baila el flamenco. Tanto en los pequeños restaurantes como en locales más grandes y en muchas de las cuevas del Sacromonte: en la Cueva de la Chumbera, la del Gallo, en el Carmen de las Cuevas, en los jardines de Zoraya…

 

            Todos estos lugares y otros muchos que aquí no reseño, quedan por completo frente a la Alhambra, entre el río Darro y la colina del Generalife. Por eso, la Alhambra en sí, sus murallas, torres, jardines y bosques, se asientan sobre la cuna más pura del flamenco. También la Casa del Acebo, al borde mismo de las aguas del río, frente por completo a la Alhambra y nido casi palacio de la niña de esta historia. Y por eso ella, amante de los misterios del bosque de la Alhambra y de las aguas del río, también llevaba en sus venas el arte flamenco. Lo bailaba con mucha elegancia, lo cantaba con gran sentimiento y, sobre todo, lo compartía con sus amigos y lo soñaba. Y lo que más le gustaba, a parte de los sonidos de las guitarras y taconeos, eran los vestidos de flamenca. Por la belleza de sus colores y tejidos, por la elegancia de sus formas y vuelos y por la dignidad y alegría que le parecía descubrir en cualquier traje de flamenca.

 

            Y como la figura de la Alhambra, desde el balcón de su casa, a todas horas la estaba disfrutando, muchas veces ella la imaginaba vestida de flamenca. La imaginaba como a la reina de las bailaoras de flamenco precisamente por tener sus cimientos en la cuna más auténtica de este arte. Y como siempre que miraba a la Alhambra la veía muy hermosa, clavada en todo lo alto de la colina, frente al Albaicín y elevada sobre Granada, le gustaba también imaginarla como a la reina de todo el mundo flamenco. Por eso, muchas veces, a la madre le decía:

- Yo sé que los palacios, torres y murallas de la Alhambra, no hablan pero muchas veces pienso que sí tienen corazón y alma.

Y la madre le preguntaba:

- ¿Por qué piensas eso?

- Porque por sus venas, por su corazón y alma, debe correr el flamenco como corren las aguas de este río que pasa rozando el acebo.

Y la madre callaba, imaginando que lo que su niña soñaba tenía fundamento.

 

            Por eso, cuando aquella tarde de viernes, regresó del colegio acompañada de su amigo, la madre estaba conforme. Ya sabía que la niña quería mostrarle a su compañero la imagen de la Alhambra vestida de flamenca. Ella le dijo a la madre, nada más llegar:

- Esta noche será una de esas noches fantásticas de invierno.

Le preguntó la madre:

- ¿Por qué piensas eso?

- Hace frío, ayer llovió un poco, hoy el sol ha salido, la tierra y el bosque al otro lado del río, están cargados de humedad y por eso también pienso que mañana puede ser un día lleno de sol. Una noche fantástica de invierno que dará paso a un día espléndido.

- Pero ¿por qué esta noche será fantástica?

- Porque tengo pensado irme a dormir con mi amigo a ese lugar del bosque que sabes. ¿Me das permiso?

Lo pensó la madre un momento y luego le dijo:

- Te doy permiso pero tened cuidado. Llevaros las linternas, algo de comida y los sacos de dormir. Esta noche de invierno será muy fría.

- Tú tranquila que ya sabes lo mucho que a mí me gusta esto.

Y rápidamente la niña se puso a preparar las cosas:

 

            Su mochila y dentro fue metiendo la esterilla y saco de dormir, dos linternas, fruta, un par de bocadillos, una botella con agua y poco más. Le dijo a su amigo:

- Mete en tu mochila también este saco. Hará mucho frío esta noche pero ya verás que una vez acurrucado dentro, ni lo sientes.

Y le hizo caso. Cinco minutos después bajaban las escaleras, salieron a la calle, se encaminaron hacia el río, cruzaron la corriente por el sitio que ella conocía y, con sus mochilas en las espaldas, subieron por la sendilla de la ladera. Una pequeña senda que ella también conocía y que, desde el río, remontaba por la ladera norte de la Alhambra, atravesando el bosque. Y mientras se alejaban del río y un poco de su casa, ya en el otro lado de la corriente, fueron comprobando como se acercaban más y más a la Alhambra.

 

            No llegaron a ella ni a sus murallas. Porque, en la mitad de la ladera, se tropezaron con lo que la niña buscaba. Cuando la senda alcanzó un rellanillo, ante ellos se presentó un grueso tronco de árbol medio caído. Dijo ella a su amigo:

- Este es el sitio que vengo buscando. Bajo este árbol y cerca de este tronco, yo me vengo muchas veces. Siempre sola porque me gusta contemplar Granada y el barrio del Albaicín, desde aquí y en silencio. También en verano, algunas noches las he pasado aquí en compañía de mis amigos. Me gusta mucho este sitio, el silencio, los cantos de los pajarillos, el brillo de las estrellas, el resplandor de las luces de la ciudad, allá a lo lejos y, sobre todo, el canto de mi amigo el mirlo del bosque de la Alhambra.

Y él dijo que sí, que el rincón era un lugar bonito, lo bastante lejos de la ciudad como para no sentir sus ruidos y, al mismo tiempo, cerca de su casa.

- Pues te contaré luego un secreto que solo yo sé y que creo que te va a gustar mucho.

- Vale, me encantará conocer tus secretos.

 

            Descolgaron las mochilas, sacaron la tienda de campaña, se pusieron y la montaron en un momento. Buscaron luego trozos de ramas secas, hicieron un pequeño fuego y, alrededor de él, se sentaron. Comieron algo mientras la tarde se iba yendo y el sol prendía de colores las casas de la ciudad al fondo de la vega. En cuanto oscureció se metieron en la tienda, se acurrucaron en los sacos y antes de coger el sueño ella dijo a su amigo:

- Mañana te despertaré temprano para que puedas ver lo que te dije ayer, motivo por el que ahora estamos aquí.

- Pues despiértame que no quiero perderme ningún detalle. Esto es para mí como un sueño.

Y entre sí se dieron las buenas noches y al poco se quedaron dormidos.

 

            La primera en despertarse, al día siguiente y un poco antes de que el sol saliera, fue ella. Pero no se movió de su saco ni tampoco hizo por salir de la tienda. Espero mirando por la rendija de la puerta y cuando ya vio los primeros rayos de sol bañando las casas del Albaicín y ladera, llamó a su amigo.

- Venga, despierta que se acerca el momento.

Se despertó él, la miró tal como estaba enroscado en el saco y le preguntó:

- ¿Es ya la hora?

- El sol comienza a levantarse y, poco a poco, irá calentando. Las aguas del río y la humedad de la ladera no tardarán en elevarse convertidas en hilachas de niebla.

 

            Animado por lo que le decía la amiga salió de su saco y luego se fue a la puerta de la tienda. Ella le dijo de nuevo:

- ¡Fíjate que espectáculo!

Miró su amigo, haciendo caso a lo que la niña le indicaba y ante sus ojos aparecieron las nieblas. Pequeños girones de nubecillas algodonosas que, despacio y remolineándose entre sí, comenzaban a levantarse desde el surco del río. También desde la ladera y parte del bosque. Y según estas nieblas se iban alzando, en lugar de elevarse hacia el cielo, se tumbaban hacia la colina de la Alhambra y seguían subiendo como en busca de las torres más altas. Dijo él, lleno de asombro:

- Es como un juego mágico. Nunca antes había visto yo esto. Y estoy comprobando que es tan interesante y aun más de lo que tú me habías dicho.

- Pues ahora tenemos que darnos prisa. Lo antes posible tenemos que regresar a mi casa para que veas el espectáculo real, el más natural y bello y en su mejor momento.

Y sin perder más tiempo se pusieron mano a la obra: doblaron los sacos de dormir, desmontaron la tienda, la metieron en las mochilas, cargaron con ellas y a toda prisa bajaron por la sendilla, cruzaron el río y se fueron directamente a la casa del Acebo, palacio y nido de la niña. Al llegar ella llamó, la madre les abrió la puerta, subieron rápidos la escalera mientras le decía a su amigo:

- Ahora te vienes rápido conmigo al balcón de mi ventana.

La siguió él y, al llegar a la ventana la abrió a toda prisa y se asomaron al balcón que da al río y al bosque de la ladera de la Alhambra. En ese preciso momento, en el acebo, cantaba el mirlo amigo de la niña y esto también a él le gustó. Dijo ella:

- Hemos llegado en el momento justo. El sol empieza a levarse sobre la Alhambra y las nieblas fíjate como ya van dibujando lo que pretendo mostrarte. Observa despacio y no te pierdas ningún detalle.

Y él miró con gran interés. Y, poco a poco, fue descubriendo como las nieblas que subían desde el río y como acariciando las copas de los árboles, al llegar a la Alhambra, se elevaban dibujando filigranas muy hermosas. El sol las iluminaba y el leve airecillo de la mañana las empujaba despacio, como queriendo jugar con las blancas sedas y pliegues misterioso y los dorados oro de las torres, murallas y paredes de los palacios. Y, como por arte de magia, comenzó a verse como un hermosísimo y voluminoso vestido color nieve recién caída del cielo, ribeteado este vestido de oro y luces brillantes que desde todos los rincones de la Alhambra y lo más alto de las torres, caían hacia el río Darro. Y como las nieblas, al mismo tiempo se elevaban hacia el sol de la mañana, la figura que ante ellos se fue fraguando, era exactamente lo que ella le había dicho a su amigo: la Alhambra clavada en lo más alto de su colina y ataviada con el más delicado de los trajes de flamenca que se haya visto nunca en esta tierra.

 

            Dijo el amigo, todo sobrecogido:

- Mira aquellos girones de niebla y aquellos rayos de sol, colándose desde arriba y jugando con los vaivenes de las nubes. ¿A que parecen brazos de sultanas cimbreándose en el aire y engalanados de joyas?

- Claro, que lo parecen.

Y, a continuación, ella le preguntó:

- ¿Y a que no solo parece que la Alhambra estuviera vestida de flamenca sino que también ahora mismo bailara frente al Albaicín y sobre Granada?

 

Ventana a la eternidad

 

Al lado sur del río Darro, frente a la Dehesa del Generalife y en las laderas que van desde el Albaicín hasta la Abadía del Sacromonte, se encuentran los arroyos. Tres o cuatro pequeños barrancos que, desde lo más elevado del monte, caen hacia el valle de Valparaíso y cauce del río Darro. Estos arroyos cortos quedan por completo frente a la Alhambra, al fondo y como a los pies de Sierra Nevada. Y en el centro de estos dos barrancos, hay un puntal de tierra, tan elevado que es casi balcón al río Darro y a todo el barrio del Sacromonte. Espejo también del sol de la tarde y donde se alzaba la casa, escenario de este relato. Fue pequeña, blanca, construida casi en la pura roca y donde el aire a todas horas pasa, llevando y trayendo los aromas y ausencias de los reinos de Granada.

 

            Por la senda que corona por el collado de los robles, se le vio asomar aquella tarde. Con solo una pequeña mochila en sus espaldas, en su mano un palo seco de acebuche que había cogido mientras se acercaba y con el corazón ilusionado. Los recuerdos le asaltaban en cada curva de la senda y al encontrarse con los árboles en los arroyos. Por eso, bajó despacio, meditando cada paso y recordándola en su alma hasta que se encajó en lo más elevado del puntal. Echó una marida, a lo lejos y por los barrancos y luego siguió acercándose. Se aproximó a la puerta de la casa, buscó la llave, abrió y entró.

 

            En la estancia, la chimenea húmeda y todavía con las cenizas de la última lumbre y rodeada por las cuatro sillas. La mesa de madera a un lado y la puerta de la habitación, al fondo. La empujó despacio y pasó dentro. Se acercó a la ventana, miró a través de los cristales y descubrió el ancho valle del río. Al otro lado del cauce y sobre la gran colina, descubrió la figura de la Alhambra, eterna y muda. Más al fondo, Granada, la ancha Vega y el sol apagándose en el horizonte lejano. Sobre los muros de los palacios descubrió las torres clavadas y como si, al igual que en aquellos tiempos, estuvieran al cielo implorando.

 

            Esperó un momento sin dejar de mirar a través de los cristales de la ventana y con sus ojos clavados en la lejanía. También el sol se ocultaba tras las altas torres de la Alhambra. Por eso, el misterioso resplandor color oro, parecía prender fuego a las murallas y paredes de los palacios. Y al descubrir el espectáculo, emocionado recordó el momento. Su corazón se llenó ahora de miedo, mezclado con briznas de gozo y asombro y un triste sentimiento. Tampoco ella hoy estaba y deseaba con más fuerza que nunca que viera tanto las torres que servían de escudo al sol como el fulgor que de ellas manaba. También ansiaba que viera la casa sobre el cerro y la tarde yéndose allá a lo lejos. Porque tenía claro en su mente, una vez más, que en este lugar y momento se encontraba toda la dicha que siempre había soñado. Todo el cielo del Universo y la plenitud de la eternidad más honda. Por eso, volvió a sentir el dolor en su alma mientras por la cara le rodaban dos lágrimas. En lo más íntimo, le quemaba la tristeza al tiempo que se moría en un gozo inmenso.

 

Los tres príncipes

 

            La madre, sentada en su casa, al calor del brasero en la mesa de camilla, le decía a su niña:

- La mayor riqueza del mundo, la mayor fortuna de la vida ¿sabes tú cual es?

Y la niña enseguida le contestó:

- Yo creo que es tener amigos.

- Tener amigos es algo muy bueno y necesario. Pero siempre deberíamos conformarnos con pocos. Con los mejores. No desees nunca tener montones de amigos.

- Y tener bonitos vestidos y dinero ¿también es importante?

- El mejor tesoro de la vida, la mayor fortuna de todas, es la paz con uno mismo, ser libre y saber gustar la sencilla belleza que tienen las florecillas. Con solo estas tres cosas se puede ser muy feliz en esta vida porque no hay mayor tesoro en el mundo.

 

            Era sábado, ya mediado de enero, estaban ellas sentadas en la mesa de camilla, en su casa del Acebo junto al río Darro y frente a la Alhambra. La noche hacía solo unas horas que había llegado y por eso, unos minutos antes, en el acebo de la ventana de la niña, el mirlo había estado cantando. Al oírlo ella comentaba con la madre:

- Desde que llegó el año nuevo, después de noche vieja, no ha parado de cantar. ¿Le pasará algo?

Y la madre le dijo:

- Intuye que la primavera viene de camino y por eso se prepara para hacer el nido. ¿Te acuerdas del año pasado?

- Sí que me acuerdo.

Y ella guardó silencio durante un rato y luego le preguntó a la madre:

- Ser amigo del mirlo y de los animales del bosque y de la Alhambra ¿también es importante?

- Tanto como ser libre y tener el corazón lleno de paz. Ser amigo del mirlo y de las ardillas del bosque pertenece al mayor y mejor tesoro de la vida.

 

            Guardó la niña otro minuto de silencio y luego volvió a preguntar:

- Y tener una bonita casa de madera entre las ramas del viejo árbol de este bosque de la Alhambra ¿también es una fortuna?

Ahora fue la madre la que guardó silencio. Meditó un momento y luego dijo:

- Eso pertenece a los sueños, cosa que es también muy buena y necesaria en esta vida. Soñar es muy hermoso y placentero. Pero ser libre y tener el corazón lleno de paz, es lo mejor de todo. Y nosotras, además de una bonita casa junto al río que corre a los pies de la Alhambra, tenemos un acebo con un mirlo que canta todas las mañanas y también tenemos ardillas, las aguas claras, el bosque, el azul del cielo y la bonita figura de la Alhambra siempre sobre su colina. También nos da compañía en silencio de la noche y el aire puro y fresco que mana de este bosque y juega contigo en la ventana. Todo esto es una grandísima fortuna.

 

            La niña volvió a preguntar otra vez por su casita de madera en el árbol viejo del bosque y después se fue a la cama. Le dio un beso la madre y, mientras se quedaba dormida, imaginó algo. Al poco rato se durmió mientras recordaba que al día siguiente era domingo y no tendría que madrugar para ir al colegio. Y al poco de quedarse dormida tuvo un sueño. Vio que por la ladera del bosque de la Alhambra caminaban tres príncipes vestidos de blanco. Y los vio como llegaron al viejo árbol que ella tenía en esta ladera y bosque. Del mismo bosque que junto a este viejo árbol se espesaba, pero sin cortar ramas, los príncipes cogieron muchos palos gruesos. Algunos los convirtieron en grandes tablas y otros los dejaron tal como estaban. Subieron luego a las ramas del viejo árbol amigo de la niña y, en un abrir y cerrar de ojos, construyeron una preciosa casita de madera. Toda escondida entre las ramas y hojas del viejo árbol, con la puerta y dos ventanas mirando a su casa del Acebo junto al río y a las primeras casas del barrio del Albaicín. Por el lado de atrás y casi en el techo, la casita de madera tenía como un pequeño mirador desde donde se podía observar las murallas y torres de la Alhambra. Y en su sueño vio ella como cuando los tres príncipes terminaron de construir la hermosa casita de madera, subieron por las sendillas del bosque y se metieron a los recintos de la Alhambra, aprovechando unos túneles secretos que ella nunca había visto antes.

 

            La despertó el canto del mirlo cuando ya el sol comenzaba a levantarse por encima de la Alhambra. Y así, tal como estaba en su cama al despertarse, se quedó inmóvil. Llamó a la madre y enseguida le contó el sueño que había tenido. Luego le preguntó:

- ¿Será verdad que esta noche han construido para mí una casita de madera en el árbol viejo que tanto me gusta?

- Puede que solo sea un sueño aunque muy hermoso.

- Como hoy es domingo y no tengo colegio voy a levantarme rápido, preparo mi mochila y subo hasta el árbol viejo y compruebo si mi sueño es verdad o no.

Y la madre se puso a prepararle el desayuno. Ella se levantó aprisa, se duchó, desayunó, preparó su mochila, metió dentro frutas y algunas cosas más, mientras comentaba:

- Si me encuentro allí a mi casita de madera, quiero celebrarlo con los tres príncipes que me la han construido. Y si vienen a buscarme algunos de mis amigos diles que en el árbol viejo los espero.

- Pero lo de la casita de madera solo ha sido un sueño.

- Tengo que comprobarlo. Me llevo el pañuelo blanco y el rojo. Dentro de un rato tú te asomas a la ventana del acebo. Si ves que yo cuelgo en el árbol el pañuelo rojo, es que la casita de madera no existe. Pero si ves mi pañuelo blanco en lo más alto de las ramas del viejo árbol y ondeado por el viento, entonces es que mi sueño es una realidad. Sube corriendo y lo celebramos.

 

Las naranjas y el libro

 

            Ya a mediado de enero, las naranjas de la Huerta del Cortijo de la Viña, estaban muy maduras. A primera hora, todas las mañanas, el Anciano iba al naranjal, buscaba una buena naranja, la cortaba de su rama, la pelaba despacio y sentado junto a la acequia, se la comía. Este era su desayuno y por ello él todos los días daba gracias al cielo. Sabía que era un gran afortunado no solo por las ricas naranjas que cada día podía comerse sino por todo cuanto a su alrededor tenía: el Cortijo de la Viña, el arroyo con el agua clara del balneario, la huerta con los naranjos y la viña, el Puntal de los Almendros, el Bosque de los Robles, el borriquillo color plata y la niña.

 

            Por eso, aquella mañana de sábado, madrugó un poco más. Buscó en la estantería el libro, lo metió en la bolsa de cuero que él mismo había hecho para protegerlo, se la colgó en forma de bandolera y luego salió fuera. Subió al naranjal, en la huerta y se puso a coger una buena carga de las mejores naranjas. Las fue echando en dos grandes espuertas de esparto y, cuando ya las tuvo llenas, se fue al por el borriquillo. El hermoso borriquillo Sinombre y que él tanto quería por los buenos ratos que a su lado había pasado. Le puso los aparejos, le colocó el serón pequeño, echó dentro de este serón las naranjas que tenía en las espuertas de esparto y luego acercó al borriquillo al terraplén de la acequia. Dio un salo y, con agilidad, se colocó en todo lo alto. Se acomodó bien y se puso en camino dirección a Granada.

 

            Llegó a la casa del Acebo, en la misma orilla del río Darro y frente a la Alhambra, algo después del mediodía. Se apeó, llamó a la puerta y fue la niña la que enseguida preguntó:

- ¿Quién es?

- Tu amigo del Cortijo de la Viña. Abre y baja que te traigo un regalo.

Bajó ella corriendo, abrió la puerta, se abrazó al Anciano, lo besó y luego le preguntó:

- ¿Qué regalo me traes?

- Una buena carga de las naranjas más gordas y ricas que nunca se vieron en Granada.

Y ella le dio las gracias diciendo:

- ¡Cómo sabes que es la fruta que más me gusta!

- Lo sé y por eso te las traigo. Este año hay una muy buena cosecha. Quiero que cada día, como hago yo, te comas una de estas naranjas para desayunar.

- No voy a olvidarme ni un solo día, te lo aseguro.

 

            Y a continuación ella preguntó:

- ¿Y esto que tienes aquí colgado?

- Es el libro.

Le dijo sin más. Porque él siempre, desde que lo estaba compartiendo con ella, lo llamaba “El Libro”. Por eso, como ella conocía ya parte de lo que el libro guardaba en sus páginas, de nuevo le preguntó:

- ¿Vas a revelarme hoy lo que tantas ganas tengo?

- Algo pero antes vamos a descargar a este borriquillo.

 

            Y dicho esto, se pusieron y en poco rato descargaron y subieron todas las naranjas a la casa. Llevó luego él al borriquillo al rellano en el puente del río, ya en la ladera del bosque de la Alhambra y como ella no se apartaba de su lado, le preguntó:

- ¿Te quedas esta noche aquí con nosotras?

- ¿Por qué quieres saberlo?

Y ella le dio la mano, lo llevó al pequeño muro en el Paseo de los Tristes, se sentaron mirando a la Alhambra y le dijo:

- Desde aquí mismo, mira qué bien se ve la ladera de este hermoso y misterioso bosque. Y mira como destaca la hondonada donde me dijiste aquel día él tenía su cueva. Por eso estoy pensando que si esta noche te quedas, podrías llevarme a ver el misterio de esa cueva. Es como si esta tarde o esta noche fuera el mejor momento.

 

            Y el Anciano, sentado junto a ella y mirando al bosque y a la figura de la Alhambra en su colina, le dijo:

- En esa cueva, desde hace ya mucho tiempo, parece que no hay nada.

- Pero ahí es donde tú me dijiste encontraste el libro.

- Ahí fue donde él, a lo largo de su vida, lo fue escribiendo y ahí lo dejó escondido.

- Además de los relatos que ya me has dicho contiene el libro ¿qué más cosas guardan sus páginas?

- Los relatos, las más bellas, misteriosas y sencillas historias, son un tesoro incalculable. Pero es cierto que también hay otras cosas en este libro. Un secreto tan grande, que son cientos y que nadie conoce ni nunca nadie ha imaginado que pueda darse aquí en la Alhambra.

- ¿Y tú vas a contármelo?

- Si esta noche me quedo en tu casa, al calor del brasero y junto a tu madre, te leeré uno de los relatos y luego te revelo el secreto.

Y ella, emocionada como si le hubieran regalado el mejor de los juguetes, dijo:

- ¡Vale! Ojalá esta noche, ahora mismo, se pusiera a nevar para que no puedas regresar al Cortijo de la Viña. Y también para que la Alhambra y este bosque frente a mi casa, se vista del blanco. Sería un marco perfecto mientras me lees el relato y me revelas el secreto.

 

            Y poco después, el frío se hizo intenso, las nubes en el cielo se espesaron y, cuando ya el sol comenzó a perderse al fondo de la Vega de Granada, la nieve empezó a caer.

 

El duende del río Darro

 

            A ella le gustaba mucho irse al charco del río. A la pequeña laguna que se remansa a la altura del Paseo de los Tristes, en el cauce del río Darro, a los pies de la Alhambra. Y cuando llegaba a este sitio, le gustaba mucho sentarse ahí, en el borde mismo de las aguas y mirar despacio. Tan despacio y concentrada que hasta parecía olvidarse del tiempo y de todo lo que a su alrededor pasaba. Por eso, a veces, su amiga le preguntaba:

- ¿Qué es lo que encuentras en las aguas de este charco que te embelesan tanto?

- No sé cómo decírtelo pero a veces veo como una puerta en su fondo.

- ¿Puerta a qué sitio?

- Quizá a mi corazón mismo, al corazón de la Alhambra, al del flamenco…

- ¿Corazón del flamenco?

- Ya te he dicho que no sé cómo explicarlo pero algo así es lo que siento y a veces veo.

 

            A ella le gustaba mucho el flamenco. En realidad era lo que más le gustaba en su vida, el canto y los sonidos de las guitarras. Por eso, en más de una ocasión, cuando reflexionaba con su amiga, también le decía:

- A veces creo que el rumor de las aguas de este río son como acordes de guitarras. Y cuando la corriente se quiebra en las pequeñas cascadas, como los taconeos del baile más bello.

- No lo entiendo.

- Sí y también pienso que en su alma, este charco y la corriente del río, tienen estampado el más puro quejido y acento flamenco.

- ¿El rumor de la corriente son acordes de guitarras y las transparencias de las aguas, quejidos tristes y profundos lamentos?

- Tampoco sé explicarlo pero así lo siento y veo.

 

            Y una tarde de invierno el sol salió muy brillante. Tanto que parecía un día de verano y por eso todo se puso precioso. No solo por las orillas del río Darro sino también por los bosques de la alhambra, por las torres y murallas, por todo el barrio del Albaicín y por toda la ciudad de Granada. Y ella, como tantos otros días, se fue al charco del río. Pero antes de llegar descubrió a alguien sentado en la hierba de la orilla. Según se iba acercando se preguntaba para sí: “¿Quién será? Porque parece que me estuviera esperando”. Y lo comprobó nada más llegar. No era ni su amiga de siempre ni ninguna otra persona conocida. Aunque sí, la figura del que en la hierba estaba sentada frente a las aguas, parecía la de un niño no demasiado mayor. Su cara era hermosa, su mirada dulce, su estura pequeña y su pelo moreno. Se acercó, lo saludó, le dijo ella quien era y cómo se llamaba y luego le preguntó:

- Y tú ¿cómo te llamas, quién eres y dónde vives? Y te lo pregunto porque nunca antes te he visto por este barrio mío ni por la Alhambra ni por Granada.

Y él, desde su asiento en la hierba frente al charco, le respondió:

- Yo no tengo nombre, soy el duende del río Darro y vivo en el corazón de la montaña sobre la que se asienta la Alhambra.

 

            Se quedó ella pensativa unos segundos, sin saber qué decir y después preguntó:

- ¿Y qué haces hoy aquí en este charco que tanto me gusta a mí?

- He venido a verte. Sé que hay cosas que te gustarían saber. Si quieres, puedes preguntarme, te escucho.

Y en este momento ella, sin más rodeo, preguntó:

- Si eres el duende del río seguro que sabes que el flamenco me gusta mucho.

- Lo sé.

- ¿Y sabes que siempre me estoy preguntando dónde tiene sus raíces el cante y baile flamenco?

- Lo mismo que las aguas de este río, que tanto también te gustan, nacen en un sitio concreto y ese lugar es su fuente, así también es el flamenco. Su casa, sus raíces y lugar de nacimiento están donde vivo yo.

- ¿En el corazón de la montaña que sostiene a la Alhambra?

- Ahí mismo. Y por eso este río Darro, el Albaicín, el Sacromonte y la Alhambra, chorrean y le sangra por todos sus poros el quejido flamenco.

- ¿Y puedes llevarme contigo al sitio donde vives y tiene su cuna el flamenco?

- Puedo hacerlo y quiero pero no hoy. Ahora tengo que irme. Otro día vuelvo y también te revelo un bellísimo secreto.

 

            Y justo en este momento ella vio como el duende del río se acercó a las aguas del charco. Se metió lentamente en ellas y también muy lentamente vio como se fundía en sus transparencias. En el fondo del charco apareció como una puerta translúcida, por ella entró el duende y desapareció de su vista. Se dijo, sorprendida y a la vez contenta: “Quizá sea esta la puerta que lleva a su casa, al corazón de la montaña que sostiene a la Alhambra, a la fuente y cuna del flamenco”.

La flauta mágica del río Darro

 

            En las noches de invierno, antes de irse a la cama, siempre pasaban un rato juntos. Alrededor de la chimenea y al calor del fuego, para quitarse el frío. Y era en estos momentos cuando él le decía a su padre:

- Estoy harto de estar todo el día en el campo con los animales y siempre solo. Cualquier día de estos me marcho a la ciudad de Granada o a otro lugar de la tierra, en busca de una vida mejor. Quiero tener amigos, hacer lo que hacen ellos y disfrutar del mundo.

La madre escuchaba en silencio y casi nunca decía nada. En su interior ella tenía una respuesta pero su temor le decía que para sí se lo guardara. Sin embargo el padre, en más de una ocasión, sí argumentaba:

- Eres joven y, como todos los jóvenes del mundo y en todos los tiempos, tienes sueños.

- ¿Acaso eso es malo?

- No es malo sino bueno, muy bueno. Soñar es lo más bello del mundo y lo más elevado y puro de cada ser humano. Nunca a nadie se le debe prohibir sus sueños. Son sagrados.

- ¿Entonces?

- Solo decirte que la vida real y, en la ciudad más, también tiene sus dificultades y sufrimientos. Soñar las cosas casi siempre es más placentero y bueno que la realidad misma de las cosas.

Y cuando oía estos razonamientos del padre él siempre callaba. Durante un rato más y, mientras la noche iba avanzando, seguían alrededor del fuego y luego se metían a la cama.

 

            Su casa se alzaba no lejos de la ciudad de Granada, a poca distancia del Sacromonte y de la Alhambra. En las riberas mismas del río Darro, un poco más arriba de la Fuente del Avellano. Pero en el lado de la umbría y dehesa del Generalife y justo en las tierras llanas que por aquí tiene el río. Por eso ellos vivían de las cosas que cultivaban en la pequeña huerta y de lo que le sacaban al rebaño de cabras: leche, queso y los chotillos, las crías de las cabras. De vez en cuando, un comprador subía desde Granada, trataba con el padre, ponía precio a los chotillos, se los pagaba y se los llevaba. Al día siguiente, convertidos en carne, comenzaban a venderlos en muchas carnicerías con el reclamo de “Carne ecológica y con denominación de origen”. La denominación de origen era porque sus cabras todas pertenecían a la famosa raza granadina. Y las personas pagaban por el kilo de carne de estos chotillos tres veces más que le habían pagado al padre. Por estas cosas y otras parecidas y por las inquietudes de su joven corazón, él deseaba marcharse en busca de otra vida distinta, imaginaba que mejor, más justa, completa y divertida.

 

            Al llegar el nuevo día los tres se ponían en acción en la pequeña casa. El joven daba suelta a su rebaño de cabras y, con su zurrón en las espaldas, se iba con ellas para que pastaran en la montaña. Algunos días, siguiendo las riberas del río dirección a Jesús del Valle, otros días, río abajo hacia el Paseo de los Tristes y, en muchas ocasiones, ladera arriba, por donde la Acequia Real de la Alhambra. Desde aquí, con su zurrón acuestas y siempre pendiente de su rebaño de cabras, miraba y miraba la figura de la Alhambra, al fondo y a lo lejos. Y en casi todas estas ocasiones soñaba con las princesas que habitaban en los palacios. No conocía a ninguna pero en su imaginación ya tenía elegida una muy concreta: alta, ojos oscuros, pelo negro, sonrisa blanca y sincera y bella, como el más hermoso amanecer.

 

            Y tanto, en muchas ocasiones soñaba con esta princesa concreta que, cuando por la montaña seguía y cuidaba de su rebaño de cabras, a veces buscaba y cortaba florecillas. Las más fresca y bonitas y hacía con ellas pequeños ramos a la vez que se decía: “Para ti, princesa mía, para que veas que te quiero y deseo ser bueno contigo. No te aparto en ningún momento de mi pensamiento”. Y cuando, al cortar algunas de estas florecillas o cuando se asomaba a los barrancos, los pajarillos se asustaban y salían volando, también se decía: “Es ella que desea agradecerme algo. No se atreve a presentarse ante mí porque le da vergüenza y lo hace disfrazada de pajarillos para que yo sepa que está contenga conmigo le gustan mis regalos”. Los pajarillos: mirlos, petirrojos, currucas, zorzales, tórtolas… eran los que más siempre le daban compañía. Y se animaba mucho cuando los oía cantar, en las mañanas de invierno soleado, con la figura de la Alhambra, al fondo y a lo lejos.

 

            Por eso, enamorado de la princesa de sus sueños y animado por la belleza de las melodías de los pajarillos, un día cortó una caña del cañaveral que había cerca del río. Cogió su navaja, la trabajó un poco, le hizo algunos agujeros y luego se la puso en la boca y sopló. Salieron algunos sonidos sin ritmo ni armonía y esto le gustó. Pensó en la princesa de sus sueños y, entusiasmado, siguió practicando con la flauta de caña. Los mirlos de la ladera entonaban las melodías que él conseguía sacar de la flauta y su corazón se animaba imaginando que estaba ofreciendo a su princesa el mejor de los regalos. Al oírlo una tarde, el padre de nuevo le dijo:

- Sabes, hijo mío: soñar y ser feliz con las cosas sencillas que nos rodean a veces puede ser la mayor fortuna de esta vida. La felicidad real no está ni en sitios concretos ni en cosas materiales.

- Será cierto padre pero me gustaría ir a la Alhambra y conocer a las princesas que viven allí. Y también me gustaría conocer Granada, hacer amigos, ir con ellos a sus fiestas…

 

            Hasta que una mañana, ya final del mes de enero, a primera hora, él dio suelta a sus cabras. Cogió su zurrón, se fue al cañaveral, buscó la mejor y gruesa caña, la cortó, se puso a tallarla y al poco consiguió una nueva flauta. Un poco más grande y mejor terminada que la que había hecho días atrás. La probó y obtuvo de ella sonidos mucho más redondos, ricos y dulces que con la flauta de los días anteriores. La guardó en su zurrón, subió por la ladera detrás de su rebaño de cabras y, cuando ya estaba casi en lo más alto de la montaña, buscó la vieja encina. Se fue a ella y bajo sus ramas buscó el punto que él conocía y desde donde se veía muy claramente la Alhambra, al fondo y a lo lejos. Sacó la flauta del zurrón y con mucho cuidado se puso a soplar y extraer sonidos de ella. Al principio le salían un poco desafinados pero al rato, las melodías que de la flauta empezaron a brotar, eran dulces y hermosos como nunca antes se habían oído por aquellos contornos. Tan hermosos, redondos y misteriosos eran las notas musicales que sacaba de la flauta que los pajarillos comenzaron a pararse en las ramas de la encina. Y esto y la imagen de la Alhambra frente a sus ojos, le fue animando cada vez más mientras en su corazón se decía: “Para ti, princesa de mis sueños. Para que compruebes que te quiero, que no me olvido de ti en ningún momento y que te ofrezco lo mejor”.

 

            Y dicen que aquella mañana, al poco de oírse las melodías de su flauta mágica, la gran ladera y montaña, comenzó a transformase. Más aun se transformó la encina bajo cuyas ramas estaba parado. Porque sus ramas y los pajarillos se convirtieron como en notas brillantes y azules que comenzaron a formar armonía con las melodías que manaban de la flauta. Y en un delicioso ramillete musical, se derramaban por el aire al tiempo que resonaban por todo el valle del río Darro y dirección a la Alhambra y Granada. Los padres del joven, al oír las hermosísimas melodías, salieron a la puerta de la casa y miraron para la ladera. No lo vieron. Sí descubrieron el rebaño de cabras por el monte pastando y muchos pajarillos revoloteando dirección a la Alhambra. Preguntó la madre:

- Y nuestro hijo ¿dónde se ha metido?

Y contestó el padre:

- Con su sueño se ha convertido en música y se ha ido.

- ¿Pero a dónde se ha ido?

- Con su princesa y al reino que siempre soñó para ella.

El palacio del Cerro del Sol

 

            La Alhambra se alza justo en lo más alto de una colina. Y el recinto amurallado que recoge a los palacios, alcazaba, medina y jardines, ocupa toda la extensa llanura que se extiende sobre esta colina. Al norte de la llanura que ahora ocupa la Alhambra, desciende la gran ladera tapizada de bosque, que cae al río Darro, por el Paseo de los Tristes. Y un poco para el levante, se alarga la gran colina, dando lugar a lo que hoy conocemos como Dehesa del Generalife y, en lo alto, Llanos de la Perdiz. Pero donde termina el recinto amurallado de la Alhambra, a media ladera, se eleva el Generalife, con sus acequias, jardines y huertas. Algo más arriba, se clava la Silla del Moro y, más arriba aun, el Cerro del Sol. Un monte aun más elevado que la colina donde se asienta la Alhambra porque pasa de los novecientos metros sobre el nivel del mar. Y justo aquí, en todo lo alto, estuvo construido el palacio, conocido con el nombre de Dar Al Alarusa, traducido al castellano como: “La Casa de la Novia”. Otro más de los muchos palacios que en aquellos tiempos construyeron en la colina y montes que hoy son terrenos de la Alhambra.

 

            Y aquella tarde de invierno, unas horas antes de ponerse el sol, se le vio subir por el barranco. El pequeño arroyuelo que desciende por la derecha del Cerro del Sol. Hacía mucho frío porque a lo largo de todo el día había estado nevando. Por eso, al fondo y a lo lejos, brillaban blanquísimas las cumbres de Sierra Nevada. Caminaba lento, siguiendo la estrecha sendilla entre olivos, pinos y encinas y se abrigaba en sí para entrar un poco en calor. El Cerro del Sol y en lo más alto de este monte, el lujoso palacio, se le iba quedando por el lado de la izquierda. Por eso sentía que era ahí donde le estaban esperando. Con más fuerza que nunca ahora soñaba y esperaba el momento y por eso también el corazón le latía ilusionado.

 

            Terminó de recorrer la cuestecilla del barranco y se encajó en la pequeña llanura. Sierra Nevada se le apareció al frente y más cerca, laderas oscuras y extensas tierras tapizadas de bosques. No siguió al frente. Torció, apartándose de la senda, para la izquierda como si pretendiera rodear el Cerro del Sol para verlo más de cerca y llegar más a su corazón. El bosque se espesaba y, al mirar de vez en cuando para lo más alto del cerro, parecía verlo cada vez más elevado. Como si se apretara en sí, arrancándose de la tierra y acercándose más y más a las estrellas. Por eso, según iba recorriendo el camino, su corazón presentía algo. No tenía claro qué pero lo presentía y, al mismo tiempo, se sentía atraído. Terminó de recorrer el camino por el lado de la Silla del Moro y siguió girando para la izquierda.

           

            Al llegar al pequeño collado, donde los árboles eran menos y el airecillo corría fresco y despacio, se encontró con él. Lo saludó y le preguntó:

- Estoy buscando el palacio y no lo encuentro. ¿A dónde se lo han llevado?

Y él le dijo:

- Un día, nadie sabe cómo, se lo llevó el tiempo. Pero sus raíces, ahí siguen clavadas en lo más alto del cerro. ¿Tenías tú algo dentro de este palacio?

Y no contestó a la pregunta. Pero el que había preguntado sí continuó diciendo:

- Y no es que me importe mucho. Te lo pregunto porque me parece que ahí mismo y ahora, se celebra una fiesta. ¿Vienes tú a ella como invitado?

- ¿Qué fiesta es?

- Hay princesas y príncipes y salones engalanados con hermosas sedas. Pero lo más destacado es el banquete que han preparado.

Y le dio las gracias y siguió caminando.

 

            Terminó de rodear el cerro, ahora por el lado del sol de la tarde, que ya se ponía, al fondo de la Vega de Granada. Pero antes de la espesura del bosque volvió a buscar la sendilla y, según remontaba, miraba interesado. Buscaba el palacio y buscaba la fiesta y la buscaba a ella. Su corazón le seguía diciendo que, a pesar del tiempo y de de los inviernos y fríos de tantos años, aun estaba aquí esperando. Pero cuando terminó de coronar, solo vio las ruinas y algunos trozos de los cimientos del gran palacio. Se ponía el sol en ese momento y por eso bañaba intensamente los trozos de paredes ocre de las ruinas del palacio. Como en un mar de oro incandescente o ríos vivos de sangre que le salían al paso. Y entre estos ríos de oro y sangre y los últimos rayos del sol de la tarde, se le vio perderse. Como hacia el cielo o a un espacio lejano, mucho más allá del tiempo.

 

            Todavía siguen, en lo más alto del Cerro del Sol, las ruinas de aquel palacio. Y todavía puede contemplarse desde aquí, aquella intensa puesta de sol. Muchas personas vienen al lugar cada tarde a ver este espectáculo pero muy pocos saben de dónde brotan los colores oro y sangre que se derraman por aquí, cada día al oscurecer.

 

La vida es solo un segundo

           Del libro: “El hombre del borriquillo”

 

         En la Alhambra, en el Albaicín y en Granada, en aquellos lejanos tiempos, no solo había militares, guerreros, reyes y príncipes. También hubo artistas, escritores, sabios y poetas que crearon y dieron cuerpo a sus obras. Algunos consiguieron cosas muy bellas y otros, no tanto. Como siempre ha pasado a lo largo de la historia. Pero uno de aquellos artistas, hombre, sabio, poeta y algo mayor, tenía un pequeño terreno no lejos de la Alhambra. Cultivaba su huerto, vivía solo, escribía cada día algunas cosas y las compartía con el más original de los amigos: un hermoso borriquillo, azul plata, que le daba compañía y le ayudaba mucho para ir de un lado a otro y en las faenas de las tierras. Él guardaba en su humilde vivienda, las cosas que escribía y cuando, al correr del tiempo aquel hombre murió, alguien encontró estos escritos y los conservó. Muchas de aquellas páginas han llegado hasta nuestros días y otras, se han perdido para siempre. Yo he tenido la suerte de encontrar y conservar algunos de aquellos originales libros que, con frecuencia, leo y gusto despacio. Y el otro día, en el libro titulado: “El hombre del borriquillo” encontré algo me que gustó de una forma especial. Pongo aquí, un trozo del escrito que digo:

 

         “Tal como oyes, mi buen amigo: desde este Prado de Otoño, recluidos en nosotros y en la espera de las lluvias, cada día aprendo de ti. “La vida es solo un segundo y peor para nosotros si la desperdiciamos”. Parece que ni tú ni yo estamos haciendo nada por los otros pero en mi interior creo lo contrario. Observar el bosque y entretenerse con las hojas que de las ramas caen, creo que es hermoso y grande. Creo que aprendo y conozco y soy sabio, un poco más, que los otros.

 

         ¿Viste ayer al mediodía? Aparecieron nubes y se concentraron sobre el Cerro de la Viña. Se levantó el viento y sopló con fuerza. Las hojas oro y fuego de las nogueras y moreras se caían apuñados de sus ramas y a ti te gustó. Por la ladera y el llano, te ibas tras ellas porque querías cogerlas para comértelas. ¡Qué divertido ver las ramas irse con el viento, las hojas dando tumbos por el suelo y tú queriendo atraparlas! No te dije nada sino que, bajo la noguera, me quedé quieto y te miraba embelesado. El viento casi te tumbaba y por eso tu cola y tus orejas parecían cometas sin control. ¡Lo que se hubiera reído la Princesa de haberte visto! Se lo tengo que contar en cuanto la vea.

 

         Y también le voy a contar lo de esta mañana. ¿Has visto a la madre y a la niña? Como si se tratara de un juego, las dos se han venido al río. Al charco grande y azul y como hoy también hace calor, casi treinta grados de temperatura, se han metido en el agua. ¡Cómo chapoteaban y se divertían! Solo verlas se respiraba dicha. Como si con su juego la vida y el día se hubiera llenando de más sentido que nunca. Nos invitaron a meternos en el agua pero yo preferí disfrutar de la belleza de su juego desde fuera. ¡Qué plenitud más grande tenía el momento!

 

         ¿Y viste a la niña? Jugando, se dejaba arrastrar por la corriente de las aguas y la madre se puso a salvarla. Nadó veloz y la sujetó con sus manos. La empujó y sobre la roca de la orilla la sentó. Le dio un beso y entonces la chiquilla dijo:

- Si fueras un ángel y tuvieras alas, yo me iría contigo volando al fin del mundo. Y en tus brazos me dormiría mirando a tus ojos y escuchando tu voz.

La madre contestó:

- Como una mariposa yo te llevaría apretada contra mi corazón y te explicaría todas las cosas de la tierra y de la vida. Todo es más de lo que ahora vemos.

La niña besó a la madre y ahí, en la mejilla de la madre, su cielo en flor, parecía quedarse dormida. Como una mariposa sobre los pétalos de una rosa. Como si se la quisiera comer despacito y con dulzura. Tú, mirabas atónito y a mí se me caían las babas. ¡Cuánta abundancia de luz y amor!

 

         Te lo repito: estoy aprendiendo de ti cada día algo nuevo y por eso siento más dulzura en mi corazón. Las nubes de ayer y el fresco viento, se fueron y ni una gota de lluvia cayó. ¿Por qué tengo el presentimiento de que a partir de esta tarde, sí van a llegar las lluvias? Hoy el cielo otra vez se ha cubierto mucho. Lloverá por fin. La vida, mi buen amigo, es solo un segundo y ay de nosotros si no aprovechamos las cosas y los momentos. Pero la niña y la madre y su beso y sus juegos nos ayudan a creer en Dios y a sentirnos buenos”.

 

La casa del rosal

 

            Desde Plaza Nueva hasta el Paseo de los Tristes, el río Darro tiene cinco puentes: Puente de Cabrera, puente Espinosa, puente del Cadí, árabe y del siglo once, puente de las Chirimias y puente del Aljibillo. Justo este último puente da paso a la Cuesta del Rey Chico y al camino de la Fuente del Avellano. Y aquí mismo, en el lado opuesto de la Cuesta del Rey Chico, arranca la famosa Cuesta del Chapiz. Sube muy empinada y se adentra en el corazón mismo del barrio del Albaicín: Plaza del Salvador y, no muy lejos, el Mirador de San Nicolás. Pero esta Cuesta del Chapiz, según remonta, va dejando a la derecha un rincón muy bello, entre el río Darro y la ladera del comienzo del barrio del Sacromonte. En este rincón, ahora mismo se alza el Palacio de los Córdova, el gran colegio del Ave María y la histórica Casa del Chapiz, hoy Escuela Superior de Estudios Árabes. Pero en este rincón, en otros tiempos, solo existían unas cuantas casas, muy humildes, con pequeños trozos de tierra donde crecían árboles, hortalizas y algunas plantas ornamentales. Las aguas del río Darro pasaban muy cerca de este puñado de casa y trocico de tierra.

 

            Y una de estas casas, medianamente pequeña y sin apenas ornamentación, en aquellos tiempos era conocía con el nombre de “La Casa del Rosal”. Vivía en ella un matrimonio con un hijo pequeño y, a los tres, lo que más les gustaba era precisamente un bonito rosal que cada día regaban con cariño. Por eso este rosal tenía flores casi todos los días del año y esto era lo que al matrimonio más le gustaba. Por el lado de arriba y cerca, se sentaban ellos muchas veces y, con las flores del rosal en primer plano, disfrutaban mucho observando la figura de la Alhambra, al fondo y en lo más alto de la colina. Le decía el hombre a su mujer:

- Nosotros nunca viviremos en los grandes palacios de la Alhambra. Quizá nunca entremos a las estancias de esos palacios y quizá nunca comamos en esos salones ni bailemos en las fiestas que ahí se celebran. Pero ¿a qué es enormemente bello contemplar la Alhambra desde esta casa nuestra, con estas rosas aquí tan cerca?

Y la mujer le contestaba:

- No solo es bello sino de una dicha inmensa por lo bonitas que son estas flores y la fabulosa perspectiva que desde aquí se observa.

 

            Y tan orgullosos estaban ellos de este tan original placer que la vida les regalaba que en muchas ocasiones, el padre llamaba al hijo y le decía:

- ¿Ves, hijo mío? En la vida no es necesario ni ser rico ni poseer palacios para ser feliz y sentirse afortunado. Esta pequeña casa nuestra, en este tan reducido trozo de tierra, este rosal y la exquisita belleza de la Alhambra sobre la colina, supera a todas las riquezas del mundo. La envidia, el poder, las grandes fortunas, casi nunca dan tanto placer como estas sencillas cosas nuestras.

 

            Y el hijo callaba porque era pequeño y no entendía lo que el padre le decía pero en su corazón notaba que aquello era bueno. Y el hombre, en otras ocasiones, cogía al hijo de la mano, caminaban un poco hacia el lado de arriba, se asomaban a la corriente del río Darro y otra vez le decía:

- ¿Ves, hijo mío? Un río pequeño de aguas muy claras, el fresco airecillo que de ahí nos llega, la música de la corriente, los bosques por las laderas, el cielo azul y las nubes colgadas como de las estrellas, también son cosas muy bellas. Tanto que todo esto es el mejor premio que ha podido regalarnos el cielo.

Y otra vez el hijo se sentía orgulloso de su padre y de su casa y del rosal y de las flores frente a la Alhambra y del pequeño trozo de tierra.

 

            Pero un día, cuando ellos regaban su rosal y observaban las rosas recién abiertas, oyeron voces:

- ¡Que vienen los de la guerra!

Miraron para el lado de abajo, por donde el río se pierde en la ancha Vega de Granada y vieron las tropas. Grandes ejércitos, con muchos caballos, lanzas, cañones y flechas y también grandes humaredas. Seguían oyendo:

- Le están prendiendo fuego a todas las casas que vienen encontrando.

Y la mujer y el hombre se echaron a temblar. Rápidos, buscaron la manera de ponerse a salvo y lo único que se les ocurrió fue salir huyendo.

- Si nos quedamos, nos cogerán y además de arrasar con nuestra casa, nos matarán. Esta guerra tan cruel ¿cuándo acabará?

Entraron a la casa, cogieron las cosas de más valor y las de menos peso, hicieron unos petates, cargaron con ellos y al poco, a los tres se les vio subir por la ladera frente a la Alhambra. Él llevaba un gran bulto acuestas y ella, de su mano llevaba al hijo y en la otra mano, un ramo de rosas frescas que había cortado del rosal. Le preguntó a su marido:

- ¿A dónde iremos ahora?

- Solo Dios lo sabes. Pero por si acaso nunca más volvemos, echamos un último vistazo a la Alhambra, con estas rosas en primer plano.

 

            Y estando ellos echando esta última mirada a las torres de la Alhambra, vieron como su humilde casa se convertía en humo. Al poco la vieron convertida en llamas y luego vieron a los ejércitos de la guerra, destruyendo, asolando y quemando todo cuanto por el pequeño rincón del río había.  

 

La trucha de oro del río Darro

 

            Su cueva era pequeña, muy bonita y acogedora. Tallada en la ladera del cerro y con una vereda para llegar hasta ella. En la puerta tenía un pequeño rellano, donde crecían algunas plantas y servía, además, de mirador hacia el valle del río Darro y hacia la Alhambra. Y ya dentro, se abría una amplia sala, dos habitaciones a los lados y otra tercera, al fondo, una lacena y, en el rincón de la izquierda, las cantareras. A la derecha, según se entraba en la sala, había una acogedora chimenea donde casi siempre y, más en invierno, ardía una lumbre. Por las mañanas, en esta lumbre hacían migas y freían trocicos de chorizo y pimientos. Y por las noches, sentados ellos al calor de las llamas y brasas de esta candela, asaban castañas, bellotas, setas, patatas… La madre, en muchas de estas ocasiones, aprovechaba para contar a sus hijos cuentos. Y entre los muchos relatos que los jóvenes ya habían oído de boca de la madre, estaba la leyenda de la Trucha de Oro.

 

A la hermana le gustaba tanto este relato, que una vez más, aquella noche de invierno, no demasiado fría, preguntó a la madre:

- Y desde aquellos días hasta hoy ¿nadie ha encontrado todavía este pez de oro?

- El príncipe de esta historia, vivía en unos de los palacios de la Alhambra y un día prometió casarse con la muchacha que le llevara la trucha de oro que vive en las aguas del río Darro. Y desde aquellos días hasta hoy, muchas jóvenes han buscado este pez en el río pero todavía nadie lo he encontrado.

- A lo mejor es que este pez de oro nunca ha existido ni vive en las aguas de este cauce.

- Algunas personas muchas veces han pesando eso pero otros, creen lo contrario: que la trucha de oro existe solo que, una persona muy concreta y por las circunstancias que sean, tendrá la suerte de encontrarla.

- ¿Y sabes tú si esa persona concreta debe tener alguna característica espacial?

- Creo que sí pero no sé decirte qué. Quizá el día que esto se sepa puede que lo de trucha de oro se haga realidad.

Y soñando un bello y muy íntimo sueño, ella volvió a preguntar a la madre:

- ¿Crees tú que si la busco yo podría encontrarla?

- Eso nunca se sabe.

 

            En el río Darro, siempre hubo oro. Su nombre precisamente significa eso. Procede de la palabra latina aurus, que los árabes cambiaron por hadarro y los cristianos la renombraron Dauro que quiere decir que da oro. Y por eso, desde tiempos muy lejanos y hasta no hace mucho, en las aguas de este río, muchas personas buscaron oro. Cuando el río Darro, en su descender de las Sierras de Huétor Santillán, se aproxima a Granada, antes del Paseo de los Tristes y todavía lejos de la Alhambra, forma como un pequeño valle. Justo por donde hoy se encuentra el barrio del Sacromonte, en otros tiempos conocido este lugar como “Valle del Valparaíso”. Por aquí, el río tenía aguas tan limpias que hasta vivían truchas en ellas. Muchas personas de Granada, del Albaicín y del Sacromonte, lo sabían y por eso bajaban al río a pescarlas. Por un pequeño vado en este valle del Valparaíso, los dos hermanos siempre cruzaban las aguas, subidos en su borriquillo. Porque en las tierras llanas, por el lado donde en el valle se encuentra la Fuente del Avellano, ellos tenían un pequeño huerto que sembraban de tomates, pimientos, calabazas, berenjenas…

 

            Y aquel día, cuando ya el sol comenzaba a caer al fondo de la Vega de Granada, los dos hermanos aparejaron al borriquillo, en la misma puerta de su cueva, en las laderas del Sacromonte. La madre, momentos antes, les había dicho:

- Id a la huerta y coger patatas y unos kilos de tomates. Los necesito para preparar la comida.

Y el hermano mayor, enseguida se puso mano a la obra. Le colocó el aparejo al borriquillo y luego las aguaderas, se subió él y la hermana detrás y bajaron por la sendilla dirección al río y a la huerta. A lo largo del trayecto ella le iba diciendo al hermano:

- Si un día yo me encuentro la trucha de oro del río Darro ¿tú que harías?

Y sin pensarlo mucho, el hermano le contestó:

- Primero, no se lo diría a nadie. Segundo, iría enseguida a la Alhambra y preguntaría por el príncipe que prometió casarse con la joven que le llevara la trucha de oro. Tercero, sin tardar, mostraría este pez de oro al príncipe y le recordaría la promesa que tiene hecha. Y cuarto, esperaría impaciente, temblando de emoción, su respuesta.

- ¿Y tú crees que él se casaría conmigo, si le muestro la trucha de oro y se lo pido?

- Si el príncipe prometió eso, seguro que cumplirá su palabra. Los príncipes siempre son buenas personas y cumplen lo que prometen.

 

            Llegaron al vado del río y ella dijo al hermano:

- Yo me bajo y quedo aquí. Ve tu solo a la huerta y, mientras recoges los tomates y patatas que necesita madre, intento pescar algunas truchas en el charco azul. Luego nos las comemos esta noche asadas en las ascuas de la lumbre, acompañadas con las patatas que traigas tú.

Le pareció bien al hermano lo que ella proponía y por eso le ayudó a bajarse del borriquillo. Siguió él rumbó a la huerta, cruzó el vado del río y al poco se perdió por el caminillo que llevaba a las tierras de su cosecha. Y ella, sin perder tiempo, enseguida se preparó para llevar acabo lo que había planeado.

 

            Unos metros más abajo del pequeño vado en el río, se encontraba en charco azul. El de las aguas transparentes, verdes y azules, en muchos momentos del día y, al caer las tardes, doradas y brillantes. Porque al ponerse el sol, en algunas épocas del año, comenzaba a taparse por lo que es hoy la Torre de la Vela. Y desde aquí mismo, algunos rayos de sol y a unas horas muy concretas, parecían salir de las paredes de esta torre y alargase hasta la superficie del charco que a ella le gustaba tanto. Por eso, junto a este charco, un día y con la ayuda del hermano, construyeron un pequeño chozo. Algo así como una casita de monte y de madera, todo natural y salvaje, pero en forma de cono y donde solo cabía ella y el hermano. Y a esta tan especial y particular casita suya le gustaba venirse en muchas ocasiones. A veces para desde aquí observar las aguas del charco y ver las truchas nadando en ellas. Otras veces también para observar y distraerse con las ranas que de un lado a otro saltaban y también para ver a las mariposas que, de aquí para allá, iban y venían. Pero lo que más le gustaba observar desde su silencioso y acogedor chozo era el revolotear de algunas aves: patos silvestres, mirlos acuáticos, algún martín pescador y también lavanderas cascadeñas. El charco azul estaba lleno de vida y por eso, todos estos animalillos y otros más, acudían aquí en busca de comida. Una de las mariposas que con frecuencia por el lugar revoloteaba, le fascinaba aun más que las avecillas y las truchas. Por sus brillantes colores, por sus grandes alas, por su forma de mecerse en el viento y por su halo de misterio. Verla revolotear por allí cerca en los momentos en que el sol se ponía, le llenaba de intriga y le dejaba con la boca abierta. Sin saberlo siempre se preguntaba: “¿Quién es esta mariposa, qué busca por aquí y qué es lo que se esconde en ella”?

 

            También la muchacha, desde esta casita de monte y de madera y en compañía del hermano, pescaban truchas del río. En otras ocasiones se bañaban. Sobre todo, en verano y en las calurosas tardes que en todos los tiempos se han dado y dan en Granada. Cuando esto sucedía, ella disfrutaba tanto que siempre le decía al hermano:

- Si un día me caso con algún príncipe de los que viven en la Alhambra lo primero que voy a pedirle es que me construya un palacio junto a este charco.  

- Si en la Alhambra ya hay palacios y todos fantástico ¿para qué quieres otro junto a esta agua?

- Porque así, cuando mire a este charco o cuando nade surcando las aguas que en él se remansan, podré ver el cielo por arriba y por abajo. ¿Tú no has visto que bello el azul del cielo se refleja y por las noches la luna y las estrellas?

Y el hermano callaba. Ella seguía diciendo:

- Yo creo que la Alhambra aun será más grandiosa si mi príncipe me construye un palacio junto a esta agua. Por eso quiero que él también sea un enamorado, como yo, de este río Darro.

Y ahora si argumentaba el hermano:

- Pues ojala un día tu sueño se haga real para que también y pueda vivir junto a ti en este palacio.              

 

            Ella se aproximó despacio al charco azul. Tapándose con las ramas de los arbustos para que no la vieran las truchas ni se asustaran las ranas. En su mente iba imaginando la forma, el tamaño y el color de la trucha de oro y en su corazón soñaba. Para sí se decía: “Se la llevaré enseguida al príncipe de la Alhambra y esperaré impaciente su mirada y su respuesta. ¿Qué me dirá al verla y verme? ¿Será alto, moreno, recio y bello? ¿Y qué sucederá esa noche en la Alhambra, en Granada y en este barrio mío? ¿Habrá grandes fiestas?” Estas cosas y otras parecidas ella se iba preguntando mientras se aproximaba al charco y el hermano se alejaba con el borriquillo hacia las tierras de la huerta, en busca de las patatas y tomates. Y lo hacía tranquilo y sin ninguna preocupación por haber dejado a la hermana sola junto al río. Por eso, en cuanto llegó al huerto, se apeó del borriquillo, ató el cabestro en el tronco de un almendro, cortó unas matas de maíz, verdes y tiernas y se las echó al rucio diciendo:

- Ve comiéndote este manjar que tanto te gusta mientras yo recojo los tomates. Luego te traigo más y un par de lechugas y dos o tres flores de girasoles. No para que te las comas porque estas flores a ti no te gustan pero a ella, sí. Por eso las pondré con cuidado sobre tu cabeza y se las llevaremos. Ya verás como se alegra.

 

            Y se puso a coger primero los tomates. Buscó los más gordos y rojos y, en poco rato, encontró los suficientes. Luego se puso a sacar de la tierra unos cuantos kilos de patatas y, cuando ya tenía la cantidad que necesitaba, las cargó en las aguaderas del borriquillo. Echó en la cesta de mimbre los tomates que había cogido y también los colocó en las aguaderas, en el otro lado para que hicieran contrapeso. Buscó tres o cuatro bonitas flores de girasoles, las cortó dejándole un trozo de tallo como de medio metro, las colocó sobre la cabeza del asno y le dijo:

- Ahora estás mucho más guapo. Como si te hubiera adornado par llevarte a un concurso o a la fiesta de algún palacio.

Y desató el cabestro del tronco del almendro, llevó al animal cerca de una gruesa piedra que había junto al camino, se subió en ella, dio un salto y se colocó en lo más alto del lomo del borriquillo. Lo espoleó diciendo:

- Venga, ponte en camino y regresamos. Ya has comido tú, yo tengo mi cosecha sobre tu lomo colocada y aquí tenemos las flores para la hermana. Solo nos falta ella. Seguro que ya no estás esperando en el mismo lugar donde la dejamos hace un rato y con algún par de buenas truchas. ¡Tú no sabes lo lista que es ella!

Y el borriquillo comenzó a caminar despacio, siguiendo la vereda, hacia el vado del río.

 

            Conforme se iban acercando a la corriente, desde el lomo del animal, comenzó a llamar a la hermana.

- Ya estoy de vuelta. Vente preparando que regresamos a nuestra cueva. Y ve preparando también tu ánimo que te traigo un regalo.

Pero enseguida comprobó que la hermana no contestaba. Por eso la llamó otra vez diciendo:

- ¿No me oyes? Vente para el vado del río que estamos llegando.

Pero la hermana no respondía. La llamó por tercera vez y tampoco obtuvo ninguna respuesta ni señal de vida. Avivó al borriquillo diciendo:

- Date más prisa y crucemos el vado. Cuando no responde es porque algo le ha pasado.

Y nada más cruzar la corriente del río se apeó del borriquillo, buscó la rama del fresno que había a la izquierda, amarró en ella el ronzal y otra vez le dijo:

- Espera aquí que enseguida vuelvo. Voy a buscarla.

Río abajo, siguiendo la sendilla de la orilla, caminó apresurado mientras no paraba de llamarla:

- ¿Dónde te has metido? La tarde está llegando a su fin y la noche no tardará en llegar.

Pero ella seguía sin dar ninguna señal de vida.

 

            Se fue él derecho al lugar del río donde sabía que, junto al charco, se encontraba en chozo. Se decía: “Puede que se haya metido dentro y se haya quedado dormida”. Pero no había caminado ni cien metros cuando sucedió algo que le dejó por completo perplejo: de la curva del río donde él sabía estaba el charco y el pequeño chozo, vio salir como una densa nube blanca. Como si una bocanada de niebla de pronto surgiera del río y se elevara por el aire hacia la Alhambra y hacia el cielo. Se quedó parado, mirando e intentando descubrir qué pasaba ahí pero nada sacó en claro. Siguió avanzando y de pronto se dio cuenta que ni el charco ni el chozo estaban. Solamente la péqueña curva del río, el tupido bosque de la rivera y, más abajo, el surco del cauce perdiéndose hacia Granada. Miró con más atención y se acercó otro poco y la llamó. No contestó ni encontró señales del charco ni del chozo. Continuó río abajo, siguió llamándola a la vez que buscaba por la corriente y por la orilla opuesta. Ninguna señal ni respuesta a sus llamas.

 

            La noche comenzó a hacerse presente y, preocupado, regreso a donde su borriquillo. Desató el cabestro, subió en él, se puso en camino y nada más llegar a la cueva, dijo a sus padres:

- La hermana se me ha perdido.

Sorprendidos ellos lo miraron preguntando:

- ¿Qué se ha perdido?

- Se quedó en el río mientras fui a por los tomates y, al volver, ni rastro de ella.

- Pero eso ¿cómo ha sido?

- Es lo que me estoy preguntando yo.

Y enseguida los padres dijeron:

- Que no se entere ningún vecino para que no cunda la alarma pero vamos ahora mismo a buscarla.

Se pusieron algo de ropa porque, por las noches y en esta zona de Granada, siempre refresca, cogieron y par de palos para ayudarse en las malezas del río y unas antorchas y bajaron por la sendillas en su busca. La noche ya se había cerrado y era oscura, algo fría y con muchas estrellas en el cieno pero sin nada de luna. Encendieron las antorchas y se fueron derechos al chardo, donde el chozo que a ella tanto le gustaba. Y una vez más comprobaron que las dos cosas habían desaparecido. Por eso la llamaron y se fueron río abajo. Llegaron casi hasta el Paseo de los Tristes, a los mismos pies de la Alhambra y luego se volvieron. Subieron corriente arriba casi hasta el lugar conocido como Jesús del Valle, sin parar de llamarla y de mirar en los charcos, entre los arbustos y recodos del río. Ninguna señal de la hermana.

 

            Pasó la noche y, cuando amanecía, se fueron otra vez para donde el charco y el chozo. Y justo cuando se aproximaban al rincón, el asombro se apoderó de ellos. De la curva del río del charco azul, vieron salir como una densa bocanada de humo y no era ni niebla ni vapor. El sol comenzaba a levantarse por encima de la cumbre hoy conocida como Llanos de la Perdiz. Por eso, sus luminosos rayos, incieron sobre la blanca nube que del río salía y ésta brillo como llamas vivas. Dibujó en el espacio, por encima del río, como la figura de una gran mariposa y luego se fue transformando en la figura de una trucha. Relucía tanto que casi se quedaron ciegos y por eso cerraron los ojos. Dijo el padre:

- Esperad un rato y los abrimos. Quizá esta nube y rayos de sol duren solo un momento.

Y sucedió esto. Al abrir de nuevo los ojos ya ni vieron el resplandor ni la nube ni los rayos del sol. Pero sí apareció ente ellos el chozo de siempre y el charco que conocían. Despacio se acercó el hermano y la vio a ella dentro del chozo. Estaba sentada en el suelo, mirando a las aguas del charco y muy quieta y concentrada. Por detrás, el hermano se aproximó muy quedamente, procurando no meter ruido, le puso las manos sobre el hombre y se disponía a decirle algo cuando ella se le adelantó preguntando:

- ¿Eres el Príncipe de la Luz?

Inmóvil se quedó el hermano por un momento y luego dijo:

- Soy tu hermano.

 

Volvió ella su cabeza para atrás y al verlo le dijo:

- Me has asustado.

En ese momento llegaron los padres y también dijeron:

- Asustados estamos nosotros. Hija mía ¿Dónde te has metido?

Tardó un poco en responder y luego dijo:

- Ahora mismo lo estaba esperando.

- ¿A quién estaba esperando?

- Me dijo que, al amanecer, vendría un día de estos.

- ¿Dónde lo conociste y por qué te dijo que lo esperaras?

- Quizá no sepa explicarlo bien pero yo estaba sentada dentro de este chozo. Miraba las aguas del charco y me disponía a pescar una trucha cuando vi esa gran mariposa de siempre. Se puso muy cerca de mí y se me ocurrió preguntarle por la trucha de oro. En ese momento, yo no sé qué pasó pero, del charco y del río, surgió como una densa bocanada de vapor. Humo parecía y también niebla pero no era ninguna de estas dos cosas. Alguien se puso a mis espaldas, posó las manos sobre mis hombros y me preguntó:

- ¿De verdad quieres ver y tener en tus manos la trucha de oro que vive en este río?

- Lo deseo con todas mi fuerzas.

- Pues no preguntes nada ni mires para atrás. Dame tu mano y déjate guiar.

 

            Hice caso a lo que me dijo y al instante sentí el calor de su mano apretándose contra la mía. Tiró de mí, me levanté, lo seguí, caminamos despacio durante un rato y luego me dijo:

- Mantén tus ojos cerrados hasta que yo te lo diga.

De nuevo le hice caso y, como unos diez minutos después, me volvió a decir:

- Prepara tu corazón porque voy a pedirte que abras los ojos. Mira concentrada todo cuanto ante ti aparezca, no preguntes nada, observa atentamente y no te pierdas ningún detalle. Cuanto pase un rato, puedes hacer solo tres preguntas y luego tendrás que cerrar otra vez los ojos. ¿Estás preparada?

Y llenando de valor mi corazón le respondí:

- Lo estoy.

- Pues abre tus ojos ya.

Y los fui abriendo muy lentamente.

 

            Guardó la hermana silencio y la madre, conteniendo la respiración, le preguntó:

- ¿Y qué viste?

- Antes de ver nada, a mis oídos empezó a llegar como el rumor de muchas aguas: cascadas, ríos y olas suaves. Impresionada por este rumor que más parecía música de regiones muy lejanas, miré para mi izquierda y vi no una sino ciento de cascadas de aguas muy limpias que caían como de Sierra Nevada. Y digo esto porque al fondo y a lo lejos, como a través de una gran ventana con cristales en todos los colores, se veía Sierra Nevada mucho más bella y misteriosa que la he visto en mi vida.

- ¿Te dijo o descubriste de dónde surgían estas cascadas?

- No me dijo ni descubrí nada ni tampoco me entretuve mucho porque, frente a mis ojos, a la derecha y al fondo, descubrí como una inmensa bóveda, toda reluciente y con hermosísimos brillantes incrustados en las paredes. Unos eran de color azul, otros rojos sangre, amarillos oro, verdes agua y bosque fresco… me fui volviendo para mi derecha y las paredes de la grandiosa bóveda cada vez parecían más transparentas y con millones de colores, brillantes y líquidos. Seguí girando mi cabeza y cuando llegué a lo que tenía a mis espaldas, descubrí una ancha escalera, tallada en cristal azul violeta. Y, de pronto, bajando por esta escalera, me vi yo. Toda engalanada con el más hermoso de los vestidos de seda, azul muy clarito con tonos verde agua y destellos rosados. Avanzaba despacio como en busca de algo y, en ese momento, lo vi frente a mí: Alto, muy fuerte, joven como la luz de un nuevo día, ojos negros y pelo oscuro y todo vestido casi con los mismos colores de la gran bóveda. Me tendió la mano y yo le ofrecía la mía y le pregunté:

- ¿Eres el príncipe de la Trucha de Oro?

Me dijo que sí y a continuación me indicó que solo podía hacer tres preguntas.

- Y ya has hecho una.

 

            Me quedé un momento pensando y luego oí que me dijo:

- Se nos acaba el tiempo. Tienes que salir de aquí antes de que amanezca y te quedan dos preguntas.

Y sin esperar más pregunté:

- Este lugar donde estoy ahora ¿qué es y dónde se encuentra?

- Es parte de mi reino y se encuentra bajo los palacios de la Alhambra. En el corazón mismo de la gran montaña pero no pertenece a la dimensión en que viven los humanos.

- Y la trucha de oro que yo busco ¿de qué modo podré encontrarla?

- La trucha de oro vive en las aguas del río Darro. Yo soy el Príncipe de la Luz y dueño del Reino de la Belleza, parte de lo que ahora mismo estás viendo. Y también soy esa mariposa que tanto te gusta a ti y has visto muchas veces. Ahora ya no puedes hacer más preguntas. Pero sí te diré que para encontrar la trucha de oro tienes que ver primero a la mariposa. Yo soy ella. Cuando me veas pregúntame y te diré dónde vive la trucha y de qué modo podrás cogerla. Y ya no puedo decirte nada más.

Y en ese momento, sentí como si para siempre perdieran la gran oportunidad que tanto tiempo he estado soñando. Por eso le regué:

- ¡Por favor, permite solo una pregunta más! Solo una y ya está.

Me miró muy dulcemente y me dijo:

- Por la gran sinceridad con que me lo pides, te concedo hacer una nueva pregunta. La última. ¿Qué quieres saber?

- ¿Qué condición, cualidad o virtud se ha de tener para poder encontrar y coger la trucha de oro del río Darro?

- Solo una condición, cualidad o virtud que a su vez deriva en un puñado más. Para ver y coger la trucha de oro se ha de tener un corazón puro y hay que ser amante de la naturaleza y de lo bello. Ya te he dicho que mi reino en la belleza y yo soy el Príncipe de la Luz, símbolo de lo puro. Nadie verá ni cogerá nunca este pez de oro si no está en posesión de lo que te he dicho.

 

Guardó silencio durante unos segundos y luego me indicó:

- Debes cerrar los ojos, dame tu mano y prepárate para volver de nuevo a tu chozo y a tu charco.

Le hice caso, cerré otra vez mis ojos, sentí que de nuevo me dio su mano, caminamos no sé por dónde ni cuanto tiempo y cuando abrí los ojos vi que una densa bocanada de niebla salía de donde yo estaba. Miré y no lo vi pero sí descubrí que otra vez estaba en este chozo mío de siempre y junto al charco que conocemos.

 

            La hermana guardó silencio como esperando algo. El hermano le preguntó:

- ¿Y por qué, cuando hace un momento puse mis manos sobre tus hombros, preguntaste que si era el príncipe de la luz?

- Él se llama así. Y me pareció entender que esta mañana mismo iba a volver por aquí. Lo estoy esperando porque no quiero que nadie se me adelante y encuentre la trucha de oro. ¡Si supieras lo hermoso que es y la luz, colores, música y belleza que hay en el palacio que me ha enseñado! El Reino de lo Bello ¡cómo será, Dios mío, de mágico!

Dijo la madre:

- Ahora vamos a volver a nuestra cueva. Estás cansada y seguro que tienes sueño y hambre. Luego esta tarde, tres horas antes de que se ponga el sol, tu hermano te acompaña y vuelves de nuevo a este lugar por si él quiere venir a verte o a decirte algo.

 

            Diez minutos después, subían los cuatro por la sendilla que llevaba a la puerta de su cueva, en la ladera del Sacromonte. El sol ya se alzaba casi en la mitad del cielo de la mañana y daba de lleno sobre las torres y palacios de la Alhambra.

El palacio de la luz

 

            En ninguna parte del mundo encontrarás, en espacio tan reducido, una fragancia así: una multitud de ventanas que se abre cada una a un rincón del paraíso. Alexandre Dumas.

 

            Siendo todavía pequeña, en ocasiones, el padre le decía:

- La luz de esta tierra nuestra es lo mejor que poseemos.

Y ella quería comprender y por eso, según iba haciéndose mayor y seguía oyendo del padre:

- La luz que cada día nos besa es como la gran ventana al paraíso eterno.

Con frecuencia le preguntaba:

- ¿Tan única es esta luz de Granada?

- Es única por su pureza y más, cuando se derrama sobre la Alhambra.

 

            Por eso el padre, que tenía riquezas porque era rey en estas tierras, mandó construir un palacio en lo más alto de la montaña. Sobre el monte que hoy conocemos con el nombre de “Cerro del Sol”. Y en uno de los lados de este palacio ordenó levantar una torre muy original: cuadrada, con ocho ventanas, dos en cada una de los lados y, cuatro de estas ventanas, en forma de balcón. Y al ver esta construcción ella le preguntaba al padre:

- ¿Para qué estos ventanales tan grandes?

- Para que cuando estés dentro, te bañe y llegue a tus ojos toda la luz de Universo. Ya sabes: la luz de estas tierras nuestras es el mejor regalo que Dios nos has dado en este suelo.

 

            El palacio se alzaba en todo lo alto del cerro. Por encima de la Alhambra y laderas del Generalife y, por eso, desde sus ventanas y balcones, se veían perfectamente todas las murallas y torres de la Alhambra. También todos los bosques y jardines que le rodeaban. Al levante y al fondo se veía con claridad las cumbres de Sierra Nevada y el gran valle del río Genil. Y al norte, en primer plano, el hermosísimo tajo del río Darro. Al poniente, desde las alturas de su ventanas y aposento, se veía muy bien toda la ancha Vega de Granada. También como a vista de pájaros y con todos los detalles. Pero la ventana que a ella le empezó a gustar más, era la que daba a las tierras llanas del olivar. La llanura en lo más alto de la montaña y que de fondo tenía Sierra Nevada y la salida del sol, cada mañana.

 

            Precisamente en este olivar y muy cerca de la gran ventana que a ella más le gustaba, crecía un viejo olivo. De tronco grueso, con ramas muy retorcidas, tupidas de hojas muy verdes y con muchos agujeros en los nudos y curvas del tronco. Por eso aquí, a lo largo del día, siempre había muchos pajarillos revoloteando y cantando. Por las mañanas, en los agujeros del tronco de este olivo, se refugiaban los mochuelos, los autillos y las lechuzas. Ella los sentía cantar y chillar, al oscurecer cada día, en el centro de la noche y también al amanecer. De aquí que con frecuencia le preguntara al padre:

- Y estos animalillos, con la naturaleza que por aquí nos rodea ¿también son parte de esa realidad única que tanto me comentas?

- Granada y la Alhambra y este palacio nuestro son trozos del paraíso más bello que pueda verse en este suelo. Y nada puede decorar mejor a estos rincones que la luz, el agua, la naturaleza, la blancura de las nieves de Sierra Nevada y los azules del cielo.

 

            Mandó el padre construir una acequia, desde el río Darro, por las laderas de la gran montaña hasta los pies de su palacio. Luego mandó construir albercas, fuentes, baños, sembró densos jardines y trazó paseos fantásticos. Y ella, como ya vivía enamorada de la luz y libertad que le regalaba la montaña, pidió al padre que le construyera un columpio para pasearse.

- ¿Dónde lo quieres?

- En la encina grande que crece al borde de la gran ladera que cae para el río Darro. Para que cuando me esté paseando en él, además de besarme con el aire más puro, pueda ver la luz y misterios de esos barrancos.

Y dos días más tarde, ya se paseaba ella en el columpio de la encina y cantaba al aire y al sol que no paraban de abrazarle. Le decía al padre:

- Es verdad que la luz de estas tierras nuestras es como alimento que fortificara al corazón y llena de energía al cuerpo.

 

            Llegó la primavera y uno de los mochuelos hizo su nido en el agujero del tronco del olivo. Al verlo ella, comenzó a ir cada día a este sitio hasta que se hizo amigo de estas aves. Nacieron las crías y ella comenzó a cuidarlas y luego se entusiasmaba con sus primeros vuelos. Les decía:

- Porque un día, cuando ya remontéis vuelo y os vayáis sin miedo a la libertad, quiero irme con vosotros. A la luz que tanto me gusta.

Y una bonita mañana de mayo el sol salió por lo alto de las cumbres de Sierra Nevada. Más brillante y hermoso que nunca y por eso ella, en cuanto se levantó y se asomó a su ventana y vio tan precioso día, tuvo ganas de irse a su columpio para disfrutar del fresco airecillo de la mañana. No tardó en salir por la puerta de su palacio, se fue derecha al tronco del olivo y, en cuanto llegó, llamó al joven mochuelo amigo. Le dijo:

- Vente conmigo que quiero que me enseñes a volar.

Y en una alegre carrera por entre la hierba y las florecillas de la llanura de los olivos, se alejaron hacia el columpio. El mochuelo parecía entenderla y, al mismo tiempo, se esforzaba en seguir su juego. Como si el entusiasmo que de ella se desbordaba a él también le importara mucho.

 

            Llegó al columpio, se subió en él, se puso a mecerse al tiempo que su amigo la miraba posado en unas de las ramas de la encina. Y a cada mecida, ella decía:

- Quiero aprender a volar para irme por los aires y llegar hasta el sol. Quiero llena de luz todos estos paisajes y mi palacio y los palacios de la Alhambra. Quiero ser libre como lo eres tú y que mi corazón se llene del azul del cielo y de la blancura de la nieve de la sierra.

Y de pronto, en una de las grandes mecidas que con su columpio se daba, la cuerda se rompió. Su cuerpo delgado y joven salió volando por los aires hacia la profundidad del gran valle del río Darro. Y al verla su amigo el mochuelo, alzó vuelo y se fue tras ella. Como a sujetarla o como a cogerla para llevársela o sostenerla en el aire y que no cayera. Pero ni su amigo ni ella bajaron para el suelo ni para el gran valle del río.

 

            Como en una visión mágica, los dos se perdieron dirección a la luz del sol. Y nunca más volvieron a la tierra. Al rato, en el palacio, en toda la Alhambra y en Granada, se supo la noticia. Los padres fueron los primeros en salir a buscarla y no la encontraron. Y el padre, conteniendo el dolor en su corazón, decía a los amigos:

- Se ha ido al sol y, desde allí, a la eternidad del reino de la luz. Desde hoy y hasta el final de todos los tiempos, cada vez que el sol derrame sus rayos sobre la Alhambra y paisajes de Granada, tendrá un brillo especial.

 

            Y, desde aquellos tiempos hasta hoy, muchos han dicho y dicen esto: que Granada, la Alhambra y la naturaleza que rodea, irradian una luz como no hay otra en todo el mundo. Y así lo han dejado escrito, a lo largo de todos los tiempos, muchos escritores y poetas.

El regalo

 

            Por la Alhambra y todo su entorno, la mañana amaneció muy fría. La hierba y hojas de las plantas estaban todas cubiertas con blanca escarcha y los pajarillos se acurrucaban en los huecos de las paredes y en las ramas. El amigo se acercó y le dijo:

- Se llevan a la Princesa.

Y fue oír la noticia y se quedó como si fuerzas. Pero se armó de valor y le preguntó:

- ¿Cuándo y a dónde se la llevan?

- Creo que dentro de unos días y, por qué y a dónde, no lo sé.

Y él se quedó pensativo. Desde hacía mucho tiempo solo con su amigo compartía el secreto: estaba enamorado y ni siquiera a la Princesa se lo había dicho.

 

            Por eso, a partir del momento de la, para él, triste noticia, su corazón se apenó. Y, aunque se esforzó para aceptar la realidad y que no descubrieran su sueño, no le fue fácil. Pensó hacer algo para ella. Toda aquella mañana y por la tarde y noche, no paró de soñar y buscar. Y al fin, a la mañana siguiente, se animó porque le parecía que ya tenía en sus manos el regalo perfecto para su Princesa.

 

            Vivía con sus padres en una pequeña casa cerca de la Alhambra. En el rincón hoy conocido con el nombre de El Secano o La Medina. Era artesano y, en sus ratos libres, dedicaba tiempo a irse por los campos. Las montañas, el espacio ancho, el aire puro y libre, el olor de los tomillos, romeros y juagarzos, citus monspeliensis, eran cosas que les gustaban mucho. El viento, la soledad y el sol eran sus tres mejores amigos. Por eso disfrutaba, cuando iba recorriendo estos paisajes, con las bandadas de perdices, con las liebres, conejos y tórtolas, que se alzaban y huían a su paso. Y los lugares que con frecuencia recorría, por no caer lejos de su casa, era la gran colina al levante de la Alhambra. La bellísima montaña que también hoy es conocida con los nombres de Cerro de Santa Elena, ruinas del palacio Dar Al Arusa, Cerro del Sol y Llanos de la Perdiz. En aquellos tiempos, todos estos paisajes estaban surcados por caudalosas acequias, jardines fantásticos, olivares espesos, muchas huertas y tierras sembradas de trigo, cebada y garbanzos.

 

            Y del borde de la alta colina que cae para la umbría del río Darro, recogía esparto, planta conocida con el nombre de Stipa tenacissima. Por aquí y por los barrancos que se hunden para el valle del río Genil, esta planta crecía y crece en abundancia, sana y fuerte. El verano era la época que él más aprovechaba para recolectar el esparto. Lo ponía luego al sol durante varios días para que se secara y después lo recogía y lo majaba. Con un mazo de madera y una piedra y, en las largas noches de invierno o en las calurosas tardes del verano en Granada, tejía estas hebras de esparto. Sin prisa pero muy seguro daba forma a bonitos cestos, barjas, esteras, espuertas, alfombras, costureros, cuerdas…Originales y muy variados objetos que luego vendía a las personas de la medina y en los barrios cercanos. Sobre todo, a los hombres que utilizaban sus obras de arte para ayudarse en la recolección de los productos de los huertos.

           

            Y aquella mañana de invierno, una semana después de que el amigo le hubiera dado la noticia, se puso mano a la obra. Se decía: “Elaboraré un bonito regalo para mi Princesa y se lo ofreceré antes de que se vaya de estas tierras. Ella nunca ha sabido que en mi corazón la guardo pura pero de mí, deseo que se lleve el más grato de los recuerdos”. Y con este sueño y fuerza en su corazón se puso y, solo unos días, tejió un original costurero. Con su asa también de esparto y con su tapadera y algunos adornos de madera, en los lados. Luego tejió un pequeño joyero y lo metió dentro del costurero. Dos días después subió a la gran colina, no a los lugares de las matas de esparto sino a donde crecen las centenarias encinas. Buscó y recogió un buen puñado de bellotas, de las más gordas y buenas y regresó a su casa. Metió dentro del costurero estas bellotas, un puñado de castañas de los castañares de Sierra Nevada, almendras y nueces y preguntó a su amigo:

- ¿Qué día se llevan a mi Princesa?

- Creo que mañana mismo.

Y el corazón otra vez se le llenó de tristeza.

 

            Dijo al amigo:

- Tienes que verla antes de que se vaya. Y quiero que, sin que ella lo sepa, le dé estas cosas de mi parte. No le digas quien soy pero sí dile que me paso las horas del día y de la noche pensando en ella.

- Eres tan buena persona que por ti haré lo que sea.

Le dijo el amigo. Cogió luego el costurero, con todas las demás cosas dentro y se fue a los palacios de la Alhambra. Buscó a los guardianes, habló con ellos, les entregó el regalo y se sintió satisfecho. Pero antes de alejarse de los guardianes les preguntó:

- ¿Cuándo se la llevan?

- Mañana al salir el sol.

Y le faltó tiempo para ir al amigo y darle la noticia. Le preguntó:

- ¿Pero tú le has dado mi regalo en mano?

- No he podido

Y se entristeció.

 

            Al día siguiente, al salir el sol, los dos amigos estaban en la puerta principal de la Alhambra. Y a esta hora justo vieron salir de los palacios, una hermosa carroza. Enseguida imaginaron que dentro iba la Princesa. Y lo comprobaron solo unos minutos después. Al pasar la carroza cerca de ellos, dirección a la puerta de salida, la vieron montada en el bonito carruaje. Y el joven enamorado, comprobó que junto a ella y muy cerca de su mano, llevaba el regalo de esparto que le había hecho.

           

 

El palacio de sus sueños

 

            Al salir el sol ella le dijo a su amigo:

- Esta noche de nuevo lo he soñado.

Y él, la observó, se mantuvo en silencio aunque quiso preguntarle y luego miró por la ventana. El día se presentaba nublado, el viento todo en calma, sin nada de frío y con los mirlos por el acebo, cantando. Era primavera ya muy avanzada y por eso todas las laderas y tierras junto al río, se veían repletas no solo de hierba sino también de florecillas y algunos arroyuelos. El invierno había sido muy lluvioso y lo mismo lo estaba siendo la primavera.

 

            Se acercó ella y otra vez le dijo:

- ¡Quiero verlo! Ahora mismo noto como si en el corazón me ardiera. Porque en mi sueño lo he visto con tanta claridad y tan rotundamente bello que es como si una vida entera hubiera estado ahí viviendo. ¿Me llevas?

Y ahora sí preguntó él:

- ¿Sabes exactamente dónde se encuentra?

- Sí, porque hasta la senda que va por entre los pinos y remonta, la he visto con tanta claridad como si una vida entera también la hubiera estado recorriendo. ¿Me llevas?

- Te llevo.

 

            Y media hora después los dos salieron de la casa del Acebo, junto al río Darro. Cruzaron las aguas, remontaron por el puntal de los almendros, atravesaron el bosque de los robles, dejaron atrás la blanca cascada y buscaron la senda de la umbría. Por aquí caminaban ilusionados cuando otra vez dijo ella:

- Porque es como si ahí estuvieran viviendo todos nuestros buenos amigos: Albina, Guela, Lera, Katya, la Princesa…

Le preguntó él:

- ¿También el borriquillo y Enebro?

- Por el lado de arriba de la llanura, he visto que tienen su cielo. Por eso tengo tanto interés en que me traigas y descubras conmigo.

Guardó silencio su amigo al tiempo que para sí se dijo: “Quizá tenga razón y en su corazón de ángel se le manifieste en sueño el cielo que tanto necesitamos”. Y le dio su mano, apretándola con fuerza. Dijo otra vez ella:

- Ya estamos llegando.

El sol se alzaba a medio cielo y brillaba con fuerza. Sus rayos blancos y dorados caían como en chorros gigantes sobre el valle y por donde el rincón que estaba buscando. Por eso, en cuanto se situaron en lo más alto, se paró, miró para el lugar y señalando, dijo a su amigo:

- ¡Míralo! Tal como lo he visto tantas veces en mis sueños.

Y observando él, miró y lo descubrió.  

 

            Coronando las tierras de la colina, un poco clavado en las rocas y otro poco alzándose hacia el cielo. Y descubrió que por algunas de sus ventanas salían haces de colores en forma de llamas. Quiso preguntar pero ella se adelantó diciendo:

- Es como si fuera el palacio del reino más hermoso que nunca nadie haya imaginado. Por eso ahí tienen que vivir ellos y por eso dentro todo está lleno de mágicos secretos y tesoros fantásticos.

Y después de unos segundos en silencio, su amigo aclaró:

- Estas construcciones que me enseñas tú sabes bien que muchas personas las conocen con el nombre de la Alhambra de Granada.

- Lo sé pero lo que yo te estoy mostrando es la otra Alhambra, la que tantas veces he visto en mis sueños y no es materia ni pertenece a este suelo. ¿Lo entiendes?

 

La música del río Darro

 

            Hoy en día, cualquier persona puede visitar la Alhambra. Cualquiera puede recorrer sus jardines, sentarse en los bancos, rodear sus murallas, tocarlas, hacer fotos, respirar sus aromas y gozar de las vistas desde sus ventanas, con el fondo de rumor de las aguas de las fuentes. Cualquier persona y a lo largo de todo el año puede entrar y recorrer todas las estancias y palacios de la Alhambra de Granada.

 

            Pero hubo un tiempo en que las cosas no eran así. Los palacios, torres y murallas de la Alhambra, sí que estaban llenos de personas pero, o eran reyes y príncipes o criados y soldados, vigilantes de estos palacios. Solo estas personas tenían en privilegio de conocer, ver y tocar estos fastuoso y secretos rincones. Los demás, las personas sencillas y pobres de la ciudad y de los barrios, no podían ni siquiera acercarse a las murallas de la Alhambra. Aunque vivieran cerca de este lugar debían conformarse con solo verla desde lejos y con alguna noticia que alguien les comunicara. Por eso, muchos se decían entre sí, cuando desde la distancia observaban la figura de la Alhambra sobre su colina:

- ¿Cuánto serán los reyes que viven ahí?

- Ni lo sabemos.

- ¿Y cómo serán sus trajes, los salones de esos palacios, los comedores y demás recintos?

- Tampoco lo sabemos.

- Y la princesas y príncipes ¿qué hacen durante el día, por dónde juegan o pasean y dónde cenan y duermen?

- Nadie sabemos nada de esto.

 

            Pero en aquellos tiempos, por la orilla del río Darro no había tantas casas como sí hay hoy. Muy pocos vivían junto a las aguas. Por eso todas las orillas de este río estaban despejadas y muchas personas bajaban o subían, siempre al borde de la corriente, siguiendo pequeñas sendas. Y desde aquí, mientras iban a sus casas o a las tierras de sus huertos, observaban la figura de la Alhambra en todo lo alto de la colina. Igual que hoy en día desde la Carrera del Darro o Paseo de los Tristes pero, para todas aquellas personas, las cosas eran muy distintas. Porque todas las personas que desde las orillas del río Darro observaban a la Alhambra, tenían que conformarse solo con eso: con verla desde la distancia e imaginar lo que hubiera o no dentro.

 

            Sin embargo, en un punto concreto de este río y en aquellos tiempos, ocurría algo que nadie ha podido explicar nunca. Y este algo era una roca. Una gran piedra casi redonda que nadie sabía quién la había traído al lugar. Estaba justo en una pequeña curva del río, desde donde se veían muy bien las claras aguas de la corriente, todo el valle del río Darro, hacia arriba y hacia abajo y la Alhambra. Por eso muchas personas, cuando recorrían el camino que iba pegado al río, al llegar a la roca se paraban. Miraban a un lado y otro y luego miraba para la grandiosa figura de la Alhambra. Y muchas de aquellas personas hacían la prueba y siempre se sorprendían. Se decían entre sí:

- Vente a este lado, mira a la Alhambra, pon la mano aquí y espera.

El amigo o compañero le hacía caso. Se colocaba donde le habían indicado y ponía su mano en un lugar concreto de la roca. Y al instante, nadie sabía por qué ni cómo, se oía como una música de fondo.

 

            El amigo le decía:

- Ahora vente aquí y pon tu mano en este punto de la roca.

El compañero de nuevo le hacía caso y otra vez se oía la música, no la misma melodía sino otra diferente. Siempre muy de fondo, muy suave y deliciosamente bella. Y el de la mano sobre la roca, en muchas ocasiones preguntaba:

- ¿Y si me pongo mirando al río y toco con mis manos este punto de la roca?

- Prueba.

Hacia la prueba y otra vez la música sonaba. Siempre como si surgiera de las aguas del río, de algunos de los charcos o de entre la vegetación que se tupía a los lados.

 

            Y unos y otros, conocidos casi todos entre sí porque tenían sus huertos por el lugar o vivían cerca, comentaban:

- ¿Qué misterio tendrá esta roca?

- Nadie hasta hoy ha podido descifrarlo.

- Y la música ¿de dónde viene y quien la toca?

- También es un misterio.

- Pero no podemos decir que no sea fantástico.

- Yo creo que, como todos los que vivimos por aquí, somos pobres, el cielo nos premia con este regalo. Como si dijera que, para los reyes la Alhambra y para nosotros, algo mucho más fino y bello: las aguas de este río, claras como la luz y esta misteriosa roca con su música.

- Sí, quizá sea eso.

 

            Y todo esto fue así y durante mucho tiempo hasta que un día un rey dijo:

- Córtese el camino y que nadie más pase por ahí nunca. Construid un palacio cerca de las aguas y que la roca de la música quede en el centro de los jardines.

Se llevó acabo este proyecto y, al poco tiempo, ya estaba el palacio construido. Dejaron la roca de la música decorando a unos jardines muy bellos y el camino desapareció para siempre. Pero muchos empezaron a decir que los dueños y habitantes del palacio nunca podían oír la música de la roca. Se secó su fuente a partir del momento en que cortaron la senda que cada día recorrían los humildes del río.

 

            Al saberlo los que sí antes habían caminado por la vereda y habían gozado de la misteriosa música, comentaban:

- ¿Por qué la roca habrá dejado de regalar tan bella música?

- Tampoco lo sabemos.

- A lo mejor es que, como estas personas son tan egoístas y lo quieren todo para sí y no respetan ni a los pobres ni la naturaleza ni las claras aguas del río, el cielo se ha enfadado y no quiere ser amable con ellos.

- A lo mejor puede ser eso.

El cautivo de la Alhambra

 

La disposición de las mazmorras de la Alhambra, con sus camas individuales, y sus poyos de ladrillo como almohadas, revela una cierta preocupación por la instalación nocturna de los cautivos, aunque la reducida longitud de muchas de ellas, revela que tendrían que dormir encogidos. Los cautivos que ocupaban las mazmorras pasaban las noches en ellas pero por el día eran obligados a realizar trabajos. Al amanecer los sacaban con cuerdas y al anochecer cuando terminaban su función, los descolgaban de la misma forma.

 

En su sueño aquella noche lo vio otra vez. Dentro de la mazmorra, profunda, honda, oscura y acurrucado en un rincón. Sucio, vestido con harapos, con el cuerpo casi esqueleto y las manos amarradas con sogas. Y vio que en la densa oscuridad, intentaba dormir y no lo conseguía aunque era lo único que deseaba. Abrigado en sí, con las manos cruzadas sobre el pecho, la dureza del suelo y el frío clavándosele en las carnes y su pensamiento escapándosele a chorros por invisibles sueños.

 

Y en cuanto amaneció comenzó a planificar. Le dijo a su amigo:

- Él no ha matado a nadie, nunca robó nada ni tampoco fue malo. ¿Por qué lo tienen encerrado?

Y el amigo le respondió:

- Ya lo sabes: su pecado, lo que le ha llevado a la perdición, ha sido criticar a los que gobiernan.

- ¿Y por ese comportamiento lo condenan? ¿Qué derecho tiene nadie imponer a los demás el modo de pensar y comportarse?

- Nadie en este mundo debe arrogarse ese derecho pero a él lo tienen cautivo por esto.

Y durante todo el día estuvo planeando.

 

            Cuando la oscuridad de la noche se hizo presente, se le vio subir por uno de los regatos de la ladera norte de la Alhambra. Solo, en silencio y nada más que con su zurrón en las espaldas. Y, en cuanto terminó de coronar, se fue derecho a la puerta de la torre, ocultándose con la muralla. Vio que los guardias estaban dormidos y, con gran sigilo, se acercó más. Pasó y se fue derecho a la mazmorra, buscó la soga que usaban para subirlo y bajarlo y la descolgó. Muy quedamente lo llamó y le dijo:

- Soy tu amigo y vengo a rescatarte. Amarra tu cuerpo a esta cuerda y no diga nada ni metas ningún ruido. Le hizo caso al amigo. Fue tirando de su cuerpo lentamente y en tan solo unos segundos, lo sacó fuera. Y a la luz de la luna, descubrió que estaba aun mucho más viejo y débil de lo que en su sueño había visto. Todo su cuerpo lo tenía lleno de heridas. Preguntó al cautivo:

- ¿Cómo te hicieron esto?

- Soy, además de prisionero, su esclavo. A lo largo de todo el día me tienen trabajando, con solo un poco de comida y un sorbo de agua y por las noches, vivo en esta mazmorra encerrado.

- A esto no se le puede llamar vida. ¡No hay derecho! Sígueme y vayamos con cuidado.

 

            Los guardianes de la torre y ciudadela seguían adormilados. Por eso, subieron por las escaleras de la muralla, buscando el lado más alto, con la intención de escapar por aquí.

- Si nos vamos por la puerta, como apenas tienes fuerzas, seguro que nos descubrirán.

- Pero por este lado ¿tú has visto la gran altura que tiene la muralla?

- Lo he visto y esto no me preocupa tanto. Confía en mí porque sé por donde podemos escaparnos.

La luna salió de entre las nubes. Los guardianes, alertados por los ladridos de un perro, se despertaron y al mirar para donde la muralla, los vieron.

- ¡Se están escapando!

Y otro de los guardianes dijo:

- Por la muralla van corriendo.

- ¡Alto!

Y no se pararon.

 

            Siguieron corriendo en busca del lado donde el amigo sabía la muralla tenía un agujero. Pero los guardias los rodearon. Seguían gritando:

- Entregaros o soy hombres muertos.

Y el que había venido a salvarlo dijo al cautivo:

- Dame tu mano y no tengas miedo. Cúbrete conmigo y cuando te lo diga, da el salto.

Y estaban ya los guardias a solo unos pasos, los rodeaban y se disponían a cogerlos cuando, el que había venido en su ayuda, dijo al esclavo amigo:

- ¡Ahora!

Y los dos a la vez dieron el gran salto. La luz de la luna los iluminó y por eso los guardias vieron que no cayeron para el vacío. A los dos, cogidos de la mano, los vieron como volando dirección al cielo, con los brazos abiertos y gritando:

- Somos libres. Escapamos de vuestras manos y ahora ya será para siempre.

 

            Y los guardias, al otro día, dijeron a los jefes y demás conocidos:

- No puede ser otra cosa que un milagro. Sino ¿cómo se explica que los dos cayeran al vacío y, en lugar de rodar por la ladera hacia el río, se fueran volando a las estrellas o al cielo?

 

El jardín más bello de la Alhambra

 

            Uno de los reyes de la Alhambra, aquella mañana lo llamó al palacio y le dijo:

- Todos me hablan de ti y siempre es bueno.

- Me alegro, majestad. Serle útil a usted y a la princesa, es lo que más deseo.

- Y me han dicho que eres muy amante de la naturaleza. Que te gustan mucho las plantas, las flores, el agua, cultivar las tierras y disfrutar de la libertad y el air puro que tenemos en Granada.

- Es cierto que me gusta mucho todo esto porque pienso que el paraíso que Dios nos tiene prometido, de agua, de flores, ríos y lagos, tiene que estar repleto.

- Pues por esta manera tuya de comportarte, sentir y pensar, quiero hacerte un regalo.

- ¿Qué regalo, majestad?

- Desde hoy y durante cinco años, te regalo un trozo de tierra, no muy lejos de la Alhambra y en aquel sitio que tú quieras.

- ¿A cambio de qué?

- A cambio de que en estas tierras siembres, cultives y riegues todo aquello que a ti te gusta tanto. ¿Serás capaz de construir el jardín más bello que nunca se haya visto aquí en la Alhambra?

- Creo que sí, majestad.

- Pues si lo consigues en estos cinco años que te he dicho, además de regalarte para siempre este jardín, te prometo otro regalo aun mejor.

- ¿Qué regalo puede ser para mí mejor que este sueño que estamos comentando?

- Te lo diré y lo sabrás en su momento.

 

            Y no se habló más. Aquella misma tarde el rey dio órdenes para que pusieran a su disposición el trozo de tierra que eligiera y en el lugar que más le gustara, no lejos de la Alhambra. Y él no lo pensó mucho porque, desde hacía bastante tiene ya, tenía escogido su paraíso ideal, a solo dos pasos de la Alhambra. Les dijo a los sirvientes del rey:

- Las tierras que quiero, están junto al Generalife, un poco por el lado de abajo. Ese es el lugar perfecto para realizar lo que sueño.

- Pues tuyo es, desde hoy, ese terreno.

Y en aquel momento se fue al lugar. Se puso a recorrer la tierra, a la vez que les decía a los sirvientes del rey:

- Desde aquella piedra hasta esta encina y por esos lentiscos donde va la acequia, todo esto lo quiero para mi jardín y huerto.

- Concedido está. Cumplimos órdenes del rey.

- Y también quiero que mi terreno llegue hasta el borde mismo del puntal. Desde ahí se ve con toda claridad todo el valle del río Darro, las laderas y cerro del Albaicín, la gran extensión de la Vega de Granada y el magestuso conjunto de la Alhambra. Quiero que el rey y la princesa, cuando se asomen a las ventanas de sus torres, vean estas tierras y me vean a mí trabajando en ellas.

Y otra vez los sirvientes le dijeron:

- Tus deseos serán cumplidos.

 

            Aquella misma tarde, un poco antes de que se pusiera el sol, se puso mano a la obra. Y lo primero que hizo fue trazar, desde la acequia del Generalife, pequeños ramales por el trozo de tierra que había elegido. Luego, ideó un pequeño lago en el centro, no en forma de alberca sino en forma de lago verdadero. Planificó dónde sembrarías las higueras, los membrillos, las cepas de viña, los naranjos, granados y los olivos. Y a continuación, calculó dónde sembraría cada planta: rosales, setos de mirto, cipreses, jazmines y enredaderas. También calculó en qué lugar del terreno sembraría tomates, pimientos, patatas, lechugas, pepinos, zanahorias y calabazas. Y durante toda aquella noche estuvo trabajando en su trozo de tierra. A la luz de la luna y en compañía del rumor del agua de la acequia, del canto de los grillos, mochuelos y lechuzas y besado en todo momento por el fino vientecillo que subía del río Darro.

 

            Era otoño y por eso él sabía que estaba en el mejor momento. Sembró las higueras y demás árboles que había pensado, labró las tierras, quitándole las piedras para dejarlas finas para el momento de la siembra y dio forma a todos los ramales de acequias y a su pequeño lago. Llegó el invierno y las lluvias y heladas no hicieron ningún desastre en sus tierras sin o todo lo contrario: las fueron empapando y preparando para la llegada de la primavera. Y se presentó la primavera y los árboles dieron sus hojas y flores. Primero los almendros, luego los cerezos, los membrillos y naranjos los rosales, higueras y parras. Y sembró, mientras tanto, las tierras del huerto. A los pocos días brotaron las plantas, casi al mismo tiempo que su pequeño lago se llenaba de agua.

 

            Y aquella primera primavera su tierra se llenó de verde, de flores, de olores y reflejos de agua. Vino un día el rey, en compañía de la princesa y al ver el jardín y huerto, preguntó:

- ¿Cómo es posible que en tan poco tiempo, ni siquiera un año, hayas conseguido todo esto?

- Trabajando y disfrutando en cada momento sin dejar de agradecer al cielo todas las maravillas que por aquí nos regala.

- Lo que dices y haces es fantástico.

Y la princesa le preguntó:

- ¿Y este lago tan bello y de color azul cielo?

- Ha salido de mi corazón y sueños y es del rey y tuyo, por supuesto.

- ¿Puedo mojar mis pies en sus aguas?

- Claro que puedes.

Y la princesa se acercó y durante mucho tiempo no solo mojó sus pies sino que lavó sus manos, cara y luego se bañó. Decía mientras nadaba:

- Lo que más me gusta, y me gusta todo en este pequeño edén tuyo, es la visión que desde aquí hay sobre la Alhambra, sobre el Albaicín, río Darro y Granada.

- Esto debe parecerse al paraíso que Dios nos tiene preparado en el cielo.

Y la princesa quedó admirada. Cogió luego naranjas, cortó rosas, puso en su pelo un ramillete de flores de jazmín y, cuando ya regresaba con el rey al palacio, cogió tres bonitas flores de girasoles.

 

            Aquel mismo día él llevó al rey una buena carga de las mejores cosas de su huerto. También al día siguiente y al otro y así a lo largo de todo el verano y parte del otoño. Y la princesa, cada vez que lo veía, le decía:

- No solo el lago es bello sino que estos frutos saben a cielo.

Y él le respondía:

- Me alegro.

Volvió a llegar otra vez el otoño, corrió el invierno, se presentó la primavera y luego el verano. Sus árboles, plantas y hortalizas del huerto, crecían y daban flores y frutos y el jardín se llenaba de más y más belleza. Al tercer año ya las higueras dieron ricos higos y lo mismo los naranjos, viña y granados. Y al cuarto año, el jardín y el huerto no solo parecía vergel digno de los mejores salones del cielo sino que era el orgullo del rey, de la princesa y de cuantos vivían en la Alhambra. Por eso, muchos le preguntaban:

- ¿Cómo lo consigues?

- El cielo me regala la luz, la tierra, el agua y el aire. Lo demás lo pongo yo, dando gracias al cielo, con mi trabajo y la fuerza de mi corazón.

- ¿Y que llevas en el corazón?

- Amor a lo bello y puro y respeto al cielo. También algo muy profundo que no comparto con nadie porque es mi secreto.

- ¿Ni siquiera con el rey o la princesa?

- Ni siquiera con ellos.

 

            Y al quinto año, fecha en que se acaba el plazo que el rey le había concedido, éste lo volvió a llamar al palacio y le dijo:

- Estoy contento contigo y te estoy muy agradecido. Has demostrado que eres amigo del cielo, de la libertad y de lo bello.

- Me alegro, majestad.

- Así que voy a cumplir lo prometido. Como has sido bueno, de corazón noble y fiel en lo poco, mereces el mejor de todos los premios: desde ahora mismo eres dueño del jardín y todas las tierras que has sembrado y labrado. Nunca se ha visto por aquí un paraíso tan original y esto ennoblece a la Alhambra y a Granada. Y como te prometí darte otro regalo quiero cumplir mi palabra.

- ¿Qué regalo puede darme si ya tengo todo lo que quiero y bendición de su majestad y la del cielo?

- Ella. La princesa lleva mucho tiempo diciéndome que está de ti enamorada. ¿Serás capaz de cuidarla y de darle la felicidad que sueña?


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