Ventanas a la eternidad

       Relatos cortos // 2010-18

El libro de los más bellos relatos de la Alhambra,

río Darro, Albaicín, Realejo y Granada - VII 

  1- La mujer y el cordero 

  2- En la Puerta de las Granadas de Granada 

  3- Los niños del otoño 

  4- Los dos monederos 

  5- El árbol en la riada del río Darro  

  6- El palacio del sol, gemelo de la Alhambra 

  7- El hombre de la mirada mágica 

  8- El río de la Alhambra  

 9- La calle del poeta 

10- El valle de los árboles mágicos  

   

11- El palacio de la colina 

12- El manantial del almendro  

13- La niña, el tesoro y el regalo 

14- El joven y el huertecillo   

15- Navidad frente a la Alhambra 

16- La más hermosa noche de Navidad  

17- Pintando la Navidad en Granada  

18- La joven que hacía footing   

19- La felicitación de Navidad 

20- Recuerdos de la Alhambra   

    

La mujer y el cordero

 

            Vivía en el Albaicín, sola, tenía muchos amigos y siempre estaba diciendo:

- El día que me encuentre un tesoro me voy de este barrio.

Y los amigos y conocidos le preguntaban:

- ¿Y por qué quieres irte de este barrio? ¿Es que no te gusta o nosotros no somos buenos contigo?

Y ella les contestaba:

- Me gusta mi barrio y vosotros sois muy buenos conmigo.

- ¿Entonces?

- Necesito irme a vivir sola porque me gusta ser libre, respirar aire puro de las montañas, contemplar por las noches el cielo lleno de estrellas y gozar de la armonía de los bosques.

- ¿Y a dónde quieres irte?

- Ya lo tengo decidido: al este del Granada, entre Sierra Nevada y la Alhambra, donde mana un claro manantial de agua, hay un espeso bosque de madroños y por el valle corre un río.

- Pues hija, qué sueño más bonito es el tuyo.

- Sí que lo es y para realizarlo solo necesito encontrarme un tesoro.

 

            Y un día que buscaba moras por las zarzas del río Darro, entre unas rocas, encontró un tesoro. No le dijo nada a nadie pero sí enseguida buscó el mejor arquitecto y le comentó:

- Quiero que me construya una casa en un sitio que conozco en las montañas.

- Eso está hecho. ¿Podemos ir a ver ese sitio y tienes dinero pagar la construcción de tu casa?

- Vamos ahora mismo y te enseño el lugar donde quiero que me construyas mi casa. Y por el dinero, tú tranquilo que te pagaré muy crecido.

Y aquella misma mañana de otoño, ya con todo el bosque lleno de hojas secas, con muchos madroños colgando de las ramas y abundante setas entre el musgo y la hierba, fueron a ver el sitio de su casa. Caminaron durante varias horas y cuando llegaron a unas montañas tupidas de bosque, entre Sierra Nevada y la Alhambra, la mujer dijo al arquitecto:

- Este es el sitio.

Y el sitio era justo una bella ladera frente al sol de la mañana. Bajo unas grandes rocas y entre árboles centenarios, brotaba un caudaloso manantial. Caía el agua ladera abajo formando un pequeño arroyuelo y en el valle se convertía en río. Por eso todo el valle y toda la ladera estaban repletos de bosque y alfombrado de hierba fresca. Dijo el arquitecto:

- Este lugar es maravilloso. ¿Cuándo quieres que dé comienzo a la construcción de tu casa?

- Mañana mismo y quiero que no sea muy grande. Como una casa de muñecas o refugio de montaña, toda de piedra, con muchas ventanas para el lado del sol de la mañana, Sierra Nevada y la Alhambra. Y también para el lado de las puestas de sol, al fondo de la Vega de Granada. Y si necesitas dinero, ahora mismo pongo en tus manos todo cuanto quieras.

 

            Le dio la mujer una bolsa llenas de monedas de oro y el arquitecto, lo primero que hizo al día siguiente, fue buscar a una cuadrilla de hombres. Trazó los planos, mandó abrir los cimientos, trajeron muchas piedras de las montañas, y en muy poco tiempo, la maravillosa casa estaba levantada. Con muchas ventanas al sol de la mañana y Sierra Nevada, con abundante agua por todas partes, cogida del manantial de las rocas y con una fantástica vista hacia la Alhambra, barrio del Albaicín, valle de la hierba y río de aguas claras. Enseguida la mujer se vino a vivir a su casa soñada y lo primero que hizo fue comprarles a los pastores de las montañas un cordero. Les dijo:

- Quiero que sea pequeño, blanco y blando como el algodón y manso como el amigo más bueno.

Le ofrecieron los pastores el cordero más lustroso y bello del rebaño y la mujer le hizo un pequeño corral entre el valle y la ladera, por el lado de debajo de su casa: se dijo: “Para verlo desde la puerta de mi casa, tenerlo cerca y disfrutar de sus retozos a todas horas. No le faltará nunca la hierba más fresca ni agua ni sol ni tierra para que vaya y venga por donde quiera”.

 

            Los amigos del Albaicín la visitaron y todos le decían:

-Tu casa y este sitio es de ensueño. ¿Pero no echas de menos la compañía de un hombre y el cariño de un hijo?

- Eso es algo muy importante en la vida de una mujer pero no lo mejor ni más grande. El corazón de las personas puede vivir y alimentarse de lo bello, de los paisajes como los que yo tengo por aquí, del silencio y de los retozos de un cordero.

- Desde luego tu cordero parece una bola de nieve. ¡Quién pudiera ser como tú y vivir tu sueño!

Y se sentía ella afortunada, limpia y buena por dentro, libre y en armonía profunda con su íntimo sueño.

 

            Pero un día, estaba asomada a la puerta de su casa, miraba para el valle y se recreaba en el azul del cielo, en el airecillo que subía desde el río, en la armonía del bosque y en la figura de su bonito cordero, cuando sintió mucho jaleo de perros. Miró y vio a un grupo de hombres montados a caballo que avanzaban por las tierras del valle. Enseguida pensó en los príncipes de la Alhambra, porque sabía que en otoño, siempre aparecían por aquellos sitios en busca de caza. No le preocupó mucho y por eso siguió mirando y en su mundo. Pero no había pasado media hora cuando descubrió que un grupo de perros se abalanzaron contra su cordero. Lo sitió valar, sintió la algarabía de los perros y luego sintió las voces de los hombres. Salió ella corriendo ladera abajo y, en un abrir y cerrar de ojos, se encajó al lado de su cordero. Se lo encontró tumbado en el suelo, sobre la alfombra de hierba y enseguida se arrodilló, lo cogió y le dijo:

- No te mueras porque te necesito.

Y lo apretó contra su corazón. Descubrió que no respiraba y por eso empujó, con suavidad pero sin parar, el pecho y corazón del cordero mientras le seguía diciendo:

- Por favor, vive y no te vayas para siempre.

Siguió dando masajes al corazón del cordero y, en un momento en que ella desesperaba, notó que comenzaba a respirar. Acercó su boca a la del corderillo, lo besó, lo llenó de caricias y cuando descubrió que estaba vivo, lo apretó más contra su pecho.

 

            Miró a los hombres de los perros y a los que iban a caballo y les dijo:

- Habéis venido por aquí a matarme lo que más quiero pero no lo habéis conseguido.

Y ellos le dijeron:

- Tú estás loca y ni tu cordero ni tu casa ni tu sueño, tiene sentido. Vivir sola en estas montañas y tan retirada del mundo ¿Cuándo por aquí se ha visto?

Y la mujer apretó un poco más a su cordero contra su corazón y le susurró:

- Tú vive, mi gran amigo. Mi sueño es solo mío y a ello tengo derecho.

 

En la Puerta de las Granadas de Granada

 

En 1536 se construyó, a modo de solemne entrada a la Alhambra, la Puerta de las Granadas. Proyecto de Pedro Machuca, el mismo arquitecto del Palacio de Carlos V. Labrada en piedra y con aparejo almohadillado. En el tímpano presenta el escudo Imperial, con las figuras alegóricas de la Paz y la  Abundancia, coronado por tres granadas, que es de donde mana el nombre de esta puerta. De estilo renacentista y sustituyó a otra islámica, cuyos restos pueden verse en su costado derecho. Tras la Puerta se abre el Bosque de la Alhambra, recorrido por tres paseos peatonales. El derecho, conduce a Torres Bermejas, Auditorio Manuel de Falla y Carmen de los Mártires, el izquierdo, antiguamente llamado "Cuesta Empedrada", conduce al flanco sur de la muralla de la Alhambra y Puerta de la Justicia.

 

            Llegó el otoño y en el jardín de su casa maduraron las granadas. Y las que primero lo hicieron fueron las del granado de las tres ramas. El que crece junto a las matas de mirto y entre los dos naranjos. Y él, a partir del momento en que las granadas empezaron a mostrar sus colores oro sangre, cada mañana y cada tarde, visitaba este rincón del jardín, buscaba la granada más colorada, pequeña y bien formada y la cortaba. Se la metía en el bolsillo y se iba con ella por las calles de Granada. Se decía: “Miraré con atención a las personas que me vaya encontrando y en cuanto la vea, me pondré frente a ella, la saludaré y le ofreceré esta granada diciéndole:

- Es un regalo para ti del otoño de Granada”.

 

            Desde hacía mucho tiempo, cada tarde salía a dar un paseo por las calles de Granada. Siempre con ella en su pensamiento y por eso, ofreciéndole en cada momento, lo que a su paso encontraba. Las claras aguas del río Darro, la silueta de la Alhambra en la colina, el Paseo de los Tristes, el bosque y camino de la Fuente del Avellano, la umbría del Generalife, los jardines de la Alhambra, el Mirador de la Silla del Moro y las puestas del sol y airecillo que por este rincón cada tarde disfrutaba. Por eso, a pesar de los meses y los años, no podía borrarla de su pensamiento. Aunque, según el tiempo iba pasando, sí se le diluía su cara, se le olvidaba el timbre de su voz, el perfume de su cuerpo y hasta los colores de sus manos de hada.

 

            Y cuando cada tarde en silencio paseaba y, como escondido, la iba buscando, siempre soñaba en encontrarla en cualquier momento. Por eso llevaba en su bolsillo la pequeña granada y el corazón dispuesto para el encuentro. Pero sucedía que, al terminar su paseo, cada tarde regresaba a su pequeño rincón con la ilusión tronchada. De aquí que en muchas ocasiones se dijera: “¿Y qué hago yo ahora con esta granada?” La sacaba de su bolsillo, la miraba en sus manos y luego, procurando que nadie lo viera, la soltaba en algún lugar concreto. Muchas veces, sobre el viejo muro que encauza al río Darro en el paseo que sube hasta la Plaza de los Tristes. Otras veces, en el muro del camino que lleva a la Fuente del Avellano, en el camino que sube por la Cuesta del Rey Chico, en algún punto de los jardines de la Alhambra, en la fuente de la Cuesta del Realejo, en el pilar de la calle Elvira. Y al soltar la granada para dejarla en estos sitios, siempre también se decía: “Ojalá apareciera por aquí y la viera y se la llevara. Y si no fuera así, que se la lleve cualquiera y la guarde como regalo aunque no sepa quién soy yo ni por qué le ofrezco este regalo”.

 

            Todo esto fue así aquel año nada más llegar el otoño. Hasta que una tarde, ya final del mes de octubre y con el cielo cubierto de nubes, bajó a su jardín, cortó una pequeña granada del granado del mirto, se la metió en el bolsillo y caminó despacio por la calle Real de Cartuja. Atravesó el arco Elvira, cruzó Plaza Nueva y tomó por la Cuesta de Gomérez. Con la pequeña granada en la mano y mirando a todas las personas con la ilusión de encontrarla para ofrecérsela. Era fin de semana y por eso toda la ciudad estaba llena de turistas. Extranjeros, muchos, grupos de jóvenes, muchos grupos de personas mayores y cientos de muchachas con sus mochilas acuestas y la cámara de fotos en las manos.

 

            Y subía despacio la empinada calle de la Cuesta de Gomérez, mirando a un lado y otro y a todas las personas que por la calle bajaban. Trazó la pequeña curva y unos metros más arriba y al fondo, divisó una vez más y después de un millón, la silueta de la Puerta de las Granadas. De piedra, esta tarde muy blanca por la restauración que no hace mucho le han hecho, silenciosa y con sus tres arcos. Uno muy grande en el centro y dos pequeños a los lados. Y como en este singular rincón de Granada y pórtico a la Alhambra, ahora han puesto bancos de piedra y vallas para que no pasen los coches, muchas personas se paran aquí. A descansar un poco del esfuerzo de la cuesta o simplemente a esperar a los amigos o para hacerse fotos.

 

            Llevaba en la mano la pequeña granada y al acercarse a la puerta, miró para su izquierda. Y en uno de los bancos, cerca del pequeño arco, la vio sentada. Vestida de negro, de espaldas y a su lado, una joven también sentada junto a ella. Con su cuerpo doblado y la cabeza recostada en el pecho de ella. La melena de la joven, se desparramaba hermosa y tapaba por completo toda su cara, su manos y parte del cuerpo de su compañera. Y al ver la imagen, el corazón le dio un vuelco. Siguió subiendo despacio, sin dejar de observarlas y cuando estuvo a solo unos metros, se paró y preguntó a la mayor de las dos:

- ¿Le pasa algo?

La persona mayor se volvió para atrás, lo miró, sonrió y enseguida escondió su cara entre los cabellos de la joven. De nuevo él le dijo:

- Toma, te hago este regalo para que te animes un poco.

La joven alargó su mano y, sin mirar ni mostrar su cara, cogió la granada y con una voz muy débil, dijo:

- ¡Gracias!

De nuevo el corazón se le aceleró y como tanto la persona mayor como la joven no dejaban ver sus caras, no quiso importunarlas. Se retiró lentamente y todavía a unos metros de ellas, de nuevo dijo a la joven:

- Guarda este obsequio como recuerdo y no olvides nunca que, en la Puerta de las Granada de Granada, esta gris tarde de otoño, te lo han regalado.

 

            Ninguna de las dos dijeron nada. Siguió él subiendo y al llegar al arco grande, miró para atrás con la ilusión de verlas de nuevo antes de perderlas. Pero no las encontró. Descubrió el banco vacío y toda la calle solitaria. Miró para la parte alta del gran pórtico de piedra y en lo más elevado, encontró las tres granadas que dieron y siguen dando nombre a esta famosa puerta en Granada.

 

Los niños del otoño

 

            En los últimos días del mes de octubre, llovió mucho pero las temperaturas se mantuvieron suaves y esto dio lugar a dos cosas: en los campos la hierba brotó enseguida y en la umbría del Generalife y de la Alhambra y toda la cuenca del río Darro, los bosques se llenaron de colores otoñales. Desde la misma puerta de su cueva, en la ladera del Cerro de San Miguel Alto, los niños contemplaban este espectáculo. Le decían al padre:

- ¿Cuándo nos llevarás por los caminos a ver la Alhambra? Porque aquello, en estos días, tiene que ser maravilloso.

Y como el padre no tenía tiempo ni para dormir porque debía trabajar mucho para alimentarlos, en mil cosas y todas insignificantes, siempre les respondía:

- Algún día de estos, hijos míos, algún día.

 

            Los niños eran cuatro: la mayor, con doce años, la pequeña, que hacía poco había cumplido ocho años y los dos de en medio, que eran varones. Muy pobre todos porque el padre, además trabajar en cosas insignificantes, apenas conseguir para alimentarlos. La madre no tenía otro trabajo que cuidar de los niños, llevarlos y traerlos por los caminos en busca de ramas secas para hacer fuego en la puerta de la cueva o lavar la ropa en las aguas del río. Sin embargo los niños, siempre al cuidado y confiando en la hermana mayor, continuamente andaban jugando y de acá para allá con los grupos de amigos.

 

            Fue así como, un día de sol espléndido de aquel lluvioso otoño, un amigo suyo pastor les dijo:

- Podéis veniros conmigo a los campos donde llevo a mis ovejas a pastar.

Preguntó la hermana mayor:

- ¿Ha nacido ya la hierba en esos campos?

- Como ha llovido tanto y las temperaturas han sido buenas, la hierba está muy verde y alta en las praderas. Y hoy, mirad qué día de sol tan buen llega.

Le pidieron permiso los niños a la madre y al rato, los cuatro hermanos subían por las veredas, tras el pequeño rebaño del amigo, en busca de las tierras de la hierba. Y las encontraron a media mañana. En unos terrenos llanos, las ovejas se esturrearon buscando las mejores matas de hierba y los niños se pusieron a jugar por las anchas alfombras frescas. Y el amigo pastor, con las varetas de mimbre que tenía preparadas, se dedicó a trabajar en algo que, desde hacía tiempo, tenía entre manos. Al verlo, la mayor le preguntó:

- ¿Para qué es esto?

- Quiero hacer una jaula de mimbre para meter dentro algunos de los pajarillos que viven por estos prados.

Guardó silencio la niña, meditó algo y, pasados unos segundos, volvió a preguntó al amigo:

- ¿Y tú podrías hacerme a mí una jaula como la tuya?

- ¿Para que la necesitas?

- Cuando ya tenga la jaula en mis manos te lo digo.

- Pues por intentarlo, nada pierdo.

 

            Al caer la tarde, con el rebaño de ovejas, el pastor y los niños, regresaron a la ladera de las cuevas en la parte alta del barrio del Albaicín. Y antes de llegar, los niños vieron a la madre que, desde la cueva, salía corriendo a su encuentro. Los abrazó cuando llegó a ellos y luego les dijo:

- Seguid en compañía de vuestro amigo el pastor y quedaros esta noche a dormir con ellos.

- ¿Por qué, mamá?

Preguntó la niña mayor.

- Mañana os lo digo.

Y llamó ella a parte al pastor y le comentó lo ocurrido:

- Nuestra cueva, como la tierra está tan empapada, se ha hundido y mi marido ha quedado dentro enterrado. Seguro que está muerto y por eso no quiero que los niños lo sepan. Llévatelos contigo y cuídalos de la mejor manera que puedas.

Se llevó el pastor a los cuatro niños diciéndoles que en su casa lo iban a pasar muy bien. Pero cuando llegaron y la mujer del pastor los vio, enseguida preguntó:

- ¿Por qué te los has traído contigo?

Le explicó a la mujer lo que en la cueva había pasado y aun así, ella comentó:

- Pues si los niños entran contigo a nuestra casa, yo me voy a dormir con los vecinos. Ya sabes que no quiero ni verlos.

- Pero mujer…

Y por más que el pastor intentó convencer a su esposa, ésta no dio su brazo a torcer.

 

            Cayó la noche, en la cocina de la casa, el pastor encendió fuego e hizo una sartén de gachas. Junto al fuego reunió a los niños y los invitó a comer, mientras se calentaban. Y en un momento de la comida la más pequeña preguntó:

- ¿Por qué no está aquí con nosotros tu mujer?

- Vendrá mañana.

Y la niña mayor dijo:

- Y también mañana puede que nuestro amigo nos lleve a ver los jardines de la Alhambra y me regale a mi la jaula de mimbre que me ha prometido.

De nuevo la más pequeña preguntó:

- Pero esta noche ¿dónde vamos a dormir?

- Lo tengo todo preparado.

 

            Poco después, los cuatro niños se acurrucaban en un montón de paja, en un reducido cuarto cerca de la chimenea. Y mientras intentaban dormirse, la mayor dijo a los hermanos:

- Ya veréis qué bonito cuando tenga yo la jaula que me ha prometido y dentro de ella a los pajarillos.

 

Los dos monederos

 

            Los reyes de la Alhambra y también los generales y nobles, muchas veces le habían ofrecido una casa cerca de los palacios. Le decían:

- Para que vivas no lejos de nosotros al fin de que nuestros hijos puedan aprender de ti todo lo que sabes. Nos interesan muchos tus conocimientos de filosofía y música y nos agrada que enseñes con orgullo estas disciplinas.

Pero él siempre les respondía:

- Yo quiero tener una vivienda en un lugar abierto, cerca de las aguas del río Genil, con amplias vistas a Sierra Nevada, a las tierras llanas por donde se aleja el río y frente a la salida del sol cada mañana. Para mí no hay fortuna más grande que ser libre y estar rodeado del rumor de las aguas, del aire con olor a romero y de árboles que se mecen al viento.

- Pues como quieras. Pero tus conocimientos y persona queremos que lo pongas al servicio de nuestros hijos.

Le decían los reyes, generales y nobles.

 

            Por estas circunstancias el hombre se hizo una bonita casa cerca de las aguas del río Genil. A la derecha de lo que es hoy el Barranco del Abogado y no lejos de lo que fueron las Huertas Reales de la Alhambra. Aprovechando una pequeña acequia que por ahí mismo conducía el agua. Y, todas las tierras cercanas, las sembró de árboles, jardines, trazó pequeñas huertas y diseñó praderas. Le dijo a los reyes y nobles de la Alhambra:

- Vuestros hijos pueden venir a mi morada cuando quieran que yo les enseñaré la filosofía que necesiten y la música necesaria para la vida.

- Sobre todo, la música. Nos interesa mucho que nuestros hijos aprendan la música que tú, a tantos enseñas. Y sí que estamos contentos porque creemos que es una manera muy hermosa de transmitir a nuestros hijos tus conocimientos. La filosofía y la música por ningún sitio encontrarán nunca mejor escenario y compañía para ser difundida que la libertad y belleza de los paisajes que se ven y rodean tu casa.

 

            Y a partir de aquel momento, cada mañana y tarde, en los días de primavera, verano y otoño, los príncipes y princesas de la Alhambra, acudían al pequeño edén del profesor de la música. Los recibía siempre, los acomodaba entre los jardines, a orillas del río, sobre las alfombras de hierba, se sentaba y allí mismo impartía sus clases. Siempre al aire libre, siempre arropado por el rumor de las aguas y siempre con las mejores vistas de Sierra Nevada, al frente de ellos. Y su hijo, un joven de unos doce años, siempre se mezclaba con los demás alumnos y aprendía de su padre lo que él enseñaba. Por eso se hizo amigo de los demás jóvenes de la Alhambra y por eso compartía con ellos sus ilusiones y juegos. No tenía madre porque, al poco de nacer, la mujer se marchó nadie sabía a donde y por eso había crecido siempre bajo la tutela y cuidado del padre.

 

            Y ocurrió que un día, el padre impartió sus clases de música junto a las orillas de río, bajo unos árboles y donde la hierba tapizaba espesa y fresca. Asistieron los príncipes y princesas y el hijo del maestro. Y un príncipe, el más rico de todos los príncipes de la Alhambra y gran amigo del hijo, se sentó sobre la hierba, cerca de unas piedras. Llevaba en su bolsillo dos pequeños monederos de cuero donde guardaba, en uno, varias monedas de oro y, en el otro, joyas y piedras preciosas. Estaba juntando estos tesoros para regalárselos a su princesa y para que nadie se los quitara, los guardaba en los monederos que siempre llevaban consigo. Pero aquel día, al sentarse sobre la hierba, sin que él se diera cuenta, los monederos se la cayeron de los bolsillos. Los vio el hijo del maestro y no dijo nada. Esperó a que terminara la clase y cuando los príncipes se retiraron, el joven se acercó por el lugar, cogió los dos monederos y se los guardó.

 

            Pero tuvo la mala suerte que en ese momento, el príncipe echó de menos sus monederos. Miró para el sitio donde había estado sentado y descubrió que el hijo del maestro recogía los monederos del suelo y se los guardaba en los bolsillos. Enseguida el príncipe se acercó al joven y le dijo:

- Esos monederos son míos, dámelos.

- ¿Qué monederos?

Preguntó indiferente el joven. El príncipe le dijo:

- He visto como los has recogido del suelo y por eso sé que los tienes en tus bolsillos.

Se defendió el joven muy enfadado y la discusión llegó hasta los oídos del padre que, un poco más arriba entre las plantas del jardín, charlaba con otros príncipes. Dejó esta reunión, bajó aprisa por la ladera, se acercó al príncipe que discutía con su hijo y le preguntó:

- ¿Qué os está pasando?

Y el príncipe, muy alterado, explicó al padre lo ocurrido. Al final éste dijo:

- Su hijo, señor, quiere quedarse con los tesoros que no le pertenecen y eso no me gusta.

Se defendió el hijo diciendo:

- Yo no tengo tus monederos y por eso no te permito que me acuses de ladrón.

 

            Se acercó el padre al hijo, lo tomó por el brazo, lo llevó un poco a parte y amablemente le dijo:

- Apropiarse de lo ajeno o robar las cosas a los demás, no es bueno. El que roba podrá sentirse bien pero el que ha sido robado, quedará empobrecido, humillado y con heridas. Y el que roba, pierde su dignidad como persona, se le endurece el corazón y se convierte en carroñero que poco a poco vivirá a costa de quitarle la vida a las personas. Devuélvele a tu amigo los monederos, pídele perdón y ya verás como te sientes bien y eres libre antes los demás.

Se acercó el hijo al príncipe, sacó de su bolsillo los dos monederos y se los alargó en la mano diciendo:

- Te pido perdón y te ruego que aceptes lo que es tuyo.

Cogió el príncipe sus monederos, disculpó al joven, se reunió con sus amigos y, al llagar a los palacios de la Alhambra, contó a sus padres lo sucedido.

 

            Los reyes, al día siguiente, llamaron al padre y le dijeron:

- Además de filósofo muy sabio y músico excelente, eres un hombre bueno y un gran padre. Y tu hijo, noble y cabal como tú. Estamos contentos de que eduques a nuestros hijos y por eso, a partir de ahora, todo lo que necesites, tanto para ti como para tu hijo, pídenoslo que te lo concederemos.

Agradeció el padre la generosidad y bondad de los reyes y luego, ya a solas en su edén junto al río, habló con su hijo y le dijo:

- ¿Ves, hijo mío? Ni con todas las riquezas del mundo podríamos comprar nosotros la dicha y felicidad que hoy el rey nos ha regalado con sus palabras. Porque nada se puede comparar al gozo de sentirnos limpios por dentro y nobles y justos antes los demás.  

El árbol en la riada del río Darro

 

                Desde el año 1478 a 1983, el río Darro y a su paso por Granada, se ha desbordado 25 veces. Una media de 4,5 veces por siglo. La fecha concreta, a partir de la cual se tienen datos de estos desbordamientos, es el 21 de junio de 1478. En ese mismo día se produjo una fuerte tormenta. Llovió tanto que se desbordaron los tres ríos de Granada, el Beiro, el Darro y el Genil. Pero por el Darro fue por donde más agua corrió. Su corriente arrastró árboles, se taponaron los puentes y arrasó gran parte del Zacatín y la Alcaicería. Murieron varias personas.

 

            La verdadera belleza, valor y nobleza de los pueblos y personas, está en su alma. En aquello que es por completo invisible a los ojos de la cara y no se puede tocar con las manos porque pertenece a la región del espíritu. Y todas, todas las personas, poseemos esta riqueza y también los pueblos y las naciones. Tal es el caso del pequeño y hermosísimo barrio del Albaicín, en Granada, España. Blanco y singular barrio sobre la colina, en las márgenes del río Darro, hermoso en su exterior y más aun en su alma. Tesoro que muy pocos conocen a pesar de los más de los mil años que tiene ya y a pesar de lo mucho que lo visitan, lo fotografían y lo escriben. Y es, lo repito de nuevo, porque muy pocos somos los que conocemos la verdadera alma del Albaicín. Sin embargo, el hecho que narro a continuación, ocurrió en este rincón de Granada. Y por pertenecer a la región de lo excelso, de lo que no se ve con los ojos porque es alma, para muchos es por completo desconocido. Pero fue cierto y por su gran belleza y valor, lo escribo a continuación.

 

            Solo eran tres de familia: el padre, la madre y el hijo, ya metido en lo mejor de su juventud. Tenían ellos su casa justo en el corazón del Albaicín, cerca de lo que hoy se conoce con el nombre de Mirador de San Nicolás y no eran dueños de nada. Ni tierrecillas ni animales. El padre, solo eventualmente trabajaba en las construcciones de la Alhambra, palacios, murallas, casas, jardines, huertas o paseos. El hijo, más o menos lo mismo, pero en el barrio donde vivían. Muchos conocían a esta familia y como sabían que eran pobres y la madre, especialmente buena para con todos, los respetaban y en lo que podían, les ayudaban. Los vecinos entre sí, con frecuencia se decían:

- ¡Qué buena es la mujer de la casa del cerro!

- Y que lo digas. Siempre callada, ocupada en el cuidado de su hijo y marido, sacrificada como ella sola y agradable y bondadosa.

- Y su hijo, ya todo un hombre, ha salido a la madre, en prudente y respetuoso y al padre, en trabajador y serio. Pocos jóvenes como él hay en este barrio y eso sí que es una pena.

- También desde luego es una pena que esta familia tan buena no hay tenido más suerte en la vida.

- En esto sí que tienes razón. Con lo buenas que son estas personas y que nadie nunca, entre los reyes de la Alhambra y poderosos, les haya tendido una mano para aliviarlos de su pobreza.

 

            Estas cosas y parecidas, comentaban con frecuencia los vecinos y conocidos porque eran los que cada día veían y les inquietaba. Tanto que cuando le preguntaban a la madre:

- ¿Qué te gustaría que sea tu hijo de mayor?

La mujer siempre respondía:

- A mi solo me toca criarlo y darle lo mejor que en cada momento tengo en mis manos.

- Pero las madres siempre deseamos para los hijos, fortuna, buenos amigos, suerte en sus sueños…

- Y también yo quiero esto pero sin dejar de pisar con los pies puestos en la tierra. Nosotros hemos nacido pobre y no tenemos estudios ni amigos ricos. Por eso, lo que más me gustaría para mi hijo en su vida es que siempre trate a todo el mundo con respeto, que no robe ni engañe a nadie y que ayude, según sus fuerzas, a todo el que lo necesite.

Y los amigos, amantes de la actitud y respeto de la madre, se quedaban admirados. Quizá por esto condición para con ella, su hijo y marido, aquel frío día de otoño, respondieron tan generosamente.

 

            Se acercaba ya el mes de noviembre y las lluvias habían llegado. También los fríos, dejando las primeras nieves sobre las altas cumbres de Sierra Nevad. Pero especialmente las lluvias, caían con fuerza y casi sin parar durante el día y por la noche. Por estas circunstancia ni el padre ni el hijo, tenían trabajo y en la casa solo un poco de harina y frutos secos, había para comer. En las tierras altas del río Darro, ya entre montañas y a la derecha, la viña del hombre rico, todavía tenía sus racimos sin cortar. Y como la cosecha había sido buena, por el intenso calor del verano y la humedad en el ambiente, el hombre estaba ilusionado. Esperaba recoger una buena cosecha de uvas que luego convertiría en vino para deleite de los reyes de la Alhambra. Por eso, aquel frío y lluvioso día de otoño, el hombre rico de la viña, dijo a su mayordomo:

- Ve al barrio y busca una cuadrilla de hombres jóvenes para empezar a vendimiar mañana mismo.

- Pero señor, con esta lluvia ¿cómo vamos a cortar las uvas?

- Esa pregunta también me la hago yo pero si no la cortamos, será todavía peor. Así que hazme caso.

 

            El mayordomo, aquel mismo día bajó a Granada en busca de una cuadrilla de jóvenes para dar comienzo a la vendimia. Y se presentó justo en el centro del barrio, fue a la casa de sus conocidos y los contrató a todos. Luego se acercó a la casa de la familia pobre, preguntó por el hijo y cuando la madre le dijo que estaba sin trabajo, el mayordomo le confirmó:

- Pues que se venga, mañana por la mañana, con el grupo de hombres que he contratado, que no le faltará trabajo en la finca.

- ¿Y qué tiene que llevar?

- Solo un poco de ropa, algo para protegerse de la lluvia y nada más.

- ¿Y la comida?

- En el cortijo le daremos lo que podamos.

- Pues muchas gracias y ahora mismo se lo digo y le preparo las cosas.

 

            Pero cuando la madre le comunicó al hijo la noticia, éste dijo:

- Pero madre ¿qué ropa me voy a llevar si solo tengo lo puesto?

- Lo sé, hijo mío pero tú no te preocupes que ya verás como yo lo arreglo.

- ¿De qué modo vas a arreglarlo?

- Eso es cosa mía. Tú quédate en casa, prepara lo que puedas y sea necesario que ya verás como mañana lo tenemos todo arreglado.

Junto a la pequeña lumbre que ardía en la chimenea de la casa, se quedó el joven sentado. Calentándose en compañía del padre que, mientras también se calentaba, meditaba en silencio. Y la madre, sin miedo al frío ni a la lluvia, salió de la casa, caminó lenta por las calles, llegó a casa de una de las amigas y le contó lo que pasaba. La amiga le dijo:

- Poco tengo yo para darte pero ten esto y a ver si alguien más puede ofrecerte alguna prenda.

Agradeció la madre la generosidad de la amiga y siguió visitando casa. Cuando ya caía la noche, toda empapada y muy cansada, llegó a su casa y enseguida llamó y dijo a su hijo:

- Ya tenemos aquí la ropa necesaria para llevarte mañana.

- ¿De dónde la has sacado?

- Las personas de este barrio son todas muy generosas.

           

            Y aquella noche, llovió sin parar, a ratos torrencialmente, luego paraba para continuar más suave. Varias veces se despertó el joven y al oír la lluvia caer, mientras de nuevo cogía el sueño y pensaba en el encuentro con su trabajo al día siguiente, se preguntaba: “¿Cómo bajará el río Darro mañana con tanta lluvia como está cayendo? Porque tendremos que cruzarlo para ir al cortijo donde nos ofrecen el trabajo. Y si no hay puentes por esos sitios ¿cómo nos las arreglaremos?” Y la única respuesta que encontraba era confiar en el grupo de personas que irían con él al trabajo de la viña.

 

            En cuanto amaneció, se levantó, preparó las cuatro cosas, despidió a sus padres, salió a la puerta y se fue derecho al punto donde, en el mismo centro del barrio, habían quedado juntarse. Poco a poco y bajo el frío intenso y algo de lluvia menuda, unos y otros fueron llegando. Se saludaron, comentaron la copiosa lluvia que a lo largo de la noche había caído y, liados en sus escasas ropas de abrigo, se animaron y se pusieron en camino. Bajando por la estrecha calle hacia el cauce del río mientras comentaban:

- Pues lo de la vendimia yo creo que ya se ha fastidiado porque con tanta lluvia ¿cuántos racimos de uva quedarán sanos?

- Pero nosotros nos presentamos porque eso es lo que ayer nos dijo el hombre que vino a buscarnos.

- Y también será una pena que ni el dueño de la viña pueda recoger su cosecha ni nosotros podamos echar unos jornales, con la falta que nos hace.

 

            Llegaron al cauce del río, por la senda que orilla arriba remontaba, siguieron avanzando y unas horas después ya se encontraban a la altura de lugar que hoy se conoce con el nombre de Jesús del Valle. Y al llegar a este punto, varios dijeron:

- La crecida del río es grande pero tenemos que cruzarlo para seguir por el camino que va por el otro lado.

- ¿Y por dónde lo cruzamos?

- Vamos a buscar un paso.

Buscaron y, al poco encontraron un punto por donde se encajaba en un estrecho y hondo tajo. Por eso, en este punto, el agua discurría con violencia y por eso, la fuerza de la corriente, hasta este lugar había arrastrado el grueso tronco de un viejo árbol. Atravesado y de un lado otro del río, se había quedado atascado, formando como un pequeño puente, recio en apariencia pero estrecho y muy escurridizo por estar mojado y lleno de barro. Dijeron los más valientes:

- No tenemos más remedio que aprovechar este gran tronco y saltar al otro lado del río.

Y los miedosos preguntaron:

- ¿Y no será peligroso?

- Si pasamos despacio y con todo el cuidado ya veréis como no hay peligro.

 

            El que parecía más valiente de todo el grupo, se animó y despacio y por completo pendiente del tronco y de la corriente, poco a poco cruzó y se encajó en el otro lado del río. Dijo:

- ¿Habéis visto? Así que adelante, sin miedo, concentrados y sin perder el equilibrio.

- Yo voy el segundo.

Dijo otro del grupo. Y se puso a caminar lentamente por encima del tronco del árbol. En solo unos minutos logró atravesar el río y a continuación se animó otro más y otro. Hasta que solo quedaban, al otro lado de la corriente, el hijo de la familia pobre y otro muchacho muy amigo suyo. Dijo el joven a su amigo:

- De nosotros dos, ahora te toca a ti. Yo quiero quedarme el último por si tienes algún problema, ayudarte.

Y el amigo, un poco asustado confesó al joven:

- En mi vida he tenido tanto miedo como en este momento.

- Ya has visto como los demás han cruzado y todo ha salido bien.

- Pero también estamos comprobando que por el río, baja más agua y con más fuerza por momentos.

- Venga, adelante que yo estoy aquí para echarte una mano, si fuera necesario.

 

            Y sin más, el amigo dio su primer paso sobre el tronco, se paró, miró para atrás y luego para la corriente y siguió adelante. Tembloroso y como perdiendo el equilibrio pero intentando superar el trance. Miraba al frente, en algún momento que se paraba y miraba para atrás, antes de dar el siguiente paso.

- Lo estás consiguiendo.

Le dijo el joven cuando justo en este instante, resbaló, cayó a las aguas, agarrándose al tronco al tiempo que gritaba:

- ¡Socorro que me lleva la corriente!

Fue suficiente para que el joven, sin pensarlo un segundo, se puso a correr por encima del tronco en busca de su amigo. Consiguió llegar a él, cogerlo de las manos, sacarlo del agua, ponerlo sobre el tronco, mientras en amigo seguía gritando e intentando agarrarse a lo que pudiera. Y justo en uno de estos forcejeos, sin pretenderlo, el amigo empujó al joven, cayó éste en el centro de la corriente, hundiéndose enseguida entre las ramas y hojas arrastradas por las aguas.

 

            Gritaron los de la orilla opuesta, lo llamó el amigo, algunos corrieron río abajo con en deseo de verlo salir a flote y sacarlo de las aguas pero cuando por fin vieron el cuerpo del joven, ya el río lo había arrastrado más de cien metros. Y fue salir a la superficie y enseguida las olas volvieron a sepultarlo. Varios más continuaron corriendo y llamándolo río abajo pero todo fue inútil. En poco tiempo perdieron todo rastro del joven y al sentir el dolor de la tragedia y la desesperación, decidieron no seguir hacia el cortijo de la viña. Aturdidos regresaron al barrio del Albaicín y cuando llegaron, contaron a los padres lo sucedido. También la noticia corrió como la pólvora de una casa a otra y muchos bajaron al río con el deseo de encontrar al joven en algún sitio varado. Toda la tarde y parte de la noche, los padres y los vecinos, lo estuvieron buscando y llorando y ninguna señal de vida vieron. Tampoco al día siguiente ni al otro ni al otro. Entristecidos los padres lo lloraron y lo mismo muchos amigos y vecinos. Y para consolar a la madre algunas amigas le decían:

- Todos sabemos que era el joven más bueno de este barrio. Por eso debemos pensar que Dios se lo ha llevado con Él al cielo.

- Sí, mujer. El dolor de su pérdida siempre, a partir de ahora, lo tendrás contigo pero también el consuelo de saber que fue el más bueno.

Y la madre callaba, a veces lloraba, miraba al cielo y al río y en su corazón rezaba.

El palacio del sol, gemelo de la Alhambra

 

            I - Cada tarde y casi a la misma hora, se le veía. Siempre solo y siempre con el zurrón en forma de alforja o saco, a sus espaldas. Y caminaba lento subiendo primero por la pequeña laderilla, luego por el mismo filo de una loma en forma de almohada y después, bajando para el barranco del lado del sol de la mañana. Por aquí, entre los árboles y algunas rocas, siempre se perdía y, al rato, se le volvía a ver por la senda un poco más arriba. Seguía con su alforjas acuestas hasta que de nuevo se perdía por el barranco de la izquierda, por donde el sol de la tarde y la colina de la Alhambra.

 

            Y los que lo veían, los que ya lo conocían de tantas veces verlo un día y otro, aunque nunca lo habían saludado directamente, siempre se preguntaban:

- ¿Quién será y qué será lo que cada tarde y cada día trae por aquí en su saco?

- Nadie, ni en el barrio del Albaicín ni en toda Granada, lo sabemos.

- Pero ¿a que parece que viene por aquí con su saco lleno de cosas y las esconde en algún rincón oculto y secreto?

- Parece eso pero ¿qué será lo que esconde y en qué sitio de este cerro?

- Tampoco nadie lo sabe y por eso, nada más ver su figura, intriga y desprende tanto misterio.

- Un día de estos, vamos a esperarlo por la senda esa del barranco, lo paramos y le preguntamos. Así salimos de dudas y aclaramos los secretos.

 

            La loma, el cerro, el barranco y la laderilla por donde cada tarde se le veía, era por donde se encuentra la zona montañosa del Cerro del Sol. Un poco a la derecha, lado de Sierra Nevada y por eso frente por completo al sol de la mañana. A la izquierda, según él iba caminando por la senda, siguiendo la cuerda de la loma, se veía la recia figura de un palacio. Dar al-Arusa era su nombre y a la izquierda pero a los pies de la loma, se abría el barranco lleno de cuevas, un camino, árboles y jardines y la gran acequia que llevaba agua a los jardines y palacio de los Alixares. Por el lado de la puesta del sol, quedaban los jardines que se extendían hacia la muralla que protege a todo el conjunto de la Alhambra. Y para el lado norte, se abría la ancha umbría del Generalife y el hondo valle del río Darro. Por todo esto, el fantástico escenario que él cada tarde recorría lo enmarcaba e incluía en un mundo realmente bello y misterioso.

 

            Y una tarde de otoño, después de varios días de lluvia, lo vieron aparecer por la sendilla de siempre. De las altas sierras bajaba aquella tarde un rebaño de ovejas en busca de las tierras del valle del río Genil. Y al cruzar, este rebaño por la ladera que él recorría, las ovejas casi lo rodearon. Y se vio, en ese momento, que la tierra y muchas piedras, caían rodando ladera abajo movida por las patas de los animales. Salió el sol por entre las nubes que se abrieron en el cielo y un haz de rayos muy luminosos y color fuego, incidió con fuerza en una zona de la ladera. Se vio como si la tierra que rodaba, dejara a al descubierto una estrecha puerta. Salió un intenso brillo de esta puerta y el hombre del saco, caminó un poco más. Se situó por el lado de arriba, no muy lejos de las paredes del gran palacio en lo más elevado del cerro y aquí se paró. Miró de frente al sol que al fondo y muy lejos se ponía, descolgó su saco de las espaldas, lo puso en el suelo, lo abrió frente al haz de rayos luminosos, hizo una señal y, como por arte de magia, todos los rayos luminosos se metieron dentro del saco. Formando antes como una bola dorada, semejante a un sol pequeño. Cerró luego el saco, cargó con él, todo ahora convertido como en un gran trozo de sol, caminó un poco y por la pequeña puerta que las patas de las ovejas habían dejado al descubierto, entró. Se perdió al instante y también al instante desaparecieron los rayos luminosos y los colores de la puesta del sol.

 

            Los que lo estaban observando con la intención de averiguar quién era y qué era lo que por aquí cada tarde hacía, se miraron entre sí y dijeron:

- Parece como si hubiera metido en su saco toda la luz de la puerta del sol y se la hubiera llevado con él.

- ¿Pero a dónde se la ha llevado?

- Subamos aprisa y averigüemos a dónde lleva la puerta por donde lo hemos visto desaparecer.

Corrieron ladera arriba. Ya el rebaño de ovejas había dejado la ladera y se desparramaba por la parte llana hacia Granada. Por eso ellos avanzaron rápido en busca del punto luminoso casi en lo alto de la loma. Pero cuando llegaron al lugar nada vieron. Solo unas veredillas con la tierra suelta por el paso de las ovejas y al fondo y muy lejos, la ancha Vega de Granada por donde el sol se ponía.

 

            Confundidos se miraron entre sí y comentaron:

- ¡Qué extraño es todo esto! Se ha llevado la luz del sol con él y se ha perdido en las entrañas de este cerro.

- ¿No será que todo este cerro está hueco y en sus entrañas se encuentra un palacio más grande y bello que la Alhambra?

- Es lo que yo estoy pensando. Y la única manera de saberlo es ponerse y averiguarlo.

 

II - Cuando a mí me contaron esta historia, cierto que me quedé intrigado. Pregunté:

- ¿Y se sabe si aquellos hombres descubrieron lo que se habían propuesto?

- Nadie sabe si lo descubrieron o no. Pero sí es cierto que muchos, muchos años después, en las montañas del Cerro del Sol, hicieron excavaciones. Como en muchos otros sitios en la colina de la Alhambra y alrededores.

- ¿Y han encontrado algo relacionado con el Palacio del Sol?

- Que se sepa, hasta hoy, nadie ha encontrado nada. Sí desapareció el gran palacio de Dar Al-arusa, los jardines que lo rodeaban, las murallas y torres y las acequias. Y todos esos paisajes, hoy están sembrados de pinos, olivos y bosques por la larga umbría del Generalife. Puedes verlo, con solo darte una vuelta por ahí y recorrer las sendas.

 

            Y claro que me di y sigo dando no una vuelta por esos sitos sino muchas y siempre por las tardes. Procurando encontrarme con las mejores puestas de sol y con el deseo de hallar alguna señal o indicio del hombre del saco. He recorrido despacio todo por donde la Silla del Moro, por donde los cimientos del palacio Dar Al-arusa, los llanos de los olivos, por donde las albercas y acequias y también el barranco de las cuevas y los sitios por donde iban y venían los rebaños de ovejas. También he hablado con muchos y he leído libros y documentos. Y por ningún lado, hasta hoy, nada he encontrado que haga referencia al hombre del saco y al Palacio del Sol.

 

            Sin embargo, quizás de tanto pensar en esto y tanto y tanto buscarlo por un lado y otro, bastantes veces lo he soñado. Y entre esos sueños míos, siempre hermosos y por completo llenos de luz y dulcemente bellos, voy a escoger ahora uno que tuve no hace mucho tiempo. Fue una serena noche de otoño, después de dos o tres días de lluvia y ya con la hierbecilla brotada por los campos. Hacía frío porque en las cumbres de Sierra Nevada ya las nieves habían caído y por eso me acurruqué en las mantas. Y al poco de quedarme dormido, con mis pensamientos puestos en cerro y Palacio del Sol, vi un maravilloso paisaje. Por donde el Cerro del Sol pero en las entrañas de los montes. Y el paisaje era extenso, muy extenso, todo lleno de grandes rocas blancas y tupidos bosques. Iluminado intensamente desde el lado del sol de la mañana y surcado por cientos de arroyos y ríos de agua muy clara. Me sentí a mi mismo caminando por este paisaje, como guiado por alguien muy sabio y poderoso, bueno como el mejor y bello como una fantasía mágica. Y me fue llevando de arroyo en arroyo, por las mil cascadas, los charcos remansados y las transparentes del agua. Y cuando nos parábamos frente a los charcos azules profundos, en todo momento le preguntaba:

- ¿Hay otro charco o río más bello que éste?

Siempre me respondía:

- Camina un poco y mira despacio verás como encuentras otro charco o río aun mucho más bello.

Le hacía caso y al instante quedaba convencido. Porque el manantial que antes mí aparecía triplicaba en belleza al último que había visto. Por eso le volvía a preguntar:

- Pero esta belleza, luz y transparencia, en algún punto debe tener límite.

- No lo tiene. Todo cuanto por aquí vayas descubriendo, siempre es más, millones de veces más que lo último que acabas de ver.

- No lo entiendo.

- Y es natural. Todo lo que por aquí existe pertenece al mundo de las sensaciones, de los sueños, de los sentimientos. Nada puede ser explicado con la razón.

 

            Y siguió llevándome como de la mano hacia el lado del sol de la mañana hasta situarnos por completo frente a una gigantesca cascada. Pregunté:

- ¿De dónde viene y a dónde va toda esta agua?

- No viene ni va. Siempre está aquí presente para dar la vida y decorar a los paisajes que a un lado y otro tenemos.

- ¿Pero ningún río de estos riega con sus aguas a ningún palacio?

- Si y no.

- ¿Y eso?

- Ven por aquí y lo ves.

De nuevo me dejo guiar y, como si camináramos sobre el viento, rodeamos la gran cascada, siempre dirección a Sierra Nevada. Nos paramos por el lado de arriba y al instante vi al frente un enorme edificio de belleza fantástica. De piedra todo y en mármol de mil colores. Y en la puerta, sobre unas anchas escalinatas, vi a una mujer sentada y a su lado, una bellísima niña. Pregunto:

- ¿Qué palacio es éste y quien es ella?

- Es parte del Palacio del Sol y ella es la reina con su hija la princesa.

- ¿Cómo que parte del Palacio del Sol?

- Tienes que verlo para entenderlo. Ven por aquí y te lo enseño.

 

            Me condujo por el lado de arriba, siempre dirección al sol de la mañana y al coronar una loma, vi las ruinas y, entre ellas, algunos hombres excavando. Comenté:

- Es como si lo más grandioso de este palacio alguien o algo lo hubiera roto y esos hombres que veo por aquí, parece como si lo estuvieran reconstruyendo.

- Es así.

- ¿Pero por qué y qué es lo que buscan tan concentrados?

- Buscan las joyas y la historia del pasado pero ni una cosa ni otra, encontrarán.

- ¿Y eso?

- El Palacio del Sol y el mundo donde se alzó y estuvo eternamente, pertenece a la región de los sueños. Es cierto que existe y casi a los pies de la Alhambra pero nunca nadie podrá encontrarlo.

- ¿Por qué no?

- Porque todos lo buscan en forma de materia, semejante a lo que conocen y ven en la Alhambra.

- ¿Y no es así?

- Ni mucho menos.

- Explícame para que entienda.

 

            Y frente a las ruinas de una de las puertas del gran palacio, no muy lejos de la bellísima cascada, a los pies de los mil ríos, con la luz desde el lado de la mañana y el espectáculo de la nieve sobre Sierra Nevada, habló una vez más y me dijo:

- Es cierto que el Palacio del Sol es el gemelo de la Alhambra. Pero aquello son piedras, tierra y murallas de tierra roja y rocas y esto, el fantástico Palacio del Sol, es el alma. Pertenece al mundo de los sueños, sensaciones, sentimientos. Y por eso nunca nadie podrá entenderlo. Solo alguien como tú, puede en algún momento, verlos en sus sueños.

 

            Y justo el momento me desperté en mi cama. Abrí mis ojos, miré por la ventana y vi que ya salía el sol. Estaba el cielo limpio de nubes y el amanecer era bello, muy bello. Durante unos minutos, medité tal como estaba en acostado y luego me dije: “Será sueño todo lo que acabo de ver y oír pero yo creo que, de alguna forma y en algún lugar, todo esto tiene que existir. Estoy seguro de ello”.

 

El hombre de la mirada mágica

 

            Dos pequeños misterios envolvía su vida: la casa donde vivía y la singular manera de mirar las cosas, a las personas y los paisajes. Y cuando me contaron esto de él, nació en mí el deseo de conocer dónde vivía. Por muchos sitios del barrio del Albaicín, calles, plazas y casas particulares, pregunté y todos me decían:

- Vive solo, en una muy pequeña casa blanca, justo al lado de abajor del Mirador de San Nicolás. Y lo más original de su casa, es la puerta.

- ¿Qué es lo que hay en la puerta de su casa?

- No se puede decir con palabras. Tienes que verlo.

 

            Y desde aquel momento, me puse a buscar su casa por los sitios que las personas me iban diciendo. La encontré una tarde de otoño, ya en los primeros días de diciembre y con mucha nieve sobre las cumbres de Sierra Nevada. Por eso hacía frío, aunque el aire estaba en calma y en el cielo se acumulaban las nubes. Caminaba en silencio, con mi pensamiento puesto en los mil secretos y misterios que siempre se palpan por las calles del Albaicín y de pronto, al bajar una estrecha callejuela, vi su casa. La pequeña casa blanca, con solo dos ventanas, una muy grande y una puerta de madera en el centro. Me quedé parado frente por completo, miré despacio y lo que más me llamó la atención era lo que ya muchos me habían dicho: el pequeño rellano por delante de su casa. Todo estaba empedrado de una forma bonita y, a un lado y otro de la puerta, cerca de las ventanas y al borde de la calle, vi unas extrañas plantas. Sin hojas, sin flores, en forma de matas con tallos pequeños y ramas muy finas en los extremos. Me pregunté: “¿Qué plantas serán estas y por qué las tiene sembradas casi en la misma puerta y casi cortando el paso?”

 

            Pensé llamar por si estaba saludarlo y preguntarle cosas pero no me animé. Tuve miedo presentarme tan de repente e importunarlo. Por eso, durante un buen rato, frente a su pequeña casa, me quedé parado, mirando e imaginando cómo sería su vivienda por dentro y cómo sería él y por qué tantos lo llamaban “el hombre de la mirada mágica”. Ya había preguntado y aunque muchos me decían:

- Mira fijamente las cosas y a las personas, siempre sin pronunciar palabras y todo el que lo observa sabe que ve lo que nunca nadie vemos.

- ¿Pero cómo es eso?

- Tampoco se puede explicar con palabras. Tienes que verlo y observarlo por ti mismo.

- Pues si nadie ha visto nunca lo que él sí ¿cómo se sabe que esto es así?

- Se abe y ahí es donde está el misterio. Por eso no se puede explicar con palabras sino que tienes que descubrirlo tú y, de algún modo, verlo o entenderlo.

- No lo comprendo pero si las cosas son como dices sin duda que algo de misterio sí que hay en todo esto.

 

            Y tres días más tarde, volví otra vez por las calles del Albaicín con la intención de saber algo más de él. Me fui derecho a su casa porque y sabía donde estaba. Y al pasar cerca del Mirador de San Nicolás, me llamó la atención lo solitario que esta tarde todo estaba por aquí. Me volví para atrás, subí unos escalones y al encajarme en lo más alto, muy extasiada y sola, descubrí a una persona sentada en el muro, de espaldas a mí y mirando para la colina de la Alhambra. Me pregunté: “¿Será el joven que por aquí vengo buscando?” Me acerqué despacio, me paré a solo unos metros de él, lo miré y miré para la colina que con tanto interés contemplaba y, armándome de valor, le pregunté:

- ¿Hay algo espacial entre las torres, palacios y murallas de la Alhambra que tú veas y yo no?

Se volvió para atrás, me miró lentamente y luego respondió a mi pregunta diciendo:

- Lo que ves tú yo no lo sé pero lo que yo gusto, sí sé cómo es y el brillo y color que tiene.

- ¿Y qué es lo que observas tú?

- Te voy a responder a lo que me preguntas porque sé que tienes gran interés en algo que me satisface mucho pero antes, respóndeme tú a lo mismo que me has preguntado.

 

            Y sin titubear le dije:

- Pues yo, sobre la hermosa colina donde se asienta la Alhambra, ahora mismo veo lo que muchos a lo largo de cientos de años: torres doradas, murallas recias, hermosos palacios, jardines floridos, cielos azules y al fondo, siempre las blancas nieves de Sierra Nevada.

- ¿Y nada más?

- Ahora te toca responder a ti.

Y muy quedamente y como si procediera a revelarme la más grande de las verdades, me dijo:

- Yo hoy, ayer y desde hace años, miro y veo la Alhambra no solo alzada sobre su colina sino reflejada como en un espejo, en el azul del cielo. Y no solo una imagen sino muchas que se repiten y se alejan hacia el infinito cada vez más pequeñas pero con la misma o más belleza.

Guardé silencio, miré con mucho interés y a no descubrir lo que él me decía, le pregunté:

- ¿Y a qué se debe que yo no pueda ver lo que tú sí?

- Quizá se debe a que tú, como casi todas las personas que vienen y viven por aquí, solo sabéis mirar pero no habéis aprendido a ver. Y Granada, la Alhambra y Sierra Nevada, donde realmente concentra su excepcional belleza, es en su alma. Por eso no es suficiente solo con mirar. Hay que aprender a ver para llegar a gustar su más fina esencia.

 

            Medité durante unos segundos, lo observé despacio, observé la figura de la Alhambra y luego le volví a preguntar:

- ¿Y tú podrías enseñarme este misterio?

- Puedo hacerlo si realmente lo deseas.

- ¿Cuándo?

- Vuelve por aquí dentro de tres tardes.

- ¿Y también vas de descubrirme el secreto de las originales plantas que crecen en la puerta de tu casa?

- Te lo voy a descubrir porque es interesante y bueno, muy bueno para ti.    

El río de la Alhambra

 

            I - Por el nombre de “El río de la Alhambra”, son muy pocas las personas que lo conocen. Sin embargo, creo que este nombre le cuadra incluso más que el que ahora tiene. Porque este río, además de ser la savia y sangre misma de la Alhambra, entre sus más íntimos secretos y desde los primeros tiempos, guarda tesoros importantísimos. Desde el momento mismo en que se abrieron los cimientos de la Alhambra hasta el día de hoy. Porque corre, mucho lo saben, a los pies mismos de este monumento y atraviesa el corazón de Granada desde antes que estos lugares tuvieran nombre.

 

            Por eso el Darro, siendo un cauce de recorrido corto, es un río muy viejo, lleno de las más bellas y singulares historias y leyendas. Tiene cristalinos remansos, hermosos paisajes a lo largo de su pequeño recorrido y, sobre todo es amigo, muy amigo de la Alhambra. Fue en sus primeros tiempos, el cauce que surtía de agua a los palacios y jardines, continuó en la época en que la Alhambra mostraba todo su esplendor y lo sigue siendo hoy, cuando ya todo por el lugar es casi recuerdo y nostalgia del pasado. Y por todo lo dicho, hoy quiero traer aquí una de las historias más singulares, humana y tierna que ha ocurrido en los escenarios del río de la Alhambra. Se dio en tiempos pasados pero aun hoy en día, después de tantos años, conserva toda su frescura y esencia. Para deleite de las personas amantes de estos lugares y para que la humanidad no olvide nunca a las personas insignificantes, dignas de figurar entre los más grandes.

 

            El pequeño cortijo, de piedras, tierra y monte, se alzaba no muy lejos de donde nace el río. Una familia muy pobre lo ocupaba y el padre casi exclusivamente se dedicaba al cuidado de animales: ovejas, cabras, algunas vacas y un burrito ceniciento, que era el que en muchas cosas ayudaba. Y los dos niños, hermanos y de edad todavía corta, dedicaban su tiempo a jugar. Casi siempre en las aguas del río, justo donde éste tiene su nacimiento. En la redonda poza, hoy conocida con el nombre de Fuente de los Porqueros, era donde ellos siempre iban a disfrutar con sus juegos. La hermana, la más pequeña de los dos y chiquilla preciosa como pocas criaturas en este mundo, siempre le decía a su hermano:

- Vamos a las aguas que nacen bajo la roca y jugamos.

Y el hermano, el niño más bueno que nunca haya jugado con las aguas de este río, siempre le hacía caso.

 

            Por eso le decían a la madre:

- Que nos vamos a la fuente de los berros.

- Pues que os divirtáis y tened cuidado. Ya sabéis lo fría que está el agua de ese venero y también sabéis que por el lado de arriba de la cascada, no debéis jugar. Ese es un sitio peligroso y no quiero que os caigáis y os arrastre la corriente.

- Lo sabemos, mamá. Tú tranquila que nada nos pasará.

Confirmaba la niña.

 

            En la arena de la orilla del charco del manantial, hacían pozas, trazaban acequias, construían castillos de arena mojada y los decoraban con tallos de romero, florecillas del campo y matas de berros. Porque en las claras y frías aguas del remanso donde brotan las aguas del Darro, siempre han crecido muchos berros. Planta acuática que se crían en aguas claras y puras y que es comestible en forma de ensalada. Cuando ellos terminaban sus pequeñas obras de arte, los dos se sentaban en la blanca roca por el lado de arriba de la cascada y, mirando a la corriente del río brotando del fondo del charco y luego alejándose cauce abajo, uno a otro se preguntaban:

- ¿A dónde irá este río y quién detrás de esas montañas como nosotros jugará con estas aguas?

La pequeña, casi siempre se atrevía y confesaba:

- Seguro que este río va a un país lejano, todo lleno de flores y muchos árboles y donde habrá príncipes y princesas con sus caballos blancos.

- A lo mejor es así pero puede que también estas aguas vayan a otros sitios más lejanos y misteriosos.

- Pues algún día de estos nosotros tendríamos que comprobarlo.

 

            Y en aquella ocasión, ellos dejaron su asiento sobre la roca blanca frente a las aguas, se pusieron y cortaron un puñado de berros, volvieron luego a su casa y dijeron a su madre:

- Mira lo que te traemos.

Y en sus manos les mostraron los frescos berros que habían cogido en las aguas frías de la fuente del manantial. Al ver la madre lo que les mostraban los niños, se animó y les dijo:

- Un bonito regalo que nos vamos a comer dentro de un rato.

Y al instante se puso, preparó los berros en forma de una sencilla ensalada y cuando llegó el padre, los cuatro se sentaron en la puerta de su cortijo y se pusieron a comer. Y, en uno de estos momentos y mientras la niña miraba para el lugar del nacimiento, preguntó al padre:

- ¿Tú sabes cómo se llama el río por donde se van las aguas que brotan en el charco de los berros?

Y el padre le respondió:

- Yo he oído a muchos decir que su nombre es “el río de la Alhambra”.

- ¿Y por qué se llama así?

- Porque las aguas de este río son las que riegan los jardines y alimentan las fuentes de todos esos palacios.

- ¿Qué palacios?

- Ya te lo he dicho: la Alhambra.

- ¿Y tú has estado allí alguna vez?

- Nunca estuve ni sé cómo es eso pero muchos me lo han contado.

 

            Y la niña aquel día, miró al hermano y sin titubear le dijo:

- ¿Ves como lo que te decía es cierto?

- ¿Qué es lo que me decías?

- Que las aguas que brotan en el manantial del charco de los berros, van a un país donde hay muchas flores y árboles y príncipes con caballos blancos.

- Puede que sea así pero nosotros nunca lo hemos visto. Hasta ahora solo sabemos lo que acaba de decirnos nuestro padre. Que éste es río de la Alhambra.

Y al oír esto la niña, tuvo un sueño. Guardó silencio, miró al hermano, terminaron la comida y un rato después, los dos se fueron a las rocas por encima del cortijo.

 

            Por aquí se sentaron, mirando al barranco por donde el manantial del charco y al cauce que el río trazaba precipitándose hacia lo hondo y perdiéndose tras las montañas. Dijo la niña a su hermano:

- ¿Y si un día de estos nos vamos río abajo y descubrimos todo lo que por ahí haya escondido?

- Tendremos que pedirles permiso a nuestros padres.

- Si se lo decimos seguro que no nos dejarán. Pienso que podríamos solo caminar un poco río abajo y luego volvemos. Otro día caminamos más y así hasta que lleguemos a ese sitio de la Alhambra. Seguro que todo por allí tiene que ser fantástico y lleno de flores y príncipes con caballos blancos, como ya tantas veces te he dicho.

 

II - Y durante mucho tiempo, los dos hermanos, jugaron junto al manantial del río. Organizaron sus juegos, cogieron berros, lavaron sus manos en las claras aguas, recogieron piñas, bellotas y madroños de los montes cercanos y entre sí comentaban continuamente:

- El día que bajemos por el río en busca de la Alhambra, ya verás qué divertido.

- Yo ya casi cada noche sueño con esta aventura. ¿Cuándo nos vamos?

- En cuanto el otoño avance un poco más, una mañana temprano, nos ponemos en camino río abajo.

- ¿Y por qué tiene que ser en otoño?

- Nuestros padres nos han dicho que el otoño, por este río y en las montañas que hay cerca de la Alhambra, es algo mágico. Y además, por si los necesitamos, tú sabes que en otoño es cuando más frutos y bayas hay por los campos. Nos llevaremos comida, pero si acaso tenemos una emergencia, de los bosques podremos coger bellotas, madroños y las majoletas que a ti tanto te gustan.

- Y también nos llevamos con nosotros nuestro zurrón de piel de oveja por si lo necesitamos.

- ¡Claro!

Confirmó el hermano.

 

            No dijeron nada a sus padres por temor a que ellos les prohibieran la aventura que planeaban. Poco a poco lo fueron preparando todo, siguiendo con atención los días del otoño y las señales que en el cielo aparecían. Hasta que de pronto, amaneció mañana muy bonita, sin frío ninguno, con el cielo despejado y sin escarcha ni niebla en los campos. Se levantaron muy temprano, casi a la par del padre que cada día se llevaba el rebaño de abejas a las montañas, les preparó la madre una buena taza de leche caliente y un buen plato de migas y mientras desayunaban les dijo:

- Cuando terminéis de comeros estos alimentos vais al charco del nacimiento y buscáis algunos berros que los necesito para la comida del mediodía.

Y la niña contestó:

- Sí, vamos enseguida pero quizá no volvamos pronto.

- ¿Y eso?

- Hoy queremos jugar un juego que nos gusta mucho y que desde hace tiempo lo estamos preparando.

Y el hermano también dijo:

- Sí, mamá, vamos a preparar el zurrón de piel de oveja porque hoy tenemos planeado algo muy bonito.

- Pues como queráis pero ya sabéis que debéis tener cuidado con la cascada del charco del manantial.

- Lo sabemos y por eso nunca jugaremos cerca de esa cascada.

 

            La madre se dedicó a sus cosas en el pequeño cortijo de piedra y los dos hermanos, prepararon su zurrón. Colocaron dentro unos puñados de bellotas y algunos higos secos y se pusieron en camino hacia el charco del nacimiento. En cuanto llegaron, buscaron los berros que la madre les había pedido y al encontrarlos, muy verdes y tersos casi flotando en las claras aguas, el hermano dijo:

- Luego al volver, los cortamos y nos los llevamos.

- Sí, luego al volver porque ahora no debemos perder más tiempo. Así que vamos.

 

            Buscaron un estrecha senda que discurría por el lado de arriba de la cascada, se fueron por ella caminando con cuidado, se aproximaron a la corriente y en la dirección en que se deslizaban las aguas, caminaron. Tan ilusionados que enseguida la niña dijo:

- Me parece mentira que por fin haya llegado el momento de seguir las aguas de este río a irnos en busca de la Alhambra. Porque conocer esos lugares es lo que más deseo en el mundo.

- También a mí me ilusiona mucho.

- ¿Y qué será lo que nos vayamos encontrando y lo que hallaremos en aquel lugar cuando lleguemos?

- Ya nos queda menos para saberlo. Tú ve atenta y fíjate bien en las cosas para luego contárselas a nuestros padres.

- Desde ahora mismo, todo lo que vea lo voy a memorizar para que no se nos olviden nunca estos sitios ni esta vereda ni lo que encontremos por los lugares de la Alhambra. ¡Por allí debe ser todo tan emocionante!

 

            Y según ya bajaban por la orilla del río dirección a las colinas de la Alhambra, además de otras cosas, ellos iban viendo que la mañana se presentaba muy limpia pero con el cielo propio de un buen día de otoño. Con solo algunas neblinas, todos los bosque teñidos de ocre y la hierbecilla cubierta de rocío. La humedad y el olor a musgo empañaban el aire como con un velo silencioso y algo pálido y las aguas del río, también transmitir algún singular misterio. El sol, brillante y sobre un fondo de color azul intenso, ya se alzaba por encima de las altas cumbres de Sierra Nevada. Sobre estas laderas y crestas, se veía relucir la blancura de las primeras nieves del año. Y en las partes bajas, destacaba la oscuridad de los bosques. Por eso la mañana, aunque preñada de luz y belleza, también parecía como suspendida y en espera de algo importante. Como si el otoño hubiera concentrado sus más íntimos misterios para acompañarlos a ellos en el sueño de su aventura.

 

            Ya unos metros por debajo de la cascada, se encontraron con algunos huertecillos. Varios árboles se veían en estas tierras repletos de frutas. Especialmente caquis, granadas, almendras, nueces… Al verlos dijo la niña:

- Y si se nos hace de noche y tenemos que refugiarnos por algún rincón de por aquí, le pedimos frutos a los dueños de estos árboles.

Y confirmó el hermano:

- Antes de que la noche llegue, ya estaremos de regreso en nuestra casa.

 

EL RÍO DE LA ALHAMBRA

               

V- Valientes y decididos, se pusieron en camino, en esta ocasión por el lado izquierdo del río. Menos preocupados porque por este lado de la corriente, la vegetación era escasa y también el terreno más fácil de andar. Sin embargo, las aguas seguían precipitándose rápidas y cayendo en pequeñas y ruidosas cascadas. Al fondo ya se veía, según avanzaban por el caminillo, una alta colina, con una pendiente muy pronunciada y con muchos árboles esparcidos por la ladera y en las partes altas. Dijo la pequeña:

- Quizá detrás de ese monten, por donde ahora el sol se levanta, encontremos lo que vamos buscando. ¿Será bonita la Alhambra iluminada por la luz del primer sol de la mañana?

- Seguro que será muy bonita.

 

                Y en estos momentos sintieron los ladridos de unos perros. Detuvieron su marcha y miró el hermano a la pequeña diciendo:

- Por los sonidos de sus ladridos puedo saber que no son nuestros perros.

- Vivirá alguien por aquí o estarán careando algún rebaño de ovejas. ¿Los llamamos?

- Vamos a esperar mientras seguimos a ver si aparecen y descubrimos quién viene con ellos.

- ¿Y si son salvajes y nos atacan?

- Los llamaremos pacíficamente y seguro que se aplacan.

Y la pequeña, de nuevo pegada al hermano y sintiéndose insegura, preguntó:

- Cuando lleguemos a los lagos, torres y murallas de la Alhambra ¿encontraremos perros allí?

- Creo que no. Nuestros padres nunca nos dijeron nada de perros por la Alhambra y sí de muchos soldados escoltándola y defendiéndola.

- Y estos soldados ¿nos dejarán pasar? Y te lo pregunto porque como seremos nuevos por allí, al no conocernos, pueden que nos prohíban entrar en aquellos palacios.

- Puede que no porque como somos niños, ellos descubrirán que ningún daño podremos hacerles y por eso no se opondrán a que pasemos.

- Ojalá lleguemos pronto y todo sea como dices.

 

                En estos momentos, ellos no sabían que en su casa, frente a la fuente de los berros, los padres estaban preocupados. Ya los habían buscado por las primeras curvas del río, habían hablado con la mujer del huertecillo de los granados y almendros y la noticia se había corrido por los cortijillos de la alquería. También se habían enterado de la desaparición de los niños, algunas personas que, por los caminos, volvían a la ciudad de Granada. Por eso, en muchos rincones de la ciudad y principalmente por el barrio del Albaicín. Muchas personas entre sí comentaban:

- Dicen que se fueron de su casa, río Darro abajo en busca de la Alhambra y por ahí se han quedado perdidos.

- ¿Y ni siquiera rastros han encontrado de ellos?

- Ni señales de vida.

- Qué lástima de criaturas. Con el frío que ahora hace por las noches y lo malos que están los caminos por este río, seguro que se han helado o en algún charco han perecidos ahogados.

- Quiera Dios que no porque esos niños todos sabemos que eran buenos. Tanto o más que sus padres, que seguro estarán deshechos.

- Ni imaginar quiero el dolor que sus padres tendrán en estos momentos.

- ¿Y por qué no nos organizamos y nos unimos a estos padres para buscarlos?

- Eso es algo que podríamos hacer pero…

 

                La noticia se fue corriendo más y más y no tardó en llegar hasta los recintos de la Alhambra. Primero lo supieron los que controlaban las puertas de las torres y murallas. De boca de los que por los caminos, llegaban a la Alhambra con los productos para vender y abastecer a los moradores de los palacios. Luego los soldados se fueron transmitiendo la noticia unos a otros hasta que llegó a los recintos de los palacios. Al rey también se lo dijeron y éste se lo dijo a los príncipes y la reina. Ésta, nada más enterarse de la aventura y pérdida de los niños, enseguida dijo:

- Esas criaturas merecen un premio grande. Por lo valientes que son y por el interés que tienen en venir a estos palacios para conocerlos.

Y rápida la reina habló con el rey y le dijo:

- Con la cantidad de personas que nosotros tenemos a nuestro servicio y los medios que poseemos ¿no podríamos hacer algo para ayudar a esos niños y a sus padres? Siento pena de ellos y al mismo tiempo los admiro por su valentía y el gran sueño que en sus corazones tienen.

 

                El rey, ante la petición de la reina, meditó un momento y luego le respondió:

- Desde luego que dos criaturas así merecen ser ayudadas con todos los medios que se tenga. Pero tú ten en cuenta que ellos son hijos de pastores y nosotros somos reyes. No podemos dedicarnos a buscar a todos los niños perdidos de estos o aquellos padres. Nuestra misión y deberes, son otros.

La reina escuchó muy asombrada, las palabras del rey y nada contestó en ese memento. Tuvo la tentación de seguir insistiendo pero también se asustó. Sabía por experiencia que el rey, hombre bueno según decían muchos en los recintos de la Alhambra, también era severo y muy duro en sus palabras y órdenes.

 

 VI- Uno de los príncipes en aquellos momentos, también se enteró de la aventura de los dos hermanos. Era él muy aficionado a los caballos y a ir de caza y dar paseos por los bosques y caminos cercanos a la Alhambra. Y al saber la noticia, no fue ni al rey ni a la reina. Llamó a uno de los militares que siempre lo atendía y le dijo:

- Prepara mi caballo negro que tengo que salir a una misión muy importante.

- ¿A qué misión tiene que ir usted, señor?

- Quiero mantenerlo en secreto pero prepara también algo de comida y agua por si la necesito y ponlo todo en la montura de mi caballo.

- ¿Y para cuándo necesita usted su caballo y la comida?

- Para ahora mismo y no digas a nadie nada. O en todo caso, se lo comentas a mi madre, la reina, si ella pregunta por mí.

 

                Y poco después el príncipe, montado en su caballo, salía por las puestas de la muralla. Tomó el camino que desde la Alhambra desciende al río Darro y luego siguió por las veredas que por las orillas de este río, subían. Y mientras trotaba acariciado por el airecillo de la mañana y dirección a las montañas donde nace el río de la Alhambra, se decía: “Ojalá tenga suerte y me encuentre a estos niños sanos y salvos. Para los padres será una gran alegría y los mismo para los niños y para mí”. En muy poco tiempo recorrió él todo el tramo del río hoy conocido con el nombre de Valparaíso, alcanzó las llanuras también hoy conocidas como Jesús del Valle y siguió espoleando a su caballo río arriba. No tardó en llegar al rincón por donde hoy se encuentra la presa de donde arranca la Acequia Real de la Alhambra. Ya por aquí, pensando él que los niños no estarían lejos, empezó a llamarlos. Se volvió a decir: “Según he oído, es por este tramo del río por donde los dos hermanos deben andar perdidos. Por eso, si por algún sitio de estos se encuentran, seguro que oyen mis voces y me contestan”.

 

                Pero a ninguna de sus llamadas los pequeños dieron señales de vida. Sí oyó los ladridos de algunos perros de personas que como él, también buscaban a los pequeños por las laderas y colinas a un lado y otro del río. Siguió él subiendo y ya casi al mediodía se encajó en la curva que el río Darro traza por debajo de lo que hoy es el pueblo de Huétor Santillán. Por donde se encuentra una gran ladera muy pronunciada y que es conocida con el nombre de Panderón. Se encaja por este lugar mucho el río y, a un lado y otro, también las tierras tienen pronunciadas laderas. El bosque se espesó y la senda casi se perdía cuando, a una de las llamadas que hizo a los niños, estos respondieron. La pequeña fue la primera en oír la voz del príncipe y por eso dijo al hermano:

- Alguien de la Alhambra nos está llamando.

- No puede ser.

- ¿Y por qué no?

- Porque la Alhambra aun debe estar muy lejos y por eso ni siquiera la vemos.

- Pero yo he oído voces de personas. Escucha atento y no hagas ruido verás como alguien nos llama.

 

                Y no en aquel momento pero sí unos minutos después, el príncipe los volvió a llamar. Los dos niños oyeron sus voces y rápido el hermano respondió:

- Estamos aquí. Ven a nosotros y nos ayudas a descubrir el mejor camino.

Y respondió el príncipe:

- En un periquete estoy junto a vosotros.

Espoleó a su caballo, recorrió la sendilla apartando hierba y monte y al poco se encontró a los niños. Los saludó y les dijo:

- No tengáis miedo porque quiero ayudaros.

Y enseguida dijo la pequeña:

- Estamos buscando las murallas y torres de la Alhambra. ¿Quedan todavía muy lejos?

- No mucho pero es de allí de donde vengo yo.

- Entonces ¿sabes el camino y puedes ayudarnos?

- Puedo hacer lo que me estáis diciendo y ahora mismo. Como seguro estáis muy cansados y tenéis hambre, subid a mi caballo y mientras os doy comida y vosotros os alimentáis algo, yo conduzco y vuelvo a la Alhambra.

- ¡Qué milagro más bonito!

Exclamó la niña.

 

                Enseguida subió ésta al caballo, sentándose por delante del príncipe, el niño se acomodó en la grupa y el joven pidió a su corcel que rápido volviera al lugar de los palacios en la colina. Y la pequeña, al notar el calor del abrazó del joven, se sintió feliz. Con un gozo en su corazón como nunca en su vida había gustado. Miró al hermano, miró a príncipe que ahora la abrigaba en sus brazos y para sí se dijo: “Ojalá cuando lleguemos a la Alhambra, me reciba un príncipe y también me regale un abrazo tan dulce como éste. Y ojalá las princesas de aquellos palacios se hagan amigas mías y también me regalen sus juegos y sonrisas”. Preguntó al joven:

- ¿Eres tú amigo de los príncipes de la Alhambra?

- Lo soy.

- ¿Y son buenos y valientes?

- También fuertes y muy generosos.

- ¡Qué ganas tengo de conocerlos!

 

                Desde su pequeña y dulce atalaya al lomo del caballo y protegida por los brazos del joven, mientras avanzaban por los caminos río Darro abajo hacia la Alhambra, se dedicaba a observar a los paisajes por donde iban pasando. Y lo que más le llamaba la atención era la grandiosa vegetación que a lo largo de todo el río se iban encontrando. También le sorprendía mucho la corriente de las aguas y los mil huertecillos que a un lado y otro de las aguas, aparecían. Ya cerca de las primeras casas del barrio del Albaicín, a ella la asombró aun más las mil pequeñas casas blancas derramándose por las laderas, las cuevas y los caminillos y, sobre todo, la grandiosa figura de la Alhambra en lo más alto de la robusta colina. Al verla, enseguida exclamó:

- Es tan hermosa como siempre la había imaginado en mis sueños. ¡Qué maravilla y cuanto me alegro que tú no hayas traído a verla! ¿Nos dejarán entrar y recorrerla por dentro?

- Claro que sí. Ya te he dicho que yo soy amigo de los príncipes que viven ahí.

- ¡Qué contenta estoy y qué suerte que ahora seas nuestro amigo!

 

                Ya caía la tarde, cuando el caballo negro con el príncipe y los dos niños, entraban por las puertas de la muralla. Se fue derecho a los palacios y lo primero que dijo al llegar fue que dieran la noticia a su madre, la reina. Ésta, al saber que los niños perdidos estaban en la Alhambra sanos y salvos, salió rápida al encuentro del príncipe. Al ver a los niños, les ayudó a bajar del caballo y enseguida preguntó a la niña:

- ¿Cómo se os ha ocurrido una ventura como ésta?

Y la pequeña a su vez preguntó:

- ¿Usted es la reina?

- Lo soy.

- ¿Y estos palacios son la Alhambra que tantas ganas tenía de conocer?

- Esto es la Alhambra y nosotros somos tus amigos.

 

                Le siguió preguntando la niña por los príncipes y princesas y luego preguntó por los salones y por las torres y jardines. La reina los llevó antes el rey y al verlos éste, enseguida dijo:

- No me expliquéis nada porque lo sé todo.

Pero la pequeña volvió a preguntar:

- ¿Y nos va a castigar usted y a nuestros padres por lo que hemos hecho?

- No voy a castigaros sino que deseo daros un premio. Niños como vosotros y con sueños tan bellos, son los que yo necesito en mi reino. Desde ahora y para siempre, seréis nuestros amigos y también vuestros padres. Y estos palacios serán vuestra casa para que comprobéis que los sueños, a veces, se hacen realidad.  

 

 

La calle del poeta

 

            En Granada, por donde el río Darro, por el barrio del Albaicín y por donde la Alhambra, no solo es importante lo que se puede ver con los ojos de la cara. Detrás de lo que a simple vista se observa, escondido en el silencio y tras las cortinas del tiempo, existen y palpitan, misterios, sueños, ilusiones, amores… Los latidos de un alma que trasciende al tiempo y es mucho más grande y bello que todo cuanto pueda verse con los ojos de la cara.

 

            Y un trocito de este universo y la luz que aun todavía irradia, yo he tenido la suerte de conocer. Por donde el río Darro, a los pies de la colina de la Alhambra y justo donde se derraman las casas del Albaicín. Por esa ancha ladera que se enfrentan a la Alhambra, siempre mirando al sol de la mañana y a las altas cumbres de Sierra Nevada. Por esta ladera, hoy toda alfombrada de casas blancas y surcada por estrechas calles, en otros tiempos hubo un pequeño jardín. Al final de una larga y también muy estrecha calle que remontaba desde las mismas aguas del río Darro, casi hasta lo más alto. Hasta un poco antes de donde hoy se encuentra el Mirador de San Nicolás.

 

            En este punto mismo, ya casi al nivel de la Alhambra sobre la colina de enfrente, era donde él cultivó su pequeño jardín. No al estilo clásico sino como en forma de refugio, muy abierto por completo al sol de la mañana, a la hermosa figura de la Alhambra y a las nieves de Sierra Nevada. Porque esto era lo que más le gustaba a él: venirse a este jardín chiquitito, situarse frente a la Alhambra y ponerse a mirar sin prisas para las torres de los palacios. Pero antes de esto y cada día, él subía la empinada calle, siempre muy despacio y siempre mirando a un lado y otro. Y en cuanto encontraba algo que le parecía que ensuciaba la calle, lo recogía y les decía a los que por la calle pasaban:

- ¿Qué trabajo os cuesta mantener limpia esta calle?

Y algunas personas le contestaban:

- Como si esta calle fuera toda tuya y de merengue.

- Es mía, desde luego pero también vuestra. Y porque la considero importante y bella, es por lo que tanto os repito que la cuidéis, conservándola siempre limpia y ordenada.

- Pero esta calle, lo mismo que las demás del barrio, es para ir por ella y no para cuidarla como si fuera de dulce.

 

            Y él callaba, seguía subiendo, recogiendo y ordenando todo lo que por la calle se encontraba y cuando llegaba a lo más alto, se paraba entre las plantas de su jardín. Aquí se sentaba, casi siempre a primera hora de la mañana, se ponía a mirar para la Alhambra, besado por los rayos del sol que le llegaban de frente y se dedicaba a esperarla. No la había visto nunca y por eso ni siquiera sabía cómo era su cara ni el color que tenían sus ojos y su pelo pero la soñaba por los salones de la Alhambra y con esto le bastaba. A veces, mientras miraba en silencio y se deleitaba en su sueño, escribía para ella algunos versos como estos:

 

                                               Siempre contigo sueño

                                   cada mañana

                                   y siempre desde este silencio

                                   mi corazón te llama.

                                   Quizás nunca lo sepas             

                                   pero a mí me basta

                                   soñarte de esta manera

                                   cada mañana.

 

            Y algunos de estos días, cuando él se recreaba en observar la Alhambra, mientras dejaba pasar el tiempo y esperaba verla asomarse a las ventanas de las torres, los conocidos se acercaban y le preguntaban:

- Tú nunca nos lo has dicho pero nosotros estamos intrigados. ¿Por qué te pasas tanto tiempo sentado en este jardín tuyo mirando sin pestañear a la Alhambra?

Y entonces él les decía:

- Porque es ahí donde vive la princesa de mis sueños.

- ¿Qué princesa?

- Vosotros no la conocéis ni yo tampoco pero me gusta pensar en ella, mientras la sueño desde este pequeño paraíso mío.

- ¿Y esperas que venga algún día por aquí a verte?

- Yo no sé si vendrá pero por si acaso lo hiciera es por lo que cada día recorro esta calle y quito de ella toda la suciedad y lo que la afea.

- ¿Y esto tiene sentido?

- Tampoco sé si tiene o no sentido pero ¿sabéis lo que os digo?

- ¿Qué nos dices?

- Que puestos así pienso que nada en la vida tiene más sentido que soñar con una princesa. Es lo más satisfactorio y hermoso y lo que da valor a todas las demás cosas de este mundo y en el otro.

Y los conocidos le respondían:

- Puede ser cierto pero nosotros no lo entendemos.

 

            Pasó el tiempo, el poeta de la calle, todos los conocidos y la princesa de sus sueños, murieron. La calle la transformaron muchas veces a lo largo del tiempo y nadie, absolutamente nadie hoy recuerda la historia y comportamientos de aquel hombre. Sin embargo, cuando he comentado esta historia con las personas, algunos sí que me han dicho:

- En Granada, en el río Darro y en la Alhambra, no solo es importante lo que se ve con los ojos de la cara. Hay que saber descubrir y gustar el alma y belleza de todos estos sitios y a través del tiempo. Porque esto, quizás solo esto, sea lo verdaderamente valioso y eterno.

El valle de los árboles mágicos

 

            El blanco cortijillo, se alzaba sobre un pequeño montículo frente al sol de la mañana. No muy lejos de las cumbres de Sierra Nevada, a solo unos metros de un claro río y con la figura de la Alhambra por el lado del sol de la tarde. A la derecha del montículo, se abría un pequeño arroyo que manaba solo unos metros por detrás del edificio. En una recogida pradera, muy verde casi todo el año, con nieve en los fríos días del invierno y alfombrada de flores silvestres a lo largo de toda la primavera. Al final de esta pradera o valle casi de ensueño, en el lado de abajo, brotaba un copioso venero, por todos conocido con el nombre de “La Fuente”.

 

               De esta fuente de claras aguas era de donde los habitantes del cortijo se surtían para todas sus necesidades. También para regar un recogido huertecillo que había unos metros más abajo y para que bebieran los animales, en los tornajos de madera que habían colocado solo unos cuantos metros por debajo del manantial y cincuenta metros por encima del huertecillo. Por la derecha y no muy lejos, se abría el arroyuelo, no muy profundo ni caudaloso pero sí en todo momento con un chorrillo de agua. Porque “La Fuente”, no se secaba en todo el año. Ni siquiera en los años menos lluviosos ni en los veranos más calurosos.

 

            Por eso, todo el rincón, era un auténtico paraíso que disfrutaban casi exclusivamente la familia del blanco cortijillo. Solo un matrimonio y su niña que desde que ellos tenían conocimiento, habían vivido en este sitio. De aquí que cuando los padres de la niña se casaron, el hombre le dijo a su mujer:

- Para tener siempre presente el día en que ha nacido esta hija nuestra, se me ha ocurrido una cosa.

- ¿Qué es lo que se te ha ocurrido?

- ¿Tú conoces el cerro en forma de abanico que hay por encima del valle de la fuente?

- ¿Ese montículo que tiene también forma de corazón y corona al valle de las flores?

- Me refiero a ese bonito monte.

- ¿Y qué es lo que pasa ahí?

- Lo único que pasa es que como este monte es tan bonito lo quiero sembrar con unos árboles muy concretos.

- ¿Con qué árboles y cómo?

- Con ocho o diez especies distintas y no por las laderas ni por el valle ni a los lados, norte o levante. Los quiero sembrar siguiendo toda la cresta del monte que orla el valle de la hierba. Para que nazcan y crezcan a la par que nuestra niña y que así ella, según vaya creciendo y juegue por estas tierras, los tenga como amigos y referencia del día de su nacimiento. ¿Qué te parece?

- Que es algo muy bonito y un detalle inteligente para conmigo y nuestra hija.

 

            Y el hombre, justo el día en que nació su hija, ya tenía los árboles preparados. Al amanecer aquella mañana, todavía invierno, los fue sembrando. Una higuera en lo más alto del monte en forma de corazón y en el mismo centro. A cada lado, dos nogueras. Un poco más debajo de las nogueras, sembró dos almendros, junto a estos árboles descendiendo para el valle, plantó dos nogueras, luego dos servales, dos caquis, granados, pinos y álamos, ya casi en las tierras llanas del valle y al final del todo, algunos pinos de las especie pinea. Y los regó aquel día, al siguiente y al otro, hasta que los árboles brotaron ya cuando la niña tenía unos meses. Luego crecieron y al llegar la primavera, se llenaron de flores y dieron algunos frutos. Y a los tres años, todos los árboles se veían frondosos y frescos como la niña que había nacido con ellos. Cuando ésta cumplió diez años, como los padres ya le habían hablado mucho, tantos de los árboles como del valle y de la fuente de agua clara, lo que más le gustaba era venirse a este valle y ponerse a jugar con el manantial de la fuente y por la hierba de la pradera. Trazaba caminos con piedrecitas de colores recogidas en las arenas del arroyuelo, construía castillos, soñaba con princesas y príncipes y luego cogía la fruta de los árboles amigos, las lavaba en las aguas del manantial y se las comía mientras para sí se decía: “El día que venga por aquí algunos de los príncipes que mi padre me ha dicho viven en la Alhambra, lo voy a invitar a que coma coja conmigo las frutas de estos árboles”.  

 

            Y un día, cuando ella iba a cumplir los doce años, le preguntó a su padre:

- ¿Tú crees que algún día vendrá por aquí algún príncipe de la Alhambra para quedarse a vivir conmigo?

- Los príncipes tienen, allá en aquellos grandes palacios, mansiones muy bellas y cosas muy importantes que hacer pero nunca se sabe.

Y a partir de aquel momento, siempre que por el valle jugaba, miraba para el camino por si aparecía algún príncipe montado en su caballo. Se puso y, en la pequeña cueva que en las rocas calizas se abría por encima de la fuente, juntó muchas piedras en todos los tamaños y colores. También flores y frutos de los árboles y decoró toda la cavidad imaginando que era el más bello de los palacios nunca construido. “Por si viene ese príncipe, que todo esto lo encuentre tan hermoso que le entre ganas de quedarse a vivir aquí para siempre”. Se decía mientras jugaba y soñaba.

 

            Y una mañana de otoño, cuando ella estaba a punto de cumplir los trece años y después de tres días de intensas lluvias, amaneció raso. Con muchas nieblas por el barranco y con la hierba muy verde por todo el campo. Le dijo a su madre:

- Me voy a mi cueva y si al mediodía no vuelvo para comer, no te preocupes. Hoy tengo algo muy importante que hacer.

- ¿Qué es lo que tienes que hacer?

- Luego te lo explico.

Y con una pequeña bolsa de cuero que el padre le había regalado, salió del cortijo, bajó por la senda, llegó a la fuente, lavó sus manos, bebió unos sorbos y luego se fue a las encinas que por encima del manantial clavaban sus raíces en las tierras bajas del valle. De una de estas encinas que ella conocía muy bien, cogió un buen puñado de bellotas, muy gordas y ya bien maduras. Volvió a la cueva de la roca, hizo una lumbre en la misma puerta, se puso a asar las bellotas en las ascuas de la candela, mirando muy ilusionada para la senda que subía por el barranco. Y se decía: “Ojalá hoy sí viniera por aquí un príncipe y se parara en esta cueva conmigo. Lo iba a invitar a que comiera algunas de estas ricas bellotas y luego le iba a preguntar muchas, muchas cosas”.

 

            Y, a media mañana, cuando más ocupada estaba ella con sus bellotas y la lumbre, vio que por la senda de la loma apareció la figura de un caballo. Montado en él, venía un joven que miraba como muy interesado. Se llenó de miedo al tiempo que de ilusión y quiso salir de su cueva y llamarlo por si necesitaba algo pero sintió más miedo. Esperó en su refugio, echando algunas ramas a la lumbre para que se avivara, sin dejar de mirar a la figura del joven que se acercaba montado en su caballo. Al llegar a la fuente, se paró, miró para la cueva y al ver a la niña le preguntó:

- ¿Es este el valle de los árboles mágicos?

Enseguida pensó ella que los árboles que su padre había sembrado en las tierras que orlaban al valle podrían ser los que el joven buscaba. Por eso dijo:

- Creo que sí aunque no estoy segura. ¿Qué estás buscando?

- Vivo en la Alhambra y vengo de parte de una princesa. Estoy buscando un árbol que dé fruta en forma de corazón.

- ¿Y para qué lo quieres?

- El príncipe más bueno y rico de aquellos palacios, ha prometido casarse con la joven que le presente una fruta, a ser posible piña, que tenga forma de corazón. Y una de las princesas me ha pedido que venga y busque por estas montañas, la fruta que te he dicho. ¿Tú sabes si algunos de estos árboles dan fruta con forma de corazón?

- Yo nunca lo he visto. Pero si tienes hambre, baja de tu caballo y comparte conmigo estas bellotas que estoy asando.

- Te lo agradezco pero tengo prisa. He de volver pronto a la Alhambra y si no encuentro la fruta que te he dicho, tendré problemas. ¿De ninguno modo puedes ayudarme?

- Lo siento pero ya te he dicho que no conozco por aquí a ningún árbol que dé fruta en forma de corazón.

 

            Y el joven, sin bajarse de su caballo, agradeció a la niña sus palabras y la despidió. Siguió subiendo hacia las partes altas del valle de la hierba y ella, intrigada por lo que el hombre le había revelado, salió de su cueva, subió rápida por la vereda y en cuanto llegó al cortijo, comentó con el padre lo que le había sucedido. Éste la escuchó muy atento y al final ella le preguntó:

- ¿Algunos de los árboles que sembraste cuando nací yo en la colina que orla al valle de la hierba, dan frutas en forma de corazón?

Y el padre, después de pensarlo un momento, respondió:

- Creo que sí. Precisamente esta mañana he estado en el pino de los tres pies, el que crece al final de la colina que cae para el barranco del río y he visto en sus ramas una piña algo rara.

- ¿Rara por qué?

- Crece en una de las ramas altas y me ha llamado la atención su forma. Se parece precisamente a un corazón y por eso me he fijado en ella. Nunca he visto yo una piña como esa.

- ¿Podemos ir ahora mismo a cogerla?

- Mejor mañana. Si ahora anda por ahí el joven del caballo, nos lo podríamos encontrar y al ver esta rara piña, querrá llevársela.

 

            Y la niña estuvo conforme con lo que le dijo el padre. Por eso, en cuanto salió el sol al día siguiente, padre e hija se pusieron en camino en busca del pino de los tres pies. En cuanto llegaron, vieron la piña y el padre, por deseo de la hija, subió al árbol, cortó la fruta, bajó con gran cuidado y le alargó a la niña el fruto diciendo:

- Desde luego que es rara pero bonita. Te la regalo.

- ¿Tú crees que esto es lo que anda buscando el joven de la Alhambra?

- Puede que sí.

- ¿Pues sabes lo que se me ocurre?

- No tengo ni idea.

- Pienso que ahora mismo podrías ir a la Alhambra, con esta piña, preguntas por la princesa que busca una fruta en forma de corazón y se la regalas. Para nosotros esto no vale nada y para ella, quizá sea la mayor ilusión de su vida. ¿No crees tú?

Pensó un momento el padre y luego le dijo:

- Para complacerte a ti, haré todo lo que esté en mis manos. ¿Pero qué gana esa princesa si yo le regalo esta piña en forma de corazón?

- Puede casarse con el príncipe de sus sueños y puede ser feliz como ninguna mujer en este mundo.

- ¿Y nosotros qué ganamos con esto?

- Quizá nada pero la princesa y el príncipe, seguro que se harán amigos de nosotros para toda la vida. Ve por favor a la Alhambra y llévale esta piña a esa princesa.

 

            Y el padre no dijo nada más. Una hora más tarde, montó en su bonito caballo negro, partió por los caminos dirección a la Alhambra y cuando llegó a los palacios preguntó por la princesa. Le dijeron dónde vivía y pidió entregarle la piña en forma de corazón, personalmente. Apareció la princesa, le entregó la piña, ella se lo agradeció y el padre volvió enseguida al blanco cortijillo junto a la fuente. También enseguida la princesa fue en busca del príncipe que había hecho la promesa de casarse con quien le mostrara una fruta con forma de corazón, le mostró la piña y le preguntó:

- ¿Ahora ya sí te casarás conmigo? Y te lo pregunto porque por mi parte acabo de cumplir la condición que pides tú.

Miró el príncipe a la princesa y le preguntó:

- ¿De qué árbol has cogido esta fruta?

Se quedó la princesa pensativa y como no estaba segura de su respuesta dijo:

- De uno que crece en un lugar secreto de los jardines de la Alhambra.

- ¿Me puedes llevar a verlo?

- Ahora mismo no pero mañana, sí te llevo.

 

            Se dio cuenta el príncipe que la joven princesa se había puesto nerviosa y que titubeaba al pronunciar sus palabras y por eso le dijo:

- De acuerdo. Mañana me llevas al árbol que da este fruto en forma de corazón. Y cuando estemos junto a él y lo vea con mis ojos, te diré si me caso o no contigo.

La princesa estuvo de acuerdo y se retiró a sus aposentos. Enseguida el príncipe preguntó a sus guardianes y estos le dijeron quién había sido el que había traído la fruta en forma de corazón. Al saberlo rápido dijo de nuevo:

- Preparad mi caballo y que venga mi guardia personal que vamos a ir ahora mismo al cortijillo blanco del valle de las flores.

Sin perder tiempo, sus guardianes le prepararon el caballo y algunas cosas más y ya casi al mediodía, la comitiva salió de los recintos de la Alhambra. Con el príncipe al frente y montado en su caballo, dirección a las montañas del cortijillo blanco sobre la colina. Al llegar, aun todavía con algunas horas de sol, como entraron por la loma de la derecha del arroyuelo de la fuente, lo primero que vieron fueron las tierrecillas del huerto. Y en estas tierrecillas, labrando y regando las plantas, vieron al padre de la joven. El príncipe, muy decidido dirigió a su caballo a las tierras del huertecillo, se detuvo cerca y frente al padre y después de saludarlo le preguntó:

- ¿Usted vive en este cortijillo?

- Mi mujer, mi niña y yo. ¿En qué podemos servirle?

- Soy el príncipe de la Alhambra y vengo por aquí con el deseo de resolver un problema.

- Si en algo puedo serle útil, aquí me tiene.

- ¿Has sido tú el que ha llevado a la Alhambra esta piña en forma de corazón?

- Sí que he sido yo por deseo de mi niña. ¿He cometido un error?

- Nada de eso sino todo lo contrario. Has hecho algo bueno pero para aclarar algunas cosas he decidido venir a estas tierras tuyas.

- Pues diga usted en qué cosa puedo ayudarle.

- Es muy sencillo. Solo quiero saber qué clase de árbol es el que da esta fruta y dónde crece.

- Ya le he dicho que todo esto es cosa de mi niña. Yo solo he intervenido para complacerla.

- Lo entiendo y te pido que nada temas. Tú y tu niña habéis procedido de la mejor manera por eso ahora también me gustaría verla.

- Pues ahora mismo, como tantas otras veces, juega ella en la cueva de la roca que hay por encima de la fuente. Si quiere la llamo para que venga.

- No hace falta, yo mismo me acerco a su cueva.

 

            Y el príncipe con su comitiva, despidieron al padre, siguieron subiendo por la senda y al llegar a la fuente, vieron a la joven junto a la lumbre que había hecho en la puerta de la cueva. Y ella, al ver a los soldados y al príncipe, sin más rodeos, se puso de pie en la puerta de la cueva, saludó muy cortésmente y luego dijo al príncipe:

- Acabo de asar un buen puñado de las mejores bellotas de mis encinas y están riquísimas. ¿Queréis probarlas?

Y el príncipe le dijo:

- Ya he hablado con tu padre y lo único que en este momento quiero es que me lleves al árbol que da frutos en forma de corazón. ¿Puedes?

- Claro que puedo. Con mucho gusto te llevo ahora mismo a donde crece ese pino.

 

            Y toda la comitiva, ahora guiada por la joven, se pusieron a caminar por la sendilla que, desde la fuente, subía hacia los árboles que orlaban desde lo alto del cerro del valle. El príncipe se apeó de su caballo, le pidió a la joven que subiera a él, ésta lo complació y un rato después, llegaron al pino de los tres pies. Dijo la joven desde lo alto del caballo del príncipe:

- Éste es el árbol. Lo sembró mi padre, como todos los que se ven por las crestas de este monte, el mismo día que nací yo.

El príncipe se quedó mirando al árbol, miró a la piña en forma que corazón que tenía en las manos y luego miró a la joven y le dijo:

- Estoy descubriendo que ni tu padre ni tú me habéis metido.

Y preguntó la joven:

- ¿Es que el fruto que mi padre ha regalado a la princesa no sirve?

- Claro que sirve y es bueno.

- Entonces ¿la princesa podrá casarse contigo?

- La princesa me ha mentido y tú no. Por eso yo no me casaré con ella.

- ¡Qué pena!

 

            Y el príncipe, después de unos segundos en silencio, volvió a decir a la joven:

- Hoy me alegro mucho de haberte conocido. Tu cortijillo blanco, tu cueva, tu fuente y este valle con sus árboles, es lo más curioso y bello que he visto en mi vida.

- ¿Mucho más que la Alhambra?

- Mucho más y por tener tú un corazón tan bueno, quiero premiarte. Así que pídeme lo que quieras que te lo concedo.

- Yo he soñado muchas veces, casarme con un príncipe pero nunca quisiera irme de este valle tan bonito. Aquí tengo mi vida, los mejores recuerdos y los árboles que mi padre sembró el día de mi nacimiento.

- Pues daré órdenes para que en este valle y junto a tu fuente y cortijillo, construyan el palacio más bello que nunca se haya visto. Y ahora mismo no porque aun eres muy joven pero voy a esperar y en cuanto seas mayor, me casaré contigo y será la princesa que siempre has soñado.

Y siguió preguntando la joven:

- ¿Y qué pasará con la princesa de la Alhambra?

- Ella me ha mentido y ¿sabes una cosa?

- ¿Qué cosa es?

- Que las personas que, para conseguir sus propósitos, caprichos o sueños, mienten y hacen trampas a los demás, no son dignos de confiar en ellos. Y ya te he dicho que este valle y todo lo que por aquí hay, es el reino más hermoso que he soñado nunca. Tu familia, tú y tu mundo, sois maravillosos.

 

            Y dicen que el príncipe, a partir de aquel momento, dio órdenes para que empezara la construcción del palacio que le había prometido a la joven. Algunos años tardaron en levantarlo pero cuando por fin se alzó por encima de la fuente y en las tierras llanas del valle, se vio hermoso y muy fundido con los árboles del cerro y el cortijillo blanco a la derecha. La joven siguió en su libertad, corriendo y jugando por donde la fuente, el arroyuelo, la loma de los árboles y las tierras del huerto. Soñando que por fin un día sería reina y dueña del palacio y reino más bonito que nunca nadie haya tenido en estas tierras. Y como ella, además de libre y buena, era muy inteligente, les decía a sus padres:

- Cuando nací no solo me obsequiasteis con el mejor regalo sino que luego me habéis ido premiando con el cariño más sincero y el más noble respeto, el aire más puro y la libertad más real que nadie tuvo nunca en este suelo. Por todo ello y por lo que siempre me habéis enseñado, os doy las gracias y os digo que soy la más feliz de cuantas mujeres haya en el mundo.

 

            Y también muchos dicen que los árboles que el padre sembró el día del nacimiento de su niña, al llegar la primavera, cada año se cubrían con las flores más brillantes, variadas y en todos los colores. Y en los meses del verano y otoño, todas las ramas de estos árboles, se llenaban de los más sabrosos y sanos frutos. Tanto que hasta la joven, en más de una ocasión, les decía a sus padres y a su príncipe a amigo:

- Desde luego que, en ningún rincón del mundo, hay un jardín más bonito que este mío. Cada día estoy más contenta del regalo que me hicieron mis padres y de la bendición que en cada momento, he recibido del cielo.

El palacio de la colina

 

            Llegó el otoño y cayeron las primeras lluvias. Las noches comenzaron a ser más largas y el rocío empezó a verse por la umbría de la Alhambra y Dehesa del Generalife. Los árboles de estas laderas y por toda la orilla del río Darro y tierras llanas aguas arriba, cambiaron el verde de sus hojas por los colores ocres del otoño. Decía ella:

- Como en mi país pero mucho más bonito y con menos frío.

- ¿En tu país ya han caído las primeras nieves?

- Cayeron hace unos días y, hace ya tanto frío, que hasta los ríos se están helando, como todos los inviernos. En mi tierra, casi no tenemos otoño. Por eso yo no quiero regresar a mi país a pesar de lo mucho que me gusta. Pero como el otoño de estas tierras de Granada y como el invierno y la primavera, no los hay en todo el mundo.

 

            Tenía ella veinte años y, al comenzar el curso, había llegado a Granada para estudiar idiomas. Y enseguida se hizo amiga de la familia de la casa de ladrillo que se alzaba a solo unos metros de las aguas del río Darro, un poco por encima del Paseo de los Tristes. Casi por completo a los pies del Generalife. Por eso, siempre que estaba en esta casa y con la familia amiga, se sentaba en la sala y miraba por la ventana a los paisajes que a través del hueco de la ventana, se abrían. Toda la gran ladera del Generalife, umbría de la Alhambra, con las torres y murallas en todo lo alto y, un poco a la izquierda, las huertas y edificio del Generalife. Pero lo que más le llamaba a ella la atención eran los colores que en los meses del otoño, aparecían por los bosques de estas laderas. En especial, los de unos árboles muy grandes que se veían clavados en todo lo alto. Justo donde empiezan las huertas del Generalife y se ven también las blancas paredes de este edificio.

 

            Por eso ella, tanto a los padres como a los jóvenes hijos, muchas veces les preguntaba:

- Por entre esos árboles grandes que hay en todo lo alto, asoma una pequeña casa. ¿Sabéis qué es aquello y quién vive ahí?

Y los padres, algunas veces y en otros momentos los hijos, le respondían:

- Nosotros no sabemos quien vivirá allí. Parece que aquello pertenece a la Alhambra y por eso, quizá sea propiedad de algunos de los dueños de los palacios.

- Eso pienso yo pero la veo tan bonita esa casa, oculta entre los árboles ahora llenos de colores de otoño y en estas tardes misteriosas de Granada, que yo creo que eso es un pequeño palacio.

- ¿Un palacio en ese sitio?

- Puede que no pero yo me lo imagino y como lo encuentro tan bonito, siempre me entran ganas de ir a verlo. ¿Te imaginas un palacio tan recogido como ese, siempre asomado a este gran valle del río Darro, con las casas del Albaicín enfrente y con toda la ciudad de Granada extendida sobre la Vega?

- Claro que me lo imagino y por eso, igual que tú, pienso que sería precioso.

 

            Y la pequeña casa, color tierra y con ladrillos rojos, para ella se transformaba en algo muy hermoso y lleno de misterio. Y más hermoso le parecía cuando el otoño avanzó y los árboles de la colina y ladera se tiñeron de oro. Mientras estudiaba y preparaba sus maletas para regresar a su país, miraba por la ventana y con sus ojos clavados en la misteriosa construcción de la colina, se quedaba soñando. Y para animarse un poco, de nuevo le decía a la madre:

- Ahora ya no me queda más remedio que regresar a mi país porque el tiempo se me acaba. Al frío de las nieves que llegan y a los cielos nublados y sin sol pero volveré un día para ir a ese palacio de la colina y descubrir por fin qué es eso y quien vive ahí.

Y la madre y hermanos callaban porque en el fondo ellos no querían que se marchara pero ella siempre susurraba:

- Y si puedo, ahora mismo no sé cómo, un día voy a comprarme la casa de esa colina, junto con todos los árboles que le rodean. Porque cada vez más pienso que debe ser maravilloso vivir en un sitio como ese, clavado en lo más alto, dándose la mano con las murallas de la Alhambra y mirándose en las blancas casas del Albaicín y de Granada. Fíjate qué asombro de colores por todo el bosque y el azul tan intenso que tiene el cielo.

 

            Avanzó un poco más el otoño y aquella tarde, la familia terminaba de comer en la sala de la casa frente al río. Ella tenía ya sus maletas preparadas porque regresaba a su país solo unas horas más tarde. Por eso, la familia la esperaban para despedirla y tomar juntos el último té calentito. Llegó solo media hora después y dijo:

- Perdonad pero es que estuve despidiendo a mis amigos.

Y la madre le confirmó:

- Siéntate junto a nosotros y frente a la ventana que tanto te gusta y goza el último momento. El té está calentito y la tarde es preciosa. Fíjate los colores que hoy tiene el bosque y lo misterioso que se ve el pequeño palacio de tus sueños.

Sin pronunciar palabra, tomó asiento en la mesa junto a la ventana, cogió el baso con el té entre sus manos, lo apretó fuerte, bebió un trago largo y mientras lo saboreaba, miró fija a través del hueco de la ventana. Y como suplicando murmuró:

- Algún día volveré, subiré a todo lo alto de esta colina, abriré las puertas de ese pequeño palacio, entraré dentro y ahí me quedaré a vivir para toda la vida. Creo que no hay en el mundo nada más bello.

El manantial del almendro

 

            Las grandes maravillas de la Alhambra, sin duda que son únicas. Sus murallas, las torres, los jardines, los palacios y casas que le rodeaban, junto con la colina donde se asienta y la extensa Vega de Granada. También las altas y blancas cumbres de Sierra Nevada, el sol que continuamente la besa, el airecillo puro que la acaricia y abraza y las limpias noches de luna y nieblas y nubes en las misteriosas tardes de otoño y mañanas de primavera.

 

            Pero la Alhambra, toda su gran belleza, con el vergel que por doquier engalana, no sería lo que es, sin las montañas que le rodean y los pequeños ríos y cientos de manantiales de aguas claras que a sus pies brotan y corren. Sin el agua y la perfección y los bellísimos paisajes que de alguna manera la engalanan, la Alhambra quizás ni siquiera existiría. Y especialmente sin el agua que le regalan los manantiales que hay en sus partes altas. Secreto este que muy pocos conocen pero que, como yo sé que es importante, lo valoro y lo comparto en la medida que puedo. Y una de las muchas pequeñas estampas de esta Alhambra que dijo y sus paisajes, se daba y aun sigue dándose, por el fantástico valle del río Darro. Cauce del cual se alimenta todo el conjunto de la Alhambra y de aquí que sea único.

 

            Por donde este río se abre en un amplio abanico, al terminar de llegar de las montañas donde nace, el hombre tenía su pequeña casa. Justo un poco más debajo de lo que hoy conocemos como el paraje del Jesús del Valle. En la ladera frente a lo que es la gran umbría y Dehesa del Generalife y por eso solana, pero no en lo más alto de los montes ni en mitad de la ladera sino muy cerca del río. Por eso en las llanas tierrecillas el hombre sembraba toda clase de hortalizas. Un poco remontado en la ladera tenías tres grandes nogueras, diez o doce olivos, muchos granados, algunas cepas de viñas y también un sembrado de almendros.

 

            Y uno de estos almendros era especialmente grueso y frondoso. Quizás por los años que tenía o por el copioso manantial que junto a su tronco brotaba. Un manantial de aguas frescas y muy puras que sabían a miel y a flores de almendros. De aquí que continuamente le dijera a los amigos:

- Podéis venir a beber a este manantial mío siempre que os apetezca. Su agua no es milagrosa pero a mí me sabe a gloria y por eso me siento tan orgulloso de este venero.

Y algunos amigos le preguntaban:

- Y si algún día vienen por aquí los que mandan en la Alhambra y deciden que el agua de este manantial tienen que llevárselo a sus palacios ¿qué harás tú?  

- Con los que mandan en la Alhambra yo no quiero tener problemas. Pero si algún día vienen por aquí y me dicen que se llevan el agua de este venero mío, no permitiré que lo hagan.

- ¿Cómo te resistirá y por qué?

- Me resistiré dándole todo tipo de razones para que comprendan que no deben romper este tan magnífico manantial del almendro. Y, entres otras muchas cosas, les diré que la Alhambra, vista desde la sombra de este almendro mío y junto a este manantial, también tiene gran belleza. Les diré que si rompen este manantial y arrancan mi almendro y llenan de construcciones estos parajes, es como si le quitaran a la Alhambra única, una gran parte de su belleza y misterio.

- ¿Y eso por qué?

 

            Y el hombre, orgulloso de su manantial y del almendro que clavaba sus raíces casi en las mismas venas del manantial, les seguía diciendo a los amigos:

- Venid conmigo y lo comprobáis viéndolo con vuestros propios ojos.

Y los amigos le hacían caso. Se iban con él, esperando encontrar lo que con tanto entusiasmo les había anunciado y cuando llegaban al manantial del almendro, se paraban y esperaban. Veían que el hombre, lleno del mejor entusiasmo, se acercaba al manantial, con sus manos escarbaba un poco, justo unos centímetros por encima de donde brotaba el agua, hacía una pequeña poza, dejaba que el agua se aposara y cuando ya estaba por completo transparente, les decía a los amigos:

- Ahora, acercaros a este manantial y bebed despacio esta agua.

Los amigos le hacían caso, hincaban sus rodillas en el suelo, bebían despacio el agua que brotaba de la tierra, la saboreaban y luego decían:

- Desde luego que esta agua sí que sabe a flores del almendro. ¿A qué se debe eso?

- Yo no lo sé pero lo que estáis diciendo es verdad. Y esperad y momento y veréis.

 

            Esperaban los amigos, gustando mientras tanto el buen sabor del agua y luego el hombre les volvía a decir:

- Sentaros ahora a la sombra de este almendro, aquí cerca del manantial y mirad para la Alhambra y me decís qué es lo que veis.

Otra vez los amigos le hacían caso. Lentamente se iban sentando a la sombra del almendro, miraban para la Alhambra, allá muy al fondo y sobre su colina y después de un rato, todos decían:

- Lo que vemos y lo que se siente mientras se contempla la Alhambra después de beber de este manantial tuyo y a la sombra de este almendro, es algo maravilloso.

Y orgulloso el hombre les preguntaba de nuevo:

- ¿A que este manantial mío, este almendro y todo este rincón es como una parte esencial de la Alhambra y por eso la llena de gran misterio?

- Estamos comprobando que así es.

- Por lo tanto, si un día vienen por aquí los que viven en aquellos palacios y me dicen que se llevan el agua de mi manantial a los recintos de la Alhambra, les haré comprender que cometerán un error muy grabe. Que la Alhambra, sin el agua y los paisajes que le rodean, es casi nada.

 

            Hoy, muchos años después de aquel encuentro con los amigos, muchos piensan que aquel hombre tenía razón. El manantial y el almendro todavía sigue en su sitio y casi oculto e ignorado por la mayoría. Por eso la Alhambra sigue teniendo valor, enmarcada y vista desde los paisajes y ríos que la circundan. Pero el día que esto cambie, y puede suceder en cualquier momento, lo más bello y mágico de este gran monumento, desaparecerá para siempre.  

 

 

La niña, el tesoro y el cumpleaños

 

            Le gustaba mucho el flamenco. El cante y más aun, el baile y lo practicaba en muchos momentos. Siempre que se reunía con sus amigas para jugar, cuando había alguna fiesta, aunque fuera pequeña, en su casa, en casa de los vecinos o amigos o en cualquier otro sitio. Por eso, la madre, muchas veces le decía:

- No sé a quién le has salido tú, hija mía. Porque nadie en nuestra familia tiene sangre flamenca en sus venas.

Y ella, como era todavía pequeña, le contestaba a la madre:

- Lo único que sé yo es que me gusta más que nada en esta vida. ¿Y esto es bueno o malo?

- Ni una cosa ni la otra. Quizás tú nunca vivas del flamenco pero si te gusta… Según se dicen, de gusto no hay nada escrito.

 

            Y para bailar lo que a ella tanto le agradaba, siempre buscaba adornarse con cualquier cosa que tuviera a mano. En primavera, cuando en los campos crecía la hierba y se llenaba de flores, hacía collares, pulseras, pendientes y algún cinturón y se los colocaba en su cuerpo o en sus orejas preguntándoles a las amigas:

- ¿Estoy guapa?

- Más que las princesas de la Alhambra.

También hacía pendientes con pequeñas piedras que recogía por las orillas del río Darro y con moras de las zarzas o con majoletas que algunas veces le regalaba su padre. Y en estas ocasiones el padre le decía:

- Ojalá algún día te encuentres un tesoro con muchas joyas para adornarte como las princesas de la Alhambra.

- Pero para bailar la música que tanto me gusta a mí.

 

            En la puerta de su casa, hacía ya mucho tiempo, alguien había sembrado una mata de madroño. Y como la madre lo cuidaba con esmero todos los días y a lo largo de todo el año, el arbusto daba muchos frutos. Al final del otoño y comienzo del invierno que es cuando esta planta madura sus frutos y abre sus flores. Y a ella, de este arbusto, lo que más le gustaba era precisamente los frutos ya maduros y sus flores. Todos los años, en cuanto llegaba el invierno, del madroño cortaba ramilletes de frutos rojos, procurando también que tuvieran algunas florecillas y se los trababa en el pelo, preguntando a la madre:

- ¿A que estos madroños son más bonitos que las joyas de oro de las princesas de la Alhambra?

- Las joyas de las princesas, son preciosas pero estos madroños y sus florecillas color canela, a mí me gustan más que aquellas joyas.

- Y para bailar flamenco, adornada con estos madroños ¿qué me dices?

- Que tiene que ser precioso.

 

            Vivía en la parte alta del barrio del Albaicín, ya cerca de la ladera de las cuevas pero en una pequeña casa. De paredes blancas, con muchas macetas en la puerta y ventanas, empedrado todo el rellano de la puerta y la calle y con la mejor vista a la colina de la Alhambra. Era, según decían sus amigos y los vecinos, la niña más alegre de todo el barrio y, como todas las niñas del mundo, lo que más le gustaba era jugar. A cualquier hora y siempre lo hacía cerca de su casa, en el rellano de la puerta, en las calles cercanas o un poco más arriba, donde ya aparecían las primeras cuevas de la ladera.

 

            Algunas veces le gustaba irse sola por los caminillos que llevaban de un lado a otro y también le gustaba explorar las cuevas que veía desocupadas. Fue así como una soleada tarde de otoño, antes de quedar con las amigas para echar un rato de juego como tantos otros días, ella se fue por donde las cuevas vacías. Y al llegar, una de estas cuevas, le atrajo de una manera especial. Tenía una puerta muy grande, varias ventanas a los lados, estaba escavada en la base de una torrentera de tierra y graba y en la puerta crecían algunos árboles, no muy grandes. Se dijo: “Parece que aquí ahora mismo no vive nadie. Pero quizá los que en otros tiempos estuvieron en esta cueva, hayan dejado algo olvidado. Voy a entrar y busco a ver si encuentro un tesoro”. Y sin miedo, se metió dentro de la cueva, mirando a un lado y otro y tocando las cosas y repisas de tablas que había en las paredes. Y de pronto, en un pequeño agujero de la derecha, según se entraba a la cueva, vio un pequeño saquito. Como una bolsa de tela recia, amarrada la boca con un cordón de cuero. Con mucho cuidado lo cogió y mientras se preparaba para abrirlo, se preguntaba: “¿Quién habrá dejado esto aquí olvidado?” Desató el cordón, puso boca abajo el pequeño saco, lo movió para que cayera al suelo lo que había dentro y al instante comprobó que sobre la tierra de la entrada de la cueva, caían piezas metálicas. Se agachó, las cogió, las colocó sobre la palma de su mano, las miró despacio y luego se dijo: “Son los collares y pulseras de alguien que por aquí lo ha dejado olvidado. Me los voy a poner y, cuando mis amigas vengan para jugar conmigo, se los enseño”.

 

            Solo una pulsera se puso ella, un anillo que le quedaba grande y también un collar que brillaba mucho. Y al salir de la cueva y mirar para la Alhambra, como la luz del sol le daba de frente, comprobó que las piezas metálicas brillaban con intensos tonos rojos, azules y violetas. Al ver este espectáculo, de nuevo se dijo: “Qué bonito es esto. Me gusta mucho”. Y vio, en estos momentos a sus amigas que, desde las últimas casas del barrio, subían por la calle diciendo:

- Llevamos ya dos horas buscándote. ¿Dónde te has metido?

- Pues aquí mismo estaba y mirad lo que me he encontrado.

Enseguida le mostró tanto las joyas que colgaban de sus manos y cuello como las que guardaba en el saquito. Y como las amigas se quedaron asombradas, rápidas dijeron:

- Todo esto te viene muy bien para cuando te vistas de flamenca y bailes delante de los reyes de la Alhambra.

- Algo extrañada, miró ella a sus amigas y les preguntó:

- ¿De dónde habéis sacado vosotras eso de que yo voy a bailar delante de los reyes de la Alhambra?

 

            Y las amigas, sin tardar un segundo, le dijeron:

- Es que por eso te estábamos buscando.

- ¿Para qué?

- Hace un rato, a tu casa han llegado unos hombres que dicen vienen desde la Alhambra y preguntan por ti. Tus padres le han dicho que habías salido a jugar por el barrio y por eso nos han pedido a nosotras que vengamos a buscarte.    

- ¿Y qué quieren esos hombres de la Alhambra y para qué me buscan?

- Por lo que hemos oído vienen de parte de la reina para verte bailar.

- Y eso ¿para qué?

- Dicen que en la Alhambra se va a celebrar una gran fiesta, con motivo del cumpleaños de una de las princesas y la reina quiere que vayas a esta fiesta. Esto es lo que sabemos nosotras y por eso tus padres nos han pedido que te busquemos y que vuelvas rápida a tu casa. Los emisarios de la Alhambra te están esperando.

 

            Y la niña, algo nerviosa y en el fondo preocupada, creyó en lo que le habían dicho las amigas. Rápidas corrieron por las calles, llegaron enseguida a su casa y en cuanto la vio, la medre le dijo:

- Estos señores solo quieren que bailes alguna cosa para verte. Es el encargo que traen de la reina.

- ¿Y para qué quieren verme bailar?

- Dicen que si lo haces bien, pueden invitarte a la fiesta que se celebrará en aquellos palacios el día del cumpleaños de la princesa.

Y como los emisarios estaban presentes, le dijeron a la niña:

- Las cosas son como te las ha contado tu madre pero la reina nos ha pedido a nosotros que busquemos por aquí a la persona que mejor baile en toda Granada. Nos han hablado de ti y por eso hemos venido a tu casa. No tengas miedo. Solo queremos que bailes algo para que veamos cómo lo haces y así informar a la reina y a la princesa. Ella ofrece una muy buena recompensa a la persona que vaya a bailar a la fiesta del cumpleaños de la princesa.

 

            Y la niña miró a su madre, esperando que ésta le dijera qué debía hacer y cómo. La madre, sin tardar, dijo:

- Sí, hija mía. Nada perdemos porque bailes un poco para que te vean estos señores. A la reina siempre hay que complacerla.

- ¿Pero así tal como estoy?

Y los emisarios dijeron:

- Estás guapísima, como todas las niñas de este barrio. Así que venga y no perdamos más tiempo.

La madre y las amigas se pusieron a tararear una sencilla canción flamenca y en la misma puerta de su casa, se colocó ella y comenzó su baile. Con fuerza, siguiendo el ritmo de la melodía y cimbreando su cuerpo con la mayor elegancia y belleza.

 

            Los emisarios emocionados, observaron cada uno de los movimientos de la niña y se dieron cuenta de la riqueza del collar que colgaba de su cuello y entre sí, unos a otros se preguntaron:

- ¿De dónde habrá sacado las joyas que luce?

- Seguro que se las ha pedido prestadas a los vecinos. Pero fijaros bien y veréis como se parecen a las joyas que le han robado a la princesa.

- Es lo que yo estaba pensando.

- Y si fuera cierto ¿Cómo habrán llegado hasta ella?

- En cuanto termine de mostrarnos su baile, le preguntamos.

Y esperaron solo unos minutos. Concluyo la niña su baile y los emisarios le pidieron que se acercara a ellos. Les hizo caso y estos le dijeron:

- Nos ha gustado mucho la demostración que nos has hecho.

- ¿De verdad?

- Claro que sí y por eso ya hemos decidido que le diremos a la reina que tú debes ir a la fiesta de la princesa.

- ¿Cuándo es?

- Mañana por la tarde.

 

            Y la niña, al saber la noticia, corrió y se abrazó a la madre y le dijo:

- Tenemos que preparar mi vestido de colores y algunas flores para ponerme en el pelo.

Y la madre, al darse cuenta ahora de las joyas que lucía la pequeña, le preguntó:

- Y esto ¿de dónde lo has sacado?

Despacio y con detalle la niña explicó a la madre su hallazgo en la cueva. Los emisarios que estaban allí mismo, se enteraron de todo y por eso, cuando ella terminó el relato de las joyas y la cueva, se dirigieron a la niña y le comentaron:

- Hace solo unos días, a la princesa de la Alhambra, la que cumple años, dicen que le robaron algunas de sus joyas.

Miró la niña a los emisarios y les preguntó:

- Pues ahora mismo os las doy y cuando veáis a la princesa, se las entregáis de mi parte.

 

            Y el que parecía ser el jefe de los emisarios, llamó a los otros a parte, hablaron entre ellos algo y luego se acercaron a la niña que estaba junto a su madre y le dijeron:

- Sí, creemos que las joyas que tienes son las que le han robado a la princesa pero hemos pensado que te las quedes tú. No le digas nada a nadie y nosotros tampoco se lo vamos a decir ni a la reina ni a la princesa. Sí le hablaremos muy bien de ti para que te invite a bailar en su fiesta. Luego, otro día, volvemos por aquí, nos das estas joyas, las vendemos y nos repartimos entre todos, los dineros que nos den por ellas.

La niña y la madre escucharon con atención lo que decían los emisarios y callaron. Se miraron entre sí y no dijeron nada. Ellos sí, acto seguido se empezaron a retirar rogándole a la niña que con nadie comentara el hallazgo de su tesoro y que haría todo lo que estuviera en sus manos para que fuera a la fiesta de la princesa.

 

            Solo unas horas más tarde, de la Alhambra llegó a su casa un mensajero y preguntó por los padres y por la niña. Al verlo la madre le preguntó al mensajero:

- ¿Para qué nos queréis?

- Vengo de parte de la reina y de la princesa para anunciaron que se presente a la fiesta de su cumpleaños.

- ¿Es que la han elegido para bailar?

- Eso es lo que me han dicho en palacio. Así que se vaya preparando y que mañana no falte.

- Pues descuide que ese día mi niña estará allí presente.

Se fue el mensajero, la madre rápida dio la noticia a la niña y ésta al saberlo, exclamó:

- ¡No puedo creer que la princesa me haya invitado para que baile en la fiesta de su cumpleaños!

- Pues eso es lo que me han dicho. Y aunque yo tampoco me lo creo, tienes que prepararte ahora mismo.

- ¿Y cómo me preparo?

- Llenando de emoción tu corazón, pensando que tienes que bailar con toda la energía y belleza y, sobre todo, mostrando educación y agradecimiento a la princesa y a los reyes por haberte invitado a esta fiesta. Es un privilegio muy grande que nosotros no merecemos y así debes hacérselo saber a ellos.

 

            Guardó silencio la niña, se fue luego a su habitación, imaginó de qué modo se vestiría para la fiesta y el baile y luego, pasado un buen rato, llamó a la madre y le dijo:

- Además de mi baile y alegría, ya tengo pensado el regalo que le voy a llevar a la princesa para su cumpleaños.

- ¿Qué regalo vas a llevarle?

- Luego te lo digo porque ahora quiero mantenerlo en secreto.

- Pues como quieras tú pero ya sabes: tener la suerte de bailar en la fiesta de la princesa de la Alhambra, es algo muy grande. Debes demostrar que eres la mejor no solo con tu bonito arte sino también con tu alegría y respeto. Que los reyes descubran que ha sido es un gran honor para nosotros haber sido invitados a este acontecimiento tan bonito.

 

            Y la niña, de nuevo guardó silencio. Se sintió feliz y muy afortunada no solo por lo que la madre le decía sino por lo que planeaba en secreto. Por la mañana, acudió ella a los palacios de la Alhambra, acompañada de sus padres y al caer la tarde dio comienzo la celebración del cumpleaños de la princesa. Y todo transcurrió con alegría y regalos para la joven infanta hasta que, en el salón más lujoso de la Alhambra, el gran general anunció:

- Y ahora, en honor al cumpleaños de la princesa, un regalo muy especial de una niña vecina del barrio del Albaicín.

Sonaron los aplausos y la niña salió al centro de la sala a ofrecer su baile. Saludó, miró a la princesa y después de felicitarla, le dijo:

- Alteza, con mi mayor respeto, le ofrezco mi humilde arte.

Se lo agradeció la joven princesa y, toda entusiasmada, miró a la niña ya preparada para dar comienzo a su baile.

 

            Y la pequeña, sin más, en cuanto la música empezó a sonar, dio comienzo a su danza flamenca. Y sin parar, durante diez minutos estuvo bailando. En cuanto terminó, todos la aplaudieron y la princesa, aun más. La reina llamó a la niña y, cuando ésta estuvo en su presencia, le dijo:

- Me habían hablado mucho de ti pero ahora que te hemos visto bailar, nos hemos convencido de lo bien que lo haces.

La niña, después de agradecer a la reina sus palabras, le preguntó:

- Traigo para la princesa un bonito regalo. ¿Puedo acercarme a ella y ofrecérselo?

- Claro que sí.

 

            Se acercó la niña a la princesa, sacó de su cintura una pequeña bolsa de tela recia y se la ofreció a la joven diciendo:

- Este es mi pequeño regalo de cumpleaños para su alteza.

- ¿Qué es?

Preguntó la princesa.

- Ábralo y dígame qué le parece.

Abrió la princesa la pequeña bolsa y al descubrir lo que había dentro, exclamó:

- ¡Son mis joyas! Me las robaron hace unos días. ¿Dónde las has encontrado?

Y la niña, despacio y destacando todos los detalles, explicó a la princesa cómo y dónde había encontrado el tesoro y luego le dijo:

- Me alegro que sus joyas vuelvan a usted y le doy las gracias por haberme permitido bailar en la fiesta de su cumpleaños.

 

            Y la princesa se levantó de su sillón, cogió a la niña de la mano, la llevó antes el rey, su padre y dijo a éste:

- Me ha hecho muy feliz y me ha traído el mejor de los regalos. ¿Qué podemos nosotros darle a cambio?

Llamó el rey a su general de confianza, le dijo algo en voz baja, se retiró el general, salió del salón, volvió enseguida con un par de bolsas en las manos, se las entregó al rey, éste le dio las bolsas a la princesa y le dijo:

- Aquí tienes estas monedas de oro para que pagues, aunque solo sea un poco, a la niña que te ha devuelto tus joyas.

Cogió la princesa las bolsas con las monedas, entregó una a la niña y luego llamó a los emisarios que habían ido al Albaicín en busca de la mejor bailarina, le ofreció a estos la otra bolsa y les dijo:

- En recompensas por haber hecho bien vuestro trabajo y por haberme obsequiado con la presencia de esta niña tan especial.

La pequeña agradeció a la princesa las monedas de oro y luego miró a los emisarios, mientras se despedía de su amiga con estas palabras:

- Princesa, yo creo que en todo esto, el cielo ha estado presente procurando que las cosas salieran de la mejor manera. Estoy contenta y por lo que más, es por su generosidad para con estos emisarios. Ellos han hecho bien su trabajo y claro que se merecen el premio les habéis dado.

 

            Poco después, se terminó la fiesta. La niña volvió a su casa con sus padres y mientras bajaban desde la Alhambra hacia el río Darro para luego subir al barrio del Albaicín, les decía:

- Desde luego que la vida está toda llena de cosas bonitas y emocionantes. Y, como tantas veces vosotros me habéis dicho, solo es necesario saber disfrutar de ellas y dejar que el cielo nos lleve de su mano. ¿Sabéis lo primero que voy a comprar con las monedas que la princesa me ha regalado?

Y la madre le preguntó:

- ¿Qué es lo que piensas comprarte?

- Un vestido bonito y alguna joya para adornarme. Así, cuando la princesa me vuelva a invitar otra vez a su fiesta, estaré mucho más elegante. Ella se lo merece y también sus padres.  

 

 

El joven y el huertecillo

 

            En las tierras que rodean a la ciudad de Granada, en otros tiempos y aun hoy en día, hubo grandes trozos de cultivo. En las tierras llanas de la Vega del río Genil, siempre hubo más huertas que en ningún otro sitio. Y en las partes altas, en los valles y laderas que caen desde las montañas, también y desde hace mucho tiempo, se han cultivado productos. Por las orillas del río Genil y del Darro y a un lado y otro de la Alhambra. Y en muchos de estos sitios, para poder sembrar las tierras y regarlas, tuvieron que tallar terrazas. Como anchos escalones en las laderas, como es el caso de las huertas que aun hoy se pueden ver en el Generalife. También estas terrazas estuvieron presentes por donde ahora se extiende el barrio del Realejo y algunos sitios del barrio del Albaicín.

 

            Pero en la Alhambra, por donde en estos días se alzan los palacios Nazaríes y por los sitios en que en otros tiempos estuvo la Medina, también hubo tierras dedicadas al cultivo. En este caso no en forma de terrazas porque esta parte alta de la colina, es llana pero sí perfectamente acondicionadas para cultivar toda clase de frutos y hortalizas. Y fue en uno de estos huertos, justo por donde hoy se extiende algunos de los jardines del Partal, donde el joven tenía su trabajo. Como hortelano porque era lo que más le gustaba en este mundo. Por eso cuando en los días de sol, tanto en verano como en primavera, se sentaba a la sombra de un gran árbol cerca de la acequia, les decía a sus amigos:

- Yo no comprendo como algunas personas son tan enemigos de las cosas del campo.

- ¿A qué cosas y personas te refieres?

- Podría darte nombres pero no lo hago. Y lo que no entiendo de estas personas, es su indiferencia hacia las plantas de este huerto, a las florecillas y pajarillos que por aquí siempre hay, al aire fresco y a las acequias de las aguas claras.

 

            Los amigos callaban, lo miraban como queriendo encontrar en el joven algo especial y luego meditaban lo que una vez y otra, oían. Entre sí comentaban:

- Es buena persona y compañero, aun mejor pero ¿a que tiene algo raro?

- Desde luego que sí. Algo raro tiene que nosotros no sabemos qué es. Aunque se lo podemos perdonar por su buen corazón y comportamiento para con todos.

- Sin embargo, yo estoy presintiendo que algún día, vamos a tener problemas.

- ¿Y eso por qué?

- ¿Es que no os habéis dado cuenta de una cosa?

- ¿De qué cosa?

- Que a él no le gusta que las personas se peleen unas con otras por asuntos materiales ni tampoco le gusta que engañemos y menos que nos robemos entre sí.

- ¿Y esto por qué lo sabes tú?

- Porque en muchas ocasiones, hablando con él, me ha dicho: “Y algo que tampoco entiendo de ningunas manera es que la construcción de estos palacios, haya sido a base de robar a los más pobres y con el sudor y sangre de esclavos”.

- Sí que es lamentable esto pero ¿qué quieres que hagamos nosotros?

- Claro que quizá no podamos hacer nada pero lo que os quiero dar a entender es que algún día puede que tengamos problemas por esta forma suya de pensar y ser.

 

            Los compañeros guardaban silencio y, de la mejor manera que podían, seguían siendo amigos del joven y lo respetaban. Hasta que un día, muy enfadado y harto él de tanto vivir y ver comportamientos que nada le gustaban, se reunió con los amigos y les dijo:

- Ayer, antes de ayer y la semana pasada, otra vez me han robado hortalizas y frutas de mi huerto.

- ¿Qué es lo que te han robado?

- No una cosa solo sino un poco de todo lo que en este terreno tengo sembrado.

- ¿Y no sabes quién es?

- Claro que lo sé porque lo he visto muchas veces.

- Pues entonces ¿por qué no lo esperas y, en cuanto lo cojas con las manos en la masa, se lo dices o lo denuncias?

- Podría hacerlo y es lo que muchas veces ya he pensado pero no haré ni una cosa ni la otra.

- ¿Y por qué no?

- Porque no quiero enfrentarme con nadie y porque no deseo tener enemigos.

- ¿Entonces qué piensas hacer?

- Ya lo tengo pensado pero no quiero compartirlo con vosotros en este momento.

 

            Y en aquel momento nada más hablaron. Al día siguiente, a primera hora, los compañeros no lo vieron y por eso entre sí se preguntaron:

- ¿Sabéis si le ha pasado algo?

- Lo único que sabemos es que, al parecer, se ha marchado.

- ¿Pero a dónde y por qué?

- Algo que tampoco sabemos. Pero esta mañana mismo, algunos lo han visto subir por las sendas que van río Darro arriba. Solo llevaba su zurrón de cuero y el perrillo amigo que siempre le da compañía.

           

            Y las cosas habían sido tal como las comentaban los compañeros del huertecillo en la Alhambra. A primera hora, el joven salió de su casa, con solo su zurrón de cuero, un pequeño palo en la mano y su perrillo amigo. Subió despacio por las sendas del río Darro y al poco, se perdió por los bosques y partes altas del valle. Por donde las montañas al levante, entre Sierra Nevada y la Alhambra. En silencio, metido en sí y meditando, caminó sin parar hasta después del mediodía. Hasta que llegó al lugar que él conocía desde hacía tiempo, cuando en sus tardes de paseos por los campos, buscaba silencios, olores a plantas de montañas y atardeceres mágicos.

 

            Por eso fue una de aquellas tardes cuando descubrió el rinconcillo que ahora iba buscando. Muy en las partes altas del río Darro, donde las montañas se hacen grandes y los arroyos son pequeños, todos con hermosos hilos de aguas limpias y frescas. Y al verlo y descubrirlo luego despacio, le gustó tanto este sitio, que mil veces volvió por aquí para llenarse de los misterios y armonía que en el lugar siempre palpitaba. Un simple arroyuelo que manaba en la parta alta, una recogida llanura y, a solo unos metros, se despeñaba por un acantilado rocoso, formando como una cascada de juguete. A la derecha de esta cascada, la loma ofrecía un pequeño llano donde crecían unos castaños, varias encinas, matas de espliego y romero y a la izquierda de la cascada, en la pura roca, se abría una gran cueva. Amplia como una ventana hermosa, abierta al sol de la tarde, a todo el amplio valle del río Darro, por donde muy al fondo y ya casi entre las brumas, se alzaba la Alhambra sobre su colina y el barrio del Albaicín.

 

            Recorrió el último tramo de la senda, remontando por la ladera casi pegado a la cascada y se encajó en la cueva que venía buscando. Aquí se paró, soltó su zurrón de cuero, acarició a su perrillo y le dijo: “Desde ahora mismo, este va a ser para toda nuestra vida, el paraíso donde vamos a vivir. Tú me darás compañía y yo cuidaré de ti mientras nos vamos haciendo amigos de estos montes, la honda soledad que regala esta tierra y la luz que por aquí siempre se recrea. Y si vienen a buscarnos o aparece alguien para preguntarnos o quedarse con nosotros, los trataremos con respeto pero en todo momento haciéndoles ver que no queremos ser amigos de los humanos. He visto en ellos, en unos y otros, tanto afán de riqueza, tanto deseo de apoderarse de lo que no es suyo y tanto desprecio, al mismo tiempo, que ya no creo en ninguno. Solo en la armonía de mi corazón, con el abrazo que siempre me regala el cielo y la fuerza y pureza de estos arroyuelos de aguas claras y la plenitud que el sol y la lluvia por aquí regalan. Así que ya lo sabes: tenemos un nuevo hogar y todo el mundo libre para nosotros”.

 

            Y aquella misma tarde, buscó leña, acondicionó la cueva, recogió madroños, bellotas, almendras y nueces y, al llegar la noche, se acurrucó en el silencio y oscuridad de su nuevo hogar y mundo. Al día siguiente, en cuanto salió el sol, se fue a la ladera de enfrente, al otro lado de la cascada y se puso a trabajar en la tierra. Rozó el monte, quitó las piedras que se esturreaban por la llanura, cavó la tierra, trazó una pequeña acequia desde el arroyuelo hasta el rodal que acondicionaba y al caer la noche, descansó. Siguió con el proyecto al día siguiente y al otro hasta que logró lo que en su mente había imaginado: un trozo de tierra bonito y grande, muy bien preparado y labrado donde sembrar toda clase de plantas, con las semillas que había traído en su zurrón.

 

            Corrió el otoño, no hizo mucho frío, sembró algunas plantas y preparó otras y, aunque en los días de invierno sí nevó alguna vez, en cuanto llegó la primavera, recogió la primera cosecha y sembró otras hortalizas de primavera y verano. Y cada día él regaba y cuidaba su pequeño huertecillo, satisfecho en su soledad y alma con los resultados que estaba obteniendo y la belleza que le rodeaba, hasta que una mañana, descubrió que alguien le había robado cosas del huerto. No le dio mucha importancia pero al día siguiente vio que le habían quitado más cosas. Y ahora ya sí se preocupó aunque seguía pensando que sería algo ocasional. Pero no fue así porque al día siguiente, de nuevo vio que seguían faltándole cosas en su huerto. Tantas que ya ni siquiera podía recoger nada para él.

 

            Hasta que una mañana, madrugó mucho y se fue a su huerto. Se agazapó por el lado de abajo esperando ver al intruso y al poco lo descubrió. Subía como escondido por entre el monte, se acercó al huerto, entró dentro y se puso a coger de todo lo que quedaba. Se levantó el joven, salió de su escondite, se acercó al huerto y cuando estuvo a solo unos metros, habló y dijo:

- ¿Qué, cogiendo lo que no es tuyo?

De piedra se quedó el que robaba, miró al joven y como excusándose, dijo:

- Es que lo necesito para comer.

- Yo a ti te conozco. Eres el mismo que también me robabas en el huertecillo que tenía allá en la Alhambra.

Y al oír esto, el hombre no supo que responder. Pero el joven, con la seguridad que da sentirse moralmente limpio y bueno, habló y dijo:

 

            - No me molesta que cojas de mis cosas para alimentarte y vivir. Lo que sí me resulta desagradable es que lo hagas robando. Eso es malo para ti, para mí, para la naturaleza entera y para la dignidad de la especie humana. Uno debe proceder en la vida siempre respetando y llenando de luz y belleza todo lo que nos rodea. Porque robar a los demás para beneficio propio, es lo que han hecho siempre los que tienen grandes palacios y fortunas, creando a su alrededor indigencia, miseria y dolor. Nadie en el este mundo tiene derecho a quitarle a los demás lo que no es suyo. Si tú necesitas de lo mío para vivir, pídemelo y si lo tengo, te lo doy y tan amigos. Solo así no dañamos ni a las personas ni a la naturaleza y seremos cada día más dignos, sabios y buenos.

 

            Y el hombre, pidió perdón, devolvió al joven lo que le había robado, bajó su cabeza, descendió por la senda en busca del río Darro y caminó despacio dirección a Granada. Desde las tierras de su huertecillo, el joven lo miraba y cuando ya se alejaba, habló con una voz muy potente y le dijo:

- Puedes volver por aquí cada vez que quieras y me pides lo que necesites que si lo tengo, lo compartiré contigo. Pero nunca, nunca más, robes a nadie en esta vida.  

 

Navidad frente a la Alhambra

 

            Iban corriendo los días y la Navidad se acercaba. Por las noches ya hacía mucho frío y, por las mañanas, las nieblas revoloteaban. Desde su ventana, ella observaba cada mañana, las nieblas alzándose en las primeras horas del día y también se fijaba en los ocres otoñales de los árboles en las laderas, por el valle y por las cumbres donde cada noche se les perdían las estrellas. Y según los días iban avanzando, también ella cada vez más, desde su ventana, oía las conversaciones de las vecinas, las algarabías de los niños mientras jugaban, el trotar de los borriquillos guiados por sus dueños y la voz de la vecina más próxima que preguntaba:

- ¿Qué vais a comer vosotros esta Nochebuena?

- A mí me han regalado algo de matanza y lo voy a preparar para hacer una buena sopa y algo de carne fresca.

- Pues yo, todavía no lo he pensado. Tengo que ir de compras y, aunque no esté la economía para tirar cohetes, sí haré algo especial y bueno.

 

            Y ella, desde su casa pequeña, muy recogida en una de las estrechas calles del Albaicín, siempre que oía estas conversaciones, para sí se preguntaba: “Y yo ¿qué haré de comida en esta Nochebuena que se acerca? Mucho no tengo ni tampoco podré compartirlo con los amigos pero sí que me gustaría hacer algo especial. Aunque tampoco tenga fuerzas ni ánimo y ni siquiera leña para encender un pequeño fuego en la chimenea y calentar un poco este rincón donde me recojo”.

 

            Desde hacía mucho tiempo, vivía sola. Había muerto su marido, en el cortijo de las montañas al norte de Granada, muchos años atrás. Y como a lo largo de su matrimonio, Dios no le habría premiado con hijos, al irse él, como ella decía, se quedó sola. Pero sola por completo porque ni siquiera padres ni hermanos tenía y, por parte de su marido, nadie la quería. Por eso, después de un largo tiempo viviendo en soledad en el cortijo de las montañas, un día se vino a Granada. En el mismo corazón del barrio del Albaicín, le prestaron una casa muy pequeña, bastante ruinosa y algo destartalada. Pero al verla, se dijo: “Tengo bastante para mí y los días que Dios me permita de vida. Nada espero ya en este mundo ni deseo que se me hagan realidad ningunos de los sueños que tuve cuando era joven. Y sí debo agradecer al cielo que, a pesar de todo, me mantenga viva y me regale un nido en este lugar tan especial”. Y aquí se instaló, de la mejor manera que pudo y luchó para seguir viviendo.

 

            Pero, poco a poco, le fueron faltando las fuerzas y se fue quedando más y más encerrada en su ruinosa casa. Y tanto le fueron faltando las fuerzas que aquel año, cuando ya la Navidad se acercaba, apenas se podía levantar de la cama. Sí lo hacía, reuniendo toda la energía que aun le quedaba, cada día a primera hora, para asomarse a la ventana. Porque a ella, lo que más le había alimentado a lo largo de toda su vida y ahora en estos momentos, era precisamente esto: asomarse a la ventana y ver cada mañana las nieblas alzándose desde el río Darro, por la umbría de la Alhambra y luego ver las torres de estos palacios, como enredadas entre estas nieblas.

 

            Y aquel día de Navidad, cuando a primera hora se levantó y haciendo un gran esfuerzo, logró asomarse a la ventana, sintió a los niños jugar. Como tantas otras veces pero en esta ocasión, le pareció que en sus juegos ellos desgranaban más alegría que nunca. Por eso se dijo: “¡Si fueran tan buenos estos niños que vinieran a mi casa y me encendiera un fuego en la chimenea…! Y si fueran ellos tan amables y me pusieran un pequeño arbolito de Navidad, con algunas luces de colores y flores azules y doradas, cuanto se alegría mi corazón”. Y a lo largo del todo el día, desde su cama y con muy pocas fuerzas, ella estuvo oyendo las conversaciones de las vecinas y las algarabía de los niños, corriendo y jugando por la calle.

 

            Se hizo de noche y nadie, a lo largo del día, llamó a la puerta de su casa ni para saludarla ni para traerle algo de comer o un simple regalo de Navidad. Acurrucada en una vieja manta, el frío de la noche, se la comía y la soledad de la estancia, comenzó a abrazarla en algún desconocido lugar del Universo. Se dijo, mientras esperaba que esta fría noche el sueño la acunara en sus brazos: “Si al menos esta noche por ser Navidad, alguien viniera a estar un rato conmigo y me diera algún beso, qué cosa más buena sería para mí”. Y se quedó dormida mientras en las calles y casas cercanas resonaba la música de algún villancico y las conversaciones y risas de los niños. Y al poco de dormirse, vio que la puerta de su casa, se abría, tres niños vestidos de blanco inmaculado, entraron muy decididos, en el rincón de la derecha, pusieron un pequeño árbol de Navidad, lo llenaron de bolas y luces de colores y en la chimenea encendieron un fuego. Luego se acercaron a ella, se inclinaron sobre la cama donde dormía y le dijeron:

- Danos tu mano y asómate con nosotros a la ventana.

Les hizo caso, se incorporó con la agilidad más viva, se acercó a la ventana cogida de la mano de los tres niños y al instante vio que por su ventana salía un chorro de luz muy brillante y bonita. Parecía como si brotara de la lumbre en la chimenea y de las ramas del arbolito y, derramándose por el hueco de la ventana, se dejaban ir por el aire y por encima de las casas del barrio del Albaicín, cruzaba el valle del río y se paraba sobre la Alhambra, por entre las torres y murallas. Y sitió como si todo su ser se llenara de un calor especial y como si alguien muy importante y bello, le acariciara de la manera más dulce y tierna.

 

            Quiso preguntar a los niños pero solo dijo:

- Por fin me abrazo con el cielo que he soñado a lo largo de toda mi vida. ¡Qué noche de Navidad más hermosa!

 

            Y a la mañana siguiente, los niños del barrio y algunos vecinos, sí fueron a su casa. Pero cuando entraron y se acercaron a la cama, se la encontraron dormida. Con una sonrisa muy bella en sus labios y por más que la llamaron para que se despertara y celebrara con ellos el nuevo día de la Navidad recién llegada, ella seguía durmiendo, como en el más plácido de los sueños.

 

 

La más hermosa noche de Navidad

 

                En una estrecha calle, paralela al río Darro y a madia ladera frente a la Alhambra, se ponía todos los días a pedir. Desde que salía el sol hasta que empezaba a ocultarse. En invierno, liado solo en una vieja manta, un plato de barro en el suelo para que las personas le echaran algunas monedas y acurrucado en sí, mientras miraba melancólico a todo el que por la calle pasaba. Nunca hablaba con nadie y solo dabas las gracias al que le regalaba algo y luego seguía acurrucado, mirando como al infinito, a la estrecha calle en la que se refugiaba y, alguna vez que otra, a al figura de la Alhambra sobre la colina de enfrente.

 

            Poco sabía él de estos palacios pero sí tenía claro que en ellos ya no vivirían ninguno de los reyes que, en tiempos pasados, sí. Alguna vez que otra, desde su rincón en la estrecha calle, veía a los turistas asomados por encima de las murallas de las torres y también veía el resplandor del sol que todas las tardes iluminaba estas murallas y torres. Solo algunas veces se preguntaba: “¿Por qué se irían los reyes que vivían ahí y por qué ahora todo aquello lo han llenado de turistas? Serán muy sabios lo que esto hacen y sus razones tendrán pero yo no lo entiendo”.

 

            Porque a él le dolía que los suyos, los que eran de su familia, lo hubieran echado de la casa, también casi tan lujosa como la Alhambra. Un pequeño palacio, con jardines llenos de fuentes, columnas de mármol, escaleras de hierro forjado y puertas y ventanas de madera noble, que se abrían frente a la Alhambra, no lejos de la calle donde cada día se acurrucaba. Y lo habían echado de la casa porque la familia no lo querían. Continuamente le decían:

- Eres un vago, siempre estás soñando y a esta noble casa y a la familia, solo traes problemas y deshonra.

Fue aguantando, de la mejor manera que pudo, el trato que le daban. Hasta que un día, ya harto de humillaciones y palabras degradantes, dijo a la hermana mayor:

- Me marcho de esta casa.

- Es lo que todos queremos y por eso, lo mejor que puedes hacer. ¿Pero a dónde te irás?

- A cualquier sitio que vaya estaré mejor que en esta lujosa casa y con vosotros.

- Pues que tengas suerte y seas feliz.

           

            Y la única suerte que él tuvo, fue encontrar un rincón en la estrecha calle que pasaba por delante de la casa y aquí se puso a pedir. Como en el barrio muchos lo conocían y conocían a la familia y sabían de su rebeldía con las personas que le rodeaban, le daban algunas cosas. En los primeros días, trozos de pan, frutas y algo de ropa. Luego empezaron a darle monedas de poco valor y le decían:

- Sed valiente y no te desmorones nunca. Algún día, la suerte estará de tu lado.

Él los miraba y nunca decía nada. Pero sí los escuchaba y cuando otros comentaban:

- A ver si juntas algún dinero y te compras una casa pequeña cerca de las aguas del río Darro. Al menos tendrás un techo donde dormir y, si encuentras una mujer que te quiera, cásate con ella y así no vives tan solo.

Seguían sin responder a estas palabras.

 

            Pero un día, ya después de varios años pidiendo en la calle y justo un poco antes de la Navidad, conoció a una mujer. También pobre como él y que pedía limosna algo más abajo, ya cerca de las aguas del río Darro. Unas cuantas veces habló con ella y le daba pena verla tan sola, tan pobre, sin el cariño de nadie y con solo algún rincón en la calle, donde vivir. Para animarla, le dijo una mañana:

- En cuanto pueda, voy a comparte una casa cerca de las aguas del río y en un sitio desde donde se vea bien la Alhambra.

- ¿Y cuando será eso?

Le preguntó ella.

- No tengo mucho dinero pero de lo poco que me van dando, ahorro para comprarte una casa.

- ¿Y te vendrás a vivir conmigo?

- Si tú lo quieres, sí.

- ¡Qué bonito! Así tendremos nuestro pequeño palacio frente a la Alhambra, solo para nosotros dos.

- Es lo que yo continuamente sueño para ti.

 

            Corrieron los días, se acercaba el momento de la Navidad y el frío por las noches era cada vez más intenso. En Sierra Nevada, cayeron las primeras nieves y todas aquellas altas montañas, se vistieron de blanco inmaculado. El sol las iluminaba, al salir cada mañana y, al ponerse cada tarde, las vestía de oro y plata. Y en el cielo, según el tiempo iba avanzando, las nubes se acumulaban cada vez con más cara de invierno, color ceniza y nieve y con cierto sabor a Navidad. Por las orillas del río Darro, la hierbecilla que ya había nacido, cada mañana amanecía teñida de rocío y con blancos cristales de escarcha. Los árboles de la umbría de la Alhambra, ya se habían desnudado de hojas y las zarzas, también se iban vistiendo de otoño viejo e invierno frío.

 

            Y una de aquellas gris y fría mañana de silencio contenido y eternidad acumulada, se acurrucaba él en el rincón de cada día y en su calle de siempre. Envuelto en una vieja manta, con un gorro de lana en la cabeza y con las manos rojas y heladas como la escarcha en la umbría de la Alhambra. Pedía limosna, miraba a todo el que pasaba por su lado y esperaba que alguien le diera, como tantos otros días, alguna moneda. Para comprarse un poco de pan y para ahorrar algunos centimillos para la casa de sus sueños. Salió, del palacio que conocía y donde había vivido de pequeño, la hermana que lo había despedido y echado fuera de la vivienda. Caminó lenta por la calle, como a su encuentro y él, en cuanto la vio, la siguió con sus miradas. Se dijo: “A lo mejor viene a traerme algo. Y si fuera así, podría aprovechar para preguntarle cómo se vive, en estos días de tanto frío, en el palacio que ha sido mi casa a lo largo de los años”.

 

            Pero la hermana, en cuanto se acercó a él, sacó se su bolso un trozo de pan duro y se lo alargó diciendo:

- Luego no digas que no nos acordamos de ti. Aquí tienes para que hoy comas algo.

Cogió él el trozo de pan, le dio las gracias y como tenía hambre, empezó a comérselo mientras la miraba como suplicándole. Ella le dijo:

- Y como ahora hace tanto frío y se acerca la Navidad, los demás hermanos hemos pensado hacer algo bueno para ti.

La seguía mirando y después de un rato en silencio le preguntó:

- ¿Qué es lo que habéis pensado hacer para mí?

- En nuestra casa, la que también fue tuya en tiempos pasados, el jardín necesita cuidado. Las plantas, con estos fríos y el poco sol que hay, se están muriendo. A todas se le han puesto pálidas las hojas, a los rosales, a los cilindras, a las buganvillas, juncos y jazmines. Y el otro día, nos reunimos todos los hermanos para buscar una solución a este problema. Todos vimos claramente que el hermoso jardín de nuestra casa, necesita cuidado urgente pero ninguno queremos dedicarnos a trabajar en él. Sin embargo, es urgente que alguien pode estas plantas, que les quite las malas hierbas, que las riegue y cabe la tierra y recoja del suelo las hojas muertas.

 

            Seguía el pobre en su silencio, mientras escuchaba y miraba a la hermana y mordía el trozo de pan y pasado un buen rato, le preguntó:

- Y a mí ¿para qué me cuentas todo esto? Si ya no vivo en esa casa ni tendré parte en ella nunca más, me da igual lo que le pasen a las plantas del jardín.

- Lo entiendo pero las cosas son así y la vida también se comporta de este modo, con unos y otros.

- Ni la vida ni las cosas son así. Somos las personas y el corazón de cada uno, los que sembramos luz y alegría sobre esta tierra o lo contrario: tristeza, desolación y miseria. Vuestro comportamiento conmigo de ningún modo puede llevaros a nada bueno.

- No empecemos. He venido a verte, te he traído un poco de pan y ahora te estoy contando lo que los demás hemos acordado ofrecerte un poco de calor.

- ¿Y qué es lo que habéis acordado?

- Que seas tú el que te encargues de cuidar el jardín de nuestra casa.

 

            De nuevo el hombre guardó silencio. Miró para la colina de la Alhambra y pensó en la mujer pobre que con frecuencia veía cerca de las aguas del río. Y mientras se concentraba en este silencio, meditaba, a su manera y desde la necesidad que cada día vivía, lo que le había propuesto la hermana. Ésta, como no recibía ninguna respuesta, otra vez habló preguntando:

- ¿Qué opinas de lo que te he dicho? ¿Aceptas o no venirte a nuestra casa a cuidar de las plantas del jardín? Tengo el encargo de los demás miembros de la familia, de buscar hoy a otra persona, en caso de que tú no quieras este trabajo.

Y el pobre respondió:

- Todo ahora en mi vida es muy malo. Pienso que, por extraña que sea mi presencia en la casa y por desagradable sea el comportamiento de vosotros para conmigo, algo salgo puedo salir ganado si acepto el trabajo que me dices. Pero ¿qué voy a recibir yo a cambio de cuidar el jardín?

- Los demás hermanos hemos pensado en darte algo de comida y, en el hueco de la escalera del jardín, puedes refugiarte para dormir. Al menos, si llueve, no te mojarás y por las noches, menos frío pasarás que en esta desierta calle.

 

            Y no se habló más. En aquel mismo momento el pobre se fue con la hermana, caminaron por la calle, llegaron a la casa, abrieron y entraron y al verlo los otros miembros de la familia, sin más le dijeron:

- No te creas que vienes a esta casa a vivir como un señorito. Aquí tienes las herramientas y el jardín que conoces. Ponte a trabajar ahora mismo y que todas estas plantas se llenen de vida y de flores en unos días.

Nada dijo el pobre. Cogió las herramientas que había en el hueco de la escalera y se puso a labrar las plantas. Primero recogió todas las hojas secas que había por los pasillos, luego podó las matas de cilindras del pasillo de los naranjos, después segó los juntos de la fuente de los peces y los rosales del arriate de la cueva. Fue amontonando todas las ramas, hojas y tallos que cortaba en el rodal de tierra que servía de huertecillo con la intención de hacer luego una lumbre y quemar toda la broza. Y cuando llegó la noche, la hermana, la que había ido a buscarlo al lugar donde en la calle pedía todos los días, salió al jardín con un cuenco de barro. Dentro había puesto algo de comida y como todavía estaba un poco caliente, se la ofreció al hermano desgraciado diciendo:

- Esto es la primera recompensa por tu trabajo de hoy en el jardín. Toma y come que yo mientras tanto voy a traerte un par de sacos llenos de paja y los dejo junto al hueco de la escalera, donde podrás hacer tu cama y dormir esta noche.

Cogió el pobre el cuenco de barro, el trozo de pan que también la hermana le había traído y en la escalera que iba para la fuente de los peces, se sentó y se puso a comer. Mientras lo hacía vio como la hermana dejaba un par de sacos llenos de paja junto al hueco de la escalera. Ahí mismo dejó también una manta vieja y él, en cuanto terminó de comerse lo que le habían dado, se acurrucó a la manta, entre la paja y se dispuso a pasar la noche.

 

            A primera hora, hizo mucho frío. Luego comenzó a llover y sin parar estuvo hasta que amaneció. Sintió él que lo llamaban en cuanto el día se alzó un poco más y, al abrir sus ojos, vio a la hermana que le decía:

- Ya es hora de que te pongas a trabajar. Esta noche misma que llega, será Navidad y queremos que nuestro jardín esté limpio y bien cuidado.

Salió del hueco de la escalera, cogió una naranja del árbol que tenía cerca, la peló y se la comió y se puso a trabajar en el jardín. Sin parar estuvo hasta el mediodía, cuando de nuevo la hermana le llevó algo de comida y le dijo:

- Dentro de un rato, vamos a salir para hacer algunas compras y visitar a los amigos. Queremos que adornes este árbol pequeño porque nos servirá para ambientar la fiesta de la Navidad. Así que esta tarde, te dejamos solo en la casa y en el jardín pero cuando volvamos queremos verlo todo perfectamente decorado y bien organizado.

 

            No dijo nada él y sí, en cuanto terminó de comer lo poco que le habían dado, continuó con el trabajo. Y a media tarde, cuando calculó que los habitantes de la casa habían salido para visitar a los amigos y comprar cosas, salió él también a la puerta, caminó por la calle, fue a donde sabía estaba su amiga la pobre y le dijo:

- Ven rápida que quiero que veas el jardín donde ahora vivo y trabajo.

Le siguió la mujer pobre y en unos minutos entraron a la casa, pasaron al jardín y el hombre pobre se puso a enseñarle las plantas, los naranjos llenos de frutas maduras, las fuentes, el hueco de las escalera y el árbol que estaba decorando para la noche que llegaba. Dijo ella:

- Todo es precioso y hasta siento envidia de la suerte que estás teniendo. ¿Puedo quedarme esta noche aquí contigo?

- Esta no es mi casa, aunque lo sea. Quiero que te quedes porque esta será una noche muy especial y me gustaría que estuvieras junto a mí. Pero ¿Y si te descubren y me castigan a mí?

 

            Y no había él terminado de pronunciar estas palabras cuando sintió que se abría la puerta de la casa. Rápido el hombre pobre pidió a la mujer que se escondiera en el hueco de la escalera. Pero tuvo la mala suerte que antes de ocultarse, la vieron. Enseguida apareció la hermana, muy enfadada y gritando:

- En cuanto te hemos dejado solo te aprovechas de todo esto.

Asustado el hombre pobre dijo:

- No es lo que piensas. Espera que te explique y verás como lo entiendes.

- Ninguna explicación tienes que darme. Sal ahora mismo de este jardín y no vuelvas más por aquí.

Y la mujer pobre también quiso dar una explicación pero la hermana se le adelantó diciendo:

- En cuanto a ti, ya te conocemos. ¿Cómo te has atrevido a venir a mi casa?

Guardó silencio la mujer y también el hombre pobre mientras la hermana seguía gritando:

- Fuera ahora mismo los dos de este recinto y que nunca más os volvamos a ver por aquí.

 

            Caminó el hombre pobre hacia el hueco de la escalera, se metió en ella, cogió la manta que la hermana le había dado, se envolvió en ella, le dio su mano a la mujer pobre, salieron de la casa y por la calle caminaron hacia la orilla del río Darro. La noche ya lo cubría todo y por eso se veían muchas luces en las calles y en las casas. También brillaban luces en las torres y murallas de la Alhambra y se oía música de Navidad. En silencio los dos caminaron hasta la orilla del río, por donde hoy se encuentra el Paseo de los Tristes. Junto al río, se refugiaron en unas piedras gordas, encendieron un pequeño fuego y se acurrucaron en la vieja manta.

 

            Avanzó la noche y aunque el cielo estaba por completo cubierto de nubes, no llovió. Pero sí el frío se hacía por momentos más intenso. Se puso a nevar a partir de media noche, las luces de las casas se fueron apagando y la música de las canciones de Navidad, seguía mezclándose con el rumor de la corriente del río y el gran silencio de la noche. Se acurrucaron ellos un poco más en la manta y para animarse un poco ella dijo:

- Tú no te preocupes. Sé que un día tendremos una casa propia y en ella sembraremos un jardín aun más bonito que el que hasta hace unas horas tenías.

- Es lo que más me gustaría en este mundo para ti. Así que tú tampoco te preocupes. Nos tenemos el uno al otro y eso, en esta noche de Navidad, es lo más valioso.

 

            Siguió nevando sin parar a lo largo de toda la noche. Al amanecer, las primeras personas que aparecieron por el Paseo de los Tristes, los vieron junto al río. Cerca de las piedras estaban los dos acurrucados y envueltos en la manta, abrazados y mirando para la Alhambra. La lumbre se había apagado y la nieve era tanta que hasta formaba un pequeño montón junto a ellos. Las aguas del río estaban heladas y de las ramas de las plantas, colgaban los carámbanos. Y los que los vieron, al acercarse a ellos, comprobaban que estaban por completo congelados. Con sus sonrisas en los labios, mirando para la colina de la Alhambra y como esperando que alguien les ayudara. Los que se acercaban, unos a otros se decían:

- ¡Vaya noche de Navidad que han tenido los pobres!

Y otros comentaban:

- Quizá haya sido para ellos, la más hermosa noche de Navidad que hubo nunca en este suelo.

Pintando la Navidad en Granada

 

                Era amigo de la familia desde hacía mucho tiempo. Desde que, muchos años atrás, aquel mes de diciembre se encontraran en el Paseo de los Tristes. Solo unas horas antes había llegado de un país lejano, con el deseo de pintar la Alhambra en los días de la Navidad. Y como no conocía Granada, a unos y a otros, preguntaba:

- ¿Cuál es el mejor sitio para pintar la Alhambra y la Navidad?

- Depende de lo que esté buscando usted.

Le decían algunos. Y otros argumentaban:

- La Alhambra y la Navidad nunca la ha pintado nadie.

- Por eso yo quiero probarlo.

- ¿Pero cómo es posible hacer eso?

- Yo sé que la Navidad no es nada concreto aunque lo sea todo. Y la Alhambra, sí que tiene torres y murallas. Por eso quiero crear algo original y bello.

 

                Pasaba por allí, aquel día y en aquel momento, el que después sería su gran amigo y al oír lo que preguntaba, le dijo:

- Vente conmigo que te voy a llevar al sitio exacto desde donde podrás pintar la Alhambra y la Navidad que estás soñando.

Y los dos, después de presentarse, se fueron caminando río Darro arriba hasta que llegaron al Paseo de los Tristes. El amigo y vecino del Albaicín desde su nacimiento, le dijo:

- Este es, en toda Granada, el mejor sitio para pintar la Alhambra. Y la Navidad, si desde aquí miras, la verás por todas partes pero pintarla, eso ya no sé yo cómo se hace.

El pintor agradeció al hombre su ayuda y consejo y luego le preguntó:

- ¿En qué sitio podré quedarme hasta que termine el trabajo que pretendo?

- En mi casa mismo. Si me acompañas, te digo donde vivo. Luego, como ya conoces este sitio, vuelves y te quedas por aquí todo el tiempo que necesites.

 

                Se fue el pintor con el hombre del Albaicín, cuando llegó a su casa, éste le presentó a su mujer y a su niña, le enseñó la vivienda y luego le dijo:

- En la habitación que da a la Alhambra puedes quedarte todo el tiempo que quieras. También podrás comer con nosotros y ni por la habitación ni la comida, te vamos a cobrar nada.

- ¿Y cómo es eso?

- Pintar la Navidad de Granada, fundida con la figura y alma de la Alhambra, ya es un gran trabajo y por eso, con que nos regales una copia de este cuadro tuyo, nos sentiremos pagados.

Le pareció bien lo que el amigo le proponía y ya no hablaron más. Aquella misma tarde el pintor volvió al Paseo de los Tristes y se puso a darle forma a su cuadro. Trabajó hasta que se puso el sol, volvió luego al día siguiente, por la mañana y por la tarde y al otro día y al siguiente.

               

                Llegó el día de la Navidad y por la noche, el pintor la celebró con la familia. Les regaló él, en agradecimiento y para cumplir lo acordado, una copia del cuadro que había creado y al verlo, tanto el padre como la madre y la niña, dijeron:

- Es precioso pero le falta algo.

- ¿Qué le falta?

- La Navidad en Granada, parece que no queda aquí por completo reflejada.

- Eso mismo pienso yo pero es que otra cosa no sé hacer.

- Vuelve el año que viene y pinta otro cuadro. Quizá te salga mejor.

- Y si vuelvo ¿podré quedarme en vuestra casa y con vosotros?

- Eso desde luego.

 

                Y el hombre, unos días más tarde, regresó a su país y volvió de nuevo a Granada dos días antes de la Navidad, al año siguiente. Pintó otro cuadro, le regaló una copia a la familia y al verlo la niña dijo:

- También es bonito pero la Navidad tampoco se ve muy clara.

- Pienso lo mismo que el año pasado y por eso tendré que volver.

Y volvió al año siguiente y al otro y así durante mucho tiempo. Cuando se acercaban los días de la Navidad, siempre volvía y pintaba un nuevo cuadro y como nunca quedaba plenamente satisfecho, se lo regalaba a la familia y regresaba otra vez a su país. Hasta que se hizo mayor y también los vecinos del Albaicín y la niña creció mucho. En la casa del Albaicín, los amigos del pintor ya tenían una buena colección de cuadros, todos regalos del hombre que seguía volviendo cada año y por eso, la joven, de vez en cuando, le decía a su madre:

- Aunque estos cuadros no sean, según nosotros, de gran valor, debemos conservarlos.

- No sé para qué los queremos.

Comentaba alguna vez la madre.

- Nuestro amigo, al darles forma, puso en ellos toda la ilusión y amor. Y ya solo con esto, merece que nosotros los conservemos. Además, nunca se sabe lo que en el futuro puede suceder. Quizás algún años de estos, nuestro amigo sí logre pintar un cuadro realmente bello y entonces, todas estas obras suyas que aquí tenemos, adquieran un gran valor.

 

                Y un año, cuando ya se acercaba la Navidad, el amigo pintor no daba señales de vida. Sus amigos del Albaicín dijeron:

- ¡Qué raro! Hace ya mucho tiempo que nada sabemos de él y la Navidad está a dos pasos.

- Sí que es raro que no nos haya dicho nada. Como bien dices, dentro de unos días llegará la Navidad y si no viene este año, en esta casa y en todo el barrio, algo va a faltar.

- Tan acostumbrados estamos ya a tenerlo con nosotros en estas fiestas y momentos y recibir de él el regalo de su nueva obra, que si este año no vuelve sí que va a ser triste para nosotros.

- ¿Qué le puede haber pasado?

Preguntaron los que también lo conocían.

 

                Llegó el día de Navidad y aquella mañana del veinticuatro de diciembre, todo el cielo apareció cubierto de nubes. Muy densas y un tono gris de nieve y por los barrancos, a primera hora del día, revoloteaban las nieblas. En las cumbres de Sierra Nevada la nieve era tanta que toda la gran montaña parecía fundirse con las nubes y con las nieblas. Por las calles de Granada, por el Paseo de los Tristes y toda la acera del río Darro, las nieblas también se acumulaban y el frío era intenso. Frío de nieve acompañado con ese especial calorcito que en el corazón siempre despierta la Navidad. Por eso, unos y otros, al encontrarse o mientras caminaban yendo de un lado para otro, se decían:

- Otro años más, ya tenemos aquí la Navidad.

- ¡Y que lo digas! A veces parece que el tiempo no pasa y fíjate, un año más y otra Navidad de nuevo.

 

                Y la joven amiga del pintor de la Navidad, como aquel día tan especial también se presentaba sin él y sin noticias alguna, dijo a sus padres:

- A él siempre y cada año, le gustaba ponerse a pintar en la plaza del Paseo de los Tristes. Justo donde el puentecillo y frente a la Alhambra. No puedo creer que este año no haya venido ni dé señales de vida en un día como éste.

- Esto es lo que en todo momento unos y otros nos decimos pero la realidad es como es.

- Voy ahora mismo y me acerco al rincón donde él siempre se ponía a pintar sus cuadros. Porque pienso que sí puede haber venido y, por lo que sea, no ha querido decirnos nada.

- Pues haz lo que quieras. Y si por casualidad lo ves, trátalo como siempre: con el mejor cariño y respeto y dile que en esta casa lo estamos esperando. Que sin él, la cena de la Navidad y todos los días de fiesta que siguen, para nosotros no será lo mismo.

- Ojalá lo encuentre y pueda compartir con él lo que me acabas de decir.

 

                Y sin más, la joven se abrigó bien, abrió la puerta de su casa, salió fuera, bajó por la estrecha calle, miró a un lado y otro con el deseo de verlo y al rato, se encajó en el rincón del río que a él le gustaba tanto. Aquí se paró, miró para todos los lados buscándolo, preguntó a varios y como todos le decían que nada sabían del hombre por el que preguntaba, se entristeció. Caminó un poco más, se acercó al muro que encaja las aguas del río, se sentó mirando para la Alhambra y se abrigó en la ropa que le envolvía. Como si de verdad tuviera frío, tanto en su cuerpo como en su corazón y alma. Se dijo: “Puede que en algún momento, en aquellas ocasiones que estuviste con nosotros, no recibieras el respeto que mereces. Pero nuestra intención fue siempre darte el cariño más sincero. Así que vuelve. En un día como éste, si no estás a nuestro lado, todo va a ser muy diferente y extraño”.

 

                Esperó un poco más, sin dejar de buscarlo por un lado y otro. Y vio que la noche llegaba, las luces de la Alhambra se encendieron y también las de las calles, con los adornos de la Navidad. Se oyó la música de un villancico, acompañado con guitarras y ritmo flamenco y luego se vio a las personas ir y venir embutidos en sus ropas de invierno. El frío aumentó, la joven dejó el lugar por el Paseo de los Tristes, subió despacio por la calle, sola y algo triste y al llegar a su casa dijo a su madre:

- Todo parece anunciar que esta Navidad, en esta noche tan especial que ya tenemos aquí, no vendrá.

- La vida es así, hija mía. Y aunque a veces se nos haga incompresible, hay que aceptarla.

- Pero él no tenía a nadie en este mundo y en su país, por estas fechas, hace más frío que en ningún otro sitio. Me entristece su ausencia.

 

                En la pequeña chimenea de la casa, la lumbre ardía y el padre la alimentaba con ramas secas de romero. La madre preparó la mesa, cerca de las llamas y en el rincón más calentito de la sala y la joven puso los últimos adornos en el pequeño árbol de Navidad. Y como la noche avanzaba rápida, los tres se sentaron en la mesa y se dispusieron a comenzar con la cena de la noche más bella del año y también la más íntima, la más alegre y, a veces, la más triste y nostálgica. De la pared, a un lado y otro de la sala, colgaban algunos de los cuadros que él había ido pintando a lo largo de los años.

 

                Dijo la joven:

- Todos estos cuadros son hermosos pero lo serían aun más si se completara la colección con el de este año.

Y en estos momentos, se oyeron unos golpes en la puerta. Rápida la joven se levantó, abrió, miró a un lado y otro y no descubrió a nadie. Sí, apoyado sobre la pared, vio un pequeño paquete envuelto en papel. Lo cogió, entró a la casa y a la luz de las llamas de la lumbre, rompió el papel mientras preguntaba:      

- ¿Qué será esto y quién lo habrá traído?

- En cuanto veas lo que hay dentro quizá lo descubras.

Y en cuanto la joven terminó de abrir el paquete, descubrió el contenido. Era aun cuadro, muy parecido a los que colgaban de la pared en la sala y firmado por el amigo ausente. Junto a la firma descubrió y pequeño sobre que cogió enseguida y abrió despacio. Pero en estos momentos, la madre cogió el cuadro, lo puso sobre una pequeña mesa del fondo, lo apoyó sobre la pared, procurando que quedara lo más iluminado posible y desde la mesa los tres miraron.

 

                Enseguida descubrieron que en el cuadro estaba pintada la Alhambra, en el centro, a la izquierda y muy al fondo, destacaba Sierra Nevada, por debajo de la Alhambra, se veía la umbría del bosque y el río Darro y coronando, unas nubes doraras como colgadas de un cielo azul profundo. Miraron ellos por la ventana y al fondo y sobre la colina, vieron a la Alhambra iluminada, a solo unos metros de ellos, las llamas de la lumbre crepitando, en el rincón, la presencia del cuadro y en la sala, la mesa con los tres en ella sentados y la comida preparada para celebrar la Navidad. Preguntó la madre:

- ¿Qué hay escrito en el papel que viene dentro del sobre?

Desdobló la joven el papel y lentamente leyó: “Este año no voy a estar con vosotros para celebrar la Navidad. Pero aquí tenéis el cuadro que cada año, por estas fiestas, he ido creando. Espero que en esta ocasión sí haya por fin conseguido reflejar la Navidad que desde hace tanto tiempo he procurado. Guardarlo como regalo y como símbolo de mi presencia entre vosotros. Gracias por todo el cariño y respeto que siempre me habéis regalado y feliz Navidad”. La joven, cuando terminó de leer este texto, estaba llorando. La observaba el padre en silencio y la madre comentó:

- En el fondo, la Navidad siempre ha sido y es esto: una extraña mezcla de alegría y un gran sentimiento de ausencia. Pero lo que importa es el cariño que siempre compartió con nosotros. Que su ausencia nos ayude a comprender lo que él siempre quiso reflejar en sus cuadros.

 

                Y dicen que esta familia del barrio del Albaicín, conservó los cuadros del pintor de la Navidad durante toda la vida. Cuando murieron los padres, los siguió conservando la joven y, al correr de los años, alguien más en el Albaicín, los siguió conservando. Hoy en día, ya no se sabes dónde están estos cuadros pero las pocas personas que conocen esta historia, siempre dicen que en algún lugar deben estar conservados.

- Y es mejor que perduren sin que nadie sepa cómo ni dónde. Este era sentido de lo que aquel hombre quiso reflejar en sus cuadros.

Comentan algunos.

 

La joven que hacía footing por las calles de Granada

 

            Una de las cosas que más le gustaba era correr por las calles de Granada. Siempre con su chándal azul, su pelo recogido en coleta, sus auriculares y reproductor de música y su esbelta silueta. Y casi siempre que se ponía ella a practicar este deporte, lo hacía por las mañanas. Antes de que abrieran los colegios, institutos y facultades y antes de que las personas comenzaran sus trabajos. Cuando las amigas le preguntaban:

- ¿Y por qué te gusta tanto correr?

Ella siempre les respondía:

- Porque el airecillo fresco y puro de la mañana, es para mí un alimento fantástico para la vida, corazón y alma.

- Y no te llevamos la contraria pero perder todos los días dos horas o más corriendo por las calles de Granada ¿no te parece un poco exagerado?

- A mí me gusta y como a nadie ni a nada hago daño con ello, soy feliz y me siento libre y bien por dentro.

 

            Era estudiante universitaria, vivía con tres amigas más justo en el segundo piso de una casa blanca. Por debajo del Mirador de San Nicolás y, como el piso, además de una bonita azotea tenía dos ventanas y un balcón muy grande que se abría al valle del río Darro y a la Alhambra, aquí también ella pasaba mucho tiempo. Algunas veces por las mañanas y en otros momentos, por las tardes, mirando y meditando sus cosas y a la ciudad de Granada. Frente a la Alhambra, cuando los rayos del sol la bañaban tanto en las primeras horas del día como al atardecer. Por eso las amigas, al verla tantas veces abstraída en silencio en este balcón, también le preguntaban:

- ¿Y por qué nunca te hemos visto correr y hacer gimnasia por los caminos que llevan a la Alhambra o los bosques que le rodean?

- Es que a mí esos sitios, no me gustan nada.

- ¿Qué no te gusta la Alhambra ni sus jardines con el gran monumento que es todo eso?

- Por un lado, sí me gusta un poco pero, por otro lado, no me gusta nada, nada, nada.

- Si no te expresas mejor no hay quien te entienda.

 

            Y ella, mientras hacía gimnasia en el balcón del piso, frente a la Alhambra y al sol de la tarde, les razonaba:

- La Alhambra, todas sus murallas, torres y palacios, fueron construidos con el sudor y sufrimiento de personas esclavizadas. Personas privadas de libertad y sus derechos más elementales que dieron sus vidas trabajando para construir esas torres. Y no solo eso sino que también, mucho del dinero, oro y otros materiales que ahí se emplearon, fueron robados a los más débiles y pobres. Por eso pienso que la Alhambra, aunque sea bonita y le guste tanto a las personas, es una obra nacida de la injustica y esclavitud ejercida sobre las personas. Como si sus muros y torres, tuvieran amasadas con la sangre y dignidad de los pobres de esta tierra.

- Hija mía qué cosas piensas tú.    

Le respondían las amigas.

 

            Y mientras ella guardaba silencio, seguía con la práctica de su deporte y, aunque le gustaba ver de fondo la robusta silueta de los palacios de la colina, no era algo que le atrajera mucho. Por eso un día, cuando estaba sola en el balcón y miraba para la Alhambra, le llamó mucho la atención una gran bandada de grajas. Era por la tarde, aparecieron en el cielo desde el lado norte formando una densa nube negra y graznando alocadamente, cruzaron por encima del barrio del Albaicín y al rato se perdieron al otro lado de la Alhambra, dirección a Sierra Nevada. Se preguntó: “¿Por qué vendrán por aquí estos pájaros, a estas horas, tantos y formando tanto jaleo?” Y aquella misma noche pensó mucho en esto.

 

            Era invierno, se acercaba la Navidad y por eso, cada vez los días eran más cortos, el sol no lucía mucho, sí hacía frío por las tardes y por las noches y en Sierra Nevada, casi todos los días nevaba. Desde el balcón de su piso, mientras practicaba gimnasia, veía con toda claridad las blancas y altas cumbres de la sierra muy al fondo y la bandada de pájaros negros, cada tarde y surcando el barrio y perderse en las lejanías. Dejaba ella de practicar su deporte y miraba a los pájaros y escuchaba sus graznidos e intrigada, una vez y otra se preguntaba: “¿Y de dónde vendrán y por qué siempre pasan por aquí y se alejan en la misma dirección?” Quiso preguntar a sus amigas pero no se animó. Tampoco se animaba a compartir con ellas su poco interés por los rincones de la Alhambra ni la ilusión que cada día le producía recorrer algunas de las calles de Granada. Y especialmente, el camino que una tarde descubrió por la orilla del río Darro.

 

            Fue una tarde bastante fría, con todo el cielo cubierto de nubes y con el viento muy sereno. Tanto que hasta parecía que la nieve iba a empezar a caer de un momento a otro. Se preparó ella con su chándal de siempre, su coleta y su reproductor de música, salió del piso diciendo a las amigas:

- Si se hace tarde y no he vuelto, no preocuparos. Hoy quiero recorrer un camino nuevo que me intriga mucho.

- Pues que tengas suerte y seas feliz practicando tu alimento de vida, corazón y alma.

Y salió de la casa, se puso a correr enseguida, calle abajo hacia el Paseo de los Tristes. Al llegar al puentecillo de piedra, cruzó el río y por el camino de la izquierda, siguió su carrera acompasada.

 

            Se dio cuenta enseguida que por este camino apenas pasaba gente. Algunos árboles, a un lado y otro, emergían y la saludaban y, a solo unos metros remontando una cuestecilla, descubrió a su izquierda el cauce del río. Y, por entre la vegetación, descubrió como un lago pequeño de aguas purísimas, muy transparentes y con tonos azules verdes. Sorprendida se dijo: “¡Qué raro! Porque es la primera vez que veo por aquí este lago. ¿A dónde llevará este camino que se me abre tan silencioso y bello?” A sus espaldas, según ya comenzaba a remontar en la dirección contraria a como corren las aguas por el río, se le iba quedando la gran colina y sobre ella, todo el conjunto de la Alhambra. El sol de la tarde la iluminaba y la vestía de color naranja, como tantos y tantos días a lo largo de los años.

 

            No se fijo ella mucho en este espectáculo y sí prestaba mucha atención al caminillo que recorría y a las aguas que por si izquierda iba descubriendo. Y más atención prestó cuando, al dar una curva, de las aguas del lago, alzó vuelo una gran bandada de patos silvestres. Sin dejar de correr, miró muy interesada y descubrió que algunas de estas aves, mostraban colores muy relucientes. Otra vez se dijo: “Tampoco antes he visto por aquí a estos patos. Se alejan en la misma dirección que voy yo y parece como si buscaran algún lugar especialmente importantes para ellos. Y sus graznidos y vuelos, qué extraños y a la vez qué bonitos son”. Se dispuso a seguir por el camino que había comenzado a recorrer y por eso, no aminoró en su trotar lento pero con ritmo constante y firme. Y poco a poco, según la tarde caía, el camino se iba presentando cada vez más ancho. Solo con un poco de cuesta, con dos grandes laderas a los lados, mucho bosque, como un profundo y misterioso valle muy al fondo, por donde la luz, en lugar de oro fuego de la tarde, se veía azul puro y en forma de velo transparente.

 

            Su corazón se le fue entusiasmando y según avanzaba, ni siquiera se daba cuenta que el camino que ahora recorría nada tenía que ver con el camino real que por estos lugares hay. Tampoco los paisajes aunque sí la colina de la Alhambra, con el gigante monumento en todo lo alto. Por eso, en algún momento pensó ella que, como no era de esta ciudad y llevaba poco tiempo viviendo por aquí, las cosas que iba encontrando sería la realidad normal en Granada, la Alhambra y su entorno. Y fue por esto por lo que a ella no le resultaba extraño nada de lo que iba descubriendo. Y vio, al remontar una cuestecilla, que la bandada de patos, volvía para atrás, bajando como río adelante y como al encuentro de ella. Y un poco antes de encontrarse con ella, giraron veloces en el aire y volvieron río arriba. Como si todas las aves, de alguna manera, intentaran guiarla a algún lugar muy concreto. Se animó un poco más, continuó con su trotar rítmico y lento y al poco descubrió un paisaje boscoso. Un hondo valle todo cubierto de bosque verde oscuro, por donde el río saltaba en multitud de cascadas, dejando a los lados, tierras llanas y laderas tupidas de bosque.

 

            Impresionada se dijo: “¡Qué bonito es esto! Nunca había imaginado yo que en Granada y cerca de la Alhambra, hubiera maravillas tan fantásticas. Voy a seguir a ver qué me encuentro en este lugar tan hermoso”. Y siguió muy decidida. Enseguida descubrió como la bandada de patos de colores, se alejaba y perdía por entre la espesura del bosque y siguiendo el surco del río. Y al poco, según ya comenzaba a rozar los densos árboles del valle, oyó y vio una gran bandada de grajas negras. De nuevo se dijo: “Ahora ya por fin sé a dónde venían estos pájaros y casi intuyo que viven por aquí. Seguro que se concentran en este lugar porque de los frutos de estos árboles, se alimentan. ¡Cuantos misterios y maravillas hay en la ciudad de Granada!”.

 

            Y no había terminado de hacerse ella esta reflexión cuando, al dar una curva en el camino, se encontró frente al río. Muy cerca de las aguas azules verdes y muy claras y por donde, al lado de debajo de una cascada, se remansaba el gran charco. Algo parecido a un lago en miniatura pero con una belleza especial y como reflejando serenidad y misterio. Y, al descubrir el rincón, lo que enseguida le impactó, fue la figura de un joven. Estaba sentado muy cerca de las Aguas, miraba al río, miraba al bosque de encinas que le rebosaba por un lado y otro y observaba a la bandada de patos que se había perdido entre la vegetación, algo más arriba. Y al sentirla a ella acercarse, giró su cabeza, la miró fijo y con voz suave y grave, le dijo:

- No temas. Te estaba esperando. Acércate que tengo que compartir contigo algo muy importante.

Dejó ella de correr, se quitó los auriculares, apagó su aparato de música y lentamente se acercó al joven saludando:

- Perdón sin te molesto pero…

Y quiso explicar despacio y con detalle el motivo de su presencia en el lugar, lo de las bandadas de patos y grajas y el velo de misterio que había descubierto en el camino que acaba de recorrer, cerca de la Alhambra y no lejos de Granada.

 

            Pero el joven, como si de alguna manera, supiera todo lo que ella pretendía explicarle y algo más, la interrumpió diciendo:

- Sé de donde vienes, quien eres, por qué recorres este camino y también sé los sueños e inquietudes que tienes en tu corazón.

- ¿Y cómo sabes tú todo lo que me dices?

- Tengo que saberlo porque tu corazón así lo quiere.

Meditó ella unos segundos, miró fijamente a los ojos del joven y sin miedo le preguntó:

- ¿Quién eres?

- Ahora lo que importa es que sepas que estoy a tu lado y que te apoyo en todo lo que piensas sobre la Alhambra.

Al oír esto, la joven se retiró un poco sintiéndose algo confundida. Por eso, muy valiente volvió a preguntar:

- ¿A caso también sabes tú por qué yo no creo ciegamente en las grandes maravillas de la Alhambra?

- Lo sé y por eso te digo que, en lo principal, estoy de tu lado. Y sé que lo principal para ti es que no se puede valorar a la Alhambra como la mayor maravilla del mundo cuando para construirla, los poderosos maltrataron, esclavizaran y robaron a cientos y cientos de personas. Detrás de las maravillas que ahora pueden verse en esos palacios, torres, jardines y murallas, hay mucho dolor, mucha esclavitud, opresión y muertes de cientos y cientos de personas humildes, con alma y corazón como tú, como yo y como los reyes dueños de esos palacios.

 

            Guardó silencio el joven, meditó unos segundos la muchacha y luego se animó y le preguntó:

- ¿Pero tú como sabes todo esto y por qué estás aquí?

- Te lo contaré en su momento, ya te lo que dicho. Y ahora también te digo que la mayor maravilla del mundo nunca, nunca podrá ser construida por los humanos sino que es algo que, por puro amor, nos regala el cielo. Tú fíjate en estos paisajes, en los bosques y animales que hace un momento has visto. No hay maravilla más grande que ésta sobre la tierra y por eso es aquí donde viven y para siempre, todas aquellas personas que dieron sus vidas construyendo los muros, torres y palacios de la Alhambra.

- ¿Cómo es que viven aquí?

- Tú no los ves pero yo sí y por eso sé que les pertenece y tienen derecho a un mundo hermoso y puro. Mucho más que todo aquel que los humanos podamos ver en la Alhambra.

- No lo entiendo.

- Tampoco ahora hace falta. Pero sí te digo que la mayor fuerza constructiva del Universo, es el amor. Estos bosques, paisajes, cielo, río, aguas claras, airecillo y silencio, se fraguaron con la fuerza del amor más puro y en cambio, la Alhambra, no. Aquello se hizo con sangre, dolor y sufrimiento de personas pobres y esto existe por el impulso creativa del amor. Nada hay más grande y eternamente valioso en la creación entera. Te repito: El amor es la mayor fuerza creativa del Universo. Desde donde fluye toda la vida, belleza, transparencia y serenidad. Todo lo demás, es menos y tiene valor según la pureza del amor que hayamos puesto en ello.

 

            De nuevo el joven guardó silencio. La muchacha lo siguió mirando y, aunque muy sorprendida, se sentía bien al comprobar la belleza de las palabras que el joven le regalaba. Por eso de nuevo se animó y le preguntó:

- ¿Pero dónde vives y quién eres tú?

- Ahora ya tienes la respuesta a unas cuantas cosas fundamentales que, desde que vives en Granada, llevas contigo. Hoy es tarde, tengo que irme. Vuelve otro día y te explico y enseño dónde vivo y viven las personas buenas que dieron su sangre, perdieron su libertad y sus vidas para construir la “maravilla” que hoy todos dicen, es la Alhambra. Vuelve y conocerás el gran milagro que todos ignoran y es la verdadera y fabulosa obra en estos contornos.

 

            Y la joven, vio como al fondo del gran valle tupido con aquellos bosques de encinas, se abría como una cortina de colores. Los rayos del sol de la tarde, iluminaban con fuerza y esta cortina parecía estar enganchada como en el cielo, ocultando detrás de ella, otro mundo lleno de bosques, colores refulgentes y lagos de aguas clarísimas. Se levantó el joven de donde estaba sentado, caminó como por el aire, hacia la cortina de colores y poco a poco fue desapareciendo como entre una fina bruma azul dorada. Quiso darle su mano ella para pedirle algo y entonces él le dijo:

- No te preocupes. Vuelve otro día y te mostraré todo lo que ahora necesitas saber.

Y con su voz por completa fundida con el rumor de las aguas del río, se perdió la figura del joven. Absorta y por completo sorprendida, la joven miró durante un rato y luego se dijo: “La tarde está llegando a su fin. Tengo que regresar a Granada antes de que se haga de noche. Otro día vuelvo por aquí y conozco a fondo lo que ahora mismo acabo de ver y oír como en forma de sueño”.

 

            Se puso sus auriculares, dio media vuelta y lentamente, comenzó a trotar por el camino que conocía, dirección a Granada, río Darro abajo. Y mientras lo hacía, la noche se le echó encima. Pero enseguida salió la luna y el cielo se llenó de estrellas. Hacía frío pero ella no lo sentía. Trotaba lentamente camino adelante, acompañada por la figura de la Alhambra a su izquierda y las blancas casas del barrio del Albaicín, por su derecha. Se volvió a decir, ahora por completa lleno de gozo y como abrazada por una libertad única: “No contaré a mis amigas nada de lo que esta tarde me ha pasado. Se reirán de mí y, aunque no me importa, tengo derecho como todas las personas en este suelo, a mi mundo interior y secretos. Quizá en el fondo, este mundo propio y único en cada persona, sea lo verdaderamente valioso y real. Por eso creo en lo que él me ha dicho: “el amor, es la mayor fuerza creativa del Universo entero”.

 

 

La felicitación de Navidad

 

                Conforme el día de la gran fiesta iba avanzando, el hombre buscaba la manera de felicitar a los amigos y conocidos. Se decía: “Quiero que mi felicitación sea original, única, sencilla pero sorprendente y bella. Que todo el que la reciba, no se quede indiferente. Sino que, de alguna manera, se sienta movido tanto por la belleza de la postal como de la originalidad y contundencia del mensaje. No quiero parecerme al común de los mortales ni repetir como un papagayo, los tópicos de unos y otros, en estos días y a lo largo de los años”.

 

                Esto se decía él, muchas veces a lo largo del día. Por las mañanas cuando se levantaba, por las tardes cuando paseaba y por las noches mientras meditaba en su cama esperando coger el sueño. Y fueron pasando los días. El frío ya llegaba, las noches se hacían más y más largas, sobre las cumbres de Sierra Nevada, cayeron las primeras nieves, por las orillas del río Darro las hojas desprendidas de los árboles, formaban anchas alfombras y por los jardines de los recintos de la Alhambra, también se tornaron amarillas las hojas de las plantas y los mirlos y petirrojos se escondían en lo más espeso de los arriates. Y el hombre, un gran enamorado de la ciudad de Granada y por eso muy interesado en cuanto ocurría en cada rincón, continuaba dando sus paseos. Con su cámara de fotos siempre en el bolsillo, pendiente de todo cuanto por aquí y por allá iba encontrando y muy atento a la nueva decoración que, por estos días de Navidad, colgaban en las calles, balcones de las casas y escaparates de las tiendas. Con el deseo en cada momento de encontrar el motivo importante que estaba buscando para su postal de Navidad. Recorrió, al caer las tardes y cuando el sol brillaba o las nubes dibujaban figura extrañas en el cielo, todas las calles del Albaicín. Subió al Mirador de San Miguel Alto, se fue por los caminillos que, por esas laderas, van de cueva en cueva, por los barrancos de los Negros, de los Naranjos y del Valparaíso. Se paró muchas veces en las puertas de estas cuevas para charlar con los jóvenes que en ellas viven, hizo fotos, tanto de estos paisajes como de las cuevas, de las calles del Albaicín, de los miradores, de la decoraciones de estas calles, de las fuentes y de las bellísimas vistas que desde todos estos lugares se ven sobre la Alhambra.

 

                Y por las noches, cuando ya cansado de caminar por todos estos sitios volvía a su casa, revelaba las fotos, las revisaba una a una muy despacio y se entusiasmaba pensando conseguir, al fin, la postal que necesitaba para felicitar la Navidad a los amigos y conocidos. Pero nunca quedaba contento con las fotos que iba sacando y coleccionando. Siempre se decía: “Todo esto es lo mismo de siempre y lo que repiten tantos. Voy a seguir buscando hasta que encuentre lo que en el fondo quiero y, con todo mis fuerzas, deseo”.

 

                Se fue, muchas tardes por la orilla del río Darro y, mientras caminaba despacio sin meta ninguna, miraba y volvía a sacar fotos. De la iglesia de San Pedro, al ponerse el sol, de las torres y murallas de la Alhambra, también al ponerse el sol y con las cumbres de Sierra Nevada al fondo y reflejando el blanco de las nieves. Subió por el camino de la Fuente del Avellano e hizo muchas fotos, tanto a la vegetación del río como a la ladera de las cuevas al otro lado y a la Fuente del Avellano, a las cuevas que por aquí hay, a la figura de la Alhambra, vista desde las laderas del Generalife y del barrio del Albaicín y la ciudad de Granada, al fondo y extendida por la ancha Vega. Miró luego, al regresar a su casa, todas las fotos y ninguna le gustó. Seguía sin encontrar lo que buscaba y la Navidad se echaba encima.

 

                Por eso, con el mismo entusiasmo del primer día, siguió recorriendo los lugares, ahora por los rincones de la Alhambra, jardines del Generalife, torres y murallas del Alcazaba y palacios Nazaríes y también jardines de estos palacios y del rincón del Carmen de los Mártires. Continuó luego sus paseos y coronó el mirador por encima del Barranco del Abogado. Desde aquí, al ponerse el sol, también hizo muchas fotos y luego por la ladera que cae hacia el barranco del barrio del Realejo. A las chumberas, a las encinas y madroños que por ahí han sembrado, a las cumbres de Sierra Nevada, con las blancas casas en primer plano y luego a las calles cercanas al Campo del Príncipe, a este mismo rincón y a los escaparates y adornos que por estos días ya lucían anunciando la Navidad.

 

                Al volver a su casa, como otros días, seguía sin encontrar la foto que necesitaba. Por eso una tarde, ya cansado de recorrer todos los rincones más típicos de Granada y no encontrar por ningún sitio lo que realmente necesitaba, se fue por el centro de la ciudad. Observando y con la cámara preparada y al llegar al edificio de correos, un poco antes del teatro Isabel la Católica, vio algo que le llamó la atención. No era un adorno de Navidad ni un paisaje ni puesta de sol. Lo que de pronto encontró y le llamó mucho la atención fue la figura de una joven. Pegada a la pared del edificio del teatro, sentada en una caja de madera, vestida con un traje muy voluminoso, teñida tanto su traje como su pelo, sombrero y cara de color plata y portando en la mano una pequeña flor, también del mismo color que su traje y cara. Saludaba a todo el que por su lado pasaba, sonreía sin tener ganas y con la pequeña flor de papel que sujetaba en la mano, llamaba la atención a todos los niños que por delante de ella pasaban. Con la intención de que se fijaran en ella y los padres, les regalaran algunas monedas.

 

                El hombre se paró frente a ella, sacó de su bolsillo un billete de cinco euros, lo dobló con cuidado, se aproximó un poco más a la joven y se lo ofreció preguntándole:

- ¿De dónde eres?

Y ella, muy animada, cogió el pequeño billete, se lo guardó entre la ropa, mirando como extrañada pero dulcemente y con ganas de compartir su mundo, dijo:

- No soy de este país pero vivo aquí en Granada.

- Eres muy joven y tu cara, a pesar de la pintura plata que la cubre, brilla con una luz muy especial. ¿Qué ha pasado en tu vida para que tengas que pedir limosna y disfrazada de este modo?

- En otro momento te lo cuento.

- Vale, perdona y que hoy, mañana y en los días que siguen a estas fiestas, muchos te den lo que estás pidiendo y necesitas.

- Gracias a ti y que el cielo te bendiga.

 

                Despidió a la joven, caminó unos metros hacia la Fuente de las Batallas, miró para atrás con la cámara de fotos en sus manos con la idea de hacerle una foto desde la distancia. Como a escondida para que ella no se diera cuenta pero al momento pensó que no era un comportamiento noble. Ella era joven y muy hermosa y por eso inspiraba ternura y regalaba belleza pero, para ganarse algunos céntimos, estaba humillada y vestida de fantoche en medio de las personas que a chorros pasaban pos su lado sin ni siquiera mirarla. Pensó que él no tenía derecho a recogerla en una foto para luego enviársela a los amigos felicitando las fiestas de la Navidad. No sería honrado ni actuaría con nobleza. Por eso, siguió su camino sin dejar de pensar en ella mientras continuaba buscando algún motivo realmente importante y bello para la foto que necesitaba. Y no lo encontró.

 

                Poco después volvió a su casa, en esta ocasión con la cámara vacía de fotos. Meditó un poco y cayó en la cuenta que, a pesar de tantas maravillas, iluminaciones y adornos de Navidad por los rincones de Granada, nada, absolutamente nada merecía la pena ni valía para la felicitación que deseaba. Y esto pensamiento unido a la experiencia que estaba viviendo, le dolió mucho. Se acurrucó en su cama y, antes de quedarse dormido, pensó largamente en la hermosa joven que había visto pidiendo limosna en el centro de la ciudad. Se dijo: “Volveré por allí mañana y la saludare. De nuevo le regalaré algunas monedas y también le compraré turrón y dulces de Navidad. Seguro que tiene hijos y seguro que, como todas las madres del mundo, los quiere mucho y por eso lucha para darles de comer y comprarle lo necesario. Y en estos días, cuando tantas personas viven emocionadas y compran y se divierten como locos, para ella sí que sería un gran dolor no poder ofrecer a los suyos alimentos y alguna cosa especial. Volveré mañana, la saludaré y si puedo haré algo importante por ella”.

 

                Con estos pensamientos y desolación en su corazón, se quedó dormido. Y al poco tuvo un sueño. Se vio a sí mismo caminando por las orillas del río Darro, mezclado con los turistas, los niños y los coches y, al llegar al último puentecillo de piedras, el que lleva al Camino del Avellano y comienzo de la Cuesta del Rey Chico, lo cruzó. Se encontró de frente a la figura de la Alhambra sobre la colina y, como era por la tarde y el sol le daba de soslayo, se presentaba todo resplandeciente. Se dijo: “Podría ser ésta una bonita imagen para la foto que estoy buscando”. Sacó su cámara, tomo varias fotos y luego siguió subiendo por el camino. Y avanzó en silencio, solo y sin parar, durante mucho rato. Hasta que llegó a unos bosques muy espesos, en las partes altas del río Darro y por el lado de Sierra Nevada. Por aquí se encontró con un grupo que caminaban como buscando algo muy importante. Saludó al que parecía hacer de guía y éste le preguntó:

- ¿Buscas algo por estos sitios?

- Quiero hacer una foto para felicitar a los amigos en estos días de Navidad y no acabo de encontrar lo que realmente busco. Y vosotros ¿qué hacéis por aquí?

Y el que parecía hacer de guía aclaró:

- Ahí, algo más arriba, hay una bonita casa de turismo rural. Todas las personas que ves por aquí, se han venido unos días a esta casa y como yo conozco estos lugares, los estoy llevando a los sitios para que los vean.

- ¿Y qué sitios son los que les enseñas?

- Si quieres unirte a nosotros, te los mostramos y así de paso, quizás encuentres lo que vienes buscando.

Y él le dio las gracias y luego le dijo:

- Prefiero ir solo para fijarme bien en lo que vaya encontrando y para descubrir por mí mismo lo que necesito.

- Pues lo que tú quieras pero aquí mismo, en esta ladera de enfrente y en ese bosquecillo de pinos, hay muchas cosas interesantes.

- ¿Y qué cosas interesantes son?

- Ven y te las enseño.

 

                Caminó el guía un poco por la derecha, indicó a los del grupo que lo esperaran unos minutos y luego subió por una sendilla, dirección al bosquecillo de los pinos. En cuanto entraron a este bosque el guía le dijo:

- Aunque ya el invierno está llegando y ahora por las noches hace mucho frío y los charcos se hielan, cubriéndose también los campos de blanca escarcha, todavía hay por aquí muchas setas. Gran variedad de setas en todos los tamaños, colores y especies y por eso creo que puede interesarte ver estas cosas. Una buena foto de estos frutos del bosque ¿no crees que puede servirte para felicitar a los amigos y conocidos en estas fiestas?

Y él, después de pensarlo uno segundos, respondió al guía:

- Podría servir pero no es esto lo que busco.

- Sin embargo, mira bien y fíjate cuantas setas bonitas y con las más variadas formas y colores.

Ante ellos sí iban apareciendo multitud de setas, por entre la hierba, las hojas secas de los pinos y el musgo. Pero a él, aunque encontraba valioso lo que el guía le mostraba, no le interesaba nada. Por eso, solo hizo un par de fotos y luego dijo al guía:

- Puedes regresar al grupo y dejarme solo por aquí. Te agradezco tu amabilidad pero tengo que seguir buscando. No acabo de encontrar lo que con tanta urgencia necesito.

 

                El guía, algo extrañado, lo despidió dejándolo solo y regresó al grupo. Pero antes de alejarse le volvió a decir:

- Si continuas por esta senda, no a mucha distancia de aquí, saldrás a un claro del bosque. Ahí mismo verás las ruinas de lo que en otros tiempos fueron unos bonitos cortijillos. A estas horas de la tarde, con el silencio de este bosque y en estas soledades, las ruinas de estos edificios impresionan mucho. Si observas despacio y buscas un buen ángulo, quizás ahí tengas la foto que necesitas. Suerte y que al final encuentres lo que estás buscando.

De nuevo agradeció la amabilidad al guía y continuó por la senda. En poco tiempo, recorrió el trayecto que iba desde el bosque de los pinos a las ruinas de los cortijillos. Se acercó lentamente, como si lo que tenía antes sus ojos le infundiera respeto y a descubrir la luz del sol de la tarde reflejándose en las paredes rotas y piedras por el suelo, se le llenó el corazón de un extraño sentimiento.

 

                A su mente acudieron los recuerdos y la tristeza le dejó como aturdido. Se dijo: “Las ruinas de estos cortijillos, la figura de la muchacha pobre pidiendo en el centro de Granada, las luces de colores en las calles y escaparates, las personas amontonadas en las tiendas comprando cosas y bebiendo en los bares y restaurantes, los cientos de turistas, la Alhambra sobre la colina, este grupo de personas pasando sus vacaciones en la soledad del bosque, el río, la puesta del sol, el silencio, la blanca nieve sobre las cumbres de Sierra Nevada, el frío… todo esto y aun más ¿de qué modo podría servirme a mí para felicitar la Navidad? Y los belenes, las guirnaldas, los arbolitos llenos de bolas de colores, las mesas repletas de alimentos y los cientos de jóvenes indiferentes a estas fiestas y sin embargo disfrutando a su manera ¿Cómo podría yo explicarlo en una foto para felicitar?” Y se sintió tan desgraciado, triste y confundido que, sentándose sobre las ruinas de las casas, escondió su cara entre las manos y lloró largo rato. Frente al sol de la tarde, pensando en sus amigos e imaginando la ciudad de Granada toda vestida de fiesta y la Alhambra sobre su colina.

 

                Al llegar el nuevo día, lo despertó el mirlo del acebo de la ventana de su habitación. Se quedó quieto en la cama y, durante unos minutos, meditó el sueño que había tenido. Luego se incorporó, cogió unas naranjas de los naranjos de su casa, cargó con la cámara de fotos y caminó lento por las calles que conocía desde hacía mucho tiempo. Llegó hasta la orilla del río Darro, subió por el paseo que discurre río arriba, mezclado con los turistas y al llegar al segundo puente, el que es conocido con el nombre de Puente Cabrera, se paró. Se acercó al río porque sabía que es aquí donde siempre hay gatos durmiendo o refugiados entre los árboles y las hojas y los vio. Muy cerca de la corriente del río, cuatro de ellos, se acurrucaban apretados entre sí para darse calor. Por completo indiferentes a cuantos pasaban por allí y a los turistas que le hacían fotos.

 

                Sacó su cámara, buscó un buen ángulo, hizo varias fotos y cuando consiguió lo que buscaba, se dijo: “¡Por fin! Ya tengo la foto que necesitaba para felicitar estas Navidades”. Entusiasmado, allí mismo le mostró la foto a varios desconocidos y muchos dijeron:

- Es una foto bonita para felicitar la Navidad.

Y otros comentaban:

- Cuatro gatos acurrucados junto a las aguas del río Darro ¿cómo puede ser algo original para felicitar la Navidad desde esta ciudad de la Alhambra?

 

Recuerdos de la Alhambra

 

                Llegó a Granada desde un país lejano y después de un viaje muy largo. Y nada más instalarse en el hotel, salió a la calle, cruzó la Gran Vía, atravesó Plaza Nueva y subió por la Cuesta de Gomérez. Con su cámara de fotos en las manos, su teléfono y un cuaderno de hojas en blanco. Y remontaba ella despacio la empinada cuesta, mirando a los lados y al frente y pendiente de las tiendas que por aquí venden recuerdos para los turistas que visitan la Alhambra cuando, al llegar a la Puerta de las Granada, le salió al paso un desconocido que le dijo:

- Bienvenida a esta ciudad mágica. Si quieres puedo acompañarte por los jardines y recintos de la Alhambra y, mientras te los enseño, también te explico la historia y los secretos.

Y ella le respondió, en un español muy poco definido:

- Te lo agradezco pero quiero recorrer estos sitios en silencio y sola para gustarlos a mi manera.

- Es que puedo llevarte a la Silla del Moro, al Cerro del Sol, a las ruinas del palacio de Dar al-arusa, al mirador de los Alixalres… y si te apetece, también puedo decirte dónde comprar los mejores recuerdos de la Alhambra. No todos los sitios son interesantes pero los que yo conozco, sí.

- Por mi parte, ya tengo claro cual va a ser el recuerdo que me voy a llevar de estos rincones de la Alhambra.

- Pues como quieras pero es una pena que no aproveches lo que te estoy ofreciendo.

- Lo siento pero sé lo que quiero de Granada aunque sea la primera vez que venga.

 

            Y siguió subiendo, después de pasar el arco de la Puerta de las Granadas, por el paseo central del bosque. Varias veces se paró, miró, hizo fotos y unos metros más arriba de la fuente de Ángel Ganivel, torció para la izquierda. Siguió subiendo despacio la cuestecilla, prestando mucha atención a los mirlos y petirrojos que por aquí se escondían entre las plantas y al llegar a la Torre de las Cabezas, se paró unos minutos. Observó un momento a los cernícalos que se posaban en todo lo alto, hizo algunas fotos a la pequeña cascada que, por la derecha, por aquí siempre salta y siguió remontando mientras se decía: “Todo esto es muy bello. Mucho más de lo que yo había soñado”. En solo unos minutos más, remontó la cuestecilla y llegó a donde en la muralla, se abre la conocida Puerta de los Carros. Muy famosa esta pequeña entrada porque es por aquí por donde, los taxis y otros vehículos, pasan al interior del recinto amurallado para dejar a los turistas en los hoteles que hay un poco más arriba.

 

            Y en este punto también se paró un momento, hizo fotos, tomó alguna nota en su cuaderno y siguió. Solo recorrió unos metros más y se encajó en lo más alto. Donde el terreno se allana, hay una fuente de agua potable, crecen cuatro o cinco gruesos árboles y a los lados del pequeño espacio en forma de placeta, hay varios asientos de cemento. Vio a su derecha las tiendas donde venden recuerdos para los turistas, al frente descubrió la iglesia de Santa María de la Alhambra, un poco a su izquierda, se le presentaba las recias paredes del palacio Carlos V y a su izquierda y al fondo, divisó el arco de la Puerta del Vino. Más a su izquierda y ya en el lado del sol de la tarde, descubrió los cuatro o cinco cañones de hierro, que en forma de exposición permanente, aquí han colocado para que los fotografíen los turistas.

 

            Se dijo: “Este sí que el un sitio apropiado y bonito para lo que vengo buscando”. Y después de beber un trago en la fuente, buscó el mejor banco que a los lados de la placeta hay. En uno de la izquierda y por el lado de los cañones de hierro, se paró. Soltó su cámara, se descolgó la pequeña mochila sacó de ella el cuaderno de hojas en blanco, lo abrió, cogió lápices y goma de borrar, se sentó en el banco y mirando muy concentrada a un lado y otro, se puso a dibujar. Primero frente a la iglesia y a la estrecha calle que por aquí avanza y es conocida con el nombre de calle Real. Luego se fijó muy despacio en los muros del palacio de Carlos V y en la plaza entre este edificio y la Puerta del Vino. Prestó mucha atención a la pequeña alberca que, cerca de la placeta y por el lado izquierdo, hay y dibujó en su cuaderno todos los detalles que iba descubriendo y les parecían interesantes. Sin prisa, con trazado firme y claro y sin preocuparse que el tiempo pasara.

 

            Tampoco le importaba que, los que pasaban cerca de ella, la miraran. Alguno comentó:

- Mira, pintando la Alhambra, como hacían en aquellos tiempos muchos de los románticos que venían a Granada.

Y otros decían:

- Con lo sencillo que es entrar a una de estas tiendas y comprar cualquiera de los cientos de recuerdos que aquí venden.

Y ella, oía estos comentarios, callaba y seguía dibujando en su cuaderno, concentrada por completo y viviendo la emoción mucho más allá del momento y del lugar. Por eso, en las hojas en blanco de su cuaderno, comenzó a verse dibujos muy bellos de la iglesia, del palacio, de la calle, del arco, de los árboles, de la Alcazaba, la puesta del sol y algunas nubes decorando el cielo. Se fue ocultando el sol y, un poco antes de que la luz del día desapareciera, concluyó su trabajo. Abrió el cuaderno por completo en sus manos, lo miró despacio, miró a los edificios y a las personas y para sí se dijo: “Ya tengo el mejor recuerdo de la Alhambra, distinto a todos los demás y por eso único y personal. Puedo irme ahora mismo de Granada y me sentiré por completo llena y feliz para el resto de mi vida”.

 

                Después de conocer esta sencilla historia, muchas veces el hombre de la Puerta de las Granadas, subió y visitó la pequeña placeta donde ella se situó para dibujar en su cuaderno. Y cada vez que lo hacía, al acercarse al lugar y luego ya en la placeta y en el banco, tuvo una extraña y a la vez hermosa sensación. Sentía tristeza y añoranza de la joven y sentía como si, de alguna manera misteriosa a inexplicable, el tiempo la hubiera dejado por aquí con la frescura y belleza que en aquel momento, palpitaba en su corazón. Por eso, a partir de aquellos días, esta pequeña placeta de los bancos, fuente y árboles frente a la Alhambra, la siente como un balcón hacia lo bello y ventana al reino de lo eterno. Más de mil veces se ha repetido: “Ella sabía bien lo que quería y tiene valor por encima de todo. Por eso ha dejado poro aquí, un aroma tan fino y dulce que desde entonces para mí la Alhambra, es otro monumento”.

 


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