Ventanas a la eternidad 

       Relatos cortos // 2010-18

El libro de los más bellos relatos de la Alhambra,

río Darro, Albaicín, Realejo y Granada - VI 

  1- La aprendiz de princesa 

  2- La casa maldita del río Darro 

  3- El caballo blanco

  4- El guía romántico de la Alhambra 

  5- El granado del Albaicín 

  6- Los dos jóvenes del Albaicín 

  7- La mujer de haz de leña 

  8- Maravillas ocultas de la Alhambra 

  9- Desde la cuna del flamenco, Sacromonte 

10- El joven que se convirtió en otoño 

   

11- Las dos amigas del Paseo de los Tristes 

12- La impostora del Albaicín 

13- El árbol del otoño en el río Darro 

14- Al llegar el otoño  

15- Desde el reino de la Alhambra

16- La anciana, reina del bosque 

17- El cascabel del Albaicín 

18- La fantasía de un sueño  

19- Las dos mujeres buenas del Albaicín 

20- Desde las cuevas del Albaicín  

    

La aprendiz de princesa

               

                                 Cada instante es único,

y, aunque pasado el tiempo vuelvas,

nunca ya nada será igual.

 

II - Cruzaron los pasillos ajardinados de los patios, recorrieron algunas calles también repleta de flores y casas a los lados, atravesaron las acequias y los bosques y fueron buscando el camino que descendía por el barranco. El lugar junto a la Alhambra que ahora muchos conocen con el nombre de “Cuesta del Rey Chico”. Y cuando por aquí empezaron a bajar, el sol lo saludó no de frente sino del lado derecho. Por lo más alto de la cumbre hoy también conocida con el nombre del “Cerro del Sol”. Desde esta robusta cima que, desde casi su nacimiento viene escoltando al río Darro por su derecha, el sol se levantaba, ya regalando hermosos rayos dorados, mezclados con la fina bruma de la limpia mañana de primavera.

 

Y conforme caminaban, como la tamizada luz del claro sol, les llegaba abrazándolos, les acariciaba sus caras, la fresca vegetación del bosque en la ladera hoy también conocida con el nombre de “Dehesa del Generalife” y las altas torres y murallas de la Alhambra. Por eso también los palacios, toda la Medina y Alcazaba, se veían iluminadas entre la bruma, la vegetación y la distancia. Ninguno de los dos comentaba nada pero los dos, según avanzaban por el caminillo, barranco abajo en busca del río, miraban como asombrados. Y más asombrados iban quedando cada vez que sus ojos recorrían la colina al otro lado del río. Por allí, el sol de la mágica mañana, se derramaba aún más puro, sobre las blancas casas del Albaicín y sobre los árboles, jardines y huertas. Dijo él, como susurrando:

- Un espectáculo quizá único en todo el mundo que muchos, a lo largo de los tiempos, han soñado pero solo algunos tienen la suerte de disfrutar. Porque no todos poseen ojos para verlo ni tampoco todos están preparados para descubrir y gozar los misterios más delicados del alma de Granada.

Y musitó ella:

- Nunca en mi vida había visto yo algo tan francamente bello.

- Por eso es bueno que lo disfrutes a fondo ahora que tienes la oportunidad. Porque ya sabes tú: el tiempo pasa y aunque no lo quieras, el instante que ahora mismo estamos viviendo, se nos va para siempre de las manos. Yo siempre he pensado que, aunque la vida cada día nos trae sus luces, sombras y momentos buenos y malos, cada instante es único. Nada volverá a repetirse aunque después pasen cien años. Y aunque todos estemos por aquí de paso, tú lo estás más que ninguno. Sabes que dentro de unos días, dos meses o un año, te marcharás de estas tierras. Cuando estés lejos de aquí, las recordarás y querrás volver pero, aunque regreses, ya nada volverá a ser igual al instante que hará mismo vivimos. Por eso te repito que cada minuto y cada rayo de luz o abrazo que vivamos en el presente, será único y nunca jamás volverá a nuestro encuentro.

 

            Guardó silencio el joven mientras lentamente seguían bajando. Ella también y, mientras marcaba los pasos a su lado sin dejar de mirar, se iba metiendo en su corazón para meditar la luz y misterio de la mañana. Y trazaban una pequeña curva siguiendo el recorrido de la senda cuando, hasta sus oídos, comenzó a llegar el rumor de un riachuelo. Como desconocía por completo el sitio y el tramo por donde caminaban, algo sorprendida, preguntó la joven:

- ¿Es que hay un río por aquí?

- Por aquí corren algunas de las aguas del río Darro pero lo que ahora mismo oyes no es este cauce.

- ¿Qué es entonces?

- Espera un momento y lo verás con tus propios ojos.

Y no tuvo que esperar mucho tiempo.

 

            Tal como iban bajando por el caminillo, al torcer con la curva, la vio caer por su derecha. En forma de pequeño arroyuelo pero aún mucho más bello, cuya agua clara como el cristal, caía desde el lado en que el sol se alzaba. Y como precisamente el sol le daba desde atrás, en sentido contrario a como descendía la corriente, la hermosísima luz de la mañana mágica, parecía fundirse con las aguas y transparencias. Y al contacto de las pequeñas olas de riachuelo, de las cascadas y de los charcos, surgían cientos de reflejos azules, blancos, dorados, verdes, oro y sangre. Como en un juego silencioso y brotando del corazón mismo de la naturaleza y por entre el fino velo de la tranquila mañana de primavera. Y al ver tan frágil, trasparente y hermoso espectáculo, volvió a preguntar ella:

- ¿Seguro que éste no es el río que vamos buscando?

- Esto es parte de la gran acequia que riega las huertas y jardines de la Alhambra, y las aguas que por aquí corren, saltan y cantan, sí que vienen del río que buscamos.

- Pues es precioso, nunca había imaginado algo tan interesante y bello por estos contornos de la Alhambra.

 

            Y el joven, ahora de nuevo guardó silencio. Ella siguió observando el tan delicado riachuelo que por su derecha saltaba y se le iba quedando. No sabía que un poco más arriba y en la ladera, se extendían las huertas y jardines del Generalife y ni tampoco sabía que los árboles por estas tierras, ya estaban, uno repletos de flores y otros cargados de frutas. Se lo fue explicando él mientras continuaban bajando y, cuando, a mitad de la ladera de la colina de la Alhambra y el río Darro se la encontraron lavando, de nuevo preguntó ella:

- ¿Qué hace aquí esta mujer a estas horas tan temprano?

- Lava su ropa y se lava ella, mientras sueña y piensa en los suyos, en las aguas de este sereno charco.

- ¿La conoces tú?

- Ella, como otros muchos, vive en una de las casas de ese blanco barrio que se ve al frente, al otro lado del río y que todos conocemos como el Albaicín.

- Tampoco yo había imaginado que las personas vinieran a este río a lavar sus ropas. Me resulta muy curioso y en una mañana tan mágica como ésta y junto a la vereda y en el riachuelo de este barranco.

- Pues ya lo estás viendo, la Alhambra, sus jardines y sus palacios, es un mundo muy bello por dentro pero por fuera, en las tierras, rincones y paisajes que le rodean, también todo es como un mundo encantado. Aunque las personas que por aquí bregan, tienen y viven sus problemas, aderezados con sus sueños, su trabajo cada día y sus penas.

- Ciertamente que lo que me dices y con mis ojos estoy viendo, me resulta curioso porque hasta este momento ha sido por completo desconocido para mí.

 

            Y, como durante unos minutos los dos guardaron silencio, sin dejar de caminar y sorprenderse con los juegos de luces que a cada rincón, la mañana les regalaba, rompió ella nuevamente este silencio un poco antes de llegar al río. De pronto dijo:

- Tengo algo que contarte.

- ¿Qué es?

- Hasta hoy lo he guardado como secreto muy personal y por eso aún con nadie lo he compartido.

- Pues cuando tú quieras me cuentas tu secreto que yo, con todo respeto te atiendo y escucho.

- Sí, quiero compartirlo contigo porque, como ya un par de veces te he dicho, me parece un hombre bueno y serio.

Hubo otro momento de silencio y ahora, ya muy cerca de las tierras llanas del río, ella se paró y miró despacio. Frente ahora le quedaba toda la ladera sur del bosque de la Alhambra, por completo bañado por el brillante sol de la mañana. A solo unos metros, saltaban las aguas del río y a su izquierda, un poco metido en el bosque de la umbría de la Alhambra, aparecía una veredilla que llevaba hasta la puerta de una cueva.

 

            Al frente, la corriente del río, a su derecha y luego a su izquierda, miró ella despacio durante un buen rato y sin pronunciar palabra. El joven se había parado a su lado y la observaba como esperando que hablara y le revelara el secreto que la había anunciado. Pero ella, después de un buen rato callada, se puso frente al joven y recitó:

- El río por aquí saltando, como en un profundo silencio y entre prados, zarzas y fresnos, las aguas claras y en ellas jugando esos niños, aquellas tres mujeres tendiendo ropa en la hierba, esas dos con los cacharros sobre sus cabezas, ese charco remansado y esta cueva a nuestra derecha…

Y él, ahora la miró muy interesado, esperando que concluyera con alguna pregunta o que revelara su secreto. Pero ella, otra vez dijo:

- Y aquel anciano subiendo por el camino, esos hombres metidos en sus cosas y por allí las tierras donde se ven los huertos… Pero sobre todo, esta cueva que tenemos a nuestra izquierda y en la puerta, eso dos hombres sentados.

Y ahora sí le dijo él:

- Los dos hombres que ves sentados en la puerta de esta cueva son padre e hijo.

- ¿Y qué hacen ahí como esperando?

- No esperan nada. Solo dejan que el tiempo pase y que algo o alguien les eches una mano.

- ¿De qué los conoces?

- Sé que son pobres, que no tienen con qué alimentarse ni tampoco a dónde ir ni quién le ofrezca una moneda. Pero son padre e hijo y entre sí se ayudan, junto a la Alhambra, cerca del río Darro y a solo unos metros de la muralla. ¿Has oído hablar tú alguna vez de La Casa Maldita del río Darro?

- Nada he oído yo de esta casa ni tampoco nunca nadie me habló de ella. ¿Tú sí sabes algo?

- Cuando ahora dentro de un rato lleguemos al sitio que quiero mostrarte y junto a las aguas estemos sentado, voy a contarte la historia de esta casa.

- Estos dos hombres sentados en la puerta de la cueva ¿tienen algo que ver con esa historia?

- Tienen que ver y mucho.

- Pues vale, tú me cuestas el relato de La Casa Maldita y yo te revelo mi secreto.

 

            Hubo otro momento de silencio y como ahora miraban en la dirección en que por el río se iban las aguas, allá a lo lejos, vieron a unos niños. Dos o tres muchachos y unas mujeres que también lavaban ropa en las aguas de la corriente. Le dijo a ella:

- Aunque es la realidad cruda y dura de la vida en estos momentos y barrio y en Granada, si miras fijamente y cierra los ojos, quizás veas la otra cara.

- ¿Qué otra cara?

- La que escondidas en las entrañas del tiempo, transforma a estas personas, a estos paisaje y a esta mañana, en un cuadro hermosísimo más allá de la materia. ¿No ves como el correr de las aguas y el juego de esos niños, parece ocurrir en un lejano y hermosísimo universo?

Y ella observó despacio sin pronunciar palabra. Luego comentó:

- Creo que lo que me dices y quieres enseñarme, es algo hermoso pero no consigo entender ni verlo.

- Y sin embargo, lo que te digo y claramente y ahora mismo observo, es tan real y bello como la luz del sol que ilumina en estos momentos.

 

            Siguieron bajando y, al llegar a las aguas del río, ella otra vez dijo:

- Cuando estemos sentado en la orilla del charco que quieres enseñarme, me explicas un poco más esta visión tuya. Intentaré ver mientras yo te hablo del secreto que he dicho.

Y fue él a darle una respuesta cuando de nuevo ella comentó:

- Ahora quiero pisar las aguas de este río, lo mismo que esos niños que juegan ahí en la corriente.

Señalaba para las aguas del río, a la izquierda de donde la senda se encontraba con el curso, que era donde jugaba el grupo de niños. Descalzos, pisando de acá para allá las aguas, recogiendo piedras redondas, pequeñas y algunas muy grandes y colocándolas en un pequeño muro que iban levantando para remansar un charco. Se les oía, además, gritar, reír, comentar sus pequeñas aventuras y, con la clara luz del hermoso día, se les veía libres. Por eso ella, nada más descubrir el juego de estos niños, se contagió de su gozo y quiso meterse en las aguas. Otra vez dijo a su compañero:

- Cuando yo era pequeña, allá en mi país lejano, también jugaba con las aguas de los ríos, como lo hacen ahora estos chiquillos. ¿Qué tendrá de mágico este juego que a todos los niños y los mayores, nos gusta tanto?

Y él, después de meditarlo unos segundos, aclaró:

- Quizás la magia esté en el agua. Se le ve libre, regala frescor y vida, es amiga siempre y como acaricia en forma de gozo, gusta tocarla, oírla correr, verla remansada y disfrutar de su tacto.

 

            Los dos se pararon en el borde mismo de las aguas, se quitó ella su calzado, metió sus pies en la corriente, pisó el agua por aquí y por allá, mientras gozaba de la figura de la Alhambra sobre la colina y del juego de los niños y, pasado un rato le pidió a él que le diera la mano. Lo hizo muy complacido y le ayudó a salir del río. Y cuando le alargaba su calzado para que se lo pusiera, ella de nuevo dijo:

- Ahora quiero caminar descalza como cuando era pequeña haya en los ríos de mi tierra. ¿Qué tendrá el suelo que gusta tanto pisarlo e ir descalza por las veredas y sentir los pies acariciados por la fresca hierba?

 

            Y no respondió él a esta pregunta. Le siguió ofreciendo su mano, le ayudó a salir de las aguas del río, continuaron caminando despacio y con cuidado para pisar solo por la vereda y en las más tiernas matas de hierba y, río arriba por entre los árboles y las tierras los huertos, se fueron acercando al charco que él quería mostrarle. Y mientras se iban aproximando y ella era feliz caminando descalza, sobre la colina, constantemente se veía la robusta figura de la Alhambra y a los lados, emergían y saludaban las pronunciadas laderas repletas de bosques. A cada instante ella preguntaba y, con la mejor sabiduría, él le contestaba.

 

            Llegaron al charco cuando ya el sol estaba colocado casi en el centro del cielo. Por eso ahora calentaba algo más y por eso la luz aún brillaba con más fuerza y parecía más misteriosa vista por entre las ramas de los árboles y reflejada en las aguas del río. Y ella, lo primero que hizo nada más estar junto al charco, fue volver a meterse en las aguas. La dejó el joven y él se fue hacia la gran piedra, al lado de arriba y entre la hierba. Por aquí soltó el calzado de ella y la pequeña bolsa que portaba con algo de comida. Se sentó en la piedra, se puso a observar la corriente y a intervalos también a ella y al poco, la vio salirse del agua mientras comentaba:

- Aunque apetece mucho por lo transparente que es y la dulzura que de ella mana, también está fría.

Y caminó pisando la arena de la orilla del río hasta llegar a una gran roca en forma de losa, justo en el centro de la corriente. Quedaba por completo fuera de las aguas porque aunque la corriente la bordeaba por un lado y otro, no la bañaba. Por eso resultaba un sitio muy cómodo no solo para sentarse sino para estar cerca por completo de las aguas, al mismo tiempo que frente a la figura de la Alhambra sobre la colina y casi en armonía con la corriente del río que se alejaba.

 

            En esta piedra se sentó, metió sus pies en las aguas y con las manos, a un lado y otro, se puso a jugar con las pequeñas olas que la corriente dibujaba. Y mirándolo a él, sentado a solo unos metros de ella sobre la piedra y entre la hierba, habló y le dijo:

- No habrá en el mundo un sitio más bello que éste y apropiado para compartir contigo mi secreto. ¿Quieres escucharme?

- Soy todo oído. ¿Qué es eso tan interesante que quieres compartir conmigo?

Y sin más rodeos ella declaró:

- Cuando yo era pequeña, en muchas ocasiones me preocupaba que pasado el tiempo, los amigos y conocidos, se olvidaran de mí. Y ahora que ya soy mayor y vivo en estas tierras y palacios que conoces, me sigue torturando esta misma sensación. Y lo que más me preocupa en estos días es que cuando, dentro de un tiempo me marché de estos lugares tan bellos, tú y las personas que estoy conociendo, de verdad me olvidéis. Me entristece pensar que en cuanto me marché de aquí, mi recuerdo, mi memoria y mi presencia por estos lugares, se borren por completo y para siempre. Es algo que temo mucho. Y en esta ocasión, como todo lo que por estos lugares estoy descubriendo es tan hermoso, mi miedo es más intenso.

 

            Se mantuvo él en silencio durante un rato, sin dejar de mirarla desde su piedra sentado, junto a las aguas y frente a la Alhambra y luego dijo:

- Tu sentimiento es muy bello al mismo tiempo que doloroso e importante. Es algo que nos ocurre a todas las persona y yo sé lo que hay que hacer para quedar siempre vivos en los lugares, entre los amigos y conocidos, en el tiempo y, para la eternidad, en el corazón del Universo.

- ¿Me lo cuentas?

- Deseo hacerlo pero, en este momento y para cumplir con lo que te he prometido hace un rato, te voy a contar lo de La Casa Maldita por estos parajes. Nos servirá para iluminar y explicar la inquietud que anida en tu corazón y acaba de compartir conmigo.

 

Este relato continúa en: III- “La casa maldita del río Darro”

 

La casa maldita del río Darro

 

Lo importante no es que pasado el tiempo

se mantenga viva nuestra memoria

sino que nos recuerde la historia y las personas

por nuestros nobles hechos.

 

            III - En tiempos lejanos, un hombre rico se construyó una casa junto a las aguas del río Darro. En las tierras llanas, a la altura de las laderas del Generalife, por encima del último puente de piedra, frente a las laderas por donde hoy se extiende el barrio del Sacromonte y cerca de donde manaba una copiosa fuente. Pasados los años este manantial fue bautizado con el nombre de Fuente del Avellano. Y como en aquellos tiempos y un hoy en día estas tierras llanas del río Darro eran muy fértiles, donde el hombre rico se construyó su casa, había muchos pequeños huertos. Casi todos de personas pobres que vivían por donde hoy se extiende el barrio del Albaicín y las cuevas de las laderas a un lado y otro. Por eso, cuando el hombre rico comenzó a programar la construcción de su casa, a todos los que tenían tierrecillas por ahí, les dijo:

- Ya podéis ir arrancando las hortalizas, flores y árboles de vuestras míseras huertas.

- ¿Y eso por qué?

Le preguntaron los pobres al hombre rico.

- Porque necesito estas tierras para la cimentación de mi casa y para los jardines y paseos con lo que voy a decorarla.

- Pero señor ¿tan grande va a ser su mansión?

- Mi morada, el sueño de mi vida y donde voy a invertir gran parte de mi fortuna, será todo lo grande que yo quiera y no permitiré que ninguno de vosotros dificulte este proyecto. Y si tú, tus amigos y vecinos me empezáis a poner pegas, arrancaré yo mismo las hortalizas, flores y árboles que hay en vuestros huertos.

- ¿Usted sería capaz de hacer eso?

 

            Y el hombre rico, muy enfadado porque todos los que le conocían sabían que era soberbio, engreído y muy caprichoso, le seguía diciendo a los hombres pobres:

- Yo no, desde luego ni con mis propias manos sino los esclavos que tengo a mi servicio. A ellos les daré órdenes y, en un abrir y cerrar de ojos, desaparecerán todos vuestros huertos.

Y las personas pobres se llenaron de miedo. Mucho sabían que el hombre rico era también muy violento y no mostraba compasión ningunas con las personas humildes. Todo lo que se le ocurría lo llevaba a cabo, costará lo que costará en dinero y sacrificio e incluso, vidas humanas. Para él las leyes no existían y el amor y respeto para con los demás, nunca había tenido raíces en su corazón. Por eso, las personas pobres dueños de los huertecillos de las tierras llanas del río Darro, se dijeron entre sí:

- Aunque no queramos tendremos que hacer caso a lo que nos está pidiendo.

- Pero ¿con lo que a mí me ha costado conseguir estas tierrecillas?

- Y las mías, que son herencia de mis antes pasados y ellos la recibieron de otros familiares aún más lejanos.

- Y fijaros en qué momento más crítico quiere destruir nuestros huertos. Yo ya tengo sembradas e incluso muy crecidas las matas de tomates, las lechugas, las berenjenas, los calabacines, los pimientos…

- Pues lo mismo que yo y todos los demás. Y hasta las higueras y los granados están ya repletos de frutos. Y en mi casa, estamos esperando que maduren algunas de estas hortalizas y frutos para comer algo bueno y fresco.

- Desde luego que es un crimen lo que este hombre quiere hacer con nosotros y, a esto, no hay derecho.

- Pero no tenemos otra salida digamos y hagamos lo que hagamos.

- ¿Y sí le enseñamos las escrituras de nuestras tierras?

- Podríamos reunirnos y hacer eso pero ¿creéis vosotros que servirá de algo?

 

            Y los hombres pobres, acorralados y sin encontrar ninguna salida a sus problemas, primero se reunieron entre sí para hablar de estos asuntos. Luego, intentaron organizarse para ir al rey a pedirle ayuda. Pero, como el hombre rico era amigo del rey y de otras personas poderosas, nada consiguieron. En poco tiempo, los esclavos que trabajaban a las órdenes del hombre rico, dieron comienzo a la destrucción de los huertos de las personas pobres. Empezaron por los que estaban más cerca de donde el hombre rico había decidido levantar su palacio, siguieron por los que estaban un poco más retirados y cuando llegaron a los huertos más lejanos, el hombre rico dijo a los dueños de estas tierras:

- Sí alguno de vosotros quiere conservar la posesión de su huerto, ha de ser con una condición.

Y los que tenían estos huertos un poco más lejos de la construcción de su fantástica casa, preguntaron:

- ¿Cuál es las condición para poder salvar nuestros huertos?

- Solo a los que tenéis las tierras más lejos de mi casa, os convoco a una reunión dentro de tres días.

- ¿Para qué esta reunión?

- Para explicaros la condición que os he dicho y para anunciaros las ventajas que tendréis si hacéis caso a lo que os estoy pidiendo.

Y los hombres pobres dijeron:

- Pues asistiremos a esa reunión porque, de todos modos, ninguna otra salida tenemos. Pero ¿dónde nos reuniremos?

- En la orilla del río, junto al gran charco azul.

 

            Estos hombres pobres estuvieron de acuerdo porque se dieron cuenta que podrían salir mejor parados que sus compañeros, los de los huertos más cercanos a donde se alzaba la fantástica morada. A todos los que tenían huertos por aquí, el hombre rico no solo se los había quitado sino que les arrancó sus hortalizas y árboles frutales y, para que escarmentaran y desistieran de su hostilidad, los tomó como esclavo para la construcción de la casa. Nada podían hacer porque a nadie conocían ellos ni tampoco esperaban nada del rey que era un buen amigo del hombre rico. Y, a los pocos días de la destrucción de los huertos, dieron comienzo las obras de la casa. Una mañana de primavera, con un grupo grande de esclavos traídos de lejos y también con bastantes de los hombres pobres que se habían quedado sin huertos. Y aquella mañana primaveral, el hombre rico estaba presente en el momento de comenzar las obras de los cimientos de su casa.

 

            Un poco retirado de los esclavos que ya cavaban abriendo zanjas y allanando el terreno y en compañía de varios de los arquitectos, el hombre rico miraba y a los que le acompañaba les decía:

- ¡Fijaros qué maravilla! Cientos de esclavos a mis órdenes y por fin, construyéndome lo que he soñado a largo de toda mi vida.

Y los arquitectos le contestaban:

- Sí que es una gran maravilla, señor.

- Así es como hay que tratar a los pobres, a los que no tienen cultura y solo portan miseria. No sirven para otra cosa y, además, para que no se crezcan y se enfrenten a los que tenemos las riquezas y el poder.

- Tiene usted razón, señor.

Seguían diciéndole los arquitectos. Y el hombre rico aclaró:

- Y vosotros, los encargados de los planos y de supervisar la buena marcha de esta obra, cumplid bien con vuestro trabajo. Que los esclavos suden la gota gorda y que la casa de mis sueños, se alce majestuosa, grande como ya os he dicho y, aunque no muy lujosa, sí bella y recia.

Y de nuevo los arquitectos respondieron:

- Esté usted tranquilo, señor, que haremos las cosas tal como nos ha pedido. Todo saldrá perfecto.

- Más vale que sea así para bien de unos y otros.

 

            Y en poco tiempo los esclavos abrieron los cimientos de la gran casa, unos días después, ya levantaban las paredes y las columnas y, en menos de un mes, en la gran casa se veía la fachada, las ventanas, las puertas, las escaleras… Y según corrían los días de aquella primavera, a la casa se le fue observando alzarse hermosa y robusta, tanto que empezó a verse desde muchos sitios cercanos del barrio del Albaicín, laderas del Sacromonte, torres y murallas de la Alhambra y otros lugares cercanos. Y los que trabajaban en las obras, casi todos hombres pobres que habían sido despojados y arrancados de sus cosas y tierras, humillados, llenos de heridas las manos, bañados de sudor y sufrimientos, esclavizados por el hombre rico, decían:

- Nos ha dejado arruinados, nos ha quitado la libertad y a cambio de nuestro trabajo y sudor solo un trozo de pan, agua y desprecios, nos da.

- No tenemos otra alternativa.

- Pues yo creo que sí la tenemos.

- ¿En qué estás pensando?

- En unirnos todos y un día de los que venga por aquí, plantarle cara, pidiéndole que nos devuelva las tierras de nuestros huertos y nuestra libertad y dignidad.

- ¿Y si se toma la justicia por su cuenta y arremete contra nosotros?

- Eso puede suceder pero tendremos que arriesgarnos.

 

            Y mientras esto ocurría y se comentaba entre los hombres pobres que levantaban la casa, el hombre rico, organizó la reunión con los dueños de los huertos algo más lejos. Y una tarde de primavera, cerca de las aguas del río, a la derecha de las ya robustas paredes de su casa, se encontró con ellos. Y nada más estar en su presencia, les dijo:

- Conservaréis las tierras de vuestros huertos si cumplí lo que os voy a pedir.

- ¿Y qué nos va a pedir usted?

- Poca cosa para vosotros y para mí, algo muy importante.

- Pues hable que le escuchamos.

- Se trata de lo siguiente: como el cierto que ya tenéis sembrado muchas cosas y ahora estamos en un momento bueno para las hortalizas, os voy a pedir que no las arranquéis. Algunas de las plantas que tenéis en vuestros huertos podrán salvaros para siempre.

- Pues explíquenos como puede ser eso.

- Algunos quizás sepáis que a mí me gustan mucho los pepinos. Lo que más me gusta en este mundo aparte de esta casa que me estoy construyendo aquí mismo y las ricas chuletas de corderos criados en estas cercanas montañas.

- Sabemos algo de esto pero ¿a dónde nos llevan?

 

            Después de unos segundos en silencio el hombre rico aclaró:

- Os llevó a lo siguiente: aquel de vosotros que me presente en el pepino más hermoso, tierno y sabroso cultivado en vuestras huertas, será por mí indultado. No le quitaré las tierras de su huerto y lo dejaré libre y además le proporcionaré un cargo muy importante en el cuidado de mi casa.

- ¿Y para qué quiere usted tan hermoso, tierno y sabroso pepino?

- Para compartirlo con mis amigos el día de la inauguración de mi casa. Y también para obtener buenas semillas al fin de sembrar luego y cultivar los mejores pepinos en vuestros huertos que yo desguataré con fruición en mis comidas, en compañía de mis amigos y para acompañar la mejor carne de cordero. No hay nada en el mundo más sabroso que un plato como éste.

Y cuando oyeron esto todos los reunidos, murmuraron muchas cosas en voz baja. Al verlo y oírlos el hombre rico, enfadado les dijo:

- Las cosas en voz alta y cara a cara. Y el que no esté de acuerdo con mi ofrecimiento, que lo diga ahora mismo y ya sabe lo que le espera.

- Es que señor, tenemos una pregunta.

- ¿Qué pregunta es?

- De todos los pepinos que criemos nosotros ¿cuántos serán los elegidos por usted?

- Por supuesto que solo uno.

- Y con los demás ¿qué pasará?

- Eso ya entra dentro de mis planes que solo os revelaré, si acaso, en su momento pero ya sabéis: no tenéis alternativa.

 

            La reunión se terminó. El hombre rico se fue a donde levantaban su casa y se puso a conversar con los arquitectos. Los hombres pobres, después de un rato comentando cosas entre ellos, se fueron desperdigando por aquí y por allá. Cabizbajos ellos y todos meditando la proposición que le había hecho el hombre rico. Se decían:

- Es una trampa para tener contra nosotros una escusa.

- Pero ¿qué hacemos?

Y aquel mismo día, al otro y a los que siguieron, se dedicaron a labrar con más esmero sus huertos de pepinos. Porque en el fondo de sus corazones todos sabían que el hombre rico iba a ser implacable con ellos, lo mismo que lo estaba siendo con los compañeros que ya habían perdido sus tierras.

 

            Y cuando un mes y medio después el hombre rico volvió a convocar otra reunión con los pobres del río Darro, les dijo:

- Dentro de unos días inauguró mi casa, necesito que se me entreguen esos hermosos pepinos buenos y sabrosos que os dije.

Algunos pobres comentaron:

- Señor, mi huerto de pepino no han dado mucho fruto y los pocos que tengo aún están creciendo.

- Eso a mí no me interesa nada. Ya os dejé las cosas claras. Mañana mismo a primera hora voy a pasar a visitar cada uno de los huertos para ver quien de vosotros cultiva en el mejor pepino. La reunión se ha terminado.

Y los hombres pobres, como ya sucediera en la reunión de las semanas atrás, se fueron retirando, tristes y cabizbajos. Preocupados todos por lo que sucediera al día siguiente.

 

            Y al día siguiente, en cuanto salió el sol, el hombre rico apareció por el lugar acompañado de sus arquitectos y algunas personas más. Se fueron por los caminillos y se pusieron a visitar cada uno de los huertos de los hombres pobres. Éstos los estaban esperando y, conforme iban llegando, lo saludaban y le decían:

- Mi muestra de pepinos está aquí.

Se fue acercando el hombre rico y cuanto vio el primer pepino dijo:

- Esto es una porquería, ni por asomo se parece al pepino que yo quiero.

Y dirigiéndose al mayordomo mayor le dijo:

- Toma nota de esta huerta y escribe el nombre de su dueño.

Y lo mismo hizo en el siguiente huerto y en el de más arriba, el de la derecha y que estaba más cerca del río. Al final, después de casi dos horas recorriendo huertos y viendo matas de pepinos, dijo a los hombres pobres que se acercaran a él. Y allí mismo, no lejos de de la ya muy flamante casa, les dijo:

- Ninguno de vuestros pepinos vale un centavo. Así que todos quedan descalificados y vosotros, hortelanos de pacotilla, también quedáis desposeídos y esclavizados. Y cumpliré lo que os dije: me quedaré con las tierras de todos vuestros huertos y vosotros, a partir de ahora, soy mis esclavos. Nada más tengo que deciros.

Uno de los del grupo de los hombres pobres pidió la palabra y preguntó:

- Si usted lo ordena, señor, nosotros no diremos ni haremos lo contrario. Pero ¿podemos hacerle unas preguntas?

- Preguntarme lo que queráis pero aprisa que no tengo todo el día. ¿Qué deseáis saber?

- Si a usted no le importa ¿podría decirnos qué día se inaugura su casa?

- Mañana mismo al mediodía pero ninguno de vosotros estáis invitados porque ya sois mis esclavos.

- Eso lo sabemos pero queremos pedirle un favor.

- ¿Qué favor?

- Que nos deje nuestros huertos y libres hasta después de la inauguración de su casa.

- ¿Y eso para qué?

- Es una sorpresa que queremos darle para que no se olvide nunca de nosotros ni se enfade tanto con las personas. En el fondo, usted tiene un buen corazón pero…

Indignado, miró el hombre rico a los pobres y a punto estuvo de arremeter contra ellos. Sin embargo, se contuvo y dijo:

- Pues os concedo lo que me está pidiendo pero tener cuidado con lo que hacéis y habláis que ahora soy vuestro dueño.

 

            Y la improvisada reunión se terminó. Aquella misma noche, todos los hombres pobres de los huertos, se reunieron, llamaron también a sus amigos, ya esclavos del hombre rico y pusieron el marcha el plan que habían ideado. Todo transcurrió tranquilo a lo largo de la noche y al amanecer y durante la mañana. Sin embargo, muchas personas empezaron a llegar un poco antes del mediodía porque habían sido invitados para la fiesta de la inauguración. Los esclavos y hombres pobres de los huertos, trabajaban sin descanso en la preparación de la fiesta, hostigados por los mayordomos. Y comenzó la fiesta, en todos los salones de la casa, con la comida del mediodía. Al hombre rico se le veía pavoneándose de acá para allá y por entre sus amigos presumiendo de su casa, de sus muchos esclavos y de las tierras de los huertos arrebatados a los pobres. Y estaba la fiesta de la inauguración en todo su apogeo, cuando se empezaron a oír voces que decían:

- ¡Fuego, fuego, fuego!

 

            Los mayordomos empezaron a dar órdenes, los esclavos corrían, gritaban y los invitados pedían auxilio. Pero las llamas del fuego, como por arte de magia, en un abrir y cerrar de ojos, rodearon toda la gran casa. En poco tiempo, las puertas, ventanas, muebles y cortinas con paredes y tejado, se vinieron abajo. Y una hora después, toda la casa estaba convertida en un montón de escombros. Entre estos escombros ahora gritaban sepultados, algunos de los arquitectos, mayordomos, esclavos, los que habían sido invitados y también el hombre rico. Y la noticia del suceso fue tan impactante que ni siquiera los pocos amigos que, del hombre rico se habían salvado, se atrevieron ir al lugar de las ruinas de la casa.                      

            Tampoco se atrevieron a aparecer por el sitio los amigos de los pobres ni los vecinos. Porque, a unos y a otros, el corazón se le encogió y el alma se les llenaba de miedo cada vez que pensaban en las ruinas de la casa del hombre rico y tantas personas entre los escombros muertos y sepultados. Sin embargo, uno de los hombres pobres de los huertos de los pepinos y su hijo, se quedaron vivos. Pocos meses después, se construyeron una cueva, cerca del río, en las laderas de la Alhambra. Y aunque, pasado el tiempo, este hombre y su hijo murieron, todavía muchas personas decían que lo veían, en las mañanas de primavera, sentados en la puerta de su cueva mirando para las tierras donde estuvo la casa y los huertos.

 

            Y con el correr del tiempo, el hombre rico y la Casa Maldita del río Darro, que es como empezaron a llamarle, sí que se ha borrado de la memoria de muchos. Solo algunos recuerdan todavía estos hechos pero como si no los recordaran. Porque los más sabios dijeron y aun siguen diciendo: “Lo importante no es que, cuando pase el tiempo los demás y la historia te recuerden. De nada sirve esto si tu comportamiento en vida no ha sido bueno. Lo importante es que, cuando pase el tiempo, los amigos y la historia siempre te recuerden por la bondad de tu corazón y los nobles comportamientos para con los demás y contigo mismo. Por eso al hombre rico de la Casa Maldita del río Darro, nadie quiere recordarlo y sin embargo, no pasa lo mismo con los hombres pobres de los huertos”.

 

Este relato continúa con el capítulo “IV- El Caballo blanco”

El caballo blanco

 

     En ti está todo y el mundo mejora o mengua

según lo que tú aportes al mundo. Por eso,

no esperes ni exijas a la vida ni a los demás

lo que no das a los demás ni a la vida.

 

            IV - Mientras el joven había ido narrando la historia de la Casa Maldita, ella permaneció sentada en la piedra, en el centro de las aguas del río. A ratos, jugando con sus manos en la corriente y moviendo también sus pies entre las olas del charco. A ratos, mirando fijamente la figura de la Alhambra, al fondo y a la izquierda y en todo lo alto de la colina. Y a ratos, también observándolo a él mientras contaba su relato y como preguntándose: “¿Por qué las cosas son de este modo entre los humanos? ¿Por qué no es todo tal como tantas veces los soñamos y, en el fondo del corazón, tan fuertemente lo queremos? Cuando termine de contarme este relato tengo que hacerle algunas preguntas”.

 

            Pero cuando el joven puso fin a su narración, ella no le hizo ninguna pregunta. Durante un rato permaneció en silencio, en la misma piedra sentada, jugando con las aguas y como meditando. Él la seguía observando y, pasado unos momentos, le confesó:

- Ahora, a veces, cuando en mis ratos libres me vengo por estos lugares para encontrarme con el silencio, las transparencias de las aguas de este río y las luces de los atardeceres ¿sabes lo que me pasa?

- ¿Qué es lo que te pasa?

- Que en algunos momentos siento como si estas tierras fueran sagradas.

- ¿Sagradas?

- Aquellos hombres pobres, dueños de los pequeños huertos, parece como si por aquí todavía estuvieran labrando sus tierras y cosechando sus frutos. Como si no hubieran desaparecido en ningún momento de estos sitios o como si algún ser sublime y sabio, los tuviera abrazados, llenos de dignidad y felices, en el corazón mismo del tiempo, de eternidad, del Universo.

- No lo entiendo.

 

            Y guardó el joven otro momento de silencio, como si necesitará meditar algo muy importante. Luego dijo:

- En otro momento y si a ti te apetece, me gustaría contarte otras pequeña historia ocurrida en estas mismas tierras y rincón del río, tan cerca de Alhambra.

- ¿Es también maldita como ésta de la casa?

- Esta otra pequeña historia no tiene nada de maldita. Es una aventura tan delicadamente bella y humana, que sólo pensar en ella, el corazón se ensancha al captar los latidos que de ella emana.

- ¿Pero es de personas pobres por estas tierras, sus borriquillos y sus huertos?

- Sus protagonistas en este caso son jóvenes así como nosotros, con una niña, una blanca casa por estas tierras y los caminos y los bosques que ellos recorrían.

- Pues luego me lo cuentas. Porque ahora ¿sabes lo que me pasa?

- ¿Qué es lo que te pasa?

- Como ya el día está avanzado y como es la hora en que, más o menos, siempre como, tengo hambre. ¿Qué vamos a comer hoy?

 

            Ir al oír esto miró para las aguas del charco que tenía cerca. Miró luego para unas piedras un poco más arriba y fue a decirle a ella algo cuando, por entre las zarzas de la parte alta y no lejos de las aguas, se oyó el canto de un ruiseñor. Limpio y brillante como la luz del día y tan dulce y a la vez tan triste, que se quedó como parada. Escuchó despacio y al final de una de las melodías que desgranaba el avecilla, preguntó a su amigo:

- ¿Qué ave canta melodías tan bellas?

- Es un ruiseñor común. Dicen que en tiempos muy lejanos por aquí no hubo nunca ruiseñores. Pero a partir de lo ocurrido con los pobres en la casa maldita, fueron apareciendo.

- ¿Y cantan a todas horas?

- Solo en algunos momentos y, principalmente, en los días de primavera.

- ¡Cuánto me gustaría tener un avecilla de estas para ponerla en los salones, que en la Alhambra me han prestado y que me alegrara la vida!

- Los ruiseñores son aves tan especiales que nunca nadie ha conseguido tenerlos en enjaulados. Para vivir, necesitan ser libres y para cantar a la vida, deben tener muy cerca la hembra.

- ¡Qué curioso! Pero tú ¿no serías capaz de conseguir para mí un ruiseñor para que viviera en una jaula en los salones de la Alhambra?

 

            Hubo otro momento de silencio y luego de nuevo el joven aclaró:

- Después te cuento porque ahora, vamos a preparar para comer ya que es tarde y tú tienes hambre.

Se levantó de la piedra donde estaba sentado, miró a las aguas del charco, la miró a ella, observó durante unos segundos la figura de la Alhambra, comprobó la altura del sol sobre la bóveda celeste, extendió sus brazos como si intentara apresar contra su pecho el airecillo, la luz y la hondura del silencio y muy quedamente susurró:

- Toda la vida está llena de momentos únicos. Pero hay algunos que son hitos magistrales en el camino que todos los humanos llevamos hacía la eternidad. Nuestra obligación es reconocer estos momentos, vivirlos en toda su profundidad, distinguir las señales buenas y verdaderas que de ellos brotan y seguirlas sin titubear.

Y ella lo miró y le preguntó:

- ¿Por qué dices esto?

- Porque yo también como tú, en muchos momentos del día y de la noche y a lo largo del tiempo, he sentido y siento la necesidad de quedar eterno. Pero no es mi recuerdo lo que necesito que permanezca sino el sentimiento, el latido de mi corazón, la luz de la mañana, el canto del ruiseñor, las transparencias de estas aguas, tú aquí sentada, la Alhambra sobre su colina, el vientecillo que nos besa… Todo esto y mucho más me parece tan sencillamente bello, que en mi corazón continuamente surge la necesidad de apresarlo y que no muere nunca sino que sea siempre tal como lo gusto y lo siento ahora mismo.

 

            Guardó silencio, también ella y se dispuso a meterse en las aguas cuando, conforme iba caminando hacia el charco, él nuevo le dijo:

- Voy a coger para ti, de las aguas de este es de río, algo de comida.

Y al instante se adentró en el charco hasta lo más profundo. Buscó las piedras que por unos sitios y otros se esparcían por el fondo y se dispuso a inspeccionar sus agujeros. Enseguida, por aquí y por allá, las truchas se escabullían nadando. Las siguió con su vista y cuando vio que una muy grande y reluciente, se metió bajo una piedra algo redonda, caminó por las aguas muy despacio. Se fue aproximando lentamente, alargó sus manos, las dos al mismo tiempo, metió una por cada lado de los agujeros de la piedra y cuando notó que tenía al pez solo unos centímetros de sus dedos, movió rápido y con fuerza sus dos manos y la trucha quedó presa. Ella lo miraba y al ver lo que estaba haciendo, se quedó con el aliento contenido y esperando resultados. Y no tuvo que esperar mucho rato porque a los pocos segundos de haber juntado sus manos bajo la piedra, la sacó fuera del agua, con la gran lucha entre sus dedos al tiempo que decía:

- Es grande y está sana. Para alimentarnos ahora los dos tenemos bastante, pero si quieres, en un momento pesco otra.

- Con este pez tan bueno comemos los dos y nos sobra.

 

            Él ya no volvió el más a las aguas del charco. Caminó por la orilla pisando la arena, buscó cuatro o cinco piedras, algunas lo más rectangular posible y solo una, bastante grande, ancha y en forma de losa. Las colocó con esmero sobre la arena de la orilla del charco y luego buscó unas ramas secas, partió estas ramas en trozos, los puso entre las piedras y después caminó por una de las sendillas que se adentraban por la llanura hacía los pequeños huertos. Y mientras comenzaba a alejarse, le decía a ella:

- Espera un momento que vuelvo enseguida.

Y ella le respondió:

- Te espero.

Un poco más arriba, en el lado de la umbría del Generalife y entre unos grandes fresnos, encontró a la persona que buscaba. Uno de los dueños del huertecillo que cavabas las tierras. Y como lo conocía porque vivía en el Albaicín, lo saludó y le dijo:

- Necesito que me prestes fuego de tu lumbre y algo de sal y aceite.

A la derecha y un poco retirado del huerto, el hortelano tenía una pequeña lumbre entendida, en las ramas de una higuera, una barja de esparto, colocada con algo de sal un poco de aceite, pan y algunos frutos secos dentro. Por eso el hombre dijo al joven:

- Ahí tienes todo lo que me pides. Coge lo que necesites y no me lo devuelvas ni me lo agradezcas.

Pero el joven respondió:

- De todos modos, muchas gracias por adelantado.

 

            De la barja, cogió el joven una pequeña vasija de barro con la algo de aceite dentro, también un puñado de sal, unos cuantos higos secos y, cuando se acercaba a la lumbre para acoger un tizón y llevárselo, el vecino del huerto, desde las tierras que la brava, le dijo:

- Si miras para tu derecha puedes ver que mis tres naranjos aún tienen en sus ramas algunas naranjas colgadas. Se las he dejado para irlas cogiendo poco a poco y como todo el mundo por aquí me respeta, de las ramas cuelgan cada día más vistosas y con sabor a pura esencia. Puedes escoger, si las necesita y te apetece, las que quieras.

Él respondió:

- Te agradezco otra vez tu generosidad y sí, voy a coger de tus tres naranjos solo dos naranjas. Se ven tan apetitosas que es imposible resistir no cogerlas.

 

            Con cuidado, cortó el joven dos muy lustrosas naranjas, se las metió en el bolsillo y con el tizón encendido en la mano, los higos secos, la sal y el aceite, regresó por el caminillo hasta la orilla del charco. Ella lo esperaba y por eso, nada más verlo le dijo:

- Me muero de hambre y con lo que estoy viendo que preparas, aún más hambre tengo.

- Pues espera solo un minuto y verás que plato más rico nos comer.

Con el tizón que había cogido en la lumbre del vecino prendió fuego a las ramas secas que ya tenía colocadas entre las piedras. Las llamas se alzaron enseguida y él, sin perder tiempo, colocó la piedra en forma de losa entre las piedras rectangulares que recogían las llamas que ya ardían. Sobre la losa colocó la trucha, que había pescado solo unos un momentos antes, la roció con un poco de aceite y unos granos de sal y esperó a que la piedra se calentará. No tardó en coger temperatura ni tres minutos porque las ramas ardieron con fuerza. Y tampoco tardó nada en calentarse el aceite y la trucha sobre piedra en forma de losa. Comenzó a crepitar el aceite y la sal y, mientras el humo y las llamas brotaban y perfumaban las carnes del pez, ella de vez en cuando comentaba:

- Nunca en mi vida nadie me preparó antes una comida como ésta. Las aguas de este río tan claro, el bellísimo día de primavera, el vientecillo y el silencio, parecen ser los únicos compañeros invitados. Y para serte justo y agradecido, también te digo que la figura de la Alhambra vista desde aquí, en este momento y con esta lumbre y perfume a trucha asada en las llamas, no deja de parecerme algo mágico. Nunca hasta este momento, había disfrutado yo de una imagen tan bella de la Alhambra y su entorno por este río Darro, estas laderas y las casas blancas por ellas chorreando.

 

            Y el joven no hizo ningún comentario a la reflexión de su compañera. En su corazón sí saboreaba las bellas palabras que había pronunciado y hasta se sintió algo orgulloso y privilegiado de tenerla tan cerca y comprobar que era feliz. Por eso y por el cariño que le había cogido y las palabras que acababa de pronunciar, muy decidido dijo:

- Pues la comida ya está preparada. Busca el lugar que más te guste, sobre la hierba o la arena o en la roca que baña las aguas y te sientas. En unos minutos, coloco esta piedra con la trucha asada encima y nos la comemos. Ya verá qué sabor más especial y que olor a esencia del lumbre, aceite y viento fresco de este río tan claro.

Y comentó ella:

- Yo quiero sentarme en esta alfombra de hierba que hay aquí cerca de las aguas y de la arena.

- Es el sitio mejor.

Y en un momento, el joven buscó unas cuantas piedras más que colocó sobre la hierba para que sirvieran tanto de pequeñas mesas como de asientos y poyos para colocar las naranjas, el pan que le había regalado el vecino de huertecillo y los higos secos. Luego, con dos gruesos palos, cogió y transportó la losa donde crepitaba la gran trucha asada y la puso sobre la hierba, delante de ella que ya estaba preparada para empezar la comida.

 

            Y fue en este momento justo cuando de nuevo se oyó el canto del ruiseñor. Por entre las zarzas del río, un poco más arriba y casi fundido con el chapoteo de la corriente cayendo el charco. Dijo ella:

- Como si quisiera acompañarnos con su música para amenizar esta original comida y que resulte aún más especial. Y fíjate ¿A que parece que sus trinos ahora son más brillantes y dulces?

- Lo parece y lo es. Tiene este ruiseñor un repertorio de melodías muy hermosas y las desgrana con una fuerza y timbre, que asombra.

- ¡Lo que me gustaría tenerlo en los salones de mi palacio!

Y centrando el tema, él le dijo:

- Ahora empieza y sacia tu apetito antes de que se enfríe este pez.

Y con sus manos, previamente lavadas en las aguas del río, comenzó a separar la piel, carne y espinas del la trucha. Sobre la misma piedra que había usado para asarla, a un lado y por la parte de ella, fue poniendo los mejores filetes al tiempo que seguía animándola para el que comiera.

 

            Y lo hizo, cogiendo con sus dedos unos trozos de los filetes rosados que sobre la piedra había. Se los llevó a su boca y comenzó a saborearlos despacio. Él hizo lo mismo pero ante de que probar la carne del pez, ella dijo:

- Es lo más perfumado y de sabor bueno y natural que he catado en mi vida. Siempre te agradeceré estas cosas tan sencillas que en cada momento me regalas. Es para mí una experiencia única. ¿Dónde aprendiste es estas artes?

- Me las enseñaron cuando pequeño y luego las he seguido practican.

- Pero tú eres un hombre culto y con dinero.

- No lo soy tanto ni lo uno ni lo otro pero, aunque lo fuera, seguiría sintiendo y pensando que nada puede haber más placentero y hermoso en este mundo que amar y gustar las sencillas cosas de la vida y de la naturaleza. En esta pequeña realidad se contiene la filosofía más profunda y cierta y la mayor verdad para la felicidad en esta tierra.

- ¿Y todas las demás cosas?

- Seguro que en muchas ocasiones serán necesarias pero jamás realizarán ni llevarán a la plenitud total.

 

            Se produjo un momento de silencio en el cual se volvió a oír las melodías de ruiseñor, mientras ella seguía saboreando los apetitosos trozos de trucha, ahora acompañados con pequeños bocados del pan que el vecino del huerto le había regalado. Y paladeaba muy despacio y concentrada estos alimentos, también pendiente de rumor de la corriente del río, del canto del ruiseñor y del siseo del vientecillo por entre la vegetación, cuando exclamó:

- ¡Un momento!

La miró él muy expectante, con la respiración contenida y quieto cuando ella, pasado unos segundos, de nuevo preguntó:

- ¿No has oído?

- ¿Qué es lo que tengo que oír?

- A mí me ha parecido escuchar los relinchos de mi caballo.

- Pero sí ahora mismo tu caballo debe estar en su cuadra.

Y de nuevo ella demandó silencio, poniendo sus dedos sobre la boca al tiempo que decía:

-¡Calla!

 

            Y ahora sí se oyó, claramente y bastante cerca, el relincho de un caballo. Dijo de nuevo:

- Es Bandolero, mi caballo blanco.

Y se levantó y lo llamó. Se oyó un nuevo relincho y unos segundos más tarde, el trotar no de uno sino de dos caballos. Los dos jóvenes miraron para el camino que subía por el río y los vieron. Bandolero, el caballo blanco, trotaba acercándose y detrás, montado por un príncipe conocido de la joven, avanzaba otro caballo, éste todo color negro. Los dos caballos se pararon junto al charco y ella se acercaba a saludarlos justo cuando el príncipe, su amigo, le dijo:

- Llevo más de dos horas buscándote.

- ¿Y para qué me quieres?

- En las mansiones de la Alhambra se celebra una gran fiesta y en tus aposentos las doncellas tienen los mejores vestidos de seda para ti preparados. Me he traído conmigo tu caballo para que lo montes y volvemos juntos a los palacios. Nos están esperando.

Y sin pensarlo mucho, ella acarició su caballo dándole unas palmadas en el cuello, le susurró algunas palabras al oído, lo montó y le dijo al joven príncipe, su amigo:

- Pues regresemos a la Alhambra ahora mismo. ¡Vamos Bandolero!

Tiró de las riendas de su blanco caballo, lo orientó hacia el camino y por él trotando y río bajo, se alejaron hacia la Alhambra.

 

El guía romántico de la Alhambra

 

En los primeros tiempos, cuando la Alhambra empezó a tener cuerpo sobre la colina donde hoy se asienta, ningún turista venía por aquí a visitarla. Solo la conocían los que en sus torres y luego en sus palacios, habitaban, los soldados que tenían su emplazamiento en la Alcazaba, como vigilantes o al servicio de los reyes y las personas que trabajaban a las órdenes de estos reyes. Pasado el tiempo, cuando todavía la Alhambra no era tan grande como hoy la conocemos, si empezó a ser visitada por los amigos y conocidos de los reyes y luego, ya más adelante y antes de la reconquista de Granada, también era visitada por muchos militares, artesanos, personas importantes, poetas y generales.

 

Luego después, cuando de la Alhambra se fueron los primeros reyes, durante un largo tiempo siguió cerrada a los turistas y personas no pertenecientes al grupo de los nobles. Más tarde, fue quedando abandonada y luego ocupada por soldados extranjeros que se dedicaban luchar en las guerras. Pasó más tiempo y todo aún quedó más abandonado por las torres, palacios y recinto dentro de las murallas. Tanto quedaron las cosas abandonadas que se llenó de personas pobres buscando refugio y tesoros. Muchas de estas personas rompieron, destrozaron y se llevaron objetos, piedras y obras de arte hasta que todo quedó casi en completa ruina y muy desmantelado. Pero, corriendo el tiempo, algunas personas y organismos oficiales, comenzaron a interesarse por las fantásticas maravillas que aún se conservaba en los recintos de la Alhambra y empezaron a cuidar y restaurar. Años más tarde, abrieron las puertas a los turistas y, avanzando un poco más el tiempo, establecieron normas, pusieron a la venta entradas para aquellas personas que venían a visitar estos sitios, se escribieron libros con fotos, relatos y se confeccionaron guías para que los que visitaban estos lugares, conocieran los nombres y la historia.

 

Y en un momento concreto de estos tiempos más modernos, aparecieron por estos recintos, personas que se hacían llamar guías y que acompañaban a los grupos y los llevaban de un lado para otro mientras les explicaba los detalles y acontecimientos de los rincones, palacios y parajes de la Alhambra. Y fue por estos tiempos cuando empezó a aparecer por los ámbitos de la Alhambra un guía muy distinto a todos los otros. Era joven, tenía gran cultura, una sensibilidad especial por algunas de las cosas que por aquí existen y, sobre todo, explicaba a los turistas algo que no manifestaba ningún otro guía. Muchos empezaron a conocerlo por estos contornos y por eso lo bautizaron y comenzaron a llamarle con el nombre de “El guía romántico de la Alhambra”.

- Es que tiene una armonía en sus palabras y las pronuncia con tanta contundencia, que da gusto oírlo.

Decían algunos turistas. Y otros comentaban:

- Parece como si llevara dentro y viviera con mucha fuerza todo cuanto nos dice y enseña.

- Y cuando más impresiona es cuando se para en el rincón de los cipreses y, mirando a los palacios y al sol de la tarde, nos pide que observemos y gustemos dentro lo que nos muestra y explica.

 

            El rincón de los cipreses era y es un sitio muy concreto dentro de la gran muralla que circunda a todos los edificios de la Alhambra. Y él, cuando iba con los grupos de turistas, siempre al llegar a este sitio, se paraba, les pedía a todos que guardaran silencio y que les escucharan muy atentamente. Los turistas le obedecían y se esforzaban por situarse lo más cerca posible para no perderse ni una palabra. Y con devoción y el aliento contenido, atendían, miraban para donde él les indicaba y todos se quedaban arrobados y como transportados a un lugar fuera de la materia y por eso invisible a los ojos de la cara. En estos momentos, ninguno se atrevía a preguntar nada ni tampoco después. Sin embargo, ocurrió que un día, estando en este sitio concreto y cuando todos se concentraban en lo que el joven guía les decía, una muchacha muy hermosa le preguntó:

- ¿Por qué tus palabras suenan tan bellamente y convencen con tanta contundencia?

 

            Miró el joven a la muchacha y como se dio cuenta que todo el grupo esperaba una respuesta, habló y dijo:

- Dentro de mi corazón tengo muy claro y ordenado, todo lo que con vosotros comparto. Yo, lo único que hago, es abrir la boca y dejar que las cosas fluyan.

- Pero es que, cuando hablas y nos enseñas, parece como si, estos lugares, el sol que sobre ellos cae, el aire que por aquí se pasea, las flores, el rumor de las fuentes y el aroma de los árboles, fueran trozos de tu propia vida. ¿A qué se debe esto?

Y muy seguro de sí el joven dijo:

- Sin saberlo, cada día y en pequeños capítulos, contamos a los demás, nuestra vida, lo que nos preocupa, soñamos y amamos y casi siempre lo hacemos sin orden ni gracia y hasta sin talento. Y yo, con mucha frecuencia me pregunto: ¿Por qué no, cuando compartimos con los demás, de la manera que sea, las importantísimas cosas de nuestra vida y lo que a diario nos rodea, procuramos hacerlo con gracia e hilvanando el relato más bello? ¿Acaso nosotros, las cosas que amamos y soñamos y los amigos con los que compartimos lo mejor de nuestra vida, no merecen este respeto?

 

            Al oír esto, todos guardaron profundo silencio. Miraban al joven como sorprendidos y también miraban de reojo a la muchacha. Ésta de nuevo preguntó:

- Y este rincón de los cipreses ¿Qué misterios encierran para ti?

Y aún más seguro de sí, el joven aclaró:

- Vosotros no lo veis ni yo puedo explicarlo con palabras. Pero cada vez que me sitúo en este sitio concreto y miró hacia los palacios de la Alhambra, el cielo que la arropa y el sol que la besa, descubro como si en el mismo airecillo que revolotea sobre estos lugares, se abriera una gran puerta. Y en ese mismo instante siento dentro de mí que, al otro lado de esta gran puerta, se encuentra el maravilloso mundo que tantos y tantos buscamos por aquí y muy pocos, casi ninguno, encuentra. Vosotros no lo veis ni yo puedo explicarlo con palabras pero en mi mente sí lo tengo muy claro y así lo vivo y lo expreso.

 

 

El granado del Albaicín 

 

El día que los humanos perdamos la capacidad de asombrarnos ante la sencilla belleza de una flor, la corriente clara de un río, la perfección de una puesta de sol o la mágica sonrisa de un niño, habremos perdido el gusto por la vida y la razón última de vivir. Porque una flor de granado, los maravillosos granos de la granada y estos frutos de las ramas colgando, son dignos de apreciar como a las joyas más admirables que nos regala la Creación.

 

            Crecía en la misma puerta de la pequeña casa blanca. A la izquierda según se salía de la morada, frente por completo a la Alhambra, no lejos de las aguas del río Darro y donde el airecillo y el sol, siempre lo estaban acariciando. Y aquí lo habían sembrado, los abuelos de los abuelos de los dos jóvenes. Y esto dos jóvenes, ella y él y los dos hermanos, eran los hijos de la familia dueños de la casa blanca y del granado. Por eso ellos estaban muy enamorados de este árbol. Y la que más, era la madre de los dos jóvenes. Continuamente, un día y otro, les decía:

- Este granado, es la mejor herencia que hemos recibido de nuestros padres. Y como ellos lo recibieron de los suyos y, desde aquellos tiempos, unos y otros lo hemos cuidado con esmero, nosotros debemos seguir mimándolo.

 

         Y decía esto porque con frecuencia, los vecinos y conocidos, cada vez que pasaban por la puerta de la casa, comentaban:

- Como tu granado, no hay otro en toda la ciudad de Granada. ¿Con qué los riegas y qué le echas para que siempre esté verde y dé tan buenas granadas?

- Los regamos con las aguas del río Darro y no le echamos nada. Solo clava sus raíces en la tierra y de esto, del airecillo que lo roza y del sol que lo besa, se alimenta.

- Pues desde luego que parece un milagro. Y además, fíjate qué bello, firme siempre frente a la Alhambra y meciéndose continuamente y con tanta granadas colgando de sus ramas.

Comentaban esto los vecinos porque aquel verano, conforme los días iban llevando al otoño, del granado colocaban más de cien granadas, mucho más grandes que otro años, más lustrosas, sanas y muy gordas. Por eso, los dos jóvenes hermanos, entre sí y animados por las palabras de los padres y de los vecinos, decían:

- Hoy me toca a mí ir a por el agua al río para regar nuestro granado.

Y el hermano, decían que el joven más bueno de todo el barrio del Albaicín, respondía a la joven y hermosa hermana:

- ¡De acuerdo! Hoy lo riegas tú pero mañana me toca a mí. Que no quiero que nuestros padres me echen en cara mi falta de interés por este árbol.

- Y, en cuanto estén maduras las granadas, la primera en coger una, también quiero ser yo, como lo hice el año pasado. Porque va a ser la mía, esta granada que cuelga de la rama, la primera en madurar y en abrirse como una rasa al sol de la mañana.

 

Decía esto ella porque del granado, aquel año estaba más cargado que nunca de hermosísimas granadas, de una de las ramas, colgaba una especialmente hermosa. Mucho más gorda que las otras, sana y brillante y por eso la joven la eligió para sí. Y tanto interés empezó a mostrar por esta fruta que siempre que pasaba por debajo del granado, la acariciaba con sus ojos, se acercaba y la olía y con sus dedos de nácar, muy suavemente la acariciaba. Y cuando veía que a ella se acercaba algún vecino o amiga, siempre le decía:

- Ten cuidado y no roces está granada mía que la cuido como si fuera mi mejor tesoro.

Y las amigas le preguntaban:

- Y cuando esté madura ¿qué hará con tu granada predilecta?

- Eso ya lo tengo pensado y no os lo diré hasta que llegue el momento.

- ¿Es que vas a preparar alguna bonita fiesta?

- Pienso organizar algo más que una fiesta.

 

         Y dicho y hecho: se acabó el verano, llegaban los últimos días del mes de septiembre y en el granado ya estaban las granadas no solo maduras sino abiertas y todas mostrando sus mil granos color carmesí. Los vecinos y de parte de la joven, recibieron una invitación y a primera hora del día siguiente, todos se concentraron en la puerta de su casa, cerca del granado. Salió ella de la casa, saludó a unos y a otros, se acercó a la granada predilecta que hoy colgaba más hermosa que nunca, abierta como una flor en plena primavera y mostrando cientos de granos brillantes y rojos como la sangre. Dijo a los presentes:

- Poneros en este lado para que mi granada quede a la altura de vuestros ojos y recortada sobre el fondo de la Alhambra y el azul del cielo.

Le obedecieron todos y la joven se colocó al lado derecho. Muy cerca de su granada favorita que colocaba casi a la altura de su cabeza. Dijo de nuevo a todos los congregados y a sus padres:

- Ahora mirad muy atentos y no os perdáis ni un detalle del espectáculo porque durará sólo unos segundos. Pero os aseguro que será lo más bello que hayáis visto en vuestra vida.

Y los congregados dijeron:

- Empieza cuando quieras que ya estamos todos preparados.

- Pues allá voy.

 

         Alargó la joven su mano derecha hasta ponerla en la parte de arriba de la granada. Puso su mano izquierda por debajo del fruto y con la mano derecha, dio unos golpes a las ramas y a la granada. Y de la fruta, abierta como la mejor flor de primavera, en forma de lluvia fina y multicolor, empezaron a caer los mil granos brillantes y rojos. Y con la luz del sol matinal y el azul del cielo de fondo, todos comprobaron asombrados el maravilloso espectáculo de lluvia de granos de granada como cayendo sobre la Alhambra, todo el curso del río Darro, barrio del Albaicín y la ciudad sobre la Vega derramada. Y todos a la vez exclamaron:

- Es lo más hermoso que hemos visto en nuestra vida. Y tú granado y los frutos que cuelgan de sus ramas, lo mejor y más bello que tenemos en este barrio y en la ciudad de Granada.

 

El granado es uno de los frutales más antiguos cultivados en la península ibérica. Su origen es centroasiático. Es frecuente verlo en esculturas clásicas, en frescos medievales e incluso formando ornamentos en la arquitectura de catedrales y edificios. Su nombre científico es Punica granatum y pertenece a la familia de las punicáceas. Este nombre le fue atribuido por los romanos, ya que fue introducido en las zonas mediterráneas por los cartagineses durante las Guerras Púnicas. Su fruto es una gran baya, de unos 9 o 10 cm de diámetro, de un espectacular color dorado que se vuelve granate brillante, maduro. La granada, es grande, globosa y está formada en su interior por cientos de semillas cubiertas cada una por una pulpa jugosa generalmente de color rojo ligeramente ácida.

 

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Los dos jóvenes del Albaicín

                 

                                                               La Alhambra, se ve de otra manera

y se descubre en ella otra imagen cuando,

en una amplia mirada,

se recorren los lugares que le rodean.

 

            En aquellos tiempos, mientras en el interior de los palacios y torres, se movían, charlaban, iban y venían, reyes y princesas, criados, artesanos y militares, en los alrededores de la Alhambra, la vida y el mundo, era otra cosa. Casas blancas por el barrio del Albaicín, calles estrechas, personas pobres que bajaban y subían, borriquillos con aparejos de esparto, el río Darro y por sus orillas, pequeños huertos repletos de árboles, más personas pobres que por aquí y por allá trajinaban…

 

            Muchas de aquellas personas, cuando salían de sus casas para ir a por agua al río Darro o para trabajar en las tierrecillas de sus huertos, miraban de reojo a la Alhambra sobre la alta colina y nunca, nunca sabían lo que ocurría dentro. Para ellos, el gran castillo de la montaña, era otro mundo, muy lejano aunque estuviera tan cerca y eran otras personas las que por los recintos interiores de la Alhambra, vivían y se movían. Y ella, pobre desde su nacimiento, esto era lo que cada día veía y rumiaba en su corazón. No sabía nada más ni conocía más mundo que su pequeño rincón, al final de una calle estrecha, donde había una gran piedra en la que cada día se sentaba. Por este lugar pasaban cada mañana, al mediodía y por las tardes, muchas personas conocidas. No todos amigos de ella, que iban y venían a las tierrecillas de las riberas del río, a por agua o a lavar la ropa en la corriente o charcos del cauce. Y no todos ni todos los días, los que por delante de ella pasaban, le daban cosas pero sí de vez en cuando, algunas personas se paraban frente a ella, la saludaban y, ofreciéndole algo de comida, le decían:

- Esto para que comas hoy. Un pequeño trozo de pan duro pero otra cosa no tengo.

Y otros, al volver de las tierras del huerto, le regalaban algún tomate y también le decían:

- Te lo comes antes de acostarte y, así al menos hoy, ya te alimentas algo.

Ella, siempre se alegraba, les sonreía y luego les decía:

- Gracias, que te lo pague el cielo y para ti, desde lo más sincero de mi corazón, un limpio beso.

- Gracias a ti y que sepas, que a nuestro modo, todos te queremos. Ser pobre no es ninguna desgracia si el corazón lo tienes lleno de cosas hermosas y buenos sentimientos.

 

            Tenía ella sólo dieciocho años, su cara era algo redonda, ojos negros, pelo también oscuro, nariz pequeña y una muy sincera y limpia sonrisa. Por su juventud y por la gran belleza de su cuerpo y corazón, podría haber sido una de las princesas de la Alhambra y sin embargo era la joven más pobre del barrio del Albaicín. Con este nombre y de esta manera era como la conocían y, el que más, era el joven, amigo de los hortelanos. Porque no tenía él tierras para sembrar un huerto por las riberas del río Darro y por eso, se buscaba la vida trabajando con unos y con otros, casi siempre ayudándoles en la faenas de los huertos. De aquí que cada día, a primera hora, pasará por delante de la joven pobre de la piedra. Y cada día la saludaba, charlaba un rato con ella y luego le decía:

- Al volver por la tarde repartiré contigo lo que me den por mi trabajo.

- No deberías hacerlo porque tú lo necesitas tanto como yo.

- Aunque sea cierto, hasta hoy, voy saliendo adelante y para mí ya es mucho, poder repartir contigo lo poco que tengo.

La joven le sonreía, le daba las gracias y le regalaba un limpio y sincero beso.

 

            Al caer la tarde, cuando el joven regresaba del trabajo en los huertos de los vecinos, otra vez se paraba junto a ella y la regalaba algún tomate, una granada, higos secos o cualquier otra cosa que previamente le hubieran regalado a él como pago de su trabajo. Y tanto la joven como él, se sentían bien, eran felices con lo que entre sí repartían, en su rincón y mundo pequeño frente a la Alhambra. Dentro de estos palacios, todos ignoraban la existencia de estos dos jóvenes y lo mismo ellos, que tampoco sabían lo que ocurría en los salones interiores de la Alhambra. Sin embargo un día, en la calle donde la joven se ponía a pedir, apareció un grupo de hombres que dijeron:

- Venimos en nombre del rey y las órdenes que tenemos es cortar esta calle para que nunca más nadie pasé por aquí.

El joven, amigo de la muchacha pobre, enseguida preguntó:

- ¿Y porqué hacéis esto?

- Al final de esta calle, el rey quiere construir un pequeño palacio para un amigo suyo.

- Pero este rincón y esta piedra, le pertenece a mi amiga desde que era pequeña. Si cortáis la calle, nadie pasará por aquí y ella se morirá de hambre.

- Eso es cosa tuya y de tu amiga, nosotros cumplimos órdenes del rey.

 

            El joven miró a la muchacha pobre, acarició su cara, limpió con sus dedos las lágrimas que por la mejilla le rodaban y suavemente le dijo:

- No te preocupes. Aunque nos quiten esta calle y la piedra donde siempre te has sentado yo seguiré trayéndote cada día lo poco que me den por mi trabajo. No te dejaré desamparada y anímate porque ni ellos ni nadie podrán quitarnos el cariño y respeto que nos tememos.

 

            La Alhambra, se ve de otra manera y se descubre en ella otra imagen cuando, en una amplia mirada, se recorren los lugares que le rodean y rodeaban.

 

La mujer del haz de leña

 

            El Albaicín, en sus primeros tiempos, fue un barrio bonito. Lo siguió siendo por la época en que de la Alhambra se fueron los reyes que fundaron estos palacios y lo sigue siendo en estos tiempos modernos. Aunque hoy, como en aquellos primeros tiempos y luego más adelante, este barrio tiene muchos problemas. Se caen las casas, están sucias las calles, se rompen las murallas, las fuentes no tienen agua, hay muchos turistas y entre ellos se mezclan los pobres… Pero el Albaicín surgió, entre otras cosas, como balcón para contemplar desde sus calles, plazas y miradores, la figura de la Alhambra sobre la colina de enfrente. Y hoy en día casi exclusivamente para los turistas, este es su principal aliciente, como lo más importante que encuentran en este barrio.

 

            Sin embargo, las primeras personas que en aquellos tiempos vivían en Albaicín, tenían y aun tienen historias muy singulares que a muy pocos interesan. Algunas alegres, otras no tanto y, gran número de ellas, muy tristes y, a la vez, hermosas. Aunque a muy pocas personas interesaron en aquellos tiempos estas historias ni tampoco hoy a pesar de tener tanto o más valor que el propio barrio, con la Alhambra enfrente y el río Darro. Traigo aquí una de estos relatos de aquellos tiempos, no por la belleza del narración en sí sino por el gran valor humano que ella tuvo, tiene y tendrá mientras en esta tierra existamos los humanos.

 

            Eran solo tres de familia, el padre, la madre y una hija, vivían en una casa pequeña en lo más alto del barrio del Albaicín, desde donde se veía y se ve la Alhambra claramente y donde el sol en verano da de lleno y hace mucho frío en invierno. La madre tenía su trabajo limpiando y fregando suelos en una casa de personas ricas y el padre, en las montañas cercanas cuidando un rebaño de cabras propiedad de esta misma familia. No ganaban mucho dinero pero sacaban lo suficiente para ir tirando. Por eso, tanto el padre como la madre, vivían resignados con esta suerte suya y, aunque continuamente recibían humillaciones de la familia rica, se las aguantaban, callaban y seguían sometidos y haciendo su trabajo. Sin embargo la hija, según crecía, como se iba dando cuenta de las humillaciones que sus padres recibían de parte de las personas a las que servían, se revelaba más y más. Hablando con la madre le decía:

- No entiendo cómo aguantas el trato que te dan.

Y la madre le aclaraba:

- Hija mía, los que hemos nacido pobres, a lo largo de toda la vida tendremos que estar sometidos a los caprichos y manías de los que tienen algo de poder y dinero.

- Pero madre, lo mejor que tenemos las personas, es la libertad. Ningún ser humano debe nunca oprimir ni quitarle la libertad al otro.

- Eso es muy bonito pero el día a día es otra cosa. Necesitamos comer y vestirnos y por eso debemos aguantar que nos humillen y opriman en el trabajo.

- No madre. Aunque me muera de hambre, yo no dejaré nunca que me avasallen y me arrebaten mi libertad. Es un derecho y la mejor riqueza que las personas tenemos.

 

            Y la madre y el padre callaban. Se daban cuentan, cada día más, que la hija luchaba con todas sus fuerzas para ser libre. Por eso, en cuanto se hizo mayor, todos los días a primera hora, salía de su casa en el barrio del Albaicín, se iba por los caminos a las montañas cercanas, de los bosques recogía leña seca, hacía un buen haz, regresaba al barrio y vendía a los vecinos esta leña. Con lo que iba sacando, se apañaba para comer y vivir pobremente. Y aunque los padres le decían, una vez y otra, que olvidara su rebeldía y se ofreciera para trabajar en la casa de la familia rica, ella siempre argumentaba:

- Ser libre en este mundo es lo más hermoso de todo. Y yo jamás, por cuatro céntimos, dejaré que me humillen y tiranicen. Nadie nunca va a mandar sobre mí ni sobre mi vida.

 

            Corrió el tiempo y murieron los dos padres, la joven se fue haciendo mayor y cada día, ella seguía yendo a la montaña a por su haz de leña, se lo vendía a los vecinos y con lo poco que sacaba, vivía libre en su humilde casa. Y siguió corriendo el tiempo y la joven envejecía, fue perdiendo fuerzas pero seguía cada día yendo a la montaña a por su haz de leña. Hasta que una mañana, ya con muchos años y con muy pocas fuerzas, al salir de su casa para ir a la montaña, descubrió un gran haz de leña en la esquina de la calle. Preguntó a los vecinos y todos dijeron que aquella leña no era de ellos. Cogió ella el haz de palos, se lo llevó a su casa y esperó dos días por si alguna persona preguntaba por esta leña. Y como pasado este tiempo nadie reclamó el haz de ramas secas, al tercer día lo vendió, junto con otros tres más que fueron apareciendo cada mañana en la misma puerta de su casa. Siguió corriendo el tiempo y como las fuerzas le faltaban más y más, ya solo se levantaba para asomarse a la puerta de su casa, recoger el haz de leña y esperar que los vecinos vinieran a comprarla. Y un día, dijo a todos los que venían a su casa:

- Mañana no vengáis a por vuestra leña.

- ¿Y eso?

- Solo tengo un haz y ese lo quiero reservar para mí porque el invierno está llegando, tengo frío y necesito calentarme.

 

            Los vecinos le hicieron caso pero al día siguiente sí que fueron a su casa. Encontraron la puerta abierta, entraron y la vieron sin vida. Junto a la chimenea donde ardía la leña. Extrañados y en el fondo entristecidos, los más amigos dijeron:

- Ha muerto pobre y en su rincón pequeño pero libre tal como siempre había soñado. Nunca nadie ha sido tan valiente como ella y por eso nos deja el mejor ejemplo.

 

            La enterraron al día siguiente, entre los árboles del bosque, en las montañas que ella había recorrido buscando leña. Y a partir de aquel momento, muchas personas en el barrio del Albaicín, comenzaron a recordarla con el nombre de “La mujer del haz de leña”. Pequeña historia digna de escribirse con letras de oro, como otras tantas en este barrio del Albaicín. Para que, todos los que en estos tiempos vienen por aquí, descubran que es importante y bello contemplar la Alhambra desde las plazas y miradores pero aun son más valiosos, los sueños y las luchas de las personas que en tiempos pasados vivieron en este barrio. En cada casa, en cada calle y hasta en el aire, hay y laten mil historias como la de la mujer del haz de leña.

 

Maravillas ocultas de la Alhambra

 

            ¿El sueño de su vida? Ser guía de los paisajes y maravillas ocultas de la Alhambra. Pero no le gustaba ser guía a la manera convencional. En su alma llevaba un gran mundo lleno de fantasía y un gusto especial por los colores y olores de las plantas, cielos y flores. También una sensibilidad muy fina para saborear las melodías del agua y las caricias del fresco vientecillo. Por eso él, a lo largo de mucho tiempo, a su manera, en silencio y sin contar con nadie, se fue preparando para convertir en realidad este sueño.

 

            Cada mañana, tarde, muchas noches y amaneceres, recorría en solitario los rincones más emblemáticos de la Alhambra: la Alcazaba, los palacios Nazaríes, el Generalife, sus jardines y sus huertas, los rincones del Partal, el Secano o el lugar donde estuvo la Medina, el palacio de Carlos V, la puerta del Vino, pilar de Carlos V, murallas, bosques centrales y de la umbría y otros muchos rincones por el Cerro del Sol y Llanos de la Perdiz. Y de todos estos sitios, aprendió mucho. Escuchó a los guías, leyó libros escritos para los turistas y también obras de historia y muchos documentos de los archivos de la Alhambra. Pero él, aunque todas las cosas que iba descubriendo y aprendía le gustaban, nunca en su interior se quedaba satisfecho. Se decía: “La Alhambra, la colina donde se cimienta este gran monumento, con sus jardines, fuentes y acequias, tiene que ser mucho más que lo que hasta hoy he conocido y ven los turistas y las personas que lo enseñan”. Y cuando les decía esto a sus amigos, estos le preguntaban:

- ¿Y qué más debe ser la Alhambra, según tú?

- Lo he visto muchas veces en mi sueño y por eso lo tengo claro pero ni a ti ni a otros quiero revelar porque sé que os vais a reír de mí.

- ¿Tan grande es tu fantasía?

- Es mucho más que eso.

 

            Y a partir de aquel día empezó a distanciarse de las personas mayores, de los guías y de muchos expertos en todo lo que concierne a la Alhambra. Y en su barrio, el Albaicín de las casas blancas en la ladera frente a la Alhambra, fue haciéndose amigo de los niños. Jugaba con ellos y en los ratos de descanso, se sentaba a su lado y les decía:

- Un día de esto, cuando vosotros queráis y con permiso de vuestros padres, tengo que llevaros a los sitios maravillosos de la Alhambra.

- ¿Qué sitios son esos?

- Algo que nunca nadie ha visto y que los mayores y los guías, desconocen y desprecian, porque dicen que es pura imaginación mía.

- Pues a nosotros nos gustaría ir contigo y conocer esos sitios. Porque lo que más nos interesa en esta vida, son las fantasías y las cosas maravillosas de mundos desconocidos.

- Lo sé y por eso os cuento estos sueños. Así que iros preparando y un día de estos, le pedimos permiso a vuestros padres y nos vamos a descubrir lo que os estoy diciendo.

 

            Los niños, sus mejores amigos, se fueron preparando. Y la que más, fue una niña de ojos azules, pelo negro y sonrisa color de cielo. Se hizo ella muy amiga de él y por eso, desde que supo lo del mundo fantástico por los sitios de la Alhambra, no dejaba de preguntarle:

- ¿Cuándo nos llevas a ver esos sitios ocultos que nos has dicho?

- Lo estoy preparando todo y espero que se presente el día más oportuno.

- Es que me muero de ganas de vivir esta aventura. Y tan ilusionada estoy que hasta se lo he dicho a mis amigas. ¿Pueden venir también ellas con nosotros?

- Claro que sí. Porque cuanto más niños vengáis conmigo, más podréis luego contar a los mayores lo que en esos lugares veáis.

- Y una cosa, el día que nos lleves a ver esas maravillas ¿podré ir vestida como a mí me guste?

- ¿Por qué me preguntas eso?

- Es que tengo un vestido de seda blanco que es precioso. Y si se lo digo a mis amigas, todas podremos ir vestidas igual para que así resulte más interesante todas las cosas bonitas que quieres enseñarnos.

- Pues tú has lo que quieras porque la fantasía e ilusión de tu corazón, solo a ti te pertenece.

 

            Y tres días más tarde, ya había hablado él con todos los padres del grupo de niños interesados en la aventura. Estos le dijeron que no tenían ningún inconveniente en que los llevara y les enseñara los sitios que él conocía. Así que dos días después, convocó al grupo de niños en las orillas del río Darro. A primera hora de la mañana y como era un día de primavera muy claro y fresco, todos se presentaron vestidos como para una gran fiesta. Ropa nada lujosa pero sí limpia y la niña de los ojos azules, vestida de blanco igual que sus tres amigas. Nada más verlo, ella le dijo:

- Seguro que los sitios que vas a mostrarnos son lujosos y por eso quiero comprobar cómo me siento yo y veo en esos grandiosos salones.

- Te sentirás bien y serás feliz pero ve atenta y no te pierdas ningún detalle de lo que te explique y veas.

- Vamos cuando quieras que me come la curiosidad.

 

            La joven amiga le dio su mano y, a una señal, se pusieron en camino. Justo cuando el sol comenzaba a colocarse en lo más alto de los palacios de la Alhambra. Por la ladera y a veces por el barranco, subieron despacio comentando mil fantasías hasta que llegaron a un lugar no muy lejos de las murallas. Por entre la espesura de unos árboles, entraron guiados por el joven y enseguida antes ellos apareció la boca de una cueva. No era tal sino el comienzo de una galería que al principio parecía muy oscura pero en cuanto estuvieron dentro, todos comprobaron que se veía como a plena luz del día. Por eso, varios niños preguntaron:

- ¿Por qué se ve tan bien si estamos dentro de una cueva?

- Es una de las maravillas que quería que vierais: La luz oculta que encierra en sí la Alhambra y que nadie ve ni los guías enseñan a los turistas.

- ¿Y a dónde lleva este túnel?

- Sigamos sin miedo caminando y lo veréis en un momento.

 

Continuaron caminando y solo unos minutos más tarde, se encajaron en la entrada de una estancia grande como un palacio. Asombrados quedaron todos al comprobar lo mucho que relucía. Sus paredes parecían diamantes y los dibujos con los que estaban decoradas, relumbraban como el oro. Algunas columnas reflejaban imágenes como si fueran espejos y de fondo, se oía un delicioso rumor de agua. La niña de los ojos azules, cogida de la mano del joven, le preguntó:

- ¿Pero como es posible que aquí haya tantas maravillas y ninguno las conozcan?

- ¿Te convences ahora que esto no era fantasía mía?

- Lo estamos viendo. ¿Podemos pasear por donde nos apetezca?

- Podéis hacerlo.

- Es que con mi vestido blanco y yo por aquí caminando ¿no te parece que aun todo será más fantástico?

- Claro que sí.

 

            Y la hermosa amiga se puso a caminar, a dar vueltas, a reír y cantar como si estuviera en la más grande de las fiestas. Las amigas le siguieron y luego los niños las acompañaron. Tocaron las paredes con sus manos, se miraban en los espejos, se sentaban en los bancos transparentes, mojaban sus pies en las claras aguas de los riachuelos y no paraban ni se creían que fuera real lo que estaban viviendo. Pasó mucho rato y entonces el joven dijo a su grupo de amigos:

- Por hoy ya habéis visto y tocado con vuestras manos algunas de las grandes maravillas que la Alhambra oculta. Otro día volvemos y os sigo enseñando.

Y ellos preguntaron:

- ¿Y por qué no le muestras esto a los mayores?

- Ellos no me creerían. Pero vosotros, como sois niños, sí habéis confiado en mí y ya estáis viendo que todo lo que os dije, es cierto.

- Pues en cuanto volvamos a nuestras casas, se lo vamos a contar a nuestros padres a ver qué dicen ellos. Y le vamos a decir que tú eres bueno, te portas bien con las personas y no engañas a nadie.

Y la niña de los ojos azules, se abrazó a su amigo, se acercó a su cara, le dio un dulce beso y le dijo:

- Quiero que desde hoy, siempre que en tus sueños veas estas maravillas ocultas de la Alhambra, me imagines a mí por aquí bailando. ¿Me lo prometes?

Y él, algo sorprendido, dijo:

- Te lo prometo. Desde ahora mismo tú ya eres por aquí sueño entre las fantásticas maravillas ocultas de la Alhambra.

 

            Cuando los niños volvieron a sus casas, lo primero que hicieron fue contar a sus padres todo lo que habían visto. Ilusionados todos pensando que sus padres los comprenderían y les darían ánimo. Pero los padres, unos y otros, dijeron:

- Muy bonito será todo esto que estáis diciendo pero no debéis hacerle mucho caso.

- ¿Por qué no?

- Nadie nunca por aquí han visto esas maravillas que decís.

- Pero nosotros las hemos tocado con nuestras manos.

- Aunque esto sea cierto, ya veréis cuando lo contéis por ahí, lo que dicen las personas mayores que os oigan.

 

Desde la cuna del flamenco:

El Sacromonte de Granada

 

            Subiendo por el río Darro, desde la cuesta de Chapiz hasta la Abadía del Sacromonte, hoy todo está urbanizado. La carretera, más conocida con el nombre de “Camino del Sacromonte”, asfaltada, murallas a la derecha, cuevas encaladas y convertidas en casas, a la izquierda, discotecas, bares, restaurantes, coches y muchos turistas. Tantos y en cualquier época del año, que a veces estos lugares, parecen escenarios de feria.

 

            Sin embargo, en otros tiempos, cuando todavía por aquí no se conocía ni el faltó ni los coches ni los turistas, todo era por completo diferente. Solo existían algunos caminos que subían desde el barrio del Albaicín, Alto y Bajo o desde Granada, tierras vírgenes junto al río, muchas de ellas sembrados de huertos, cuevas en las laderas del Sacromonte, sin luz eléctrica ni agua pero todo, por un lado y otro, lleno de gente. Personas que vivían en estos sitios o que tenían por aquí amigos y familiares. Por eso todas estas personas eran como trozos naturales del hermoso valle, conocido también con el nombre del Valparaíso. Siempre frente a ellos, frente al río y a las laderas con sus cuevas, la fantástica figura de la Alhambra, como reina coronada frente a sus territorios y como amiga, continuamente presente.

 

            Una de aquellas tardes de otoño, dos amigos subían lentamente por uno de los caminos que recorrían lo que hoy es asfalto o muros de piedra. Y entre sí comentaban:

- Pero lo que me dices ¿es cierto?

- Tú mismo, dentro de un momento, vas a verlo con tus ojos.

- ¿Y el escenario?

- En la misma puerta de la cueva pero no cuadrado ni alargado.

- ¿Entonces?

- Se abre frente a la Alhambra y a veces parece como de viento o como de niebla que se alza y se disipa en la profundidad del barranco por donde se abren las cuevas, pareciendo todo como una noche sin luna.

- ¡No lo entiendo!

- Claro que no. Ni tú ni nadie lo ha entendido nunca. Por eso te repito que hay que verlo.

 

            Un poco antes de ponerse el sol, llegaron a donde el escenario. Como un pequeño rellano, en la misma puerta de la cueva, por donde ya otras personas esperaban sentados y todos por completo frente a la Alhambra. Los dos amigos se acercaron todo lo que pudieron, buscaron un buen sitio, procurando que la Alhambra se viera bien y se acomodaron. En el mismo sueldo para fundirse con el escenario y que todo fuera aun más natural. Y no pasaron tres minutos, cuando se oyeron las notas de una guitarra. Sonidos brillantes, agudos y graves, dolorosamente bellos, como en forma de lamentos y a la vez, señoriales. Preguntó el amigo incrédulo:

- ¿De dónde salen estos acordes?

- Del guitarrista que ves sentado en la parte de atrás del escenario.

- ¿Y los bailaores?

- Espera un momento.

 

            Y tampoco tuvo que esperar mucho rato. Porque al vibrar un penetrante y misterioso acorde de guitarra, el bailaor, apareció como de la profundidad de la cueva. De la parte más oscura y como envuelto en niebla, viento y luz amarillenta. Alzó sus brazos, giró sobre sí, golpeó con sus pies y de pronto, tembló la tierra. Sobrecogido el amigo dijo:

- Esto no es verdad.

Y en ese momento, del lado derecho y también como de la oscuridad de la ladera, surgió el grito del cantaor, potenciando el quiebro de los brazos, contorsiones del cuerpo y golpe de tacones. Los sonidos de la guitarra aguijonearon con más fuerza y el bailaor avanzó hacia la figura de la Alhambra, queriendo fundirse con ella en un sincero abrazo. De nuevo el amigo dijo:

- Es que parece como si todos surgirá de la misma luz que la tarde derrama, a la vez que también de las entrañas de estas laderas y del corazón mismo del que canta, del que rasga la guitarra y del que baila.

- Pues espera y verás.

 

            Y cuando después de media hora el bailaor comenzó a perderse hacia la hondura de las cuevas, envuelto en un haz de luz dorada, entre los sonidos de la guitarra, los quejidos del cantaor y llevándose con él los misterios de la tarde y de la Alhambra, el amigo de nuevo comentó:

- Todo lo que me decías es nada comparado con lo que he visto y he oído. Y lo que más me ha impresionado ha sido la escena primera y última. Cuando el Cantaor, guitarrista y bailaor, aparecen como de la nada y se funden con el viento, según se marchan. Da la sensación que su mundo fuera el alma misma de estos lugares y personas que, de la forma más bella y misteriosa, ellos transforman en fuego, música y en grito desgarrador. ¿Es esto el flamenco?

 

 

El joven que se convirtió en otoño

 

            En aquellos tiempos, cuando por los jardines de la Alhambra se paseaban los reyes, príncipes y princesas, por estos sitios ocurrió una historia digna de ser contada. Solo algunas personas tuvieron conocimiento de los hechos, en aquellos días, y no todos supieron la realidad completa. El rey, sí y el protagonista de la leyenda, también. Las cosas ocurrieron de este modo:

 

            Uno de sus lugartenientes, le dijo rey de la Alhambra:

- Majestad, un amigo mío y que viven en un país lejano, tiene un hijo que se pasa el día pidiéndole venir a Granada.

- ¿Y para qué quiere venir a esta ciudad?

- Ha oído él mil maravillas del barrio del Albaicín y de la Alhambra y las personas que viven por aquí y, por eso, se muere en deseo de conocer y ver todo esto.

- Y tú ¿por qué me lo cuentas a mí?

- Es que mi amigo es muy rico y un día me pidió que se lo dijera a usted por si tiene la bondad de hacer algo para que su hijo realice su sueño. Me dijo que se lo pagará crecido, porque riquezas tiene de sobra.

- ¿Te gustaría que yo hiciera algo por este joven?

- Sería el mejor regalo que pudiera acceder a este amigo.

 

            Y el rey dios órdenes para que el hijo del hombre rico viajara y se viniera a vivir a Granada. Con la única condición de que nadie dijera al joven nada de la bondad de este rey. Estuvieron todos de acuerdo y, a los pocos días, el joven salió de su país, dos días más tarde llegó a Granada, se instaló en una lujosa casa que el rey ordenó acondicionar, en el lugar más bello del Albaicín, frente a la Alhambra y cerca de las aguas del río Darro. Y nada más llegar a estos lugares, lo primero que hizo, fue saludar a los vecinos. Estos extrañados, correspondieron a sus saludos y le decían:

- Aunque usted sea extranjero, considérese el mejor amigo nuestro. Y, aunque nosotros seamos pobres, piense desde hoy que todo lo que tenemos, el suyo.

Agradeció el joven estos detalles y a los pocos días, comenzó a ir a las casas y sitios del trabajo de unos y otros. Principalmente con los que tenían algunas tierrecillas por la orilla del río Darro, sembradas de árboles frutales y hortalizas.

 

            Cada mañana, madrugaba más que nadie, se ponía en la puerta de su casa y en cuanto veía acercarse algunos de los vecinos o conocidos, le decía:

- Hoy me voy contigo a tu huerto.

- Pues súbase en mi borriquillo para hacer el camino.

- Te lo agradezco pero mejor tú vas subido y yo hago el camino andando. Así disfruto más mientras me explicas todo lo que te vaya preguntando.

- Pues como quiera pero, mi borriquillo, las tierras de mi huerto, las hortalizas que ahí se crían y las frutas, considerarlas en todo momento como si fueran suyas.

- No lo olvido.

 

            Y el joven, conforme iba por los caminos, al encontrarse con unos y otros, los saludaba, les preguntaba por la familia, o los animales, por los frutos de sus huertas… Todo le correspondían siempre con la mayor sinceridad y esto hizo que poco a poco, la confianza aumentará y también el respeto y amistad entre unos y otros.

 

            Cuando el joven estaba en las tierrecillas de los huertos, muchas veces se paraba junto al agua de la acequia y ahí se quedaba mundo durante mucho rato. Lo mismo hacía cuando se iba la corriente del río y cuando cortaba tallos de romero en el monte de la ladera. Los amigos y vecinos, a veces le preguntaban:

- ¿Por qué te interesas tanto y de este modo por estas cosas tan simples?

- Precisamente por eso porque son simples y a la ves tan hermosas y llenas de misterio. ¿No te gusta a ti la caricia de vientecillo?

- Claro que sí. Y me gusta oír la lluvia cuando cae, el canto de los grillos, el brillo de las estrellas del cielo y los colores de la primavera. ¿Pero qué se puede aprender de todo esto?

- Yo no me pregunto nunca lo que puedo aprender sino lo que siento y las maravillas que estas sencillas cosas reflejan. Son como espejo de lo mejor de cada ser humano y como señales del cielo hacía el que todos caminamos.

 

            Algunos vecinos no llegaban a comprender la forma de ser de joven pero todos decían:

- Es de los nuestros. Siempre está con nosotros, siempre nos trata con respeto, siempre comparte lo que tiene, siempre procura enseñarnos lo bello de la vida, las cosas y las personas. Como él, nunca hemos conocido a otro.

Llegó a oídos de una de la princesa de la Alhambra, los comentarios que los vecinos hacían del joven. Y como ella no lo conocía, preguntaba a las criadas y soldados. Cuando las criadas dijeron a la princesa que el joven paseaba por alguno de los jardines o caminos de la Alhambra, ella se iba a su torre, se asomaba a la ventana y se ponía a mirarlo. Desde lejos, intentarlo verlo y observar lo que hacía, a dónde iba, con quién hablaba y dónde se paraba. Y la princesa, sin compartir con nadie nada, según pasaba el tiempo se sentían más y más atraída por el joven. Sí, a su doncella de confianza, le decía:

- Lo que oigo de él, seguro que es cierto. Cada vez que desde mi ventana lo observo, mi corazón se acelera y el alma se me llena de sueños. Por eso me gustaría conocerlo más de cerca. ¿Qué podríamos hacer?

Y la doncella le decía:

- Tengo oído que planea algo novedoso y espectacular para compartir con sus amigos, el mismo día que llegue el otoño.

- ¿Y qué es?

- Ni yo ni nadie lo sabemos pero todos sus amigos lo comentan porque él, desde hace mucho tiempo, lo habla con ellos.

 

            Esta noticia llegó también a oídos del rey. Y como hacía mucho tiempo que el rey también sabía de su comportamiento con los amigos y vecinos en el barrio, ya estaba preocupado. Por eso un día le dijo a su amigo, amigo del hombre rico:

- Me temo que un día de estos tendremos que expulsa de estas tierras, a este joven.

- ¿Y eso porque, majestad?

- No me gusta nada lo que hace y comparte con sus vecinos y conocidos porque, poco a poco me está quitando protagonismo. Las personas creen en él y lo quieren más que a mí y por eso temo que algún día se apodere de mi reino y me destierre.

- Pero majestad…

- Y la gota que ha colmado el vaso de mi paciencia es la noticia de ese acontecimiento que prepara para el día primero de Otoñ. ¿Qué sabes tú de eso?

- Se rumorea mucho pero nadie sabe nada concreto. Al parecer es un secreto suyo para con sus amigos a los cuales dice va gustarle mucho.

 

            Unos días antes de la llegada del otoño el rey ordenó que el joven fuera expulsado de Granada. Unos criados del rey le dieron la noticia y, a partir de ese momento se llenó de tristeza. No dijo nada a nadie para evitar preocupaciones pero la noticia se corrió por entre todos sus vecinos y conocidos. Tan rápidamente y con tantos detalles que hasta llegaron a saber qué día y hora iba a ser expulsados de Granada. Por eso, aquel primer día de otoño, al amanecer, muchas personas se concentraban en la puerta de su casa, a un lado y otro y por todas las laderas del Albaicín y también por las orillas del río Darro. En la Alhambra, el rey observaba desde una de las torres y la princesa, miraba por su ventana. Porque en sus corazones, unos y otros, intuían que aquel primer día de otoño, podría ocurrir algo nunca visto en Granada.

 

            Lucía el sol a media altura sobre el cielo y por encima de la Alhambra, cuando el joven, salió de su casa. Portando solo unas alforjas y un palo en la mano, dispuesto irse de Granada, tal como el rey se lo había pedido. Y al asomarse a la puerta y ver a tantas personas, todos en silencio y como esperando, el joven se extrañó. Saludó a unos y a todos dijo:

- He sido expulsado y, para bien de todos, me marcho. Os agradezco vuestro cariño y respeto para conmigo. A todos os quiero y por eso no deseo que nadie se ponga triste.

Uno de los allí concentrado, al frente de todos los demás y en nombre del grupo entero, se adelantó hacia el joven y le dijo:

- Tú has sido el más bueno con nosotros. No queremos que te vayas. Nadie nos enseñó nunca las cosas que tú sí. Por eso pensamos que Granada y todo lo que por aquí hay, ya te pertenece más que a nadie. Hoy ya es el primer día de otoño que tanto tú has deseado compartir con nosotros. No queremos que te vayas.

 

            Otra vez agradeció el joven las muestras de cariño y al mirar para la Alhambra y ver a la princesa asomada a la ventana, se extrañó. Saludó con mucho respeto a unos y a otros y comenzó a caminar calle abajo hacia el río, con la intención de seguir y alejarse para siempre de Granada. Todos lo miraban con el aliento contenido y sin pronunciar palabra mientras notaban que sus corazones de iban llenando de tristeza. Y de pronto notaron y vieron como, según se alejaban, el otoño aparecía. Primero en pequeñas ráfagas de viento algo frío, luego en nubes blancas y negras por el cielo, después en hojas ocres que caían de los árboles y el viento las arrastraba y luego en lluvia y más frío. Todos regresaron poco a poco a sus casas, tristes y melancólicos.

 

            Y aquel día, al siguiente, un mes más tarde y todos los años que siguieron, cada vez que llegaba y llega el otoño a estas tierras de Granada, muchas personas continuaron y aun continúan sintiéndose tristes y vacíos en sus corazones. Algunos dicen que estas cosas son propias del otoño pero otros piensan que es por el destierro y ausencia de aquel joven bueno.

- Amaba tanto a Granada, a las personas que viven aquí y a la princesa misteriosa de la Alhambra que, en forma de otoño, para siempre se ha quedado por estos lugares. Por eso el otoño es tan misterioso y encierra tanta magia por entre los jardines de la Alhambra, riberas del río Darro y barrio del Albaicín.  

 

Las dos amigas del Paseo de los Tristes

 

            Una tenía diecinueve años y la otra veinte. Se conocían desde pequeñas, jugando en la puerta de sus casas, en el barrio del Albaicín. Siguieron siendo amigas en su etapa del colegio, en el instituto y luego en la universidad. Las dos iban a la misma facultad y estudiaban lo mismo. Y, aparte de las cosas propias en todos los jóvenes a esta edad, lo que más les gustaba a ellas, era irse por las tardes al Paseo de los Tristes y sentarse en el muro que encauza al río. Lo mismo que hace muchas personas, jóvenes y de su misma edad y también los turistas. Pero a ellas, especialmente, les gustaba venirse a este sitio y sentarse en el muro, para charlar de sus cosas, con la figura de la Alhambra al fondo, el bosque de la umbría, el cauce del río, el barrio del Albaicín a su derecha y la explanada con la fuente del famoso Paseo de los Tristes.

 

            Frente a ellas y según estabas sentadas en el muro, siempre les quedaba el edificio del que fue Hotel Reuma, los jardines que todavía se ven por ahí, los álamos que clavan sus raíces al borde mismo de las aguas, el barranco por donde baja el arroyo de la Cuesta del Rey Chico, el bosque de la umbría de la Alhambra y la Casa y Puente de las Chirimías. Y precisamente este rincón, junto a la Alhambra y al lado de debajo de la plaza, era el que más le gustaba a ellas. Por eso mientras charlaban de sus cosas, sentadas en el muro del río, de vez en cuando se preguntaban:

- ¿Cómo sería esto en aquellos tiempos?

- ¿En qué tiempo estás pensando?

- Cuando en la Alhambra había reyes y, en las torres, vivían las princesas.

- Yo no lo sé pero seguro que todo esto estaría lleno de gente cogiendo aguas del río y lavando la ropa en la corriente. También los niños jugarían por aquí y los mayores irían con sus borriquillos.

- ¿A qué sería interesante que una tarde apareciera por este rincón algún príncipe de aquellos?

- No digas tonterías. Eso nunca podrá ser y, si por alguna circunstancia se hiciera real ¿qué crees tú que nos contaría?

- Seguro que se asustaría al ver lo que ahora somos todos por aquí.

 

            Y una tranquila tarde de otoño, estaban ellas sentadas en el mismo un muro de piedra. Corría un airecillo suave, olía la tarde a humedad, de los álamos se desprendían las hojas ya con tonos ocres y por la umbría, todos los almeces se vestían también con tonos de otoño. Revoloteaban las nubes por encima de la Alhambra y en lo más alto del Cerro del Sol y Silla del Moro y por las partes de arriba del río Darro. La más joven dijo a la mayor:

- ¿Te imaginas que algún día de éstos apareciera por aquí algún príncipe de aquellos?

- Que eso no será posible nunca pero…

Y no le dio a ella tiempo de terminar de expresar su opinión. Justo en ese mismo momento, un joven se paró junto a ellas, las saludó y sin más preámbulo les preguntó:

- ¿Os gusta a vosotras el otoño?

 

            Las dos se miraron extrañadas y luego miraron al joven. Después la mayor respondió:

- A nosotras nos gusta mucho el otoño pero ¿quién eres tú y por qué nos haces esta pregunta?

- Soy parte del otoño universal y lo más esencial del otoño de Granada. Y os hago esta pregunta porque necesito que alguien me perdone.

Las dos amigas nuevamente se miraron, ahora aún más extrañas. La más joven preguntó:

- ¿Acaso eres tú el príncipe del otoño de Granada?

- Casi.

- ¿Y quién tiene que perdonarte?

- Alguien en aquellos tiempos, me condenó sin ser yo culpable y desde entonces aparezco y vivo por aquí cada vez que llega el otoño a esta ciudad mágica. ¿Sabéis vosotras lo que es el perdón?

- Algo sí ¿y tú?

- Todas, todas las personas en este mundo, necesitamos ser perdonados para existir y tener vida. El perdón es algo tan grande que lo necesitamos tanto o más que el aire que respiramos.

 

            Al oír esto, las dos amigas otra vez se miraron. Miraron luego para la Alhambra y cuando volvieron sus cabezas para donde estaba el joven, ya lo vieron. Sí descubrieron, muchas hojas teñidas de ocre rodando por el suelo, empujadas por el aire. La más joven preguntó a la mayor

- ¿Será cierto que hemos estado hablando con el otoño?

- ¿Y será cierto que, un príncipe aquellos tiempos, vive todavía por aquí transformado en esta estación del año?

 

 

La impostora del Albaicín

 

Por dos grandes razones, nunca deberíamos engañar: cada vez que engañamos a los demás, levantamos murallas y colaboramos para que el mundo sea peor. Cuando engañamos a los otros, el más perjudicado es el que engaña. Porque, el que miente y falsea la verdad, podrá sentirse bien y triunfar durante un tiempo pero al final, el vacío en el corazón y la desgracia, lo acabará destruyendo.

 

            Nació en un país muy lejos de Granada. Creció y jugó con los demás niños y, según se iba haciendo mayor, cada vez más soñaba con viajar. Les decía a sus Padres:

- Viajar, es lo más hermoso del mundo.

- ¿Y adónde quieres ir?

- Quiero ir a Granada, quiero vivir en una blanca casa, en el barrio del Albaicín y quiero contemplar desde ahí, la figura de la Alhambra.

Y los padres le aconsejaban:

- Pero ten siempre presente una cosa, hija mía: nunca en la vida, dañes a las personas para conseguir tus sueños. Ama siempre a los demás, respeta mucho y sed siempre amiga de lo bello.

 

            Se hizo mayor y un día, viajó desde su país hasta Granada. No tenía mucho dinero y por eso buscó por un lado y otro. A las personas mayores, principalmente del barrio del Albaicín, les decía:

- Sí me ayudáis, prestándome vuestro dinero, construiré para vosotros una bonita casa en el lugar más bello del Albaicín, cerca del río Darro y frente a la Alhambra.

- ¿Y qué beneficio obtendremos de esto?

- Ya os he dicho que en esta casa, construiré una gran sala muy lujosa, la decoraré con las mejores cortinas de seda de colores, pondré en ella muebles de madera noble, la llenaré con los asientos más cómodos y lujosos y los situaré frente a grandes ventanales, abiertos por completo a la figura de la Alhambra. Para que así, según vayáis envejeciendo, en las tardes y mañanas de primavera, verano y otoño, tengáis el gozo de disfrutar de la Alhambra en cualquier momento. Hacedme caso, lo que os estoy diciendo, es como un sueño. Lo mejor que nunca haya ocurrido en vuestras vidas.

 

            Y muchas personas mayores no, pero sí cuatro o cinco mujeres, creyeron en ella. Le dieron su dinero y le dijeron que se unían a su proyecto sin reserva alguna. Pero sí le preguntaron:

- ¿Y podremos sentarnos en los sillones de esa hermosa sala frente a la Alhambra, cada vez que queramos?

- Cada vez que queráis y a todas horas, ya lo veréis: será para vosotras, como estar frente al cielo mientras meditáis en silencio los recuerdos de vuestra vida. Ninguna otra cosa, os dará más felicidad, en esos momentos, que este hermoso sueño mío.

- Estamos seguras que lo que nos dices será fantástico.

Y la mujer de las promesas, una vez que consiguió bastante dinero de las personas mayores, se puso y planeó las obras. Buscó una bonita casa en el mejor lugar del Albaicín, donde siempre había soñado y dio órdenes a los obreros para que dieran comienzo a las obras de la gran sala frente a la Alhambra. A los pocos días, toda la casa estaba fastuosamente acondicionada y la sala soñada, perfectamente decorada con mucho lujo y grandes ventanales frente a la Alhambra.

 

            Y las primeras mujeres que les habían dado su dinero, se vinieron a vivir con ella a la bonita casa. A todas las acogió con mucho cariño y a todas las puso a rezar desde el primer día diciéndoles:

- Hay que agradecer al cielo que nos haya dado lo que tenemos.

- Agradecer al cielo es lo que a nosotras siempre más nos ha gustado. Porque sabemos que nada nos pertenece y porque esperamos que un día, cuando muramos, vayamos a este cielo que decimos.

- Eso está bien pero, desde ahora, tened siempre presente que yo soy vuestra superiora.

- ¿Y eso qué es?

- Que tenéis que obedecer a todo lo que os ordene.

- Aunque nosotras siempre hemos pensado que para salvarnos y ser amigas de Dios, no es necesaria obedecer a nadie, como tú eres buena, te aceptamos como superiora.

- Así me gusta.

 

            A los pocos días de vivir las personas mayores en la bonita casa, como en ningún momento habían conseguido entrar a la sala de los sillones frente a la Alhambra, preguntaron a la superiora:

- ¿Y por qué no podemos acceder a esta bonita sala y sentarnos en los sillones de lujo frente a la Alhambra? No estás cumpliendo lo que nos dijiste.

- Ya os lo dejé claro: soy vuestra superiora y por eso decido que la lujosa pieza de cortinas de seda y muebles de madera noble, es sólo para mí. Ninguna de vosotras disfrutaréis nunca este recinto.

Y muy extrañadas, y en el fondo doloridas, todas las mujeres mayores le dijeron:

- Pero tú nos prometiste…

- No quiero rebeldías ni acusaciones. Os pido que recéis a Dios, que os conforméis con la comida y techo que os doy y que a nadie digáis nada. Si lo hacéis, será lo peor para vosotras.

Y como las mujeres mayores se asustaron, guardaron silencio y aceptaron lo que la superiora les decía. Pero en sus corazones y entre sí, unas a otras, susurraban: “Es una estafadora porque nos ha engañado prometiéndonos lo que ahora no cumple. Y encima nos pide, que demos gracias al cielo y que recemos”.

 

            Pasó el tiempo y, cada vez más las mujeres mayores, se sentían maltratadas. Apenas recibían comida, sus camas y ropas estaban sucias y, como personas, ni podían hablar y menos opinar. Y como la superiora no les dejaba salir de la casa, a nadie podían pedir ayuda ni contar lo que les pasaba. Hasta que un día, después de mucho tiempo y ya ellas con la esperanza perdida de recibir un trato bueno por parte de la superiora, ésta les dijo:

- Van a venir unos amigos míos a visitar mi casa. Y como obsequio importante, quiero mostrarles la sala que da a la Alhambra.

Y las mujeres mayores preguntaron:

- ¿Y por qué nos cuentas esto a nosotras?

- Porque había pensado que, si os portáis bien y sois educadas con estos amigos míos, puedo premiaros con un rato largo en la sala de los sillones de lujo y maderas nobles.

- Por nuestra parte, no hay inconveniente. Seremos educadas y no molestaremos a tus amigos. Y si nos preguntan algo, le diremos que todo en esta casa es maravilloso.

- Pues de acuerdo.

 

            Dos días más tarde, llegaron los amigos de la impostora superiora y ésta los atendió con toda la cortesía del mundo. Los obsequió con una rica y suculenta comida, les ofreció té y chocolate y cuando ya creyó que era el momento, dijo a sus amigos:

- Y ahora, la sorpresa que os había anunciado: la sala de los grandes ventanales frente a la Alhambra.

- Tanto nos has hablado de este espacio que estamos deseando verla.

- Venid conmigo.

Y dirigiéndose a las mujeres mayores, muy bajo para que no se enteraran los amigos, les dijo:

- Vosotras quedaros al final del grupo y cuando todos mis amigos salgan de la sala, os dejo que paséis y la disfrutéis durante un rato.

Y las mujeres mayores, otra vez dijeron:

- Haremos lo que usted nos diga.

 

            La impostora abrió la puerta de la sala, pidió a los amigos que pasaran, los fue acomodando en los sillones de terciopelo frente a las ventanas que daban a la Alhambra, les sirvió más té en pequeños vasos y en la mesa de madera noble y les dijo:

- Bebed, charlad y observad la hermosa figura de la Alhambra en lo más alto de la colina y luego me decís qué os parece y si tengo o no buen gusto construyéndome aquí esta casa y esta sala.

Y a las mujeres mayores les volvió a decir:

- Cerrad la puerta y esperad un momento fuera. Enseguida os atiendo.

Le hicieron caso otra vez, cerraron las puertas para no interferir nada entre las amigas de la superiora.

 

            Dos horas más tarde, la puerta de la sala se abrió, aparecieron las amigas y la impostora y mientras salían del recinto, entre sí comentaban:

- Es la maravilla más grande que nunca en nuestras vidas hemos visto.

- Y te felicitamos por la gran suerte que has tenido en esta vida. El sueño de muchas personas es comprarse una casa en este barrio tan bonito y blanco, a los mismos pies de la Alhambra y junto a las aguas del río Darro. ¿Cómo lo has conseguido?

- Con mi trabajo y mucha suerte que he tenido.

- Pues hija, que el cielo te siga bendiciendo y que tú tengas salud para disfrutarlo y compartir con tus amigos estas maravillas.

- Y no olvides nunca lo que te decían tus padres cuando éramos pequeñas: “Nunca en la vida dañes a las personas para conseguir tus sueños”. ¡Qué sabios eren tus padres y qué bien aprendiste tú la lección de ellos!

- Inteligente que es una y la bendición del cielo que está de mi lado.

 

            Las mujeres mayores, sentadas en sillas de madera en un rincón del pasillo, escuchaban todo y apunto estuvieron de intervenir en la conversación y decir lo que pensaban. Pero se contuvieron. Mientras la superiora se retiraba entre sus amigos y los acompañaba para despedirlos, las mujeres mayores miraban y entre sí comentaron:

- Ahora, en cuanto se despida, seguro que se acerca a nosotras y nos invita para que entremos a la sala y veamos la Alhambra al fondo alzada. ¿No tenéis vosotras ganas de que suceda esto?

- Sino nos lo hubiera prometido tantas veces antes seguro que ahora no pensaríamos en ello. Pero nos lo ha repetido tanto y tanto que llega un momento que esto es lo que más deseamos.

- Pues ya veréis como hoy sí cumple su promesa.

- Ojalá porque así seguiremos creyendo en ella.

 

            Pero la superiora, en cuanto terminó de despedir a sus amigos en la puerta de la casa, volvió al pasillo donde esperaban las mujeres mayores. Se puso frente a ellas y sin más rodeos les dijo:

- Estoy tan cansada que no puedo ni con mi cuerpo. Ahora mismo me doy una ducha y luego me voy a dormir. Quiero que nadie me moleste ni haga ruido porque deseo dormir hasta que me canse.

Al oír esto, muy sorprendidas, las mujeres mayores preguntaron:

- ¿Y nosotras mientras tanto podemos entrar a la sala de los sillones de terciopelo y quedarnos ahí mirando a la Alhambra?

- La sala voy a cerrarla ahora mismo con llave. Ya sabéis que os tengo prohibido entrar ahí porque es un sitio solo para mi recreo personal y para compartir con mis amigos.

- Pero ¿y la promesa que nos ha hecho cuando llegaron tus amigos?

- Las promesas, todas se las lleva el viento. Y ya no se hable más. Iros a rezar que yo quiero irme a dormir. En otro momento hablamos más de esto.

 

            Y la superiora se dio media vuelta, dejó plantadas a las mujeres mayores y como una vez más ellas se sintieron engañadas y marginadas, entre sí comentaron muchas cosas durante un buen rato. Como en secreto y hablando muy bajo para que la superiora no se enterara. Dejaron que terminara de ducharse y esperaron a que luego se fuera a su habitación y se acostara a dormir. Esperaron un poco más para que se durmiera y luego se pusieron en movimiento. Abrieron la puerta de la escalera, bajaron muy en silencio, abrieron la puerta de la calle y salieron fuera. A toda prisa se alejaron de la casa por la estrecha calle empedrada y a todos los que iban encontrando, los paraban y les contaban lo que les había pasado con la mujer impostora. En cuanto los vecinos supieron las cosas, acogieron a las mujeres mayores y planearon organizarse para ir a la casa de la superiora y darle su merecido. Pero no lo hicieron temiendo alguna represalia. Se limitaron a cuidar y proteger a las mujeres mayores y dejar que la impostora actuara como quisiera.

 

            Ésta, en cuanto se despertó, casi seis horas después de haberse encerrado en su habitación, llamó a las mujeres mayores. Como éstas no le contestaban, salió de la habitación muy enfadada y diciendo:

- ¿Dónde os habéis metido? Dejad vuestras cosas ahora mismo y todo lo que estéis haciendo y venid rápidas a mi lado. Pero se dio cuenta que ni contestaban a su llamada ni venían a su lado. Muy preocupada las siguió llamando y se puso a buscarlas. Miró por la ventana y al verlas con los vecinos en la calle, se volvió para atrás, comenzó a preparar las maletas y, unas horas después, caminaba a toda prisa calle abajo.

 

            Los vecinos, al verla irse, se alegraron y lo mismo la mujeres mayores. Y según luego fue pasando el tiempo, se iban alegrando más pero nadie se atrevía entrar a la casa de la mujer impostora. También a muchos hasta les daba miedo pasar por la puerta y más temor sentían aun, entrar dentro del edificio. Por eso algunos empezaron a decir que la blanca casa del balcón frente a la Alhambra, estaba no embrujada sino endemoniada. Que al irse de la vivienda la mujer impostora, toda la casa se quedó endemoniada y maldita.

- Es que lo que esta mujer ha hecho nunca se vio aquí en Granada y por eso es propio de un espíritu malo. Porque todas las personas, llevamos en el corazón la semilla de la bondad, el respeto para con los demás y el gusto por lo bello. Solo un espíritu maligno puede comportarse del modo que lo ha hecho la mujer impostora.

Y como las mujeres mayores, contaron a los vecinos los consejos que los padres de la falsa superiora le daban cuando era niña, estos escribieron un gran letrero con letras grandes y lo colgaron en la puerta de la casa, donde se podía leer: “Nunca, para conseguir tus sueños, hagas daño a las personas como sí lo hizo la mujer impostora que vivió aquí”.

 

El árbol del otoño en el río Darro

 

            Crece junto al río Darro, a la derecha si se sube en dirección contraria a como corren las aguas y no lejos de la Alhambra. Por debajo de la Fuente del Avellano, frente a la umbría del Generalife y frente a la solana del Sacromonte y Valparaíso. Muy pocas personas lo conocen a pesar de sus años y a pesar de su grueso tronco y espeso bosque de ramas. No es un castaño ni tampoco un almez ni un álamo. Pero su porte es tan bello, tan añoso y curtido su tronco y tan espesas sus ramas, que solo verlo enamora al alma al tiempo que infunde respeto. Algunos del lugar simplemente lo llaman “El árbol” y otros lo conocen y lo recuerdan con el nombre de “El árbol del otoño”.

 

            Le pregunté una tarde a un amigo:

- ¿Y por qué se le conoce con el nombre del “El árbol del otoño?

- Porque dicen que es, de todos los árboles que crecen en estos contornos, el primero en anunciar el otoño.

- ¿Anunciar el otoño?

- Sí y lo anuncia con el color de sus hojas. Dicen que en cuanto llega el otoño, sus hojas se tiñen de ocre pero no se le caen. Vestidas del color del otoño, se quedan enganchadas en las ramas y ahí permanecen hasta que llegan los fríos del invierno.

- ¿O sea, que es el primer árbol que por aquí se engalana con los colores dorados en cuanto llega el otoño pero el último en quedarse sin hojas?

- Así es.

- ¿Y se sabe a qué se debe este fenómeno?

- Se sabe y, a los que aun todavía conocen la historia, se le entristece el corazón en cuanto el árbol comienza a teñirse de ocre, anunciando el otoño.

- ¿Y eso?

 

            Y, aquella tarde de otoño, sentado junto a mi amigo frente al árbol, con el fondo de la Alhambra camuflada por entre sus ramas, me dijo:

- Dicen que en tiempos pasados, un hombre vivía en el Albaicín. Tenía él sus tierrecillas cerca de este río y cuando recogía algo de cosecha, subía a la Alhambra para venderla. A veces vendía sus frutos a otros que también iban por allí a vender sus cosas y, a veces, ofrecía sus hortalizas a los dueños y reyes de los palacios. Tenía él suerte y siempre que iba a la Alhambra, lo vendía todo. Pero sucedió que un día, estando él vendiendo los frutos de su huerto en algunas de las puertas de la Alhambra, pasó por allí cerca una princesa. Dicen que era princesa por su gran hermosura y las telas de seda que vestía. Y al verla, el hombre se quedó tan prendando de ella, que no pudo resistir mirarla fijamente. Se dio cuenta ella y se paró cerca. Se aproximó el hombre y le dijo:

- Como tú de bella nunca he visto a nadie en este mundo. ¿Quieres ser la princesa de mis sueños?

Y ella, después de mirarlo fijamente y pasado un rato, le preguntó:

- ¿Dónde vives?

- En el barrio del Albaicín.

- ¿Y a qué te dedicas?

- Tengo un pequeño huerto junto a las aguas del río Darro. Y cerca de mi huerto crece un árbol muy grande.

- Pues cuando llegue el otoño, espérame bajo ese árbol. Iré a verte cuando sus hojas se vistan con los colores de los atardeceres de Granada. Responderé entonces a la pregunta que me has hecho y te contaré un secreto.

 

            Dicen que el hombre, feliz como no lo había sido nunca, aquel día bajó de la Alhambra y lo primero que hizo fue irse a donde este árbol. Bajo sus ramas estuvo mucho rato sentado, mirando a los palacios de la Alhambra y pensando en ella. Luego al día siguiente y al otro y al otro y así durante mucho tiempo, cuidó del árbol y esperó paciente a que el otoño llegara. Cuando se acercó la fecha, todas las hojas del árbol, se colorearon de ocre. Antes que ningún otro árbol o planta. Y el hombre esperó ilusionado y paciente pero la princesa de sus sueños no aparecía por ningún lado. Se terminó el otoño, también el invierno y la primavera y cuando se acercó otra vez el otoño, de nuevo él vino a este árbol a esperarla. Tampoco ella se presentó. Ni aquel segundo otoño ni al siguiente ni nunca. Sin embargo el hombre, sí continuó esperándola cada otoño y veía, como nosotros ahora, que el árbol se teñía de ocre antes que ningún otro. Como si ansiara la llagada de la princesa y se vistiera con el mejor traje para recibirla.

 

            La princesa no apareció nunca por aquí, el hombre ni un solo otoño dejó de venir a esperarla hasta que murió de viejo. Pasados los años, se olvidaron de aquella historia las pocas personas que lo sabían y, aunque seguía corriendo el tiempo, el árbol no se ha olvidado de anunciar el otoño siempre que se acerca esta estación del año. Y, lo mismo que en aquellos días, siempre lo hace el primero y conserva sus hojas hasta que llegan los fríos del invierno.  

Al llegar el otoño

 

            Nada más salir el sol, aquel día de otoño, se pusieron mano a la obra. Y lo primero que hicieron fue recorrer el camino hacia donde estaban los productos: higos secos, granadas, membrillos, nueces, almendras, calabazas, acerolas y otros frutos. El encargado, en cuanto llegaron con el carro a las tierras donde tenían los frutos, dijo:

- Idlos cargando con mucho cuidado. No quiero que se estropee ninguno.

Y como la pequeña era la que más interés tenía en el proyecto, dijo al encargado y a las personas que se disponían a repartir los frutos de otoño:

- A todos nos interesa que nada se estropeen y que el reparto quede perfecto.

 

            Cuando el sol estaba ya un poco alzado, el carro quedaba por completo lleno de frutos. Dos de los hombres jalearon a las bestias y éstas se pusieron en marcha. Por el camino de tierra que iba desde los terrenos de la cosecha hasta el cortijo, de trayecto en trayecto, se iban parando. Del carro descargaban una buena cantidad de frutos y a la derecha del camino lo iban colocando en pequeños montones. Preguntó uno de los hombres:

- ¿Y creéis vosotros que la carroza de la princesa, cuando pase por aquí con ella dentro, se va a parar para mirar estos frutos?

La niña aclaró:

- A mí me han dicho que sí y hasta me han asegurado que la princesa hablará con algunos de nosotros. Dicen que a ella le gustan mucho los frutos de esta Vega de Granada y que también le encanta charlar con las personas que por aquí trabajan.

 

            A media mañana, ya estaban todos los frutos repartidos en pequeños montones a los lados del camino. El sol iluminaba ahora mucho y por eso, nada más alzar la vista y mirar, se veía perfectamente iluminada la grandiosa figura de la Alhambra sobre la colina. Al observarla y verla, algunos de los hombres comentaron:

- ¿Estará ya saliendo de allí la carroza de la princesa?

Y aclaró la niña:

- Creo que por aquí pasará a primera hora de la tarde. Por eso conviene que todo esté perfectamente preparado. La princesa tiene que irse de estas tierras, gratamente impresionada, no solo por la bondad de nuestros productos sino por lo original de este encuentro y el buen trato que de nosotros reciba. Tenemos que procurar que por ningún otro sitio encuentre ella nada, ni siquiera remotamente parecido, a lo que nosotros le ofrezcamos.

 

            Comenzaba el sol a declinar por el lado de la tarde, cuando empezó a oírse la noticia:

- Ya aparece por allí el cortejo y carroza de la princesa. Y viene parándose en algunos de los sitios del camino donde hemos puesto los frutos de estas tierras.

La niña y sus amigos, salieron corriendo dirección al almiar, subieron a toda prisa por la escalera y se fueron colocando, entre la paja, en lo más alto. Decía ella:

- Desde aquí lo veremos todo claramente y podremos saludar a la princesa como nosotros queremos.

Y no habían terminado de acomodarse en lo más alto del almacén de paja, cuando vieron que la carroza de la princesa se paró allí mismo. A solo unos metros del almiar, se abrió la puerta de la carroza, salió la princesa, miró para el gran montón de paja y al ver en lo más alto a la niña, dijo a la pequeña:

- Sé que me estás esperando. Quiero darte un beso y acariciar tu cara con mis manos. Baja ahora mismo de tu palacio de paja.

 

            Y la niña, sin pensarlo dos veces, se deslizó por el costado del almiar, en forma de tobogán y, en un abrir y cerrar de ojos, estuvo a los pies de la infanta. La princesa se aproximó un poco más, la besó, acarició su cara con sus blancas manos y le dijo:

- Tu ingenio para recibirme ha sido de lo más original que nunca se le haya ocurrido a persona alguna. Te doy las gracias y desde ahora mismo, tu cortijo y toda la cosecha que salga de estas tierras, tendrán un puesto relevante dentro de los palacios de la Alhambra. Daré órdenes para que te paguen con creces y oro del bueno, todos los productos que de estas tierras salgan.

- Gracias, amiga princesa. Y cuando quieras te puedes venir a jugar conmigo a las pajas de este almiar. Es mi juego preferido.

 

            Ahora ya no pero en tiempos pasados, todas las tierras que rodeaban a la Alhambra y a la ciudad de Granada, se cultivaban y sembraban. Y en la gran Vega, con la paja que salía de la trilla del trigo y cebada, se hacían almiares. De los campos y estas tierras, las personas sacaban muy buenas y abundantes cosechas. Y el otoño, era y es la estación del año en que se recogen la mayoría de los frutos.

Desde el reino de la Alhambra

 

            I - En los tiempos en que los reyes vivían en los hermosos palacios de la Alhambra, ocurrió algo digno de conocerse, en este reino de Granada. Un hombre, bastante rico, tenía una pequeña fábrica de esparto, justo mismo al borde de las aguas del río Darro. A la altura de lo que hoy es el Paseo de los Tristes y, por eso, a los pies mismos de la Alhambra. También a los pies del hermoso barrio del Albaicín y por donde discurrían los caminos y los puentecillos que daban paso y llevaban a la colina del sol y al barrio de la casas blancas.

 

            Varios hombres tenía a sus órdenes trabajando, el dueño de esta fábrica. Tejiendo toda clase de objetos de esparto: esteras, alfombras, barjas, espuertas, serones, cantareras, esparteñas… Y el dueño estaba contento con lo que en su fábrica se producía porque eran buenos los empleados que en ella trabajaban y porque los productos que de aquí salían, todos resultaban bellos, de gran calidad y resistentes. Muchas personas tenían en gran consideración los productos que de esta sencilla fábrica salían. De aquí el dueño estuviera especialmente satisfecho con los hombres que a sus órdenes trabajaban. Por eso, al más joven y fuerte, le dijo un día:

- Hoy te toca a ti ir a los recintos de los palacios, a llevar los encargos que hace unos días de allí nos pidieron. Así que carga con los productos, sube por la vereda del barranco del Rey Chico y entrega las cosas en el sitio que te digo.

- ¿Tienen que darme algo a cambio?

- De eso ya hablaré yo con los reyes.

 

            Y aquella mañana de otoño recién comenzado, el hombre joven y fuerte de la pequeña fábrica de esparto, preparó las cosas. Cinco o seis pequeños objetos de esparto que los reyes habían pedido para regalar a unos amigos que iban a venir a visitarlos. Cargó con estos objetos, subió despacio por el pronunciado barranco de la Cuesta del Rey Chico, llegó a las puertas de la muralla, dijo a los guardias cual era el motivo de su visita, lo dejaron pasar y ya dentro del recinto amurallado, se dirigió a los palacios. Y pasaba él por el arco que hoy conocemos como la Puerta del Vino, cuando se encontró con una joven princesa. Iba sola y se dirigía a los jardines de la derecha y por eso, el joven se fijó en ella. Durante unos segundos estuvo observándola, notando que al instante se había quedado prendado de ella. Y, aunque no le dirigió la palabra, la joven intuyó lo que en el corazón del hombre, había ocurrido. Por eso ella también lo miró, no dijo nada pero se quedó en el aire temblando como un sueño hermoso y mágico. Al darse cuenta, uno que por allí pasaba, se dirigió al joven de los objetos de esparto y le dijo:

- Ten cuidado que esta muchacha es la hija predilecta del rey más agresivo que nunca hubo aquí en la Alhambra.

- ¿Y qué he hecho yo para que el rey tenga algo contra mí?

- Yo solo te lo advierto. Ten cuidado que la hermosura de esta princesa puede traer grandes problemas a tu vida.

Y el joven se asustó.

           

            Siguió su camino, llegó a los palacios de la Alhambra, entregó el pedido y rápido regresó a donde tenía su trabajo. En cuanto llegó, el dueño le preguntó:

- ¿Cómo ha ido eso?

- Sin problemas, señor. Entregué las cosas tal como usted me dijo y creo que el rey ha quedado contento.

- Así me gusta, buen amigo. Eres fiel y trabajador y por eso te respeto. Gracias a ti y a los compañeros, esta pequeña empresa mía cada día mejora en calidad y prestigio.

- Me alegro, señor.

Y aquel mismo día, el joven preguntó a sus compañeros:

- ¿Conocéis vosotros a esa princesa de ojos y pelo negro que algunas veces pasea sola por los jardines de la Alhambra?

Y uno del grupo amigo, enseguida dijo:

- Yo sí la conozco. Varias veces, cuando he pasado a los palacios para entregar pedidos, me he tropezado con ella.

- ¿Y qué te parece?

- La mujer más hermosa que nunca si vio por estos sitios. Pero tú ¿por qué te interesas por ella?

Se dio cuenta el joven, en este momento, que el compañero mostraba un interés especial por la princesa. Por eso, para evitar enfrentamientos, respondió:

- Por nada. Simple curiosidad.

- Algo tienes tú con esa princesa.

- ¿Por qué me dices eso?

- Tus preguntas y el interés que muestras con esta joven, te delata. Pero te lo advierto: te cuidado porque puedes tener problemas.

Y aquel día, ya no se habló más de esta princesa, en el pequeño taller de esparto.

 

            Pero sí, en los palacios de la Alhambra, se empezó a correr un extraño rumor que llegó hasta los oídos del rey agresivo. Unos días más tarde y por la mañana, en el taller de esparto junto a las aguas del río, se presentó un mensajero del rey. Preguntó éste por el dueño de la fábrica, que enseguida apareció y dijo al mensajero:

- Yo soy el dueño ¿Qué noticias me traes de parte del rey?

- Esto es lo que de parte del rey, le traigo y con la condición de entregarlo en sus propias manos.

Le alargó el mensajero un pequeño rollo de papel que, tembloroso y con el corazón acelerado, rápido cogió. Ahí mismo desenrolló el papel, leyó despacio y para sí y luego, visiblemente alterado, preguntó al mensajero:

- ¿Te ha pedido el rey que le lleves alguna respuesta mía?

- Ningún mensaje debo llevar al rey de parte de usted. Así que, cumplida mi misión, me despido y regreso.

 

            Volvió el mensajero a los palacios de la Alhambra y aquella misma tarde, el dueño reunió a sus empleados y les dijo:

- Por encargo del rey, esta noche, debemos hacer un viaje casi en secreto y a un lugar lejano para algo muy especial. Yo debo ir al frente de este viaje y quiero que solo me acompañe uno de vosotros.

- ¿Quién de nosotros, señor?

- Cualquiera podría ser pero, por orden del rey, tengo que escoger aquel de vosotros que hace unos días subió a la Alhambra a llevar los encargos que el rey había pedido para regalar a sus amigos.

Al saber el joven que él era el elegido para realizar el viaje, preguntó:

- ¿Y por qué tengo que ser yo?

- Por orden de rey, solo te lo puedo decir cuando lleguemos al lugar, motivo de esta marcha.

- ¿Y tampoco puedo saber cual es la misión?

- Aunque lo deseo, tampoco ahora puedo decírtelo. Solo te pido que no hagas más preguntas. Vete ahora mismo a tu casa, prepara y coge lo que creas necesario y al caer la noche, te presentas a mí. Será el momento de partir.

- ¿De noche tenemos que realizar este viaje?

- Son órdenes del rey que también me pide que ni siquiera con tu familia, lo comentes. Y vosotros, todos los compañeros de este joven, guardad silencio del mismo modo, hasta que regresemos nosotros.

- ¿Cuándo volveréis?

- Puede que tardemos unos días.

 

            No se habló más del tema. El dueño cerró la fábrica, los obreros se fueron a sus casas, el joven también a la suya, el dueño se puso mano a la obra y en un periquete preparó dos borriquillos, con sus aparejos, aguaderas y algo de comida y agua dentro. Esperó a que se hiciera de noche y se presentara el joven. A la hora en punto, cuando la oscuridad de la noche comenzó a llegar, se presentó el joven. Saludó al dueño, éste le ofreció uno de los borriquillos y le pidió que cargara en él las cosas que había traído. Luego le pidió que lo montara y, al poco, se pusieron en camino. Sin pronunciar palabra y sin parar, caminaron a lo largo de toda la noche. Ni siquiera sabía el joven en qué dirección iban. Pero sí, al llegar la luz del nuevo día, descubrió que se encontraban frente a unas altísimas montañas. Y ahora comprobó que caminaban dirección al sol del nuevo día.

 

            Cuando el astro rey comenzaba a iluminar con toda su intensidad, llegaron ellos a lo más alto de una gran colina. Aquí mismo se pararon y el dueño dijo al joven:

- Mira al frente y observa despacio lo que por ahí se extiende.

Miró el joven y se quedó asombrado. Al fondo, dirección al sol de la mañana y algo lejos, descubrió un gran río surcando un amplio valle. A los lados, se alzaban las casas de una bellísima ciudad y de las laderas a ambos lados, descolgaban espesos bosques. Dijo el joven:

- Esto es lo más hermoso que he visto en mi vida. ¿Cómo se llama este lugar y en qué parte del mundo se encuentra?

- Tú mismo descubrirás el nombre cuando pase el tiempo. Y el territorio dónde se encuentra, tampoco puedo revelártelo. Pero en este lugar es donde, a partir de ahora, vas a quedarte para el resto de tu vida.

Sorprendido preguntó el joven:

- ¿Y eso?

- El lugar donde el rey me ha pedido que te llevara, es inhóspito, sin vida, sin luz, de tierras muy áridas y muy, pero que muy lejos de Granada. Pero yo, aun a riesgo de ser castigado por el rey por no cumplir exactamente lo que él me ha pedido, te traigo a este sitio. Como agradecimiento a lo bueno y generoso que siempre has sido conmigo y con tus compañeros. Y aquí, como estás viendo, tienes de todo lo que puedas necesitar para tu nueva vida. Un gran río de aguas muy claras, extensos bosques llenos de colores y olores y con muchas frutas, abundante luz y hasta una maravillosa ciudad donde vas a ser bien recibido. Así que ha llegado el momento de despedirnos. Sigue el camino que desde esta colina desciende que yo me vuelvo a Granada. Entra a la ciudad que ves extendida por el valle, no me preguntes nada más ni vuelvas nunca, nunca a la ciudad de Granada y mucho menos a los palacios de la Alhambra. Sería tu final y mi perdición.

 

            Aun más extrañado, después de un largo rato en silencio, mirando al frente e intentando asimilar lo que le había dicho el dueño, se animó y le preguntó:

- Pero todo lo que me has explicado y lo que tengo ahora mismo antes mis ojos ¿a qué se debe?

- Se debe a que por orden del rey, quedas desterrado para siempre del reino de la Alhambra.

 

La anciana, reina del bosque

 

            II - Legó el otoño y aparecieron los colores en los bosques. Las dos grandes laderas, a un lado y otro del río, comenzaron a perder su verde vivo de los días de primavera y se llenaron de tonalidades ocres, luces de atardeceres, oro viejo y rojo sangre. Lo mismo, poco a poco, iba sucediendo por las orillas del río. Álamos, fresnos, arces y madreselvas, se vestían con tonos pálidos. Y la luz de la mañana, del mediodía y de la tarde, casi se apagaba a la vez que se fundía con el vientecillo húmedo y cargado de olores a musgo.

 

            Y aquella mañana de otoño, con el cielo azul brillante, el silencio abrazando y el sol un poco apagado, el hijo esperaba a la madre. Justo en lo más alto del cerrillo, en la puerta de la pequeña casa, sentado en el banco de piedra y mirando en silencio al profundo surco del río. Por ahí sabía que discurría la senda que, desde la casa de piedra junto al manantial, descendía río abajo hasta el montículo donde en estos momentos la esperaba. Necesitaba que llegara para despedirla con el más sincero de los abrazos y para vivir junto a ella, otro momento mágico. Pero sabía que la senda, desde el cerrillo donde estaba esperándola hasta la casa de piedra, era larga, tortuosa, con muchas bajadas y grandes cuestas y densos árboles a los lados. Y sabía que la madre, para él la más hermosa y buena, ya estaban muy agotada. Vieja como los mismos árboles del bosque, delgada como el silbido del viento al rozar las hojas y casi sin fuerzas. Por eso se dijo: “Mejor me pongo yo en camino, recorro la senda hasta su casa de piedra y ahí me encuentro con ella”.

 

            Y sin pensarlo más, cargó con su zurrón, llamó a su pequeño perro podenco y por la veredilla, comenzó a bajar. Como al encuentro del río pero antes de llegar a las aguas, siguiendo en trazado de la senda, remontó por la ladera. Volvió a otra vez al valle, lo recorrió ahora muy cerca de las aguas y casi media hora después, comenzó a oír el rumor de la cascada. Sabía que la hermosísima casa de piedra, donde vivía la madre, ya estaba cerca. Pero todavía le quedaba un buen trecho y precisamente era el trozo por donde la senda más se complicaba. Por eso, mientras continuaba avanzando, remontando ahora por la inclinada ladera, con su pensamiento puesto en la madre y en su pequeño palacio de piedra justo al lado mismo del copioso manantial, otra vez se dijo: “Ay que ver mi madre, toda una vida entera viviendo en este rincón y recorriendo un día y otro esta senda y aun en su corazón, viva la ilusión del volver un día a los palacios de la Alhambra. Qué mujer más valiente y recia, con ideas hermosas y entrega silenciosa y noble. Por más que se le busque y me digan, sé que en este suelo no hay otra mujer como ella”.

 

            Recorrió el último tramo de la senda, ya muy próximo al manantial de la casa cuando, al mirar, la vio asomada a la puerta de su pequeña casa de piedra. La saludó con su mano desde la distancia y ella, tal como estaban en el pequeño rellano de la puerta, siguió con sus miradas perdidas por donde el valle y el río se alejaba. Saltaba la corriente unos metros más abajo y luego se alejaba, atravesando el ancho valle para perderse en la profundidad brumosa. Este era el grandioso paisaje que a lo largo de toda su vida, había recorrido y soñado en las noches llenas de estrellas. Y aun así, después de tantos años, de ningún modo estaba cansada ni deseaba marcharse de la casa de piedra que él, con sus propias manos, había construido para ofrecérsela luego como regalo. En el rincón más bonito del bosque, justo al lado mismo del copioso manantial, frente por completo al gran valle y donde el silencio era más profundo y el cielo se derramaba a raudales. Por esto, en cuanto el hijo llegó, le regaló un sincero beso, le pidió que se sentara en el banco de madera que en el mismo rellano de la puerta se calvaba frente al río y le dijo:

- Has hecho bien en venir a verme. Yo ya casi no tengo fuerzas para recorrer la senda, a pesar de que es lo que siempre más me ha gustado, cuando vivía tu padre.

El hijo le cogió la mano, acarició su cara, la miró fijamente y le dijo:

- No tienes que decirme nada porque lo he visto millones de veces con mis propios ojos. Por eso sé que tú eres la más hermosa, buena y fuerte y por eso sé que, aunque ya te abandonen las fuerzas, tu alma y corazón siempre están en estos bosque y en el amor sincero que, en todo momento, mostrarse a mi padre. Estos cominos, el manantial de la roca, el valle verde con las claras aguas del río que lo riega, el azul del cielo y los abrazos del vientecillo que por aquí siempre se pasea, te pertenecen. Son las mejores joyas que princesa alguna nunca haya poseído.

 

Guardó silencio la madre, sin dejar de observar la silueta del río surcando el valle. Luego, de nuevo dijo:

- Tu padre, cuando yo era joven y princesa en los palacios de la Alhambra, fue desterrado a estos lugares. Cuando lo supe, me vine aquí con él y en este singular palacio de piedra, hemos vivido la vida entera. Murió ya hace tiempo y, él como yo, lo único que deseamos es regresar a Granada y que nos entierren en algún rinconcillo de los jardines de la Alhambra. Así que ya sabes: carga con tu zurrón de piel de cabra, dirígete a la hermosa ciudad de la vega, ve a la Alhambra, pide audiencia al rey y dile cual es deseo de esta anciana, que pronto se marchará al cielo. No me quedan muchos años de vida y, cuando muera, quiero que me entierres junto a él. En estos bosques, cerca del río, pero si el rey te da permiso y lo quiere, llévanos a los dos y nos fundes con la tierra de los jardines de la Alhambra.

- Tú no te preocupes, madre. Yo también deseo que tu cuerpo y el de mi padre, vuelva a tener el brillo y la dignidad que aquel fatídico día le denegaron. Hablaré con el rey y lucharé con todas mis fuerzas para que te abran las puertas de la Alhambra y, junto con mi padre, descanséis en paz en los jardines que tanto sueñas.

- Que Dios te bendiga, hijo mío y te dé las fuerzas que necesitas.

 

            Y poco después, se le vio al joven surcando el valle, con su zurrón a las espaldas, seguido de su perrillo amigo y dirección a la ciudad de Granada. Con un puñado de tierra en sus manos y la tristeza al mismo tiempo que la ilusión, asfixiándole el corazón. Y mientras se alejaba de la casa de piedra donde, en el rellano de la puerta, seguía la madre mirando hacia el hermosísimo río que surcaba el valle, se decía: “Fue princesa y luego llegó a reina aunque nadie nunca la coronara. Y ahora que es anciana ya muy agotada, sigue siendo la reina de estos bosques y la madre más bella y buena que hubo nunca en esta tierra”.

El cascabel del Albaicín

 

            Nació una mañana de otoño de cielo azul, suave vientecillo con olor a hojas secas y luz un poco apagada. Justo en la humilde casa que sus padres habían construido al borde mismo del río Darro. Casi rozando las aguas, por completo frente a la Alhambra, en la colina al levante y donde las hermosas casas del Albaicín, se esturreaban ladera abajo hacia el río y hacia la Alhambra. Y nada más nacer y verla, la anciana dijo a la madre:

- Esta niña trae con ella una gracia que nadie ha tenido nunca por aquí.

Le preguntó la madre:

- ¿Qué gracia trae con ella?

- Cuídala mucho y que crezca sana y fuerte. Ya te darás cuenta en cuanto sea un poco mayor.

 

            Creció la niña y todos en el barrio la querían mucho. Por lo alegre que era, por las ganas de jugar que tenía siempre y, sobre todo, por su risa. Cuando iba de un lado para otro, cogida de la mano de su madre, con sus amigas o vecinos, siempre, con cualquier cosa, se reía. Y cuando de su boca salían las notas de sus risas, todos miraban y se quedaban como extasiados. Algunos decían:

- Parece un ruiseñor enamorado y desgranando su mejor canción al llegar el día.

Y un vecino algo mayor que también la quería mucho, un día comentó:

- Su risa es como la música de un alegre cascabel. ¿No os dais cuenta como cada vez que ríe parece como si engarzara un collar de notas con todos los sonidos de las escala?

- Sí, desde luego que lo que dices es muy acertado. Nadie en este barrio ni en toda Granada ni tampoco en la Alhambra, tiene ni ha tenido nunca una risa tan maravillosa como la de ella.

 

            Y según iba creciendo, tenía más y más amigos. Hasta que poco a poco junto tres pequeños grupos: los vecinos y amigos así de su edad y que vivían cerca de su casa, la muchacha de la flauta, un poco mayor que ella y que vivía a media ladera entre el río Darro y la parte alta del barrio y la dulce anciana de la casa chica, un poco a la derecha donde vivía ella. Era esta anciana, según la niña, la más generosa y con la que ella compartía mucho tiempo. Le decía a su madre:

- Vive sola, apenas tiene fuerzas, se pasa muchas horas mirando por la ventana para la colina de la Alhambra y nunca se enfada conmigo. Siempre me regala besos y le gusta mucho oírme reír. Dice ella que mis risas son como pompas de colores que, además de curar las heridas del corazón, llenan de entusiasmo y abre las puertas del cielo.

- Pues sed tú buena con ella, hija mía y regálale toda la alegría que puedas. Quizá ella te lleve algún día de la mano, al cielo que ilumina tus risas.

           

            El otro grupo de amigos, era el de sus vecinos y conocidos más cercanos. Muchas tardes se juntaban ellos, se iban a las aguas del río Darro, por donde la corriente se desparramaba en pequeñas playas y se ponían a jugar con algún palo o pelota de trapo. Y cuando algunos de los amigos se caía al agua o tropezaba en la hierba, ella siempre se reía. Todos, al momento, dejaban sus juegos, la miraban, miraban para la Alhambra y decían:

- Tus risas son como los sonidos de un cascabel que desgranan notas de colores y en todos los tamaños.

Y como ella no sabía qué decir, les pedía a los amigos seguir jugando. Reanudaban el juego y cuando ya terminaban y cada uno se marchaba a su casa, a ella le gustaba mucho pasar por delante de la puerta de la casa de la amiga de la flauta. Muchas veces se la encontraba sentada en el umbral de la puerta, tocando su flauta e intentando imitar las risas que salían de la garganta de la niña. Y cuando casi lo conseguía, cogía un papel y con un trozo de palo quemado por la punta, escribía. A veces, círculos pequeños, otras veces, algo más grandes, como puntos negros, algunos y a distintas alturas. Al verla la niña le preguntaba a su amiga:

- ¿Para qué escribes esto?

- Voy a coleccionar todas las melodías que tú desgranas cuando te ríes.

- No lo entiendo.

- Pero a mí me gusta porque es un juego divertido y bello.

- ¿Y qué harás cuando tengas muchas melodías escritas?

- Simplemente coleccionarlas y conservarlas muy bien por si algún día, alguien las necesita.

 

            Y un día, estaba ella jugando en la puerta de su casa, a primeras horas de la mañana. Por la calle bajó un hombre conocido suyo y amigo de sus padres, montado en un borriquillo. Al llegar a su altura, la saludó y le preguntó:

- ¿Y tus amigos?

- Aun no han venido. Tú, ¿a dónde vas?

- A las tierrecillas de mi huerto.

- ¿Me montas en tu burro y me llevas contigo?

- Ahora mismo.

Y, en un abrir y cerrar de ojos, el hombre se bajó del asno, subió a la chiquilla, la tomó de la mano y siguió su camino hacia las tierrecillas de su huerto. Cuando llegó al rincón, lo primero que hizo fue buscar algunas ramas secas, las amontonó sobre un rodal de tierra libre de pasto y hojas de árboles y se puso a prenderle fuego. Le decía a la niña:

- Así, mientras yo trabajo las tierras del huerto, si tienes frío, te calientas en las llamas y ascuas de esta lumbre.

Estuvo ella de acuerdo y se agachó para ayudar a su amigo con la preparación de la lumbre. Había él cortado ramas secas de romero y también de tomillo y por eso, en cuanto las llamas empezaron a quemar estas ramas, todo el airecillo se llenó de un delicioso perfume. Dijo ella:

- Me gusta mucho este olor y el humo que, en columnas pequeñas, se alza por el aire y se va volando como al encuentro del la Alhambra.

Y se puso a coger con sus manos los pequeños círculos de humo blanco. No conseguía apresarlos porque se les desvanecían entre sus dedos y esto hizo que, cada vez que intentaba coger un circulillo de humo y éste se le escapaba, se riera a carcajadas. En pequeños rosarios de notas musicales que llenaban el aire, la mañana y el espacio, de melodías deliciosas.

 

            Y en un momento de este juego suyo, se situó frente a la lumbre, con la imagen de la Alhambra alzada al fondo, vista a través de las llamas y recortada sobre el azul del cielo de la mañana. Alzó sus manos, como queriendo coger la figura de la Alhambra y al notar que se le escapaba, se echó a reír como nunca lo había hecho antes. Y justo en ese momento vio que de las llamas salían como pequeñas burbujas de colores que, volando por el aire, se trababan en las murallas y torres de la Alhambra. Y vio como si el azul del cielo se abriera y en forma de cascada de notas brillantes, se fundiera en el aire con sus risas. Y vio que, en medio de este maravilloso universo, con ella jugaban sus amigos, sus padres, la muchacha de la flauta y la anciana de la casa chica. Asombrada dijo al hombre del borriquillo, su amigo:

- ¡Qué maravilla de sueño! Nunca había visto antes algo tan bonito.

Y preguntó al hombre:

- ¿Tú sabes qué es esto?

Y él le respondió:

- Las notas musicales que salen de tu garganta cada vez que derramas tus risas.

Se quedó ella en silencio durante unos segundos y luego otra vez preguntó:

- ¿Y por qué todo es tan hermoso y con tantos colores?

- Porque cada vez que ríes tú, es como si le dieras forma al más hermoso de los cielos. Y como esto es tan dulce y maravilloso, a las personas nos gusta mucho. Tus risas, transmiten paz, gozo, ánimo y mucho más de lo que yo pueda decirte con palabras.

Y después de unos segundos en silencio, la niña comentó:

- Ahora comprendo por qué todos me llamáis “el cascabel del Albaicín”.      

La fantasía de un sueño

 

            Los que esperaban en la explanada guardando vez para entrar, preguntaban a los que salían:

- ¿Cómo son las cosas ahí dentro?

Y los que salían, todos emocionados, decían:

- Sin palabras. Hay que verla, parase a su lado, mirar su cara despacio, hablar con ella y dejar que sus palabras te hablen.

- ¿Pero qué es lo que por ahí dentro ha hecho y cómo lo ha montado todo?

- El montaje casi no es importante ni la estancia ni las cosas que por ahí ha colocado.

- ¿Entonces?

- Lo realmente emocionante y que se te cuela dentro con la dulzura más agradable, es ella. Por eso no hay palabra para describirla. Hay que verla.

 

            En la explanada, justo por donde hoy se abre la plaza conocida con el nombre del Paseo de los Tristes, las personas se concentraban. Muy apretadas unos contra otros, esperando el momento de su turno para entrar, emocionados por lo que comentaban los que salían y por eso, casi todos nerviosos. Era sábado, mañana de un hermoso día de otoño, sin mucho frío ni tampoco calor. El cielo sí estaba cubierto con grandes nubes blancas y negras que parecían paradas sobre la figura de la Alhambra. Iluminadas por los rayos del sol de la mañana, regalando sensaciones otoñales y también como decorando todo cuanto por el rincón se desarrollaba. Los que esperaban en la explanada, algunas personas mayores, muchos jóvenes, niños y hasta turistas, entren sí comentaban:

- ¿Y ella sola ha conseguido montar todo esto?

- Casi sola. Algunas amigas y amigos le han ayudado pero como a todos nos parecía extraño y poco lógico su sueño, muy pocos le hemos hecho caso. Solo un par de amigas y los padres.

- Pues desde luego que tiene mérito. Y más, ahora que tantos estamos comprobando el éxito.

 

            Y el mérito, había estado y estaba todo en ella. Era hija única de una familia de clase media, vivía con sus padres en una estrecha calle de la parte baja del Albaicín y desde muy pequeña soñaba con palacios. Fantásticos palacios llenos de colores, con mucha luz y torres con grandes ventanales. Pero según iba creciendo se aficionaba más y más a los rincones del bosque de la Alhambra. Por donde la gran ladera ya toca las aguas del río y se convierte en tierras llanas. Por aquí se venía mucho, casi siempre sola, a jugar con las aguas y a buscar tesoros. Les decía a sus padres:

- Yo sé que ahí mismo, por debajo de la Alhambra y pegado al río, hay un palacio escondido.

- ¿Un palacio?

- No desde luego tan grande como la Alhambra y puede que menos bello pero sí creo que es único.

- ¿Por qué tiene que ser único?

- Porque ni es grande ni lujoso ni tampoco tiene muchas torres pero sí encierra un misterio fabuloso.

- ¿Qué misterio?

- Yo lo he visto muchas veces en mis sueños pero no sé cómo explicarlo. Hay que verlo.

 

            Y los padres, como ella todavía era pequeña, la dejaban que soñara. Pensaban ellos que, como todos los niños del mundo, imaginaba fantasías que de ningún modo tenían nada que ver con la realidad del día a día. Por eso, cuando se iba sola a jugar por la orilla del río, no se preocupaban. Pero sí prestaron ellos mucha atención un día, la pequeña les dijo:

- Ya he descubierto la entrada de ese palacio fantástico que tantas veces os he dicho.

- ¿Que lo has descubierto?

- Sí y hasta he pasado dentro y he visto cómo es todo aquello.

- ¿Y cómo es?

- No puedo explicarlo con palabras. Hay que verlo.

- Mañana mismo vamos contigo y nos lo enseñas.

- Por ahora no quiero que nadie vaya y vea este lugar mío tan fantástico. Con unas amigas mías, estamos preparando algo especial y cuando lo tengamos terminado, os lo digo y también se lo decimos a los vecinos y a todos los que viven en este barrio.

 

            Y aquella especial mañana de otoño, ella tenía todo preparado. Con sus amigas se colocaron en puntos concretos del misterioso palacio subterráneo. Para recibir a los que fueran llegando, explicar las cosas y, sobre todo, hablar con cada uno en particular. Por eso, los que salían, al ser preguntados por los que esperaban en la explanada, respondían:

- No hay palabras para explicarlo. Hay que verlo y, sobre todo, hablar con ella. Transmite tanta emoción y con palabras tan dulces que es imposible que todo sea un simple sueño.

Las dos mujeres buenas del Albaicín

       VI- capítulo del relato “La Cueva de los Diamantes”.

 

Corría el chorrillo de agua saltando por la torrentera y en la corriente se reflejaba las luces de la puesta del sol que contemplaban. Y ella escuchaba muy atenta, sin entender por completo y por eso le dijo:

- En otro momento me hablas más de esto porque ahora mismo me gustaría conocer esa historia que antes me has dicho.

- Sí, te la voy a contar pero en cuanto se termine de poner el sol.

Y se puso el sol. Lentamente iba cayendo hasta que la oscuridad fue total. En el firmamento comenzaron a brillar las estrellas, el airecillo se movía un poco más y era más fresco y por entre el bosque y los verdes tallos de la grama, empezó a oírse el canto de los grillos. También el maullido de los mochuelos y el ulular de los cárabos, todo acompañado por el suave rumor del chorrillo del venero que junto a ellos brotaba. En el mismo centro de la grama, los dos se acostaron, poniendo sus cabezas sobre una improvisada almohada de pasto y quedando sus caras y ojos frente por completo a las brillantes estrellas que titilaban en el firmamento. Y durante un buen raro, permanecieron quietos, contemplando mudamente la luz de las estrellas y envueltos por los bellísimos sonidos de la naturaleza.

 

            Trascurrido unos minutos desde la puesta del sol, ella preguntó:

- ¿Qué habrá en la luz de las estrellas, en el airecillo que acaricia, en la música de este riachuelo y en los sonidos de la naturaleza para que guste tanto y de ningún modo lo comprendamos?

- Puede que lo que en muchas ocasiones yo he pensado.

- ¿Y qué es lo que has pensado?

- Que todas aquellas cosas buenas y bellas que buscamos las personas en nuestra vida y paso por esta tierra, al morir, quedan perpetuadas en el brillo de las estrellas y en las caricias el vientecillo en noches como ésta. Por eso nos gustan tanto estas cosas y hasta se emociona el corazón y el alma se pone triste y siente melancolía.

- También esto sigue siendo incomprensible para mí.

- Te lo explico un poco más contándote la historia que te he prometido.

- Sí, hazlo por favor.

 

            Y él, después de unos segundos en silencio, tal como estaba acostado cerca de ella y sin dejar de mirar al firmamento estrellado, dijo:

- Ellos tenían sus viviendas en las tierras de la ladera, carca del arroyo, por entre las encinas y al lado de debajo de unos grandes rocas. Eran solo cuatro o cinco familias que vivían en sus humildes casas de piedra, arena y cal, construidas por ellos mismos. Y se alimentaban de los productos que sacaban de las tierrecillas que junto al arroyo cultivaban. Porque de estas tierrecillas todos los años recogían muy buenos tomates, berenjenas, pepinos, pimientos, calabazas, habichuelas… Y de los árboles que al borde del terreno crecían, también recogían abundante fruta. Uvas que convertían en vino, higos que secaban, nueces, almendras, granadas, membrillos, peras…

 

            Y en las tierras que había un poco más retirado de la corriente del arroyo, ellos sembraban trigo, maíz, garbanzos y centeno. Y al borde de estas tierras crecían olivos que también daban buenas cosechas de aceitunas, higueras, nogales, granados y membrillos. Por las noches, después de encerrar a sus animales, ovejas, cabras y vacas, se sentaban al calor de la lumbre y, mientras se daban compañía y charlaban, esfarfollaban las mazorcas de maíz. También tejían esparto, con el que confeccionaban esteras, cestas, esparteñas y aparejos para sus burros. Y de este modo y con estas cuatro cosas fundamentales, ellos vivían y eran felices, respetándose, ayudándose y compartiendo todo lo que tenían. Apenas necesitaban nada más y por eso a la ciudad, a Granada, casi nunca venían. La conocían solo de oídas y lo mismo le sucedía con la Alhambra y el barrio del Albaicín.

 

            Pero un día, los soldados que por aquellos tiempos luchaban por estas regiones, se establecieron por allí cerca. Con todos sus armamentos, mulos y carros y esto a ellos les asustó mucho. Entre sí comentaban:

- Nos quitarán nuestras tierras, animales, cosechas y destruirán estas casas nuestras.

Y dos de las mujeres, entre ellos decían que las personas más buenas del mundo, dijeron:

- Quiera Dios que esto no suceda. Y si ocurre, vosotros no preocuparos. Lo importante es que nos mantengamos unidos como hasta ahora y que nos apoyemos como lo hemos hecho siempre.

Y una de las jóvenes, muy asustada, también comentó:

- Pero estos soldados dan mucho miedo y más cuando se ponen a luchar y a matarse entre sí. ¿Para qué harán las guerras si en ellas solo hay muertes, destrucción y penas?

Y las dos mujeres buenas comentaron:

- Las guerras nunca las hacen las personas pobres sino los poderosos y siempre por el ansia de tener más poder y poseer más riquezas. Pero vosotros no preocuparos, que si nos mantenemos unidos y dándonos apoyo y calor unos a los otros, no podrán destruirnos.

Y estas palabras infundían mucho ánimo a todo el grupo de personas que vivían en los cortijillos junto al arroyo.

 

            Pero como los soldados eran cada día más, poco a poco, fueron ocupando todas las tierrecillas que ellos cultivaban. Se instalaron junto a las aguas para aprovecharse de ellas, invadieron todas las huertas y árboles y luego fueron a por los animales que los pobres tenían. Y cuando estos por qué les quitaban lo que eran suyo, los jefes de los soldados les respondían:

- Lo necesitamos para alimentar a las tropas y también necesitamos estas tierras y las aguas del arroyo.

- No tenéis corazón porque nosotros somos pobres y si nos quitáis lo poco que tenemos ¿de qué nos alimentaremos?

- Las guerras son necesarias y para ganarlas hace falta soldados y los soldados necesitan alimentarse para luchar en las batallas. Vosotros no sois tan importantes. Y, además, debéis estar contentos porque todavía tenéis una casa donde dormir y vuestros hijos y maridos, os dan compañía.

Y las personas de los cuatro cortijillos de piedra, todavía se asustaban más y por eso callaban y dejaban de enfrentarse a los soldados. Las dos mujeres buenas, seguían diciendo a los suyos y amigos:

- Mantengámonos unidos y que cada uno ayude al otro en todo lo que pueda. Que este tesoro tan hermoso nunca nos lo quiten ni los soldados de la guerra ni sus luchas y batallas ni la carencia de nuestros animales y cosechas.

Y ellos se sentían unidos, animados y muy confortados por las cálidas palabras de las dos mujeres buenas.

 

            Pero un día, cuando caía la tarde, los soldados del bando contrario aparecieron por aquellas tierras. Se entabló una gran batalla de unos soldados contra los otros y en las mismas tierrecillas de los huertos, muchos caían heridos, otros muertos y otros sangrando por muchos sitios y pidiendo auxilio. Las tropas subieron por las laderas y llegaron hasta los cortijillos de piedra. Y los que iban ganando, en cuanto llegaron a las casas, las asaltaron. Gritaban como locos y comenzaron a prenderles fuego, tanto a las casas como a los corrales de los animales, a los árboles y almiares de paja. Asustados y por completo desorientados, los hombres de estos cortijillos, los niños y las mujeres, gritaban, corrían, se enfrentaban a los soldados y estos, más que ayudarles, fueron su perdición. Porque los soldados, sin ninguna compasión, allí mismo atravesaban con sus lanzas a los hombres que se les enfrentaban, mataban a los niños y, a las muchachas, las cogieron presas y, entre gritos y voces pidiendo ayuda, se las llevaron.

 

            Las dos mujeres buenas, en cuanto vieron acercarse las tropas de estos soldados, en lugar de enfrentarse a ellos, pidieron a sus hijos y a otros niños y jóvenes que se escondieran en las rocas que había por el lado de arriba. También ellas se escondieron allí pero algo más oculto entre el monte y llevando de la mano a uno de las hijas más querida y hermosa. Le decía la mujer:

- Veáis lo que veáis ni gritéis ni pidáis ayuda. Solo serviría para que nos descubran y también nos maten.      

Y la joven, fuera de sí y con apenas fuerzas, siguió los pasos y consejos de las dos mujeres buenas. Tras las rocas por entre el monte, se agazaparon y, desde la distancia, vieron los incendios de los cortijillos y toda la desolación que los soldados de la guerra sembraban en su pequeño mundo, cortijillos, cosechas y animales.

 

            Cayó la noche y las dos mujeres, junto con la joven, con gran sigilo salieron del escondite, caminaron despacio y por una senda que ellas conocían y unas horas después, ya estaban muy lejos del rincón donde habían nacido y vivido toda su vida. Al amanecer, aun seguían caminando y al mediodía llegaron al barrio del Albaicín. La mayor de las mujeres sabias, buscó a una amiga y en cuanto la encontró, le comentó lo ocurrido en los cortijillos de la montaña. Y la amiga le dijo:

- Solo tengo un poco de pan y algo de ropa que prestaros y, casa para vivir, podéis quedaros en este ruinoso cobertizo que hay en la parte alta. Es mío pero a partir de ahora, como si fuera vuestro todo el tiempo que lo necesitéis. Instalaros en él y acondicionarlo como podías y más os guste.

Y las mujeres buenas, agradecieron la bondad de la amiga, se fueron al cobertizo en ruinas y ahí se refugiaron. Y enseguida aceptaron, de la mejor manera que pudieron, la gran tragedia ocurrida en sus cortijillos de las montaña. Se pusieron a limpiar y ordenar un poco el cobertizo que les había regalado la amiga. Y la mujer mayor dijo a la joven:

- La vida, Dios nos la regala y Él nos la quita de la manera que le parece. Solo Él sabe por qué ocurren las cosas o las permite y nosotros, nos duela o no lo comprendamos, debemos seguir luchando y procurando llenar los días con lo más valioso. Ya nada podemos hacer por los nuestros, muertos allá en la montaña a manos de los soldados. Pero sí podemos seguir luchando para que no se nos acabe la vida y todo lo bueno que en la vida y personas, hay.

Y la joven dijo que lo entendía pero que su corazón y alma, estaban llenos de dolor y desesperanza.        

- No hay derecho que de este mondo nos maten a los nuestros y, de la noche a la mañana, nos roben y destruyan por completo.

Abrazó la mujer mayor a la joven y la animó para que se pusiera a trabajar en la reconstrucción de su ahora nueva casa.

 

            Y aquella tarde, parte de la noche y al día siguiente, las dos mujeres mayores y la joven, trabajaron sin descanso, quitando escombros, blanqueando las paredes y vaciando de objetos viejos algunos de los rincones. Y fue al tercer día cuando, en un momento en que la joven retiraba unas piedras de uno de los rincones del cobertizo, descubrió el tesoro. Un agujero que enseguida exploró y donde encontró escondido un gran bolso de cuero. La joven llamó enseguida a la mujer mayor y le mostró el agujero. Abrieron rápido el bolso de cuero y vieron que estaba repleto de relucientes monedas de oro. Asombrada la joven preguntó:

- ¿Qué hacemos con esto?

Sin pensarlo mucho la mujer mayor dijo a la joven y a su madre:

- Yo ya lo tengo pensado.

Y con todo detalle, explicó a sus amigas el plan.

 

            Al día siguiente, cuando la joven salió de la humilde vivienda y subía por la calle, al encontrarse con una mujer pobre que pedía, le dijo:

- Ve a donde vivo y diles que te mando yo.

Fue la mujer pobre al cobertizo de las mujeres sabias, éstas la recibieron y enseguida le dijeron:

- Para sacarte de tu pobreza no tenemos pero podemos darte unas monedas de oro solo con una condición:

- ¿Qué condición?

- Que no se lo digas a nadie. Nosotras no somos ricas y si lo comentas a las personas vendrán muchos a que les demos monedas y nos arruinarán la vida.

- Lo comprendo y por eso haré lo que me estáis pidiendo.

Le dieron la moneda de oro y, como la joven encontró a más pobres por el barrio, a todos les dijo que hicieran lo mismo. Y aquel día y al otro y al siguiente, acudieron, de uno en uno, muchos pobres a la casucha de las mujeres sabias. Ninguno dijo nada de las monedas de oro pero sí enseguida por todo el barrio se corrió la noticia del comportamiento tan bueno que mostraban para con los pobres, las mujeres sabias. Cuando la mayor de las dos mujeres decía a la joven:

- Nosotros ahora tenemos para comer y dónde vivir. Así que tú sigue buscando a las personas pobres que haya por el barrio.

La joven le argumentaba:

- Pero ¿qué ganamos nosotras repartiendo con los pobres todo el tesoro que nos hemos encontrado?

- Ganamos el cielo y el respeto y cariño de las personas humildes de este barrio. Los soldados de la guerra nos quitaron todo lo que teníamos y les quitaron la vida a los nuestros. Y como esto no es bueno, nosotros debemos hacer todo lo contrario. Para que el mundo no se convierta en un infierno y el mal lo destruya por completo. Y para que las personas pobres, experimenten la dicha de sentirse amados y respetados. Tienen derecho a ello.

 

            Y unos años más tarde murieron las dos mujeres sabias. El tiempo las fue dejando sin fuerzas poco a poco, como siempre sucede a todas las personas. Y en el barrio, muchos lloraron su muerte y otros tantos decían:

- Nunca hemos conocido a nadie con un corazón tan bueno como estas dos mujeres. Sin duda que Dios, en algún lugar del Universo, debe tener reservado para ellas el mejor cielo. Se lo merecen y nosotros así lo deseamos.

Y a la joven también le decían

- Y tú, nunca te vayas de este barrio ni te sientas sola o marginada. Cualquier cosa que necesites, solo tienes que pedirla. Aunque nosotros nos quedemos sin comer o pasemos frío, a ti no te faltará nunca lo necesario. Y ojalá de la Alhambra venga un día un príncipe y te haga reina.

 

Desde las cuevas del Albaicín

 

Las lluvias del otoño

de nuevo llegan,

hace frío un poco,

duele la tierra,

estoy solo

y tu ausencia,

mudo vacío hondo

en la espera.

 

 

            En la parte alta del barrio del Albaicín, ladera por debajo de la Ermita de San Miguel, siempre hubo cuevas. Desde tiempos muy lejanos, a lo largo de toda la época de la Alhambra, cuando ya Granada fue conquistada por los Reyes Católicos y a lo largo de todo ese tiempo hasta nuestros días. Porque aun hoy en día, sigue habiendo muchas cuevas en estas laderas, en los barrancos que hay al otro lado de la muralla, por donde Valparaíso y Abadía del Sacromonte y por las umbrías del Generalife y la Alhambra. Pero donde más cuevas hay, casi todas muy humildes y sin luz ni agua aunque con mucho sol y hermosísima vista hacia la Alhambra, es en la ladera de San Miguel Alto y en los barrancos conocidos con el nombre de Sacromonte.

 

Cada puerta de cada cueva, es como un pequeño balcón hacia el valle del río Darro, laderas y colina del Generalife y Alhambra, todo el barrio del Albaicín y la extensa ciudad y Vega de Granada. Un lugar único para disfrutar de los atardeceres y de la luz y calor del sol desde primeras horas de las mañanas hasta que se oculta tras las lejanas montañas. En tiempos pasados, muchas de las personas que vivían en estas cuevas, eran pobres. De raza gitana, la gran mayoría y los que no, personas por completo marginadas. Hoy en día la mayoría de las personas que viven en estas cuevas, ya no son de raza gitana. Muchos son jóvenes venidos de otras partes del mundo. Algunos con algo de dinero, otros muy pobres aunque con grandes sueños pero al margen del resto del mundo.

 

En aquellos tiempos y ahora, muchas historias ocurrieron y siguen sucediendo en las cuevas de los sitios que he mencionado. Importantes algunas y otras, muy parecidas a las historias de millones y millones de humanos. Oí, no hace mucho, un relato de estos que, por su especial belleza y singular características, voy a contar a continuación.

    

            Ella se fue y él se quedó triste. Con un gran vacío en su corazón, sin gusto ninguno por las cosas y por la vida y también sin ganas de hablar con las personas. Ni siquiera ganas de comer tenía y hasta se quedó sin fuerzas para seguir trabajando. Por eso, en la pequeña fábrica de cerámica en el Collado de los Almendros, el jefe le dijo un día:

- Lo siento por ti pero con esta apatía tan grande en tu vida aquí no puedes seguir.

Y ninguna razón ni respuesta dio al jefe. Al día siguiente ya no madrugó para ir al trabajo ni tampoco buscó a los amigos para contarles sus cosas y tener algún rato de compañía.

 

            Dos días más tarde, un vecino lo vio sentado en la puerta de su casa, en lo más elevado del barrio del Albaicín y le preguntó:

- Por Navidad ¿volverás a verla?

- Ni por Navidad ni en primavera ni en verano.

- ¿Entonces?

- Se ha marchado para no volver nunca más en la vida.

- ¿Y a ti te duele su ausencia y por eso no puedes olvidarla?

Y no dio ninguna respuesta a esta pregunta. Pero sí unos días más tarde, un grupo de amigos le dijeron:

- Tienes que irte de este barrio.

- ¿Y eso?

- Te has vuelto tan rato, vives tan solo y aislado, tan metido en tu dolor o lo que sea, que nadie quiere verte por aquí ni estar contigo.

 

            Y dos días después, a primera hora de una gris mañana de otoño, se le vio salir de su casa. Cerró la puerta y con un zurrón de cuero a sus espaldas, caminó por la estrecha calle. Una de las estrechas y empinadas calles que en la parte alta se abría en el Albaicín y que aun hoy en día, existe. Había llovido aquella noche y el barro y los charcos se acumulaban en muchos tramos de la calle. Pisando este barro y esquivado los charcos, subió despacio, recorrió los caminillos de la ladera en la parte de arriba del barrio, buscó una cueva en buenas condiciones y la encontró entre chumberas. Cerca del tramo de muralla que desde lo más elevado del cerro hasta el río Darro y frente por completo a la Alhambra. La exploró, entrón dentro, la limpió, se acurrucó de la mejor manera que pudo y cuando al día siguiente salió el sol, se sentó en la puerta de su cueva. Frente a la Alhambra y con su pensamiento puesto en ella.

 

            No llovió a la noche siguiente ni tampoco hizo frío. Y sí, al día siguiente, brilló con gran fuerza el sol. Iluminó las murallas y torres de la Alhambra y él, al contemplar tan hermoso espectáculo y sentirse solo y hundido en su recuerdo, lloró por ella y quiso morirse. Se dijo: “¿Qué sentido tiene ya para mí la vida y estos lugares y las horas de este día tan bello si no la tengo a ella? Para cualquier sitio que me mueva y a cualquier lugar que vaya, me voy a encontrar vacío y amargo, echándola siempre de menos”. Y tres días más tarde, bajó por la ladera, recorrió las sendillas y se acercó a las aguas del río Darro. Buscó un trozo de tierra, lo labro un poco, dejando el terreno un poco llano y luego lo regó con las aguas del río. Se sentó allí mismo y al poco vio que algunos pajarillos aparecían por entre las zarzas y se pusieron a picotear la tierra. Los dejó tranquilos y cuando ya caía la tarde, de nuevo regó la tierra labrada y subió por las sendillas a su cueva.

 

            Volvió por las tierrecillas del río unos días después y antes de llegar advirtió que algo ocurría en el rincón. A cierta distancia se paró, observó despacio y miró muy concentrado. En el rodal de tierra había nacido hierba y sentada en una piedra por el lado de arriba, una niña llamaba a los pajarillos del río. Les regalaba comida y, las avecillas, muchas y todas muy confiadas, la rodeaban comiéndose lo que ella les ofrecía en sus manos y por el suelo. Durante un buen rato, desde la distancia, estuvo mirando. Luego caminó, se acercó despacio y cuando ya estuvo a solo unos metros de la niña, la saludó y le preguntó:

- ¿Son tuyos estos pajarillos?

- Son de las zarzas y árboles de este río.

- Pero compruebo que se vienen a tu lado muy confiados. Como si fueran tus amigos desde siempre. ¿Cómo lo consigues?

- Simplemente llamándolos y echándolo de comer estas semillas y trozos de pan que para ellos he traído. Vente a mi lado y échale tú también algo verás como se vienen contigo.

 

Se acercó el joven, procurando no asustar a las avecillas y cuando estuvo al lado de la niña, ésta le preguntó:

- ¿Y son tuyas estas tierrecillas?

- Creo que sí pero no tengo papeles para demostrarlo.

- Es que ¿sabes lo que he pensado?

- No lo sé.

- Si tú quieres, podemos seguir cultivando estas tierras, yo vengo por aquí cada día, te ayudo en lo que pueda, le sigo trayendo de comer a estos pajarillos y así hacemos cosas importantes y, mientras nos distraemos, también sacamos productos de estas tierras.

Y fue el joven a dar una respuesta a lo que ella le proponía cuando la figura de un hombre les llamó la atención. Se acercaba por la sendilla que venía desde el barrio, cruzó el río y al llegar a ellos, se paró y les preguntó:

- ¿Con qué permiso habéis sembrado estas tierras y le echáis de comer a los pajarillos?

Sin tardar y sin miedo la niña respondió:

- Solo nos hemos parado aquí un momento y, al ver a las avecillas, las hemos llamado y ellas han venido.

- Pues ya os estáis marchando.

 

               Y sin más palabras, unos minutos después, la niña se alejaba del río hacia las blancas casas del barrio y él subía por la ladera a su cueva. En la misma puerta, frente a la Alhambra y mientras se ponía el sol, aquella tarde escribió los siguientes versos: Las lluvias del otoño de nuevo llegan, hace frío un poco, duele la tierra, estoy solo y tu ausencia, mudo vacío hondo en la espera.

 

            Tres días después, volvió por donde las tierrecillas junto al río, con la ilusión de encontrarse con la pequeña de los pajarillos y la hierba brotada en la tierra. Pero antes de llegar al rincón, descubrió que una alta y densa valla de alambre, cortaba la senda impidiendo acercarse a las aguas y a las tierras de las avecillas. Mirando en la dirección en que se iban las aguas del río, con las casas blancas del Albaicín a su derecha y la grandiosa figura de la Alhambra a su izquierda y sobre la colina, como en forma de oración susurró para sí: “Todo por estos lugares y el Universo entero es una obra de arte y maravilla perfecta. Y dentro de esta creación, la obra más perfecta, somos las personas. Cada uno en sí y todos los humanos en general, somos la máxima perfección del Universo. Por eso no tiene sentido ni lo entiendo que no seamos capaces de vivir la vida y recorrer los caminos, en armonía y ayudándonos unos a los otros. Al irte y dejar todo por aquí ignorado y a mí en su centro, quizás sin saberlo, has levantado murallas en el camino que hacia lo hermoso y perfecto, recorremos. Y hoy también descubro aquí, junto a las aguas de este río y donde he venido buscando algo de libertad y serenidad para mi alma, esta valla acotando el terreno. Creo que no ha sido acertado tu proceder ni tampoco lo que por aquí han hecho. Y por eso no lo entiendo”.

 

            Regresó otra vez a su cueva. Hizo frío aquella tarde y llovió mucho durante toda la noche. Nadie lo vio ni al día siguiente ni al otro ni cinco días después. Pasado siete días, como nadie sabía nada de él, unos amigos vinieron a su cueva a buscarlo. Lo llamaron y como no contestaba, entraron a la cueva, lo vieron en un rincón acurrucado, de nuevo lo llamaron y al comprobar que ni respondía ni se movía, tocaron sus manos y cara. Todo su cuerpo estaba por completo frío y su corazón parado y sin vida.

 


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