Ventanas a la eternidad

        Relatos cortos // 2010-18

El libro de los más bellos relatos de la Alhambra,

río Darro, Albaicín, Realejo y Granada - XI

1- El valle de las higueras 

2- La Alhambra como regalo 

3- Fiesta en el bosque 

4- Otoño 2012 

5- La rosa del río Darro 

6- El trozo de muralla 

7- La casa de la puerta de madera 

8- El mirlo blanco 

9- El palacio de la viña
10- El olivo del Albaicín  

11- El refugio del río 

12- Por el cerro del tesoro 

13- Volver a Granada 

14- El cuervo 

15- La casa y la anciana 

16- Las bordadoras del Albaicín 

17- El padre agrio 

18- Original regalo de Navidad 

19- El avellano 

20- El niño, los pastores y el rey 

El valle de las higueras

                                                          

En la Alhambra, un día el rey tuvo noticias del gran valle y al saber de su belleza, abundancia en agua y árboles frutales, enseguida dijo:

- Que vaya por allí el mejor arquitecto de estos palacios y que recorra todo aquello. Que levante planos y ponga nombre a los sitios y elija el mejor lugar para alzar un lujoso palacio.

Y uno de los principales generales, preguntó:

- Pero majestad, con los árboles que por el lugar crecen ¿qué hacemos?

- Ordeno que se elija el mejor sitio para la construcción del palacio que he dicho y todos los árboles que haya en ese lugar, a cortarlos. Los que se encuentren por el lado de arriba y por el lado de abajo, hay que salvarlos. Nos servirán luego como jardín para el recreo, lo mismo que las acequias, manantiales y arroyuelos.

- ¿Y si aquellas tierras tienen dueños?

- Le hacéis saber que yo, el rey de la Alhambra y del todo el reino de Granada, quiero construir ahí mi palacio. Y por lo tanto, a partir de este momento, el único dueño de todo ese valle, soy yo y nadie más. ¿Queda claro?

- Sí majestad, queda muy claro.

 

               En tiempos de los reyes de la Alhambra, el lugar era un paraíso hermosísimo. Al levante de Granada y más acá de Sierra Nevada, se extendía entre cauces y colinas. Por el lado del sol de la mañana, se elevaban tres altos cerros llenos de espesa vegetación y a sus pies, nacía el valle. Justo donde también brotaban muchos manantiales de aguas frescas y claras y donde el terreno ya comenzaba a ser llano. Desde los veneros descendían las tierras cada vez más llanas y se abrían como en abanico, escoltadas a los lados por dos colinas que hacían como de fronteras al sur y al norte. También con sus laderas tupidas de monte y abundantes manantiales en las partes bajas.

 

               Y como los terrenos del valle, además de ricos en agua eran también muy fértiles, por aquí crecían gran variedad de plantas. Árboles frutales como avellanos, encinas, almendros, castaños, perales, moreras y también frondosas higueras. Las más vigorosas higueras que por aquellos tiempos se conocían en el reino de Granada. A la sombra de estas higueras y junto a los cauces de agua, crecían esparragueras, alcaparras, viñas y algunos olivos. Por eso el gran valle, además de rico en tierras muy buenas, muchos y copiosos manantiales y corrientes cristalinas, era verde y fresco y siempre olía a puro cielo. Porque el orégano, los tomillos, el cantueso, los romeros, la mejorana y el espliego, también crecían por doquier, en todas las épocas del año.

 

               Desde los recintos de los palacios de la Alhambra, el mismo día que el rey ordenó la preparación de su nueva mansión en el corazón del valle, hacia este lugar partió un pequeño grupo de soldados. Acompañando al mejor de los arquitecto y guiados por el general de máxima confianza del rey. Unas horas más tarde llegaron al valle, entrándole por el lado de abajo y subiendo por las veredas que discurrían al borde de los ríos. Cuando llegaron al centro del valle, donde varios arroyuelos se juntaban, se pararon. El arquitecto con el general, recorrió el terreno, dibujó algunos planos y luego siguieron subiendo. Llegaron hasta las orillas de las montañas que rodeaban al valle por el lado del levante y al ver la densa vegetación, árboles centenarios, los arroyuelos y alfombras de hierba verde, el arquitecto dijo:

- Ya está decidido: levantaremos el palacio justo en el centro de este valle. Donde las corrientes de las aguas se remansan y son hermosas las playas de arena fina, decoradas por las cascadas.

Y uno de los soldados preguntó:

- Señor, cuando veníamos subiendo por las sendas del río, a la derecha nuestra, yo he visto dos cosas que podrás sernos útiles o no.

- ¿Qué es lo que has visto?

- Por una de aquellas laderas, iba un pequeño rebaño de cabras y un hombre las guiaba. Y más abajo, me pareció ver un magnífico huerto repleto de higueras centenarias. ¿Qué podría pasar con ese rebaño de cabras y esas higueras si construimos aquí el palacio que el rey ha ordenado?

- No te preocupes tú por eso. El rey nos ha dado poderes para que por aquí hagamos y deshagamos como a nosotros nos parezca.

- ¿Pero y si esas tierras, esos animales y esas higueras tienen dueño?

- Se lo quitaremos todo, por las buenas o por las malas. Nadie debe oponerse a los deseos del rey.

El soldado y todos los allí presentes, guardaron silencio.

 

               Al caer la tarde, todos volvieron a la Alhambra. El general y el arquitecto, informaron al rey de lo que habían visto y observado y éste ordenó que enseguida comenzaran las obras de su palacio. Al día siguiente, desde la Alhambra, de nuevo fueron al valle muchas personas y el arquitecto con ellos. Inmediatamente dieron comienzo las obras del palacio, mientras el general con dos de los soldados de confianza, se fue a recorrer las tierras de un lado a otro. Por donde el huerto de las higueras, encontraron una pequeña casa y junto a ella, un corral de ramas secas y el rebaño de cabras dentro. En la casa vieron a un hombre con su mujer y su hijo que al ver a los militares, se asustaron. El general le preguntó al hombre:

- ¿De quién son estas cabras y ese tan magnífico huerto de higueras?

- Todo es mío, señor. ¿Qué se le ofrece a usted?

- Solo decirte que desde ahora mismo ya no te pertenecen ni estas tierras ni las higueras que estamos diciendo.    

- ¿Y cómo es eso?

El general explicó, muy brevemente, lo que en el valle había decidido hacer el rey de la Alhambra y al terminar, el hombre de las cabras preguntó:

- ¿Qué será de las tres o cuatro familias que viven en las cuevas, en la partes altas de este valle?

- ¿Qué hacen ahí esas familias?

- Son los dueños de muchas de estas tierras y viven de las cosechas que de estos lugares sacan.

- Pues a partir de hoy, ya sabes lo que les espera.

- ¿El rey les quitará sus huertos y los echará del valle?

- Tú acabas de decirlo.

 

               Tres días más tarde, los habitantes de las partes altas y dueños de casi todas las tierras del valle, tuvieron que irse del lugar. Humillados y perseguidos por los soldados del rey y desposeídos de todas sus pertenencias. Ni siquiera un centavo le dieron por el terreno arrebatado. Pero el hombre de la pequeña casita, dueño del rebaño de cabras y del huerto de las higueras centenarias, con fuerza, le decía al general:

- En estas tierras nacieron mis antes pasados y vivieron mis abuelos, mis padres y ahora yo. Y como me pertenecen no solo por derecho sino también por las vivencias que en estos lugares tengo, de aquí no me voy.

Al oír esto, muy enfadado, el general gritó:

- ¿Te atreves a desafiar al rey de la Alhambra?

- Al rey y a quien sea necesario. Y no es por faltarle al respeto pero con la injusticia, mire usted señor, yo no puedo.

- Ahora mismo no voy a discutir más contigo porque yo soy general de los ejércitos de la Alhambra y tú eres un don nadie. Pero quedas advertido: tu actitud rebelde, va a ser la desgracia de tu vida y familia.

 

               Con los soldados que le acompañaban, el general se alejó del lugar. Unas horas más tarde, un grupo de hombres, levantaban una pequeña pared de piedra por la parte de abajo del huerto de las higueras. Siguieron con la construcción de esta pared hasta que la hicieron pasar a solo unos metros de la casa y el corral de las cabras y luego continuaron construyendo ladera arriba hasta lo más alto de los montes. Pasados unos días, el hombre dueño de las cabras y de las higueras, de parte del general, recibió un mensajero que le dijo:

- Todas las tierras, manantiales, árboles y plantas que hay desde esa pared hacia el centro del valle, son del rey de la Alhambra. Y el general me ha dicho que ni tus cabras ni tú se os ocurra pasar por ahí.

- Pero esas higueras son mías de toda la vida. ¿Por qué no voy a coger de ellas todos los higos que quiera?

- Yo solo he venido a transmitirte lo que he general me ha dicho.

             Al día siguiente, el hombre de la casa blanca junto al río, dio suelta a su rebaño de cabras para llevarlas a ramonear donde siempre habían pastado. Rodeó la pared de piedra pero al pasar por donde las higueras, saltó esta pequeña muralla y se fue a coger los higos que colgaban de las ramas. Sin miedo ninguno a lo que el general hiciera o dijera, llenó su zurrón y luego siguió remontando por la ladera, guiando a sus cabras hacia las partes altas. Y subía por el puntal de los romeros tranquilamente mirando, de vez en cuando para el valle cuando, al pasar cerca de un rodal de monte muy espeso, sintió ruidos. Se volvió para atrás y preguntó:

- ¿Quién anda ahí?

De la espesura del monte salió el general con una gran espada en sus manos y se acercó al hombre diciendo:

- Soy yo y vengo a luchar contigo cara a cara.

- ¿Y por qué tengo yo que luchar con usted?

- Has desafiado al rey y a mi autoridad entrando a coger higos a las tierras que te son prohibidas.

- Tanto esas tierras como las higueras, ya le dije que me pertenecen de toda la vida. No he robado a nadie sino que he cogido lo que es mío.

- Como el otro día, hoy tampoco voy a discutir contigo. Coge tu garrote y defiéndete porque voy a luchar contigo hasta quitarte la vida.

- Si usted quiere luchar, hágalo pero yo, ni lo haré ni me defenderé. Mi guerra con usted y el rey de la Alhambra, no es por odio ni venganza ni tampoco porque los considere mis enemigos o porque pretenda apoderarme de lo que no es mío. Solo defiendo lo que me pertenece y usted, en nombre del rey de la Alhambra, quiere quitarme a injustamente.

 

               Y el general, sin más dilación ni argumentos, se dejó ir hacia el hombre, espada en manos, la alzó todo lo que pudo y luego la dejó caer con todas sus fuerzas sobre el cuello del hombre que sí consideraba su enemigo. Dando un desgarrador grito, el hombre dueño del huerto de las higueras del valle, cayó al suelo bañado en sangre y muriéndose a chorros limpios. Frente al cuerpo agonizando, se quedó el general hasta que vio que el corazón de su enemigo ya no latía. Luego se alejó y le dijo a los soldados que por entre el monte y las encinas le esperaban:

- ¡Desafiar al rey y desafiarme a mí! ¿Qué se había creído este ignorante, desgraciado y sin cultura?

 

               El palacio del valle de las higueras, que fue como le pusieron de nombre, se alzó majestuoso en el centro de estas tierras. Y durante muchos años, fue la residencia de recreo tanto del rey como de sus amigos y otras personas. Y unos y otros, siempre se jactaban de ser dueño de la honda y limpia belleza del valle, de los ríos de aguas claras, del huerto de las higueras centenarias, avellanos, almendros y olivares. Pasado el tiempo, como tantas otras cosas en la Alhambra, alrededores y en esta vida, este gran palacio quedó por completo abandonado. Poco a poco se fue desmoronando hasta que desapareció por completo. Sin embargo, los ríos, aun por ahí siguen corriendo y los árboles y pájaros, continúan poblando las tierras de este rincón de Granada.

 

               Hoy, nadie sabe ni siquiera el nombre de aquel general ni glorifican las hazañas del rey pero sí el tiempo ha conservado y aun perdura, la gran belleza de ese valle. Lo que fue el alimento y la vida del hombre de la casita blanca junto al río y su familia y las demás personas que vivían en las partes altas. La ciencia no puede todavía demostrarlo pero de alguna manera, sí el espíritu intuye, que aquellas personas siguen siendo dueños y disfrutando de lo que les pertenecían y les robaron injustamente. Y todo ello, como regalo del cielo y para toda la eternidad y no así para el gran rey y su fiel amigo el general.

La Alhambra como regalo

 

               La casa se alzaba por donde hoy se extiende el barrio del Albaicín. Casi en lo más alto de la colina y sitio por donde se encuentra la calle se S. José, un poco a la derecha. En este punto, uno de los más hermosos en el barrio y desde donde se ven las más amplias vistas. Hacia el sol de la tarde, se ve toda la ancha Vega y, en primer plano, parte de la Granada moderna. Hacia Sierra Nevada, se ve cerca y al frente, la colina de la Alhambra, el río Darro y laderas que caen hacia este cauce. Y hacia el norte, se ve toda la cuenca de este río de la Alhambra y las dos colinas que lo escoltan a los lados.

 

               La casa no era pequeña. Se alzaba en la parte de arriba de un trozo grande de tierra que usaban como huerto, jardín con fuentes y cascadas y un pequeño paseo. Era por esto, en aquellos tiempos, uno de los sitios más bonitos del barrio del Albaicín. La envidia de casi todos los vecinos que continuamente le decían al dueño:

- No sabemos cómo lo consigues pero tu casa y la tierra que junto a ella tienes, es todo un paraíso en miniatura.

- Pues lo consigo a base de esfuerzo, trabajo y en peño.

- Eso lo sabemos y también nosotros lo llevamos a cabo pero a ti parece que el cielo te tiene bendecido.

- Algo de eso sí que es cierto porque mi mujer y mi hijo, solo me dan alegrías.

 

               El hijo tenía ya unos catorce años y nunca se apartaba del padre. En la carpintería que el padre tenía un poco más debajo de donde la casa y el terreno, siempre estaba ocupado en algo. Ayudando en todo lo que le pedía el padre y, en sus ratos libres, construyendo juguetes para los niños de los vecinos. También en sus ratos libres, con el permiso del padre y la aprobación de la madre, dedicaba bastante tiempo a las tierras propias por debajo de la casa. Le decía a la madre:

- Como este terreno se encuentra en ladera y tiene buena pendiente, entre los dos naranjos y el laurel, voy a construir una cascada.

- ¿Y el agua?

- Con la que regamos el huerto y alimentamos a la fuente, tengo bastante. Desde la acequia de la calle, la voy a conducir primero hacia mi cascada y luego la repartiremos por las tierras del huerto y para la fuente. ¿Qué te parece?

Y la madre le decía que era un interesante sueño.

 

               Por eso él se entusiasmó y cada tarde, cuando terminaba el trabajo en la carpintería y el padre le decía que ya estaba libre, salía rápido y aprisa sabía por la calle, llegaba al terreno y se ponía a imaginar y a dar vueltas en su mente a la cascada de sus sueños. Con el mayor entusiasmo del mundo y no le importaba ni el trabajo ni el tiempo que a este quehacer dedicaba. También decía al padre:

- Estoy seguro que luego, cuando ya tenga mi obra terminada, todos mis amigos van a venir a verla y a disfrutarla.

- Tu sueño no solo es interesante sino también algo muy bueno para el alma.

- ¿Y eso?

- Dedicar esfuerzo, trabajo y tiempo a mejorar el mundo y contarle al mundo como te gustarían que fueran las cosas, es lo más noble. Por eso tu sueño es doblemente interesante.

Y después de mucho trabajo y largos ratos dándole forma a la acequia que había imaginado, por fin un día la terminó. Abrió el agua en la acequia principal y dejó que corriera y al llegar a la pequeña torrentera, el líquido cayó suave pero con la suficiente fuerza como para forma una pequeña cascada. Se dijo: “Exactamente tal como lo había imaginado. Me gusta y ahora, solo hace falta rematar esta obra mía con ese detalle que vengo pensando”. El asiento que había imaginado era como un pequeño sillón, justo a unos metros de la cascada, mirando para la colina de la Alhambra y construido con los materiales más nobles.

 

               Así que en aquel mismo momento, se puso y comenzó la faena en las tierras de la torrentera. Luego, aquella misma tarde y en las dos siguientes, bajó al río Darro y buscó las piedras apropiadas para lo que tenía planeado construir. También se acercó a las montañas y recogió piedras bonitas y con formas originales y a los conocidos les decía:

- Si de vuestras casas o de alguna obra que conozcáis, os sobran piezas de mármol, regalármela.      

- ¿Para qué la quieres?

- Estoy levantando una pequeña obra de arte y las necesito. Ya la veréis cuando la tenga terminada.

Y uno de los vecinos le dijo:

- Si vas por los recintos de la Alhambra y hablas con los arquitectos y maestros de obras, quizá ellos puedan darte algunos trozos de mármol o cerámica que necesites.

- No lo había pensado pero ahora que lo dices creo que puede serme útil.

 

               Subió él al día siguiente por la cuesta conocida como Rey Chico y cuando llegó a los recintos de la Alhambra, pidió permiso y lo dejaron que hablara con algunos de los maestros de obras. Construían, por aquellos días, varios palacios con sus fuentes, albercas y jardines y por eso, sí que había trozos de distintos materiales por muchos sitios. Buscó a uno de los maestros de las obras y le dijo:

- Para un pequeño proyecto personal que tengo entre manos, necesito algunos trozos de pedernal, mármol o cerámica. ¿Puedo coger de por aquí lo que a vosotros ya no os sirva?

Y el maestro le dijo:

- Estas obras son del rey y las realiza para un regalo a la princesa. Tendrías que hablar con ellos a ver qué te dicen.

- ¿Y dónde están ellos?

 

               Con una de sus amigas, en aquellos momentos, la princesa paseaba cerca, revisando los jardines que por el lugar ya habían sembrado. Al verla el encargado, dijo al hijo del carpintero:

- Esa joven que va por ahí, es la princesa. Habla con ella y le preguntas lo que quieras.

Miró él a la muchacha y enseguida advirtió que la princesa era muy joven. Se dijo: “Quizá sea mucho más joven que yo y, además de hermosa, se le ve cara de buena. Voy a saludarla y le pregunto. Total ¿qué puedo perder?” Se fue para donde la muchacha paseaba con sus amigas, le salió al paso, la saludó con una reverencia y enseguida, sin más rodeos, le explicó el motivo de su presencia. La joven princesa, al notar la sinceridad y buenos modales del muchacho, le preguntó:

- ¿Y para quién es esa obra que haces tú?

- Solo para mí. Y tengo pensado, cuando este sillón que proyecto junto a la cascada, esté terminado, algo que por ahora deseo mantener en secreto.

- Y sí yo un día voy a tu jardín particular y me apetece sentarme en ese sillón ¿podré hacerlo?

- ¡Claro que sí!

 

               Pensó un momento la princesa y luego dijo:

- De acuerdo. Di a encargado de estas obras que de parte mía, te dé los trozos de mármol y piedras que necesitas. Pero antes de hacerlo quiero pedirte algo.

- ¿Qué es?

- Desde hace tiempo, deseo que alguien me regale la Alhambra. Se lo he dicho mil veces a mis padres y lo único que se le ha ocurrido es construirme un pequeño palacio. Y aunque esto es interesante, no me deja por completo satisfecha. El regalo que a mí me gustaría que me hicieran, es otra cosa. ¿Tú puedes ayudarme?

 

               Durante unos segundos el joven pensó algo. Luego siguió hablando con la princesa y le dijo:

- Se me acaba de ocurrir algo que ahora mismo no puede contarte. Pero si tú me das lo que estoy buscando y necesito para mi proyecto, quizás en algún momento yo podría conseguir para ti el regalo que me has dicho.

Miró la princesa muy detenidamente al joven carpintero y después de unos segundos, volvió a decir:

- No sé cómo lo conseguirás pero voy a confiar en tus palabras. Llévate lo que necesitas y cuanto tu obra esté terminada, vienes y me lo dices. Quiero ir a tu jardín particular para verla.

No hablaron más en aquel momento. La princesa despidió al joven aclarando que sus amigas la esperaban y éste, se fue y al encargado le repitió lo que la pequeña le había dicho. El encargado le dijo al instante:

- Pues sin ningún problema. Busca por aquí eso que tanto necesitas y todo lo que encuentres, puedes llevártelo.

Agradeció el joven la generosidad al encargado y al instante se puso a buscar trozos de piedras, de cerámica y de mármol. En una vieja bolsa de esparto, fue metiendo todo aquello que encontraba y creía útil para su obra. Pasado un buen rato y cuando ya tenía muy buenos trozos de mármol blanco, bajó por la cuesta del barranco, cruzó el río por el puente de piedra, subió por las callejuelas del barrio y cuando llegó al jardín de su casa, soltó la carga y se puso a cavilar para encontrar la mejor manera de colocar los trozos de material.

 

               Aquel mismo día, construyó un buen trozo del asiento que soñaba junto a la cascada. Y según lo iba levantando lo miraba y remiraba y se decía: “Me está quedando precioso. Tanto que cuando mi pequeña amiga venga por aquí y lo vea, seguro que también se quedará encantada”. Y en ese justo momento se dio cuenta que ahora en el corazón le había nacido una pequeña ilusión. Pensaba en la princesa y le parecía que todo su ser se llenaba de alegría y las ganas de construir el sillón, también eran muchas más. Como si de pronto, la vida se le presentara mucho más hermosa, bella y mágica. Por eso, al día siguiente, volvió otra vez a la Alhambra, buscó por entre las obras y en esta ocasión encontró bonitas y muy variados trozos de cerámica. De nuevo cargó con ellos y al llegar al río, después de acercarse a la corriente, se paró. A descansar y a lavar algunos de los trozos que traía para que estuviera más brillantes. Y estando lavando estos trozos, miró para la Alhambra y al ver las torres clavadas en todo lo alto de la colina, vino a su mente la imagen de la princesa, ahora su pequeña amiga. Se dijo: “No solo voy a construir para ella el sillón más bonito del mundo sino que también, el día que ella venga y se siente junto a mí frente a la Alhambra y cerca de mi pequeña cascada, tengo que darle la más agradables de las sorpresas”.

 

               No compartió con nadie esta nueva ilusión que de pronto había brotado en su corazón. Sí al padre en la carpintería, una tarde le dijo:

- Se me ha ocurrido hacer, con los trozos de madera que nos sobren de la construcción de muebles, puertas y ventanas, algo que de pronto me he imaginado. ¿Puedo?

- Estos trozos de madera que ruedan por el suelo o echamos a la lumbre, puedes usarlo para lo que quieras. Pero ¿qué es lo que has pensado hacer?

- No tiene mucha importancia y a lo mejor luego tampoco sirve para nada pero estoy ilusionado y por eso quiero intentarlo. Ahora no te digo lo que es porque pretendo que sea un secreto.

- Pues lo que tú quieras. Puedes trabajar en este secreto tuyo en los ratos libres igual que haces con el sillón que construyes junto a la acequia de la torrentera del huerto.

 

               Y en aquel mismo momento, se puso y lo primero que hizo fue, en una tabla un poco grande, trazar algunos dibujos. Luego buscó trozos de madera que no tenían utilidad y los fue juntando en un rincón de la carpintería. Donde no estorbaban y separándolos por tamaños, grosor y colores. También, unos días más tarde, a un amigo suyo le pidió que cuando trajera leña de los bosques para venderla por el barrio, si encontraba algún tronco grueso, se lo guardara.

- ¿Para qué los quieres?

Le preguntó el amigo.

- Para algo muy interesante que tengo entre manos.

- Y en tu carpintería ¿no tienes trozos de madera y tablas viejas?

- Sí que tengo todo esto pero necesito lo que te he pedido para algo muy concreto.

 

Mientras en su carpintería, poco a poco iba dándole forma a lo que en su mente había imaginado, no abandonaba ningún día el asiento junto a la cascada. Tampoco paró de ir y venir a la Alhambra a recoger los trozos de piedras y mármol que desechaban en las obras. Siempre que se movía por estos rincones, miraba a un lado y otro con la ilusión de ver a la joven princesa que no podía apartar de su mente. Sin pretenderlo, de vez en cuando, en su corazón susurraba: “Además de bella, parece buena, sus manos y cara tienen la piel fina y blanca y su cara es luminosa. Cuanto me gustaría ser un buen amigo de ella”. La construcción de su asiento frente a la Alhambra, avanzaba cada día más y también brotaban y daban las primeras flores las plantas en el pequeño jardín que fue sembrando cerca del sillón. Y por entre los árboles del pequeño huerto, todo como si de alguna manera el cielo, la naturaleza, sus amigos y su familia, estuvieran con él colaborando. Y estos resultados, cada día le animaban más, junto con los pensamientos de su amiga la princesa de la Alhambra.

 

Por fin, una mañana de los primeros días de septiembre, daba por terminado tanto el asiento como lo que en la carpintería construía en secreto. Dijo a su padre:

- Ahora que el otoño llega, es el mejor momento para que la princesa de la Alhambra venga y lo estrene.

- Como tú, eso es lo que yo creo. El otoño en Granada, es lo más hermoso y observado desde aquí y con el fondo de la Alhambra, tiene un encanto especial.

- Mañana mismo voy a volver otra vez a la Alhambra en busca de mi pequeña amiga la princesa que allí he conocido. Hablaré con ella y le diré que venga cuando quiera porque yo por aquí todo lo tengo preparado.

- ¿Y cómo piensas que vendrá ella?  

- Yo creo que vendrá acompañada de alguna dama o quizás de sus padres, los reyes de la Alhambra.

- Pero nosotros no tenemos nada que ofrecer si se presentan en nuestra casa los reyes que dices.

- Ya sabes que yo sí tengo un regalo para la princesa, cosa que le prometí y también la cascada y el sillón en el jardín.

 

               Y el padre guardó silencio. Dejó, una vez más, que el hijo siguiera soñando y que las cosas discurrieran según él esperaba. Por eso, esperó también ilusionado, junto con su mujer. Dejaron que el joven, al día siguiente, fuera a la Alhambra y que transmitiera a la princesa de sus sueños, lo que tanto le ilusionaba. No pudo verla ni hablar con ella pero los guardias sí le dijeron:

- ¿Es que tú te piensas que la princesa puede recibir y hablar con cualquiera?

- Yo no soy un cualquiera. La conocí hace tiempo y soy su mejor amigo.

- Vete con el cuento a otra parte que aquí no te conocemos.

 

               Y el joven, triste y desanimado, se retiró de los palacios y volvió a su casa en el barrio del Albaicín. Nada comentó con sus padres de lo que le había pasado y sí, al día siguiente, desde su carpintería subió el bonito regalo que para su princesas había hecho. Lo puso sobre el asiento y durante un buen rato miró triste para la Alhambra. Se dijo: “Mi bella princesa, soñaba que vinieras y compartieras conmigo estos regalos que para ti he construido. Pero ahora, nada sé de ti y por eso pienso que todo esto por aquí ha quedado sin sentido. ¿Por qué no he podido verte?” Y nadie respondió a esta pregunta. Sí en el sillón y con el regalo que en la carpintería había hecho, estuvo sentado durante mucho rato. Mirando para la Alhambra, soñando con ella y deseando en su corazón que viniera.

 

               Se hizo de noche y apenado, entró a su casa. Desde la ventana de su habitación, durante un buen rato, estuvo contemplando las estrellas y la luz de la luna bañando las torres de la Alhambra. Luego se acostó y mientras cogía el sueño, pensó y pensó en su princesa. Tuvo un sueño y sin saber cómo, de pronto la vio sentada en el sillón junto a la cascada. Se acercó él y le ofreció el regalo diciendo:

- Ten, esto es lo que te prometí. La pequeña princesa retiró el fino pañuelo de seda que cubría el regalo que le ofrecía su amigo y al ver la maqueta de madera, dijo:

- Es la Alhambra en pequeño pero perfecta. ¿Cómo lo has conseguido?

- Como mis manos y pensando en ti en todo momento.

- Pues te ha salido de lujo. Nunca hubiera imaginado una maravilla como ésta.

Y la pequeña princesa, se levantó del sillón, se acercó al joven, le regaló un sincero beso y le dijo:

- Eres el más bueno y mejor amigo que nunca he tenido. Gracias por tratarme con tanto amor y respeto.

- ¿De verdad te gusta el regalo que para ti he hecho?

- Es precioso este sillón, la cascada que tiene cerca, el pequeño jardín y, sobre todo, esta maqueta de madera con todas las torres y palacios de la Alhambra. Creo que todo esto tiene un valor único porque lo has hecho para mí y sin esperar nada a cambio.

- Solo quería compartirlo contigo y verte feliz, sentada en este sillón frente a la Alhambra.

- Y lo has conseguido. Eres muy bueno.

 

               Unos ladridos de perros, lo despertaron cuando ya el sol caía sobre las torres de la Alhambra. Rápido se incorporó, abrió la ventana y miró ilusionado. Vio solo la pequeña cascada, el sillón construido con trozos de mármol y sobre él, la flamante maqueta de madera. Miró para el jardín por si ella se había refugiado por entre las flores y no la encontró. Triste miró luego para la Alhambra y la imaginó en una de las altas torres, rodeada de sus doncellas y entre alfombras y cortinas de seda. La madre del joven, al verlo triste y pensativo, se acercó y le dijo:

- Tú no te preocupes, hijo mío. Tener sueños en la vida como el tuyo, no solo es hermoso sino vital. Y a veces, quizás siempre, es mucho mejor que estos sueños nunca se hagan realidad. Para que la fina belleza y sentimientos que en estos sueños palpitan, nunca se manche y así queden eternos en el corazón, en el alma y en las regiones de la eternidad. Lo de la princesa, tu sillón y el regalo que has hecho para ella, es la historia más bella que nunca ha ocurrido en este barrio de Albaicín.

Y el hijo miró a la madre, se abrazó a ella y le dijo:

- Pero mi princesa es tan buena que yo sé que algún día vendrá a compartir conmigo estos regalos.

FIESTA EN EL BOSQUE

 

               En el silencio de las montañas, donde los ríos corren serenos y el agua es clara como el viento más puro, el hombre tenía su morada. En una pequeña cueva muy oculta entre el bosque y al lado derecho de la cascada. Este ere su mundo desde hacía mucho tiempo y nada echaba en falta a pesar de tener solo el río de las aguas claras, la transparencia de los charcos, la música continua de la cascada, el viento y el siseo de las hojas del bosque. También, el canto de algún mirlo, zorzal o paloma torcal y la monotonía de las chicharras en los cálidos días del verano y el cri, cri de los grillos en las noches de luna clara.

 

               Y el hombre era feliz como pocos en este mundo porque nada sabía ni de Granada ni de la Alhambra ni de otros lugares del mundo. Por eso, continuamente daba gracias al cielo y por eso aquella mañana salió de su cueva, se acercó a la cascada, en el charco azul y redondo, bebió y lavó sus manos y luego siguió bajando. Por la estrecha senda que iba al borde del río y, por entre la espesura de las encinas, quejigos, acebos y avellanos, llevaba al rellano. Un bonito y amplio claro en el monte y no lejos de la cascada donde el hombre tenía un pequeño sembrado con cuatro hortalizas, un par de manzanos, tres ciruelos y solo un granado.

 

               E iba él tan feliz, metido en su mundo y acariciado por el vientecillo que subía desde el río y se perdía por entre el bosque, cuando los sintió. Primero llegó hasta sus oídos el relincho de un caballo, luego percibió sonidos de voces humanas y después sintió el golpeteo de cascos de caballos. Miró para su derecha, ladera por donde el río subía hacia un cerro alto que coronaba por el lado de arriba de la cascada y no los vio. Sí de nuevo los oyó y al poco, por la senda que descendía desde el collado, descubrió a tres hombres montados en sus caballos. Se extrañó porque sabía bien que eran muy pocas las personas que por su particular paraíso, aparecían. Y cuando alguien se hacía presente por este rincón, casi siempre era algún pobre que iba por los caminos, de un lado a otro de las montañas, buscando algo.

 

               Se quedó parado en el caminillo, junto a una gruesa encina que conocía muy bien porque muchas veces bajo ella había dormido y soñado y esperó a que se acercaran. Temeroso de que pudieran traer algún mensaje extraño o que, de algún modo, lo atacaran. En más de una ocasión ya había tenido desagradables experiencias de personas de la ciudad o palacios cercanos. Por eso, en estos momentos, se quedó quieto bajo la encina, dejó que se acercaran y cuando los hombres de los caballos estuvieron frente a él, directamente le preguntaron:

- ¿Tú quien eres y qué haces aquí?

Se quedó él paralizado porque enseguida intuyó que los que llegaban no venían en son de paz. Y a la pregunta que le hicieron, a punto estuvo de responder y explicar quién era y lo que hacía por el lugar. Pero como le resultó innecesario por la realidad que a lo largo de los años había vivido por el rincón, a su vez él preguntó:

- ¿No sabéis vosotros quien soy yo?

- ¿Y cómo vamos a saberlo si es la primera vez que por aquí te vemos? Y no te hagas el importante que nosotros venimos de parte del rey de la Alhambra. Necesitamos, además de otras cosas, saber inmediatamente quién eres tú y lo que haces por aquí.

 

               Y el hombre, en cuanto comprobó la hostilidad que dejaban ver los que habían llegado con sus caballos, concluyó que era mejor no enfrentarse a ellos. Por eso, con un tono de voz amable y lleno de sabiduría y respeto, dijo:

- Casi desde que nací vivo en este rincón. Cada día me baño en las aguas de estos charcos, recolecto frutos de estos bosques, juego con el aire que por aquí se pasea y soy amigos de todos los silencios que hay en estas montañas. También soy amigo de la lluvia, del canto de los pájaros, del verde de la hierba y de los cielos estrellados. Yo no soy nadie ni lo fui antes ni lo seré más tarde pero como podéis adivinar, sí pertenezco a estos paisajes y ellos me aceptan como parte de su propio ser. Y para mí, lo más importante de todo, es que nunca hice daño a ninguna persona. Con nadie me he peleado en mi vida y sí he tratado con humanidad a todo el que por aquí ha venido y ha compartido conmigo su necesidad. Así que esto es todo lo que puedo responder a la pregunta que me habéis hecho.

 

               Guardó silencio el hombre y los que habían llegado, todos vestidos con uniformes militares, se miraron entre sí. Y al rato, el que parecía el jefe del grupo, dijo:

- ¡Tú estás chalado! Todo lo que nos has contado a nosotros nos importa nada y menos.

Muy asustado el hombre confesó:

- Os he dicho la pura verdad.

- Pero tu verdad es tan absurda que ni la mitad nos creemos. Y lo poco que nos creemos, tampoco nos sirve para nada.

- ¿Y eso por qué?

Muy enfadado el que parecía el jefe, dijo:

- No te permito que nos hagas más preguntas y menos que pongas en duda nuestras palabras. Para que lo sepas y lo tengas claro, tú desde ahora nos importas un bledo. Ya te hemos dicho que venimos desde los majestuosos palacios de la Alhambra enviados por el rey. Y aunque ninguna obligación tenemos informarte de nada, para tu conocimiento, estas tierras y en concreto este rincón y montañas, desde ahora son del rey que hemos mencionado. Y no se discute más.

 

               Comprendió el hombre que, en sus circunstancias, lo mejor que podía hacer era callar, seguir el camino y alejarse lo más posible de allí. Y así lo hizo. Caminó bajando por la senda, en la dirección en que iban las aguas del río y antes de alejarse mucho de ellos, oyó que comentaban:

- En esta llanura y cerca de este gran charco azul, vamos a prepararlo todo para la gran fiesta. Aquellos árboles del lado de arriba, estas encinas, avellanos y acebos, hay que cortarlos. Que por aquí haya un gran espacio para que el rey con sus amigos, se encuentren agusto y disfruten mucho. Y también para que quede contento con nuestro trabajo a ver si nos asciende o nos da algún premio.

Se paró el hombre un momento, miró para atrás y en ese instante, tuvo el presentimiento de que, los paisajes que a lo largo de muchos, muchos años habían sido su mundo, su sueño y su paraíso, los veías o pisaba por última vez en su vida. Y al verlo parado mirando estos lugares y como meditando algo, el jefe de los soldados en voz alta, gritó y dijo:

- Lárgate de aquí cuanto antes y no aparezcas más por estos sitios. Porque si se te ocurre regresar, tu vida corre peligro. Tanto que, ahora mismo puedes dar gracias al cielo que todavía estés libre y sin castigo.

 

               Se celebró la fiesta del rey de la Alhambra con sus amigos, príncipes y princesas, en este lugar del río y de las montañas. Del hombre solitario del bosque, nadie supo nada más y de la llanura y el gran charco azul, sí se supo que fue un lugar de recreo para algunos personajes de la Alhambra y sus amigos, durante mucho tiempo. Después, cuando los años fueron pasando, todo por allí quedó desierto. Las zarzas crecieron, el monte se espesó, las lluvias abrieron nuevos arroyuelos y la soledad por el rincón cada día era más grande. Sin embargo, junto al río, cerca de la cascada y por donde la cueva donde vivía el solitario de las montañas, quedó y aun palpita, una sensación de paz y armonía que asusta de tan bella y misteriosa. No por la presencia de las fiestas que los reyes organizaron durante mucho tiempo sino por la presencia del hombre que tuvo que marcharse porque lo expulsaron. Algunos dicen que por el lugar, al atardecer y por las mañanas, el cielo se tiñe con los colores más vivos y bonitos que nunca se han visto en este planeta. Y por entre el corazón de esta inmensidad de colores, a veces hasta parece que se abre una misteriosa puerta que conecta con la eternidad, el paraíso al que él se marchó y todos los humanos soñamos.                          

OTOÑO 2012

 

               Al despertar aquella mañana, lo primero que a sus oídos llegó, fue el rumor de la lluvia cayendo. Sobre las hojas del acebo que clava sus raíces justo debajo de su ventana, sobre el asfalto de la calle, por completo solitaria y por entre las ramas de los árboles en la pequeña ladera de enfrente. También mezclado con el tintineo de las gotas que caían, llegaba hasta sus oídos, los trinos de un mirlo, el gorgojeo de unos gorriones y los gritos alborotados de un cernícalo.

 

               Y tal como estaba al despertar, se quedó en la cama, envuelto en las sábanas con olor a otoño y mirando por la ventana, por completo al frente. El otoño estaba recién llegado. Todo el ambiente manaba húmedo y el airecillo corría fresco, con olor a tierra mojada, a setas del bosque y a hojas teñidas de ocre. Meditó un momento mientras se deleitaba en la lluvia que no paraba y miró al cielo. Todo se presentaba color gris y por las laderas de enfrente y algo más lejos, misteriosos vellones de nieblas revoloteaban. Las nieblas del otoño, con el gris de las nubes y la tierra mojada. Y como si rezara al cielo o le hablara a su alma o a sus recuerdos, se dijo:

 

               “Un día más y otro otoño que llega y todo por aquí sin ella. Y como el momento es tan único, con esta lluvia, estos olores a otoño y este airecillo que parece nuevo, quisiera que estuviera. La echo en falta y el corazón la recuerda aunque hoy ya no haya dolor ni nostalgia ni tristeza. Ha pasado ya tanto tiempo y se ha borrado todo tanto que ni dolor siento aunque sí me gustaría que estuviera. Compartir con ella esta lluvia, este olor a otoño, este silencio tan preñado y estos colores grises, ocres y apagados, sería muy emocionante y bello”.

 

               Tal como estaba en su cama, siguió meditando y a su mente acudieron las imágenes de la tarde anterior. Por el Paseo de los Tristes, el río Darro bajaba con una gran crecida. Agua color tierra y hojas secas y donde hacía tan solo unos días se habían bañado y metido sus pies los turistas, todo ahora se veía cubierto por el agua. Las torres de la Alhambra y las murallas, chorreaban la lluvia recién caída y lo mismo los tejados de las casas del Albaicín y los adoquines de las calles. Al fondo y lejos, la Abadía del Sacromonte, se borraba entre las nieblas y de los racimos de moras en las zarzas, colgaban pequeñas y transparentes gotas de lluvia clara. Por la Cuesta del Rey Chico, caían pequeños arroyuelos y por las laderas del Cerro del Sol, también los pinos se perdían entre las nieblas. Algo más abajo y por donde el final de la Acequia Real de la Alhambra, por el suelo y lavadas por la lluvia, las selvas, los madroños colgando de las ramas y los últimos higos de la temporada en las ya casi desnudas ramas de la higueras. Todo vestido y reflejando el otoño y recién lavado por la fresca lluvia caída unas horas antes.

 

               Por la Carrera del Darro, el famoso y bello paseo que recorre el río desde Plaza Nueva hasta el Puente del Aljibillo, solo algunos turistas iban y venían. Y en la acera, a la altura del Bañuelo, ella, la muchacha extranjera que dibuja cosas en camisetas de mangas cortas y hace bolsos de tela vieja, vendía estos objetos. Aprovechando que la lluvia había parado y algunos turistas pasaban. Al acercarse él, la saludó y le preguntó:

- ¿Cuánto has vendido esta tarde?

- Todavía nada.

- ¿Y esperas tener suerte hoy?

- No mucho pero aquí estoy.

- ¿Y mañana?

- Solo Dios lo sabe. Yo soy como las gaviotas: libre y viajera y por eso no me hago vieja en ningún sitio.

 

               Recordó que ella es francesa y se llama Jessica. También recordó que la otra joven, la que tallaba un molde en una tabla de madera especial y sentada en el muro del Puente del Aljibillo, es de Argentina. Oía música, miraba a las torres de la Alhambra, tallaba con el punzón y esperaba algo. Se paró junto a ella y le preguntó:

- ¿Cómo te llamas?

- Lili es mi nombre y me he sentado aquí para hacer este trabajo porque este sitio me gusta mucho.

- ¿Qué es lo que encuentras tú en este sitio?

- Desde aquí veo las torres y murallas de la Alhambra clavadas en lo más alto de la colina, observo el río que corre a mi derecha, miro a la tarde que cae por lo alto de las torres de las iglesias, tengo las casas del Albaicín a mi derecha, este puente y este rincón tan singular, el bosque que cae desde los alto de la colina de la Alhambra, las viejas casas todavía por la orilla de este río y el misterio que por todo estos sitios parece manar, para mí es fascinante. No creo que en otras partes del mundo exista algo parecido a esto.

               Durante unos segundos más estuvo allí junto a ella mientras observaba su trabajo y descubría la belleza de su cara, con el fondo del río y las torres de la Alhambra en la colina. Luego la despidió deseándole suerte y unos metros más arriba y en el mismo puente, se encontró con él. Y como intuyó que estaba como desorientado, le preguntó:

- ¿Buscas algo?

El hombre lo miró y le dijo:

- Un amigo mío, hace ya mucho que se marchó de Granada. Donde vive ahora se ha quedado sin trabajo y como no tiene dinero para pagar su casa ni tampoco para comer, quiere regresar. Me ha pedido que le busque trabajo aquí en Granada y eso estoy haciendo.

- ¿y has encontrado lo que buscas?

- He recorrido todo el barrio y por toda la ciudad casi casa por casa y ahora voy a seguir por aquí para continuar preguntando. Nadia todavía me ha ofrecido nada pero yo no pierdo la esperanza porque este amigo mío tiene que volver.

 

               Y en este momento, tal como estaba recostado en su cama y mirando por la ventana, hasta sus oídos llegó los cantos del mirlo del acebo. Se dijo: “Ahora no es cuando los mirlos cantan pero éste, con la lluvia que cae y el olor a otoño que tiembla en el aire, quizás se alegre y lo celebre de esta manera. Y desde luego que el día y el momento es hermoso y rebosa misterios y tristeza”.

 

               Y a su mente, justo ahora, acudió la imagen del grupo de jóvenes de la cueva del cerro. En las partes altas del río Darro y donde nadie llega y todo está como oculto entre el bosque y los arroyuelos. Otra vez se dijo: “Cuando ahora termine de levantarme y aunque la lluvia continúe, voy a ponerme en camino para ir a ver aquello. Están entusiasmados ellos viviendo en aquel lugar y hasta parece que tienen algo que los demás desconocemos”.

LA ROSA DEL RÍO DARRO Y LA MUCHACHA DE LA FLAUTA

 

I- La rosa           

Ocurrió una bonita tarde junto al puente del Aljibillo. El puente que, desde el Paseo de los Tristes, da entrada a la Cuesta del Rey Chico y al Camino de la Fuente del Avellano. Y sucedió justo en el primer día del mes de septiembre y por donde aquella tarde el viento corría fresco. Como impregnado con los primeros olores del otoño y también como anunciando las primeras tormentas que casi todos los años por estas fechas, caen aquí en Granada. Y el hombre se preparaba para recibir y vivir estos acontecimientos porque sabía que, aunque el verano en esta ciudad de la Alhambra, es hermoso y único, también tenía experiencias de la magia que los otoños, todos los años, despliegan en estos lugares. Por todos los rincones de Granada pero más por donde el río Darro corre a los pies de la Alhambra, reflejando los tonos y llenando de música estos paisajes.

 

       Y él, enamorado como ninguna otra persona de la naturaleza y de los mil matices que la naturaleza siempre regala, soñaba algo esta tarde. Mientras leía algunas historias que narraban los últimos acontecimientos de los reyes de la Alhambra: vicisitudes de Boabdil, de Aixa, su madre y señora repudiada, de Moraima, la esposa de Boabdil y las desgracias que vivió a lo largo de toda su vida y de los lugares donde al final fueron enterrados muchos de los reyes de la Alhambra. Leía despacio todos estos relatos, sentado en el mismo muro del puente del Aljibillo y, de vez en cuando, descansaba un poco, miraba para las torres de la Alhambra, en todo lo alto de la colina y se concentraba en los sonidos de una flauta. Salían de debajo del puente en el que estaba sentado. Se encontraba algo intrigado porque, aunque miró varias veces por donde el río trazaba su corriente a su paso por el Paseo de los Tristes, otros días sí pero esta tarde no veía a nadie por aquí. Otros días, al caer las tardes, sí que había visto por aquí a jóvenes, a veces en grupo y otras veces solos, tocando algún instrumento musical. Pero hoy no, toda la orilla del río estaba solitaria. Solo la corriente del cauce que suave avanzaba por entre las sombras del sauce y los dulces sonidos de la flauta. Se preguntó: “¿Quién la tocará y por qué hoy y en este lugar? Y hasta parece como si brotara de la corriente misma de las guas”:

 

       Volvió a mirar para las torres de la Alhambra y luego agachó su cabeza para seguir leyendo. Y estaba él centrado en su lectura cuando de pronto, por donde en el muro se clava el tronco del viejo almez, asomó. Era una mujer algo mayor, con el pelo recogido, vestida de azul y de estatura baja. Caminaba acercándose lentamente y sonreía como si algo le satisficiera mucho. Se fijo atentamente en ella y en la bolsa de plástico que bajo el brazo traía. Como escondida y con la mano izquierda metida dentro de esta bolsa. También como si portara algún importante tesoro y los ocultara para que nadie se lo robara.

 

       La siguió mirando y cada vez más comprobaba que venía derecho a él. Tanto que al pararse junto al muro del puente, su vestido casi rozaba los pies del hombre que en el muro estaba sentado. Se dio cuenta en este momento que movía los labios y, muy bajito, susurraba algo. Le preguntó:

- ¿Estás buscando algo?

Porque pensó que podría ser una turista explorando el rincón para conocerlo. No recibió ninguna respuesta y sí vio que de la bolsa de plástico, sacó una pequeña cajita de colores. Hizo como si se la fuera a dar al hombre que en el muro estaba sentado y por eso, en este momento, le volvió a preguntar:

- ¿Qué misterio es el que traes aquí?

Tampoco le hizo caso a esta pregunta. Se comportó como si nada le importara lo que el hombre le preguntara y siguió murmurando como algún rezo o pensamiento mágico. Metida por completo en lo suyo y ahora ya con la cajita de colores cogida con las dos manos.

 

               La miraba el hombre detenidamente a la cara y miraba la pequeña cajita y vio como la abría. Apareció, en el centro de un hermoso pañuelo de seda y color rojo, una preciosa rosa morada, fresca y tersa. Al ver la flor, de nuevo el hombre le preguntó:

- ¿No puedes decirme quién eres y qué significa lo que haces?

Y como las dos veces anteriores, por respuesta obtuvo el silencio y un poco la indiferencia. Porque ella, siguió con sus rezos y ahora, cogió la rosa, la mostró en sus manos y dijo:

- Quiero echarla al río pero en el centro de la corriente.

Mientras decía esto, miraba para un lado y otro, como si buscara algo. Intuyó él que lo que la mujer pretendía era dejar la flor caer a las aguas sin que nadie la viera. Por eso aclaró:

- Nadie se ve por aquí excepto los sonidos de una flauta que salen como si brotaran de las mismas aguas del río y por debajo del puente.

- Eso sí lo sé.

 

               Como un escalofrío recorrió la piel del hombre y por eso de nuevo quiso preguntarle qué era lo que sabía de los sonidos de la flauta que salían de las aguas bajo el puente. Pero ella, alargó su mano, con la rosa bien sujeta, miró a las aguas, tanteó un poco, buscó el punto exacto donde la corriente llevaba más fuerza y dejó caer la flor. Revoloteó por el aire, dando algunas vueltas y lentamente se posó encina de una pequeña ola muy transparente. Con la boca abierta, miraba el hombre y justo al caer la flor en la corriente, los sonidos de la flauta resonaron más vivos. Algo tristes pero alegres y como si se fundieran con la hermosa flor que el río empezó a llevarse. Le preguntó de nuevo:

- ¿Dime, por favor, qué significa esto?

 

               Susurrando su oración, dio ella media vuelta y comenzó a alejarse hacia el Paseo de los Tristes. Pero cuando iba por donde el tronco del viejo almez, se volvió para atrás, ahora sí rezando claramente una oración cristina y al llegar al muro donde el hombre permanecía sentado, dijo muy dulcemente:

- Ya le he echado la buenaventura.

Dio media vuelta y por el paseo se perdió como a la luz de la tarde.

 

II- La muchacha de la flauta

               Durante unos minutos, el hombre observó a la mujer alejarse al tiempo que también miraba para las aguas del río. Vio la rosa que como, meciéndose sobre las olas, comenzaba a irse siempre en el mismo centro de la corriente. Y comprobaba, según la flor se iba, como los sonidos de la flauta se apagaban lentamente. Como si parecieran fundirse con el rumor de la corriente.

 

               Brillaban los rayos del sol sobre las olas de las aguas y relucían con un color especial las altas torres de la Alhambra. Y uno de estos luminosos rayos, comenzó a colarse con fuerza por entre las ramas del viejo sauce, justo donde el riachuelo que baja por el barrando de la Cuesta del Rey Chico, se funde con el cauce del río Darro. Sobre la flor que la corriente se llevaba, cayó el haz de luz desprendiendo tonos muy deslumbrantes y fue ahora cuando, el hombre observó que la rosa se desvanecía poco a poco. También los sonidos de la flauta y la luz de la tarde. Muy sorprendido se dijo: “Creo que un poco sí sé lo que ahora mismo ha ocurrido por aquí”. Y se levantó de donde estaba sentado. Caminó dirección a la Cuesta del Rey Chico pero enseguida torció para su derecha, siguiendo el muro que por aquí separa la explanada de la torrentera hacia el río. Se acercó a esta pared y buscó el mejor sitio para ver lo que ocurría bajo el puente de donde, hasta hacía unos segundos, manaban los sonidos de la flauta. Y al mirar por entre las ramas del olmo que por aquí crece, le pareció ver la figura de una muchacha que se escondía como hacia la pared y parte de alta del río.

 

               A la sombra del olmo y en la pared se sentó. Sacó de su bolsillo un pequeño cuaderno y empezó a tomar notas de algo. Mientras ahora se concentraba en los todavía pero ya casi apagados sonidos de la flauta fundidos cada vez más con el rumor de la corriente y, a intervalos, miraba para el puente intentando verla más claramente. Como si una fuerza interior le empujara al tiempo que sentía cierto temor. Se decía: “De ningún modo tengo derecho a meterme en la intimidad de la persona que bajo este puente se ha puesto a tañer su flauta. Su recogimiento bajo este puente, junto a las aguas y los sonidos de su flauta, es su propio mundo personal y yo debería respetarlo”.

 

               Esto se decía, mientras todavía y durante un buen rato, siguió allí sentado. Luego, cuando ya la tarde caía y los turistas seguían pasando por el puente para tomar por la Cuesta del Rey Chico o Camino del Avellano, se levantó. Guardó su cuaderno y bolígrafo, echó una última ojeada al puente y no la vio. Caminó despacio, pasó por debajo de la sombra el almez, recorrió la pequeña plaza del Paseo de los Tristes, siguió calle abajo mezclado con los turistas y llegó a Plaza Nueva. Aquí torció para la derecha y después de recorrer toda la calle Elvira, llegó a su casa. Ya cuando oscurecía y por eso ahora intentaba imaginarla bajo el puente, junto al río y con su flauta. También refrescaba en su mente la figura de la mujer de la rosa y la flor meciéndose sobre las pequeñas olas de las aguas.

 

               Media hora después, se fue a la cama y se dispuso a dormir, mientras que en su mente seguía repasando lo que por la tarde había vivido en el histórico puente del Aljibillo. Y no tardó en quedarse dormido. Y como de su mente no se borraban las imágenes que por la tarde había vivido, comenzó a soñar. De pronto, se vio al día siguiente por la tarde, caminando por el Paseo de los Tristes y acercándose al puente mientras se preguntaba: “¿Estará también esta tarde por aquí tocando su flauta?”

 

               Y escuchó atento según llegaba al puente y sí que oyó los sonidos de la flauta. Surgían del mismo sitio que la tarde anterior y al mirar, la vio. Estaba bajo el puente, sentada en el pequeño desnivel de cemento que por aquí construyeron para que las aguas se remansaran y luego cayeran en una pequeña cascada. Le daba el sol de la tarde que caía por encima de la iglesia de San Pedro y su cara y pelo, brillaban. Apoyaba una mano en las rodillas donde sostenía un pequeño cuaderno y con la otra aguantaba la flauta. Por sus hombros y desde su cabeza, caía un denso y hermoso manojo de cabellos algo castaños con tonos dorados que se enredaban con la flauta, los dedos de sus manos, las rodillas donde apoyaba el cuaderno y parecían caer hasta las mismas aguas del río. El sol, teñía sus cabellos con tonos de fuego y la frescura de su cara dejaba traslucir un mar de juventud. Se dijo, como sorprendido y la vez admirado por la belleza que desprendía y el misterio del río y sonidos de la flauta bajo el puente: “Es tan bella que asusta solo verla y desde esta distancia. ¿Quién será y por parece esconderse en este rincón de Granada para tocar su flauta?”

 

             Esperó paciente sentado en el muro del puente y sin dejar de mirar hasta que, media hora más tarde, se levantó. Guardó su flauta en un gran bolso de tela negra con dibujos blancos, pisó las aguas, cogió sus zapatillas de la orilla del río donde las había dejado, caminó despacio río abajo con la corriente de las aguas y al llegar al vado, saltó de piedra en piedra. En la última piedra se paró, soltó sus zapatillas en la otra orilla, lavó sus pies en las aguas, se calzó y subió por la sendilla que, por la inclinada torrentera, sirve para entrar y salir del río. Él, como indiferente siguió sus movimientos y esperó a que pasara cerca. Tenía que pasar cerca si se dirigía al puente. Y caminaba despacio como envuelta en su largo vestido de colores, cuando a pasar a solo unos metros de él, la llamó diciendo:

- Perdona. ¿Te puedo hacer una pregunta?

Se paró, echó una ojeada y sin más se acercó despacio dejando traslucir que sí podía preguntarle. Esperó unos segundos y cuando estuvo cerca, él la invitó a que se sentara en el muro. Le dijo:

- Es que me ha intrigado tu flauta y tú ahí bajo el puente tocándola. ¿Estudias música?

- Toco mi flauta solo para mí. Para fundirme con la tarde y las aguas de este río, frente a la Alhambra.

- ¿No eres de Granada?

- Soy y vivo al norte de Francia y solo voy a estar en esta ciudad, unos días. Me gusta mucho este río y siento como si todo por aquí estuviera lleno de misterios.

 

               Como perdido, como sorprendido por su juventud y belleza, la miraba y remiraba y no acababa de aceptar que fuera real. Ahora que la tenía cerca, sí descubría con claridad su limpia belleza. Su cara era redonda, muy suave y algo sonrosada, sus labios limpios y como desprendiendo fuego, sus ojos tenían el tono de los cielos de Granada, matizados con los colores verde del bosque y todo su cuerpo irradiaba fuerza y juventud. De nuevo le preguntó:

- ¿Y qué es lo que busca aquí en Granada?

- Solo conocerla, conocer su gente y descubrir algunos de los misterios que tantos dicen por aquí laten.

Y ahora pensó que, para estar un rato más con ellas y así disfrutar de su belleza, podría invitarla a dar un paseo por la Cuesta del Chapiz. Le podría enseñar el fantástico Carmen de la Victoria, la Cuesta de los Chinos en el barrio del Albaicín, el Carmen de las Cuevas para que supiera donde enseñan y se aprende flamenco y luego podría llevarla hasta la Vereda de Enmedio para que también viera la famosa cueva de Chorrohumo. Se volvió a decir mientras la seguía mirando y aprovechando unos segundos de silencio: “Verla cerca junto a mí por entre las flores y plantas del Carmen de la Victoria y luego recorrer algunas de las calles del Albaicín, por donde la Fuente de la Amapola, frente a la Alhambra y el valle del río Darro, puede ser lo más hermoso que nunca me ha ocurrido. Y con la luz del sol de la tarde, los últimos azules del cielo y las cumbres de Sierra Nevada de fondo, no podré creer que sea, cierto momento tan bello”.

 

III- Visita al Generalife

               Y en su sueño, se vio recorriendo con ella todos estos mágicos rincones de Granada. Mientras la tarde caía, el sol llenaba de oro todo el barrio del Albaicín y las torres y murallas de la Alhambra comenzaban a iluminarse. Y, en uno de los momentos, cuando regresaban por la Vereda de Enmedio, se encontró con un amigo. Se alegró al verlo y él se dio cuenta que le agradaba quedarse con este joven. Por eso el hombre le dijo:

- Ya la noche llega y como los rincones de Granada son tantos, quizás te apetezca verlos otro día.

Y al instante ella confesó:

- Sí, porque ahora me gustaría quedarme con este amigo mío. ¿Te importa irte y dejarme con él?

- Claro que no.

 

               La despidió, algo sorprendido y sintiendo en su corazón un poco de tristeza. Llegó a su casa, comió algo, se acostó, pensó mucho en ella y a la mañana siguiente lo primero que hizo fue enviarle las fotos que le había hecho la tarde anterior. Y esperó a lo largo de todo el día a que, de alguna manera, ella diera alguna señal de vida. Lo hizo ya cuando la tarde caía y él le preguntó:

- ¿Te gustaría que te acompañe por algunos de los rincones de Granada o de la Alhambra?

- Me gustaría ver la casa de recreo que usaban los reyes nazaríes cuando vivían en la Alhambra. La que tú ayer me dijiste se llama Generalife. ¿Cuánto tiempo se tarda en recorrer esos jardines y palacios?

- Yendo despacio, casi dos horas. Así que tenemos tiempo. ¿Te animas?

- Sí, nos vemos dentro de treinta minutos en Plaza Nueva.

Daban las cuatro y media de la tarde y ya subían ellos por la Cuesta de Gomérez. Despacio para ir gozando del frescor del bosque, del rumor de las aguas de las acequias y del silencio y luz de la tarde. Sacaron las entradas y en cuanto pasaron a los secretos de los jardines del Generalife, él le dijo:

- Puedo explicarte despacio y con detalles, cada sitio, planta o fuente que por aquí vayamos viendo pero, para no agobiarte, solo te hablaré de lo más importante.

- ¡Vale!

Dijo ella.

 

               Y recorrieron el pequeño paseo que, desde la entrada, discurre a borde de las huertas medievales que ahora han recuperado en este sitio llamado Generalife. A los lados han sembrado muchas plantas aromáticas como tomillos, espliegos, romeros, ajedrea, toronjil, salvia, hierbabuena, albahaca… De vez en cuando se paraban y buscando el mejor encuadre, la hacía una foto. En su corazón él se decía: “Para que me quede de ella un buen recuerdo cuando mañana o pasado se vaya y no pueda verla más”. Y le hizo fotos con las huertas y torres de la Alhambra de fondo, con las murallas y jardines, en la fuente de los jardines de los arcos, en el Patio de la Acequia, con el fondo de las aguas de este lugar, por donde el Patio del Ciprés de la Sultana, subiendo por la Escalera del Agua, en el mirador de la parte alta, por el Paseo de las Adelfas y también por entre los jardines del tejo milenario.

 

               A cada una de estas fotos, él le decía:

- Pregunta las cosas que quieras saber.

- Ya me estás explicando más de lo que yo esperaba.

Y mientras recorrían estos lugares y se preparaban para cada una de las fotos, continuamente desenredaba su hermoso pelo oro y plata. Cuando ya pasaban por debajo de las ramas del tejo milenario, su larga mata de pelo, caía hermosa como en forma de brillante cascada, por el hombro, su pecho y llegaba casi hasta la cintura. Y con la luz del sol que la tarde regalaba y los colores de las plantas y flores, su limpia y bellísima mata de pelo, lucía llena de magia y decorando la fresca piel de su cara y colores de sus ojos. Tanto encanto desprendía que él, en varios momentos, estuvo a punto de abrazarla. Pero no lo hizo por miedo a que ella se molestara. Se decía: “Es todo tan bello que no parece real y por eso casi no me lo creo. Pero aquí en Granada y en estos jardines del Generalife, no siempre pero a veces, estas cosas pasan”.

 

               Cruzaron el puente que, desde los jardines del Generalife, da paso a la Alhambra Alta, conocida también como Secano o lugar donde se alzaba la Medina y giraron para la derecha. Por donde el paseo de las torres y se encontraron que la primera torre, la de Las Princesas, hoy se podía visitar. Y ella, nada más pasar al interior de esta torre, extendió sus brazos, abrió sus manos, moviendo con elegancia sus dedos y simulando bailar flamenco, dijo:

- Como si fuera una sultana.

Con la luz de la tarde, los fondos de la decoración de la torre y más lejos el Generalife y las murallas, su figura se transformó en remolino de belleza. Él le hizo varias fotos y después de recorrer despacio todo el interior de la torre, siguieron hacia la alberca del Partal.

 

               Pero cuando iban por entre las ruinas y jardines de lo que fue el palacio de Yusuf, él le preguntó:

- ¿Y tu flauta?

- Conmigo la llevo.

- ¿Te gustaría tocarla sentada en uno de estos viejos muros y entre estos jardines, torres y palacios?    

- Me gustaría mucho.

Y sin más, se sentó en el recio trozo de pared, sacó la flauta de su bolso y, en un abrir y cerrar de ojos, se puso a tocarla. Nadie pasaba en ese momento por el rincón y sí los sonidos dulces y tristes, resonaron como atravesando el tiempo y a la vez llenando de magia cada uno de los rincones de estos lugares. Se puso él a grabar un vídeo, cogiendo la serenas aguas estancadas, las plantas llenas de flores, la torre de la iglesia de Santa María de la Alhambra, el estanque y reflejos de El Partal y al final, ella sentada en el viejo muro.

 

               Solo grabó unos segundos y luego le mostró el vídeo diciendo:

- Lo guardaré como un recuerdo especial. La tarde, los jardines, los estanques, las torres y murallas y tú con los sonidos de tu flauta, todo es tan hermoso que sigo creyendo que sea cierto.

Y ella, dibujando una sonrisa por entre su hermosa mata de pelo, decorada con el color de sus ojos, solo comentó:

- Es la primera vez que casi toco en público.

 

IV- La despedida

               A la mañana siguiente, a primera hora, le mandó las fotos y un enlace para que viera el vídeo. Y como recordó que la tarde anterior le había dicho:

- Me marcho el lunes por la mañana temprano.

Y al despedirla algo más tarde, le dijo:

- Llámame y estoy un rato contigo antes de marcharte. Quiero que de ti me quede un recuerdo completo.

Ahora y cuando recibiera las fotos, esperaba que ella dijera algo.

 

               A lo largo de toda la mañana estuvo esperando su llamada o mensaje. Y como ninguna noticia recibió, cuando ya caía la tarde, la llamó. No cogió el teléfono a pesar de que sonó durante largo rato. Esperó y volvió a llamar y ahora saltó el contestador. También al segundo y tercer intento y entonces no volvió a llamar más. Se sintió triste. Por eso, como seguía pensando en ella, media hora más tarde, le puso un mensaje que decía: “Te he mandado las fotos. ¿Tiene un rato libre esta tarde?” Y ahora sí estaba convencido de su respuesta. Corrió el tiempo y ya casi cuando el sol se ocultaba, sí vio un mensaje que decía: “Gracias por las fotos, ya es tarde, tarde. En otro momento nos vemos”.

 

               Dos días más tarde, lunes a primera hora de la mañana, al coger el teléfono vio un mensaje con el siguiente texto: “Dentro de una hora me voy a la estación de autobuses. Tengo que agradecerte otra vez. Mucho gusto”. Sintió en ese momento que por sus mejillas se deslizaban varias lágrimas y vio que el mensaje había sido escrito a las seis de la mañana. Tal como todavía estaba en su cama miró para la estantería de su derecha. El reloj marcaba la siete y media y por eso la imaginó ya subida en el autobús alejándose de Granada. Pensó algo mientras seguía recorriendo con sus ojos la luz del nuevo día que entraba por el hueco de la ventana. Justo aquí y sobre un paquete de folios, vio el regalo que había preparado para dárselo antes de irse. Sintió un agudo dolor en su corazón. Se dijo: “Mis intenciones y pensamientos hacia ella y para con ella, han sido puros y nobles. Si por su parte, para enriquecerse y crecer en la dimensión de lo hermoso, no ha sabido o no ha querido ver la belleza y sinceridad que le he ofrecido, es responsabilidad suya. Por mi parte, ni siquiera ahora debo manchar lo que en mi corazón ha germinado y tengo porque sé que es sincero y de valor superior. Que el cielo juzgue y premie o no lo que crea cada uno merecemos”.

 

               Hizo un esfuerzo para incorporarse en la cama y fue justo en este momento cuando despertó de su sueño. De nuevo miró para su ventana, ahora no ya en sueño sino por completo despierto y lo primero que se dijo fue: “Volveré esta tarde al puente del río a ver si por allí la encuentro, junto con su flauta y las torres de la Alhambra. No se ha podido ir sin despedirse de mí y dejando todo por aquí sin su presencia”.

 

               Y al caer a tarde, volvía al puente del río. Conforme llegaba, miró y ni la vio ni se oían los sonidos de la flauta. En el muro del puente y a la sombra del almez, se sentó y se puso a leer el poema que ella le había inspirado. Miraba para la Cuesta del Chapiz, para el camino de la Fuente del Avellano y para el paseo de los tristes. Siempre con la ilusión de verla aparecer, mientras la tarde caía y los turistas pasaban, ajenos por completo a los sentimientos que en su alma palpitaban. Se hizo de noche y de nuevo regresó a su casa y mientras recorría las calles, miraba y miraba con el deseo de verla por algún lado. No la encontró ni tampoco se sentía con ánimo para llamarla. Se preguntaba: “¿Será cierto, tal como he visto en mi sueño, que de verdad se ha ido de Granada?” A la tarde siguiente, volvió otra vez al puente con la ilusión de nuevo renovada en verla y oír su voz. Todo lo encontró tan solitario como el día anterior aunque sí la corriente seguía clara saltando por entre las piedras observada por las torres de la Alhambra.

 

               Volvió al tercer día, al cuarto y al quinto y ahora, como sí tenía certeza de que ya no estaba en Granada, algo en su corazón le pedía que al menos apareciera la mujer de la rosa y la buenaventura. No sabía por qué pero como su presencia, casi un mes atrás, había aparecido la muchacha de la flauta, quería que de nuevo el milagro se repitiera. Tenía tanta necesidad de que sucediera esto, que soñaba y no paraba mientras la esperaba en el muro del puente.

 

               Esta historia sucedió en los últimos días del verano. Ahora ya es otoño y los árboles por las laderas de la colina de la Alhambra y Generalife, empiezan a teñirse de ocres. Daba yo un pequeño paseo en uno de estos días de otoño y al verlo sentado en el muro del Puente del Aljibillo, me acerqué y lo saludé. Le pregunté por algo intranscendente y sin más, se puso a contar y me narró la historia que acabo escribir. Al terminar y quedarse en silencio, le pregunté:

- ¿Y qué es lo que tiene o has visto tú en esta muchacha para que ahora la eches tanto de menos?

- Además de hermosa, en su cuerpo y alma y en su pelo y ojos, es joven y se le ve libre. Tiene como un jardín frondoso en su alma y, a su modo, anda buscando su sueño. Por eso atrae y enamora. Y porque además, parece como si fuera dueña de un reino hermoso y perfecto. Como si con solo su presencia, llenara de gozo el corazón y de paz y belleza el alma.

- ¿Y crees tú que volverá algún día a Granada?

- No sé si lo hará pero yo, mientras tenga fuerzas, a este puente acudiré cada tarde a esperarla.

- Y si ella no lo sabe ni tampoco vuelve ¿qué sentido tiene que vengas a este lugar a esperarla cada día?

- Debes saber que su aparición aquí y los sonidos de su flauta, ha sido lo más hermoso que ha ocurrido en mi vida. Como si de pronto el cielo, con su presencia, me hubiera premiado con la más fina belleza. Y también debes saber que la vida de un hombre o de cualquier persona, adquiere todo su sentido justo cuando se enamora y siente que por eso que ama, está dispuesto a darlo todo.

 

               No le pregunté nada más. Lo despedí con el mayor respeto y desde aquella tarde, también yo voy y con frecuencia paso por el Puente del Aljibillo. Siempre lo veo ahí sentado, esperando y mirando a las aguas que siguen saltando por debajo del puente. Al fondo, perennes e impávidas, las altas torres de la Alhambra, también sumidas en su silencio y esperando. Y en más de un momento he pensado que estas misteriosas torres de la Alhambra, las murallas y palacios, tienen no algo sino mucho que ver con la Rosa del río Darro y la Muchacha de la Flauta. Como si, entre sus cien mil misterios, hubiera una íntima complicidad con la ciudad de Granada, esta hermosísima joven y su flauta.

 

Y claro que también a veces me digo que ella debería volver. Aunque solo fuera para consolar un poco el corazón del hombre que cada tarde la espera, sentado en el muro del puente del Aljibillo, siempre meditando su ausencia. Por eso termino este relato, casi con las mismas palabras del libro “El Principito”. Si alguna vez veis por las calles de Granada, a una muchacha hermosa, vestida de largo, con ojos azules verdes, pelo moreno claro, sonrisa muy limpia, de estatura baja y cara sonrosada, portando un bolso negro y blanco y con una flauta dentro, decídmelo. Alguien que la recuerda mucho, la espera cada tarde, sentado en el puente del Aljibillo, frente a las torres de la Alhambra y por donde corren claras las aguas del río Darro.

 

 

Tocaba su flauta

junto al río, bajo el puente,

frente a la Alhambra

y la corriente,

cristalina pasaba.

La tarde caía

misteriosa y mágica

y el vientecillo que subía

desde Granada,

se enredaba en su pelo

oro y plata.

 

A la tarde siguiente

ya no estaba,

sí el río cristalino

y la Alhambra

y el silencio purísimo

que la llamaba.

Dijeron algunos de ella

que parecía un hada,

misteriosa princesa

que por aquí buscaba

su sueño y esencia

y la luz del alba.

Pero nadie supo quién era

y sí junto a las aguas

y el viejo puente de piedra,

se quedó su alma

y los sonidos dulcísimos

de su flauta.

Y desde aquel día hasta hoy,

cada tarde que pasa

la llora el río,

las torres de la Alhambra,

el alma que la sueña

y Granada.

 

 

EL TROZO DE MURALLA

 

               Desde muchos puntos del barrio del Albaicín, cada tarde al ponerse el sol, se le veía. Sentado en todo lo alto del trozo de muralla, siempre solo y, en silencio, mirando pensativo hacia la Alhambra. Y como a muchos les intrigaban porque nadie lo conocían en el barrio, entre sí unos y otros comentaban:

- Será alguien que por aquí tiene familia o alguna persona conocida y acude a este sitio cada día con intención de verla.

- Pero si en el barrio nadie lo conoce ¿Cómo puede tener por aquí familia?

- Pues a mí me dijeron el otro día que vive a otro lado de la muralla y que por ahí es por donde sí tiene familia.

- ¿En qué sitio, al otro lado de la muralla?

- Incluso me dijeron que en aquel lado de la muralla, en algunos momentos, hasta lo han visto pasear en compañía de una persona.

- Pero ¿dónde vive y por qué rincón lo han visto pasear?

 

               - Creo que al otro lado de la muralla, las tierras todas están cubiertas de bosque. Pero que por ahí hay arroyos no muy grandes donde crecen zarzas, juncos y adelfas y, por las partes altas, va una vereda. Muy oculta entre la vegetación y el bosque y que, desde ese trozo de muralla, se aleja como hacia las montañas perdidas en el horizonte. Por esa vereda es por donde lo han visto caminando despacio en compañía de una muy hermosa princesa. Y hasta dicen que cuando va con ella, la mira muy enamorado, le susurra poemas al oído y le da su mano para ayudarle a cruzar el arroyo. Por eso también dicen que además de príncipe y estar enamorado de una princesa muy hermosa, es dueño de un tesoro que nadie por aquí conoce.

Y los que escuchaban los comentarios de este vecino, al oír lo que decía, guardaban silencio. Pensaban cosas y también se esforzaban en imaginar cómo serían los paisajes por donde decían paseaba con su princesa.

 

               Y algunas veces, después de darle muchas vueltas a estas imaginaciones, se volvían a decir entre sí:

- Pues un día, deberíamos ponernos de acuerdo e ir a esos territorios al otro lado de la muralla para ver si son ciertas todas estas cosas que se comentan.

- Claro que deberíamos hacer eso pero yo, lo que de verdad quisiera, es saber en qué sitio exacto vive.

- También he oído que algunos dicen que vive en una pequeña casa de piedra más allá del arroyo que ya he mencionado.

- Pero ahí ¿cómo vive, qué es lo que hace y por qué cada tarde se viene a este trozo de muralla y se sienta a contemplar la puesta del sol frente a la Alhambra?

- Desde luego que es un gran misterio y por eso sí que un día, deberíamos ir y explorar esos lugares al otro lado de la muralla.

 

               El trozo de pared, muy vieja, de tierra y graba y de unos tres metros de alta donde él se sentaba cada tarde, no era gran cosa. Tenía como unos diez metros de larga y estaba muy rota por la erosión de la lluvia y del viento. Por eso, por uno de los lados desmoronados, formaba como escalones. Por aquí era por donde él siempre se subía, escalaba hasta casi el centro del grueso muro y en lo más alto, se sentaba. Siempre dejaba que sus pies colgaran hacia el lado del barrio del Albaicín y sol de la tarde y siempre se cruzaba de brazos y pensativo, inmóvil se quedaba. Metido por completo en su mundo y ajeno a lo que por un lado y otro, iban y venían. Y como nunca, nunca hablaba con nadie, las personas que una vez y otra lo veían, siempre quedaban intrigadas.

 

               Sucedió esto durante mucho tiempo hasta que un otoño ya avanzado, una tarde no lo vieron. Enseguida algunos comentaron:

- ¿Qué le habrá pasado?

- Si tú dices que él tenía su casa al otro lado del arroyo, no lejos del río, a lo mejor las aguas de la tormenta que descargó el otro día la ha arrasado y para siempre ya ha desaparecido.

- Eso son puras conjeturas tuyas.

- Entonces ¿por qué ha dejado de venir por aquí?

- Claro que tampoco lo sabemos.

- ¿Y por qué no, un día de estos, vamos a buscarlo por los caminos, montes y arroyuelos que tantas veces hemos dicho?

 

               Dos días más tarde, tres de los hombres del barrio, se organizaron y a primera hora de la mañana, subieron hasta donde el trozo de muralla. Escalaron por donde él siempre lo hacía y luego saltaron al otro lado. Enseguida vieron los caminos que por ahí se cubrían de monte y no tardaron en encontrar una de las sendas que ellos creían que él cada tarde recorría en compañía de su princesa. Siguieron este camino y al llegar al arroyo, antes de cruzarlo por entre las adelfas, juncos y zarzas, uno de ellos dijo:

- ¿Veis como yo tenía razón? Por este paso era por donde él le daba la mano a la joven que amaba para ayudarle a cruzar el arroyo.

Los compañeros no dijeron nada y sí continuaron avanzando por la senda. Al poco, remontaron un pequeño montículo y al encajarse en todo lo alto, se pusieron a observar. A su derecha y muy en lo hondo, se abría el profundo valle del río Darro, con las torres y murallas de la Alhambra, en todo lo alto de la colina al otro lado. Al frente, descubrieron montañas muy altas y oscuras y más cerca de ellos, sobre un pequeño puntal, vieron las ruinas de un edificio.

- ¿Qué será eso?

Se preguntaron.

- Bajemos por aquella senda y lo descubrimos.

 

               A prisa y muy intrigados, bajaron por la senda y cuando llegaron al montículo, vieron las ruinas con toda claridad. Grandes trozos de pared rotas por la mitad, tablas viejas y muchas piedras a un lado y otro de las paredes en ruina. Y vieron también que desde la desolacione del edificio, la senda continuaba descendiendo hacia el río. Por este lado se pusieron y, parándose bajo las ramas de una gran noguera, miraron para el valle del río. Se les ocurrió llamarlo por si estaba por allí cerca pero, después de un rato mirando para donde el río trazaba unas curvas, uno de ellos preguntó:

- ¿Veis vosotros, allá en aquella curva del río por donde la colina se asoma, lo que yo?

- Allí vemos como unos grandes charcos, azules y largos y grandes rocas a los lados.

- ¿Pues sabéis lo que estoy pensando?

- Que a lo mejor se encuentra por ahí.

- Lo que yo pienso es que en esos grandes charcos azules, se bañaba su princesa y una de las veces, las aguas se la ha llevado río abajo.

- ¿Y por qué piensas eso?

- Porque si esto fuera así y él no pudo salvarla, quizá este fuera el motivo de que cada tarde se subiera en el trozo de muralla y se pasara las horas mirando para la Alhambra y para donde el río se aleja.

- Pero y ahora a él ¿qué le ha pasado?

- Puede que también las aguas del río también se lo hayan llevado.

 

               El trozo de muralla de esta historia, poco años después lo repararon. Hoy todavía se ven, en las laderas del Cerro de San Miguel, algunos paños de esta muralla. Los caminos que iban por el bosque, muchos desaparecieron y las ruinas del edificio sobre la colina, ya ni siquiera se distinguen. Sí se ve y aun sigue corriendo, el río Darro a los pies de la colina de la Alhambra. Y también muchas personas mayores del barrio del Albaicín aun comentan que las aguas de este cauce, son fría, claras y misteriosas. Y que esconden cientos de historias y misterios que nunca se han descubierto ni nadie las ha contado.                    

LA CASA DE LA PUERTA DE MADERA

 

               Me lo contaron y no acababa de creerlo. Seguí investigando y poco a poco fui descubriendo más señales. Hoy sé dónde exactamente estaba la casa aunque ya todo por aquí haya cambiado. Ni siquiera las personas que ahora viven en el edificio, saben de esta historia. Pero, si a este nuevo edificio se le mira despacio y con la información de lo que aquí hubo en otros tiempos, se le ve hermoso y un tanto misterioso.

 

               La casa en aquellos tiempos, se encontraba en la ladera del Albaicín que mira de frente a la Alhambra. Donde terminaba una calle que subía desde el río y comenzaba otra más pequeña, torciendo para el lado de la derecha. Por eso la casa, formaba esquina y tenía la puerta de madera algo oscura, con clavos de hierro oxidados y algunas tallas en esta madera. En la entrada, a la derecha, crecían unos rosales y un poco a la izquierda, había una gran piedra tallada. De granito era esta piedra y su forma se asemejaba a una columna pequeña.

 

               Y los vecinos del barrio, especialmente los que vivían cerca, le tenían mucho respeto tanto a la piedra como a la casa en sí y más aun a la puerta de madera. Nunca la habían visto abierta ni tampoco entrar o salir nadie por ella. Por eso, cada día más intrigados, las personas se preguntaban:

- ¿De quién será esta casa y quién vivirá en ella?

- Esto es lo que llevamos ya mucho tiempo preguntándonos.

- ¿Pero cuanto tiempo?

- Por lo que a mí me toca, desde que tengo uso de razón.

- ¿Y nadie, nadie en esta barrio sabe quién vive en esta casa?

- Que yo sepa, nadie lo sabe.

- Y sin embargo, lo que cada mañana aparece en esta piedra, alguien tiene que traerlo.

Comentaban esto porque en la piedra de granito, no lejos de la vieja puerta de madera, cada día aparecían cosas. Ropa buena y nueva, muchas veces, calzado de cuero y de esparto y también nuevo y de buena calidad. Alimentos como frutos secos y frutas y verduras y utensilios para usar en las casas. Pero lo que con mayor frecuencia aparecía sobre la piedra de granito, era ropa y calzado. Incluso algunas prendas eran de seda, con vivos y bonitos colores.

 

               Al principio, algunas personas, se extrañaron. Miraban a las cosas sobre la piedra y ninguno quería cogerlas. Pero como se fueron dando cuenta que otros vecinos sí empezaron a coger y llevarse alguna de la ropa y calzado, los demás confiaron y también cada mañana recogían cosas de la piedra. Sin ningún reparo usaban, tanto la ropa como el calzado y las otras cosas. Se decían:

- Nunca en la vida hubiéramos podido comprar esta ropa tan buena y nueva.

- Todos por aquí somos tan pobres que lo único que tenemos es miseria.

- Quizás por eso, algún ángel del cielo, se esté compadeciendo de nosotros y nos premie cada día con estos regalos.

- No puede ser un ángel del cielo el que cada noche ponga en esta piedra tantas cosas.

- ¿Entonces quién es?  

- Alguien que vive en esta casa de la puerta de madera.

- Pero si ninguno de nosotros hemos visto nunca a nadie ni entrar ni salir por esta puerta.

- Eso es cierto pero en esta casa tiene que vivir alguien porque siempre la vemos muy bien cuidada.

 

               Y en esto tenían razón los vecinos. Tanto la puerta como la entrada y fachada de la casa, siempre se veían limpias como recién lavadas y ordenadas. Por eso la casa no parecía ni encantada ni misteriosa. Simplemente reflejaba luz y belleza y hasta irradiaba serenidad y paz. Por eso los vecinos también comentaban:

- Pues la persona que sea dueña de esta casa y viva en ella, ha de ser muy buena y con un alma limpia, llena de amor y muy amiga de Dios.

- Es lo que también todos creemos. Por eso tantas veces hemos pensamos que todo esto es obra del cielo.

- Claro, porque solo el cielo o un ángel de ese cielo, puede ser tan bueno con nosotros, que somos pobres y sin sabiduría.

 

               Se pusieron de acuerdo los vecinos y por las noches, montaron guardia cerca de la casa para descubrir quién era el que ponía las cosas sobre la piedra. Nunca lograron ver a nadie a lo largo de mucho tiempo y, sin embargo, cada amanecer la piedra aparecía tan llena de cosas como siempre. Llegó a oídos del rey de la Alhambra la noticia de los milagros de la casa del Albaicín y éste, enseguida dijo a sus generales:

- Pues hay que acabar cuanto antes con esa casa.

- ¿Por qué, majestad?

Preguntaron los generales. A lo que el rey respondió:

- Si las personas pobres e incultas de mi reino, empiezan a creer en Dios y en los milagros, perderán el miedo y el respeto que me tienen y un día se revelarán contra mí porque creerán tener a otro rey más grande y mejor que yo.

 

               Y tres días más tarde, una fría mañana de invierno, ardió la casa de la puerta de madera. Al ver el fuego, todos los vecinos acudieron pero nada pudieron hacer para detener el desastre. Se concentraron desconsolados y algunos dijeron que los soldados que por allí había, comentaban:

- Esta no era ni la casa de un ángel ni estaba protegida por el cielo. Si hubiera sido así ¿por qué ahora arde como la pólvora?

Desconcertados los vecinos no sabían qué responder y entristecidos esperaron a la mañana siguiente. Muy temprano acudieron a la piedra donde siempre habían encontrado ropa, calzado y alimentos y en esta ocasión no vieron nada. Miraron para donde ahora se amontonaban las ruinas de la casa de la puerta de madera y en una de las esquinas, vieron a una mujer joven toda vestida de blanco. Era hermosa como una princesa recién engalanada y por eso infundía respeto aunque también irradiaba serenidad y gozo.

 

               Con admiración se fueron acercando a ella poco a poco con la intención de preguntarle. Pero aun más sorprendidos vieron como la joven, comenzó a caminar dirección a la Alhambra, como por un camino que se sostenía en el viento. La llamaron y le pidieron que se quedara pero la joven se fue alejando como hacia las torres de la Alhambra y las nieves de Sierra Nevada. Cuando desapareció, algunos comentaron:

- Puede que sea algunas de las princesas de la Alhambra.

- Aunque sea así, yo sigo creyendo que es un ángel del cielo.

 

               Donde estuvo la casa de la puerta de madera en el barrio del Albaicín, hoy se alza un bonito edificio muy blanco y hermoso. Tiene muchas flores en los balcones de las ventanas y mira como con orgullo, a las torres de la Alhambra. Ninguna de las personas que viven aquí ni los que pasan por las calles, conocen esta historia. Pero en el rincón, al otro lado del tiempo y para la eternidad, permanece fresca.  

 

EL MIRLO BLANCO

 

               I- La tierra no tiene dueño ni la corriente del río ni el viento ni el verde de los árboles. En lo más secreto y aunque pase de mano en mano a lo largo del tiempo, la tierra y los ríos mantienen su latido eterno.

 

               Y esto ellos, el grupo de personas que vivían al norte de la Alhambra, lo descubrieron un día. Algunos ya lo habían intuido hacía tiempo, cuando cada tarde iban por los caminos o labraban las tierras. Pero aunque con mucha claridad lo intuían y por eso no dudaban de ello, nunca habían podido ni explicarlo ni encontrar las palabras para nombrarlo. Sin embargo, sí cada día se congratulaban y ajustaban sus comportamientos a este secreto íntimo que intuían en el corazón y alma de la tierra que pisaban y labraban. De vez en cuando se decían:

- Es como si, igual que nosotros, la tierra, los ríos, el viento, las rocas y hasta los edificios, tuvieran un mundo íntimo muy vivo.

- Y también como si no le importara ni nosotros ni los que por aquí vinieron y vivieron antes o los que llegarán dentro de mil años.

Y un día, una de las familias de este grupo de personas, pudo ver y oír muy claramente parte de este gran misterio.

 

               Vivía y hacía su vida entre las montañas, al norte de Granada. Mucho más acá de las cumbres de Sierra Nevada y algo retirado de la colina y torres de la Alhambra. En un pequeño valle que el río fragua antes de encajarse hacia Granada, habían construido ellos sus viviendas. Cinco o seis casas, construidas de madera, piedras, cal y adobes de tierra. Y en las tierras fértiles y llanas cerca de estas casas, trazaron acequias y plantaron árboles. También sembraron viñas y muchas hortalizas y con sus animales, burros, mulos y algunos caballos, labraban y recogían las cosechas de estas tierras. Siempre rebosantes de entusiasmo, a pesar de las dificultades y siempre felices por completo aunque solo tenían para vivir pobremente.

 

               Desde el lugar donde ellos tenían sus casas y tierras de labranza, fueron trazando poco a poco algunos caminos. Los más insignificantes, solo para ir de un lado a otro del valle y laderas cercanas. Y otros, para ir a los bosques algo más lejos a por leña. Pero uno de aquellos caminos, sí era mucho mejor y más significativo. Lo trazaron desde el valle, siguiendo las aguas del río, aunque a tramos lejos del cauce y venía buscando la ciudad de Granada, pasando antes no lejos de la colina de la Alhambra. Por eso recorrían este camino con frecuencia. Casi cada día para traer los productos de sus tierras, tanto a los palacios de la Alhambra como a otros sitios de los barrios y ciudad.

 

               Por donde el camino cruzaba unos arroyuelos, ya retirado de las casas y un poco antes de acercarse al río, un día unas personas vieron que nunca antes había visto en estos lugares. Tres hombres, volvían una tarde de sus tierras y regresaban a sus casas cuando, al cruzar el arroyo, levantó vuelo una pequeña ave blanca. Salió de entre las zarzas, trazó algunos zigzags por el aire y rápida se perdió por entre la vegetación, algo más arriba. Uno de los hombres comentó:

- ¡Qué raro! Yo nunca he visto antes por aquí un ave tan blanca. ¿Sabéis vosotros qué clase de pájaro es?

El compañero comentó:

- Por lo que oí contar a mis abuelos, creo que es un mirlo. Pero también me pasa como a ti que es la primera vez en mi vida que lo veo.

Y el tercero argumentó:

- Yo un día oí contar a una persona mayor algo de estos mirlos blancos.

- ¿Y qué decía?

- Él y otros creían que este mirlo blanco aparece por aquí de vez en cuando.

- Y mientras tanto ¿dónde vive?

- Ellos decían que vienen de algún lugar de la tierra, como del corazón mismo de estas montañas, muy secreto.

- ¿Del corazón de la tierra y no de otros mundos y paisajes lejanos?

- Eso creían ellos y por eso decían que esta ave, es en ese lugar donde tiene su nido y que aparece por aquí de vez en cuando, como si viniera por alguna causa concreta o para anunciar algo.

 

               Y aquella tarde, ya no comentaron nada más de este pájaro. Sí al llegar a sus casas, lo hablaron con sus hijos, mujeres y amigos. Al oír la noticia, el joven que cada día venía con su borriquillo desde aquellas tierras a traer productos a la Alhambra, se dijo: “A ver si una mañana, cuando pase con mi borriquillo por el camino del arroyuelo, lo veo. No me creo yo que esto sea cierto ni tampoco me creo que este ave viva en al corazón de estas montañas. Y si fuera verdad ¿cómo podrá vivir tanto tiempo cuando ya, las primeras personas que lo vieron, hace ciento de años que han muerto?

 

               Al otro día, muy temprano, montó en su borriquillo y se puso en camino dirección a la Alhambra, con una buena carga de hortalizas y frutas. Tomó por la senda que discurría por donde los arroyuelos y, venía él todo pendiente por si a su paso levantaba vuelo el mirlo, cuando de pronto algo le sorprendió. Justo al cruzar la corriente, del lado de la derecha y donde la vegetación era muy espesa, levantó vuelo un pájaro. Grande así como una tórtola pero de color blanco por completo y que él no identificó como a un mirlo. Pero sin embargo se dijo: “Será o no ese mirlo blanco que dicen pero la verdad es que, por primera vez en mi vida veo esta clase de ave”. Paró el borriquillo, se apeó, lo dejó amarrado a la rama de un sauce y caminó arroyuelo arriba, que era por donde velozmente el ave se había perdido. Y como iba muy sigiloso y con los ojos por completo abiertos por si alzaba vuelo algún pájaro que por allí estuviera escondido, otra vez lo vio. En esta ocasión, el ave levantó vuelo casi de sus pies, de unas zarzas que junto al arroyo crecían. Trazó un par de piruetas en el aire y se fue recto para donde brotaban los manantiales que vertían sus aguas al arroyuelo.

 

               Por este rincón, el terreno era llano y también había como unas pequeñas playas de arena. Y era por aquí precisamente donde vio que el ave blanca se había parado. El animal esperó unos segundos y cuando el joven estaba como a unos diez pasos de él, otra vez levantó vuelo pero ahora no para irse lejos. Asombrado el joven vio que, tal como iba volando, se dejó caer al pequeño charco que se formaba donde las aguas brotaban y por los mismo borbotones de los veneros, desapareció. Restregó sus ojos, miró fijamente intentando convencerse de la realidad que acababa de ver y allí de pie se quedó un buen rato.

 

               II- Hasta que de pronto, le despertó a sus espaladas, la voz de una personas que preguntaba:

- ¿No crees que se acierto lo que acaba de ver?

Miró para su izquierda y, junto a la corriente del arroyuelo del nacimiento, lo vio sentado. Era una persona mayor que no conocía de nada porque nunca antes lo había visto por el valle. Le preguntó:

- ¿Quién eres?

Y hombre mayor, con barbas y pelo blanco, dijo:

- No importa mucho quien sea pero sí quiero decirte algo.

- ¿Qué me quieres decir?

- Que es cierto que el ave blanca que acabas de ver, vive en las entrañas de las montañas. Tú no acabas de creértelo pero ha sido necesario que lo veas para que transmitas el mensaje que voy a revelarte.

- ¿Qué mensaje y a quién?

- A los reyes de la Alhambra. Como vas con frecuencia por allí a llevar los productos que salen de estas tierras, quiero que hoy mismo hables con el rey y le transmita el mensaje.

- ¿Pero de qué encargo se trata?

- De parte mía pero como si fuera cosa tuya, debes decirle que ni la tierra ni el viento ni el agua de los manantiales ni las nubes del cielo, le pertenecen. Que ellos no son los dueños sino Dios y por eso son elementos que pertenecen a la eternidad.

 

               Por un momento el joven se quedó pensativo, mirando al hombre mayor, a la corriente del arroyuelo y a los manantiales por donde se había ido la misteriosa ave blanca. Luego preguntó:

- ¿Y por qué tengo yo que transmitirle estos mensajes al rey?

- Para que se comporte con los demás y haga las cosas de otra manera a como hasta ahora las está haciendo.

- ¿Y si el rey no me creo o se enfada conmigo?

- Ese ya es su problema y por ello tú no debes preocuparte como tampoco lo haré yo. Pero en su momento, el rey no podrá excusarse diciendo que nunca nadie le aconsejó para que precediera con nobleza y rectitud.

- Y a cambio de todo esto ¿qué gano yo?

- Nada o quizás lo mejor porque se te da la oportunidad de que veas y entiendas que en el corazón de estas montañas, de la tierra y del universo, vive un ave blanca que no envejece ni muere con el paso del tiempo.

 

               Volvió a mirar para el manantial del charco por donde el ave se había ido y ahora ya no preguntó nada más. Despidió al hombre mayor, regresó a donde su borriquillo, montó en él y siguió su camino dirección a la Alhambra. Cuando llegó con su carga de hortalizas y frutas, dijo a los guardianes que tenía un mensaje muy importante para el rey y que necesitaba verlo. Los guardianes se lo dijeron al rey y éste recibió al joven y le preguntó:

- Nunca antes nos hemos visto pero sí algunas personas me hablaron de ti y por eso sé quién eres. Todos los jóvenes del mundo y en todos los tiempos, casi siempre tienen ideas nuevas que a veces, pueden resultar interesantes. Por eso quiero oírte. ¿Qué mensaje tienes que transmitirme?

 

               Y el joven, sin cohibirse ante el rey y sin ningún preámbulo, le dijo:

- Yo sé que usted es sabio y está rodeado de personas muy inteligentes pero quiero advertirle de algo muy importante.

Al oír esto el rey abrió mucho los ojos, miró fijamente al joven y le preguntó:

- ¿Qué es eso tan importante que quieres decirme?

- Que su majestad entienda, a partir de hoy que, tanto estos palacios sobre la colina como todo el gran reino de Granada, tienen los días contados.

Sorprendido el rey, preguntó al joven enseguida:

- ¿Y cómo sabes tú eso?

- Lo sé y eso es lo que a usted debe interesarle.

- ¿Pero por qué la Alhambra y todo mi reino tienen los días contados?

- Porque su majestad ha hecho y hace las cosas como si en este suelo todo le perteneciera y por aquí fuera a vivir la eternidad entera. Debe proceder con más nobleza y pensando siempre que nada le pertenece y que todo es solo por un tiempo corto. Y el día que muera, como todas las personas del mundo y en todos los tiempos, se irá de esta tierra desnudo. Sin poderse llevara absolutamente nada. Hágame caso y ya verá con qué fuerza y gozo, continua con vida usted y todo su reino de Granada.

 

               Al oír estas palabras, el rey se indignó. Muy enfadado dijo al joven:

- No te permito que me hables de este modo. Sal ahora mismo de los recintos de estos palacios y darle gracias al cielo que te deje ir sin el castigo. Eres un insolente, maleducado e inculto y por eso te atreves a decirme lo que has dicho. ¡Un rey como yo hacerle caso a un joven ignorante de las montañas como tú!

Pidió disculpa el joven al rey, se retiró con una respetuosa reverencia, salió de los recintos de la Alhambra, montó en su borriquillo, se puso en camino dirección a las tierras de los manantiales y cuando pasó por donde los arroyuelos, miró con la intención de encontrar por allí al hombre que parecía ser el guardián de los manantiales del mirlo blanco. No lo vio ni tampoco al día siguiente ni al otro ni nunca más. Tampoco el joven volvió más por los recintos de la Alhambra a llevar verduras y hortalizas y esto preocupó a las personas del lugar. Le preguntaban al joven y no decía nada. Sí veían que cada día se le notaba como muy preocupado hasta que en una ocasión dijo a sus padres:

- A la Alhambra y al reino de Granada, les quedan dos días y medio.

- ¿Y tú cómo sabes eso?

- Lo sé y eso es lo que importa.

 

               Y a los pocos días, por todo el reino de Granada, se corrió la noticia de que el rey de la Alhambra había sido destronado y expulsado de los recintos amurallados. También había perdido todos los territorios del reino y sus enemigos, solo le permitieron que viviera en un pueblo lejano, al otro lado de Sierra Nevada. Dolió esto mucho a muchas personas y creó mucha angustia y desolación por todo el territorio. No pasado mucho tiempo, murió la esposa del que había sido el último rey de la Alhambra. Y, algo después, este rey desapareció para siempre de la faz de la tierra. En el valle del manantial del mirlo blanco, las personas, una vez y otra recordaban las palabras que el joven con frecuencia les había repetido: “La tierra, el viento, los ríos, los árboles, el cielo y la lluvia, no tienen dueño”.

El palacio de la viña

 

               I- Con este nombre era con el que todos los vecinos del Albaicín, lo conocían. Y lo llamaban así porque sus dueños, un matrimonio joven, tenían una viña. El palacio se alzaba muy cerca de las aguas del río Darro y por donde hoy muchas personas de Granada y extranjeros, pasean. En la famosa y bonita calle conocida con el nombre de Carrera del Darro y Paseo de los Tristes. En mitad de este paseo, a la izquierda según se sube en dirección contraria a como corren las aguas.

 

               Y la viña se encontraba, en las partes altas de este río de la Alhambra, en laderas, tierras llanas y entre olivos. No era muy grande esta viña pero sí todos los años daba una muy buena cosecha de uvas frescas y sabrosas. Por eso, con frecuencia contrataban a familias para que labraran esta viña, en primavera y verano y luego para recoger las uvas y podar las cepas, en otoño y al comienzo del invierno. El resto del año, en estas tierras nadie trabajaba aunque sí la dueña y habitante del palacio, también con frecuencia iba por el lugar a ver sus tierras. Casi siempre sola porque el marido, al servicio de uno de los habitantes de la Alhambra, casi siempre estaba fuera de Granada. Luchando en las batallas para defender y acabar con los enemigos del reino.

 

               Murió un día este hombre en una de estas batallas y la mujer, todavía bastante joven, se quedó sola. Les dijo a sus amigas:

- No venderé el palacio ni me desharé de la viña.

- ¿Y cómo te las vas a apañar para cultivar las tierras y mantener tu palacio?

- Ya veremos cómo lo haré pero me apañaré.

- También es cierto que en este barrio hay gente muy buena que pueden ayudarte pero hay otros con los que tienes que tener cuidado. Tu marido no se portó bien con algunas personas y eso, puede acarrearte disgustos.

 

               En este momento, la mujer del palacio de la viña, pensó en alguien que su marido muchas veces había humillado. Un hombre joven que vivía unos metros más arriba de su palacio y que no tenía ni padre ni hermanos. Solo la madre que siempre estaba a su lado, ayudándole en todo lo que pudiera y defendiéndolo de los que con él se metían. Porque en el barrio, muchos decían que no estaba cuerdo y otros, abiertamente lo comentaban:

- Es el tonto más tonto de este barrio.

Y cuando la madre oía estos comentarios, claro que le dolía. Por eso nunca lo dejaba solo y por eso, con frecuencia le decía:

- Hijo mío, tú no te pelees nunca con nadie.

- ¿Y si se meten conmigo y me dicen cosas y me humillan?

- Nunca les plantes cara ni les haga caso ni te enfades con ellos.

- ¿Ni siquiera con el hombre del palacio de la viña?

- Ni siquiera con ese hombre que tanto te desprecia y te humilla, debes pagarle tú con los mismos comportamientos y modales.

 

               El hombre dueño del palacio de la viña y también de las tierras donde crecían las cepas, nunca quería saber nada con “el tonto del barrio”. Nunca lo contrató y sí, cuando éste iba a pedirle trabajo en la época de la recogida de las uvas y cuando la labranza de la tierra, siempre el dueño del palacio le decía:

- Tú nunca trabajarás en mis tierras porque eres tonto del remate. Si ni siquiera sabes cuantos dedos tienes en las manos ¿Cómo voy a confiar en ti y ofrecerte un trabajo en esta viña mía?

- Yo haré lo que usted quiera, señor pero es que necesito ganar algún dinero para comer y darle también algo a mi madre.

- Pues vete al monte a recoger leña o pide limosna por las calles.

Le decía siempre el hombre del palacio de la viña.

 

               Y ahora que ya no vivía este hombre y sí la mujer era la única dueña tanto del palacio como de la viña, al oír de los vecinos: “tu marido no se ha portado bien con algunos de los vecinos de este barrio”, siempre que oía esto se acordaba del tonto. Sabía ella que su marido lo había humillado y despreciado muchas veces y también sabía que en el barrio todos desaprobaban este comportamiento. Pero como su marido era algo poderoso, nadie se atrevía a decirle nada. Por eso la mujer, una tarde salió de su palacio, caminó por las calles, llegó a la casa del tonto, llamó a la puerta y salió la madre.

- Estoy buscando a su hijo. ¿Puedo verlo y hablar con él?

- ¿Para qué lo quieres?

- Es que lo necesito. En el pequeño jardín de mi palacio, necesito un jardinero y he pensado en él.

- ¿Para tratarlo igual del mal que su marido?

- Yo no haré eso. Usted deje que se venga conmigo y ya verás como me hará un buen trabajo y yo le pagaré crecido.

 

               Confió la madre en la dueña del palacio y le pidió al hijo que la acompañara y le obedeciera en todo lo que le ordenara. Se fue el joven con ella y en cuanto llegó al palacio, la mujer cogió unas herramientas y se puso al lado del joven diciéndole:

- Mira, esta planta, se poda así. Aquellas flores debes cortarlas de esta manera, con mucho cuidado para que no se rompan ni dañen. La tierra, alrededor del tronco y de las ramas, se remueve con tacto para que las raíces no se quiebren y luego riegas con cuidado y lo suficiente. Sintiendo siempre que cada planta de estas, es un amigo tuyo y un ser vivo que te agradecerá las cosas buenas que le hagas. ¿Has entendido?

- Claro que sí, señora. Si usted confía en mí, déjeme solo y ya verá como cuido su jardín con el esmero que merece.

 

               Y el joven, aquel día, al siguiente y al otro, se dedicó de lleno y con todo el corazón, a cuidar las plantas del jardín. Y al llegar la primavera, el jardín brotó con gran vigor y dio más flores que nunca. Se alegró la dueña, era feliz el joven y los vecinos del barrio dijeron:

- Lo trata con más cariño que si fuera su propio hijo.

Llegaron estos comentarios a oídos de la mujer y esto le animaba más y más cada día. Hasta que en una ocasión le dijo al joven:

- Como has sido fiel y responsable en lo poco, voy a ponerte al frente de mi viña. Desde mañana mismo quiero que vayas a trabajar en esas tierras a ver si también sacas de ellas tan buenas cosechas como de este jardín.

- Pero usted tendrá tendrás que enseñarme primero a cortar los racimos de uva y a podar las cepas.

- Yo te enseño y ya verás como también cuidar de una viña es divertido y las plantas dan abundantes frutos.

 

               Unos días más tarde, todas las tierras de la viña, estaban limpias de pasto y malas hierbas. Al llegar la primavera, las cepas brotaron con mucha fuerza y al llegar el otoño, los racimos de uva, colgaban preciosos de los sarmientos. Recogieron aquel año una muy buena cosecha y lo mismo al siguiente y al otro. Y como la mujer dueña del palacio junto al río Darro y a los pies de la Alhambra estaba cada día más contenta con el trabajo y buen comportamiento del joven, un día le dijo:

- Cuando yo me muera te dejaré en herencia este palacio y las tierras de la viña.

- ¿Y qué voy a hacer yo con todo esto si usted no está conmigo y me enseña cómo debo hacer las cosas? Yo no quiero que usted se muera y me deje solo.

 

               II- Al norte de las tierras donde crecía la viña, se alzaba un pequeño cerro. Bastante redondo y que en todo lo alto, el terreno era llano. Justo aquí, en esta pequeña llanura, crecían algunos árboles. Un par de encinas muy gruesas, dos nogueras, un almez y algunas higueras. Y en estos árboles, todos los días del año y más en primavera y verano, se posaban y anidaban muchos pájaros. Ruiseñores, mirlos, tórtolas, palomas silvestres, mochuelos, algún autillo y también un par de lechuzas.

 

               Más en el centro de la pequeña llanura en la parte más elevada del cerro, se veían las ruinas de un viejo edificio. Aun conservaba la puerta, todas las ventanas y varias estancias. Y a la derecha de la puerta, se veía un pilar rectangular donde el agua limpia se remansaba y adonde acudían a beber casi todas las aves que se refugiaban en las ramas de los árboles. Y como este pilar, el rellano donde estaba construido y la porción de tierra que había por delante de la puerta, formaban como un balcón al valle de la viña, también desde aquí se veía una gran panorámica. Para una gran parte del río Darro, la elevada colina del Cerro del Sol y el frente de esta colina que era y es donde se elevan los palacios y torres de la Alhambra. También desde este rellano se veía parte del barrio del Albaicín y la vega por donde hoy se extiende la ciudad de Granada.

 

               En sus ratos libres, después de cuidar la viña y labrar y regar las tierras, al rellano del cerro de las encinas, el joven subía algunas veces. Casi siempre a caer las tardes para contemplar las puestas de sol y para observar la figura de la Alhambra en estos momentos del día. Junto al tronco de la encina más grande, se sentaba recostado cómodamente, situado frente al valle de la viña y frente a la colina de la Alhambra. De fondo, siempre tenía la compañía del chorrillo del agua cayendo al pilar y la algarabía de los cientos de pajarillos. También de fondo con fuerza se oían los gritos de algún águila e incluso, los ladridos de algún zorro por entre el monte cercano. Miraba, escuchaba y meditaba todas estas cosas y poco a poco fue enamorándose de estos momentos y del rellano en lo más alto del cerro.

 

               Por eso, un día dijo a la dueña del palacio de la viña:

- Si usted me da permiso, en la explanada de este cerro y con las ruinas de este edificio, haré algo muy bueno.

- ¿Qué será eso?

- Quiero mantenerlo en secreto pero si confía en mí, seguro que nunca se arrepentirá.

Meditó la mujer un minuto y luego dijo a joven:

- Yo siempre he confiado en ti y por eso ya eres casi dueño de estas tierras y de la viña. Pero en esta ocasión, a cambio de darte permiso para lo que me pides, tú tienes que hacerme caso en algo que hace tiempo estoy rumiando.

Y el joven, sin pensarlo un segundo, dijo:

- Ni siquiera voy a preguntarle en qué debo hacerle caso porque eso lo haré siempre hasta con los ojos cerrados. Se ha portado muy bien conmigo desde el primer momento. Sé que nunca me hará daño como yo tampoco a usted.

- Te lo agradezco y mañana mismo comenzamos.

 

               Al caer la tarde del día siguiente, desde su palacio de la viña en las orillas del río Darro, la mujer partió y, recorriendo los caminos, subió hasta el montículo de las ruinas. Se encontró allí con el joven y después de saludarlo y compartir con él algunas cosas, se sentaron bajo la gran encina y dieron comienzo a la primera clase. Escribiendo los signos más básicos en piedras de pizarras y repitiendo luego sus sonidos hasta formar palabras. Escribió también la mujer números y algunas frases largas y después de practicar durante mucho rato, le dijo al joven:

- Lo primero que en esta vida las personas deberíamos tener en cuenta es el respeto de unos para con los otros. Y la segunda cosa pero casi al mismo nivel que la primera, debería ser la obligación de aprender a leer y escribir. El mundo solo se transforma procurando que las personas cada vez sean más cultas y practicando el respeto que antes te he dicho.

Y el joven le preguntó:

- Pero usted ¿por qué es tan buena conmigo?

- Algún día lo sabrás pero tendrás que descubrirlo por ti mismo.

Y siguieron con la primera clase al aire libre hasta que se hizo de noche.

 

               Cerca de las ruinas de la casa, hicieron un fuego y junto a sus llamas, se recostaron frente a las estrellas. Durmieron arrullados por el canto de los grillos y el rumor del chorrillo de agua en el pilar y al amanecer al día siguiente, la mujer regresó a su palacio en el Albaicín y el joven se quedó ocupado en el cuidado de la viña. A partir de este día, en sus ratos libres, comenzó a recoger las piedras que de la casa en ruina había esparcidas por allí cerca. Por las tardes, continuaron con las clases bajo la gran encina. En pocos días, la casa en ruinas, comenzó a parecer otra y el aprendizaje de las letras y matemáticas, daba resultados muy buenos.

 

               Corrieron los días, las semanas, los meses y al llegar el verano del año siguiente, el joven ayudado por un par de amigos, ya tenía la casa casi por completo reconstruida. Dijo una tarde a la mujer, su amiga ahora y casi su madre:

- Todas las plantas que fui sembrado en lo que parecía era el jardín de este palacio, ya están brotadas. Las he regado mucho a lo largo del verano para que se mantengan vivas y frescas y den sus flores y frutos antes del otoño.

- ¿Qué pasará en otoño?

Preguntó ella.

- No lo sé pero presiento que algo va a pasar y por eso quiero terminar cuanto antes este pequeño palacio y mantener fresco y florido todo el jardín.

- Pero lo que tú presiente que sucederá ¿será antes o después de la recogida de la uva en la viña?

- Después de la vendimia y antes de los fríos del invierno.

- Pues yo también presiento algo y por eso quiero que pase cuando acabe la vendimia y tú sepas leer y escribir como el mejor. Tengo para ti guardada una gran sorpresa.

- ¿Y cuándo va a revelármela?

- Cuando llegue el momento.

 

               Y el momento llegó a los pocos días de terminar la recogida de la uva en la viña. En los primeros días de otoño, una tarde se nubló, por la noche llovió bastante y el río Darro creció. Llamó la mujer al joven a su palacio del Albaicín y le dijo:

- Desde hace algún tiempo presiento que mi vida está llegado a su fin.

Y muy preocupado el joven dijo:

- Eso no puede ser.

- Contra las decisiones del cielo, nada podemos hacer los humanos. Y como tú has sido bueno y noble conmigo desde que te conocí, en mi testamento tengo escrito que este palacio, todas las tierras de la viña y la vieja casa del cerro de las ruinas, sean para ti. Como premio a tu buen trabajo y respeto para conmigo.

Y el joven se sintió apenado. Luego preguntó:

- Y si usted se muere ¿dónde quiere que entierre su cuerpo?

- Lo dejo en tus manos.

 

               Tres días más tarde, la mujer murió en su palacio de la viña en el barrio del Albaicín. Algunos vecinos la lloraron y luego el joven, ayudado por sus amigos, llevaron su cuerpo a la vieja casa del cerro de las encinas. Bajo la fronda de una gran noguera, la enterraron, procurando que las demás plantas del jardín decoraran todo el alrededor. A los pocos días, en el palacio de la viña del barrio del Albaicín, en la sala más grande, el joven puso algunos muebles y en la puerta del edificio, colgó un letrero que decía: “Se enseña a leer y escribir a todo el que quiera y además gratis”. Al saber esto y correrse la noticia por el barrio, algunos vecinos se preguntaron:

- ¿Pero cómo es posible que el tonto de este barrio ahora, no solo sea el más rico que todos nosotros sino que hasta quiere enseñarnos a leer y escribir?

- Esto es también lo que nosotros nos preguntamos.

Y otros vecinos comentaban:

- Nosotros éramos los que decíamos que era tonto pero nos hemos equivocado. Ahora, no solo tiene más riquezas que todos nosotros sino que hasta posee el mejor palacio junto al río Darro, frente a la Alhambra, sabe leer y escribir y está dispuesto a ensañarnos y gratis.

 

               Nadia sabe hoy dónde estuvo aquel palacio ni se conoce mucho del terreno de la viña ni del cerro de las encinas. Pero esta historia, aunque nadie la había escrito hasta hoy y desde aquellos días haya pasado tanto tiempo, no se ha barrado. Como si el cielo, de alguna manera también y a unos y a otros, quisiera enseñarnos algo.

 

EL OLIVO DEL ALBAICÍN

 

               Cuando llega el otoño, casi todos los años llueve mucho aquí en Granada. Y en algunas ocasiones, son tormentas grandes que descargan con violencia agua y granizos y nieve en las cumbres de Sierra Nevada. El río Darro, desde que hay referencias, ha tenido riadas tan grandes que algunas de ellas, se han llevado por delante casas, puentes, calles, plazas y hasta muy buenos trozos de montañas. Existen muchos documentos donde se recogen estos hechos y la historia se sigue repitiendo cada cien años, más o menos.

 

               Uno de aquellos otoños, cuando todavía en la Alhambra vivían los reyes, aparecieron las tormentas. Justo en los últimos días del mes de septiembre y lo hicieron con gran virulencia. Se puso el cielo negro una tarde, crujieron los truenos y al poco, las lluvias cayeron a raudales. Por la colina de la Alhambra y todo el barrio del Albaicín. A muchas personas se les inundaron sus casas, las calles se convirtieron en arroyuelos, se hundieron bastantes viviendas y las trombas de agua se llevaron por delante, puentes, árboles y animales.

 

               Y el viejo olivo, el que desde hacía muchos años crecía a un lado de la calle, quedó por completo desmochado. Tanto que solo una rama se salvó y un par de tallos en la cruz del tronco. Y como el olivo, desde hacía mucho tiempo había sido un símbolo en todo el barrio, al verlo tan desmochado, muchos dijeron:

- Este olivo, ya no sirve para nada. Hay que cortarlo y que su tronco no estorbe en esta calle.

Y el joven, el que vivía con sus padres en la misma calle y solo a unos metros del olivo, dijo:

- Casi todos habéis perdido, con estas lluvias torrenciales, huertos, casas, árboles y animales. Al menos de este árbol, aun queda su tronco y algunas ramas. ¿Qué adelantamos cortándolo?

- ¿Y qué ganamos dejándolo aquí tanto destartalado y sin hojas?

- Es el símbolo del barrio desde tiempos inmemoriales y por eso quiero respetarlo.

- ¡Tontería de románticos!

- Pues si me dais permiso yo me quedo con él y me encargo de cuidarlo.

Y todos en el barrio estuvieron de acuerdo en que el joven se hiciera cargo del olivo, ahora feo y desgarbado.

 

               Al día siguiente, lo primero que hizo, fue cavar cimientos y levantar una pequeña pared alrededor del tronco desgajado. Luego cavó la tierra y arregló algunas ramas que aun colgaban del tronco. A lo largo del invierno, el árbol no dio señales de espabilarse pero tampoco parecía morirse. Sí, al llegar la primavera, echó unos brotes y en las ramas que mantenía con vida, dio muchas flores y al poco, aparecieron pequeñas aceitunas. Se animó mucho el joven y por eso, a lo largo del verano y todos los meses del año, lo estuvo regando y día a día veía como las aceitunas engordaban. Los vecinos le preguntaron:

- ¿Y qué harás con las cuatro aceitunas que le recojas a este olivo?

- Eso ya lo tengo pensado y os lo diré cuando llegue el momento.

- ¿En qué momento?

- No dentro de mucho tiempo.

 

               Antes de fin de año, el joven se puso, recogió la buena cosecha de aceitunas, buscó un almirez, las machacó pacientemente, destiló luego el aceite que manaba de la masa de aceitunas y en una vasija no muy grande y de barro, guardó este aceite. Les dijo a los padres:

- Cuando algún vecino de este barrio se ponga enfermo, en cantidades pequeñas, le dais a beber algunas cucharadas de este aceite.

- ¿Y eso para qué?

- Tengo el presentimiento de que el zumo que he sacado de las aceitunas de este olivo, hace milagros curando enfermedades.

 

               Y los padres y el joven, lo comprobaron solo unos días más tarde. Una vecina algo mayor, llevaba ya un tiempo enferma y nadie sabía qué tenía. Le regalaron unas cucharadas de aceite del olivo desmochado y tres días después, ya no parecía la misma. Se corrió la noticia y muchos vecinos del barrio acudieron al joven para que le dieron un poco del óleo milagroso. Y el joven, a todos les daba alguna cucharada hasta que se la agotó por completo el líquido. Unos y otros tomaron de este aceite y como iban comprobando que curaban de sus dolores, mucho dijeron:

- Tenemos que cuidar este olivo con el mayor esmero.

- De eso ya me encargo yo, así que no preocuparos.

De nuevo les dijo el joven.

 

               Le brotaron más ramas al olivo, dio muchas aceitunas al año siguiente, sacó el joven una también muy buena cantidad de aceite y la repartió con todos los del barrio. Y como la noticia de los milagros de este zumo corrió como la pólvora, en los recintos de la Alhambra, muchos se enteraron de los hechos. Se lo dijeron al rey y a la reina y estos enseguida ordenaron:

- Que ese olivo milagroso sea traído aquí inmediatamente.

- ¿Y si el joven y los vecinos se ponen?

Preguntó uno de los generales.

- Nadie en Granada y en todo mi reino, manda más que yo. Y un joven como ese, de ningún modo podrá oponerse a mis decisiones.

Los súbditos obedecieron al rey y entre ellos se organizaron para que el olivo del barrio del Albaicín, fuera arrancado de raíz y trasplantado de nuevo en los recintos de la Alhambra, justo donde el monarca ordenara.

 

               Y el rey ordenó que se plantara en una de las huertas cercana a los palacios.

- Pero que sea plantado exactamente donde yo diga y de la manera que ordene.

- Así es como se hará, majestad.

- Y cuando este olivo dé su gran cosecha de aceitunas, el aceite que de estos frutos salga, lo quiero todo para mí. Ahora ya tengo en mis manos poder para curar todas las enfermedades de los habitantes de estos palacios y esto me hará más importante y seré más respetado.

- Que el cielo lo escuche y todo salga como usted sueña.

Dijeron sus vasallos.

 

               En contra de la voluntad de todos los vecinos del barrio y la del joven, arrancaron el olivo del Albaicín, se lo llevaron a la colina de la Alhambra y en una de las huertas, justo encima de un gran promontorio de tierra en forma de maceta, plantaron el árbol. Los consejeros decían al rey:

- Majestad que en este sitio no va a crecer el olivo.

- ¿Quién dice eso? Yo lo ordeno y las cosas se hacen así. Porque quiero que este olivo, además de darme una buena cosecha de aceite milagroso, sea un emblema en estos palacios y jardines. Que todos los amigos míos que por aquí vengan, vean y se admiren de la hermosa obra de arte que yo he hecho con este árbol. De este modo, además de cómo rey, me respetarán mucho como hombre sabio, con poderes milagrosos y dones de artista.

Y los súbditos así hicieron las cosas.

 

               A los pocos días de ser plantado el olivo en el montón de tierra, las hojas se pusieron amarillentas. Lo regaron mucho y hasta le cortaron algunas ramas para que echara nuevas pero unos días más tarde, todas las hojas estaban por completo secas. No brotó al llegar la primavera y sí parecía un espantapájaros de tan esqueleto y clavado en lo más alto del montículo de tierra. Al saber la muerte del centenario olivo, los vecinos del barrio del Albaicín comentaban:

- La Alhambra, con sus torres y murallas, desde la distancia y desde estas laderas, se ve muy bella pero algunas de las personas que habitan esos palacios, ni tienen buen corazón ni son buenas.

 

EL REFUGIO DEL RÍO

 

            Muchos rincones hermosos y llenos de misterio, tiene el río Darro. Desde donde nace hasta que se pierde bajo Granada, justo por la iglesia de Santa Ana. Pero el rincón singularmente bello de este río, en tiempos pasados, se encontraba un poco más debajo de donde hoy aparece la Fuente del Avellano. Al lado izquierdo, subiendo por el cauce y por donde ya no había viviendas y sí mucha vegetación, algunos huertos y un par de caminillos.

 

               Justo aquí, no muy lejos de las aguas del río y frente por completo a la Alhambra, el joven se construyó su refugio. Algo parecido a una cueva como las que hay en las laderas ya retiradas del río. Pero él, cuando los vecinos le decían:

- Tu obra personal es otra cueva más en este rincón de Granada.

Siempre respondía:

- Que esta obra mía no es una cueva sino un refugio.

- ¿Y qué diferencia hay entre una cosa y otra?

- En las cuevas, las personas hacen su vida y mi refugio, solo es para eso, para refugiarme en algunos momentos y tener mis ratos de soledad y encuentro conmigo, con Dios, el universo y mis sueños.

- Pues llámalo como quieras pero lo tuyo es una cueva como otras muchas.

Y el joven desistía de argumentar porque se daba cuenta que los vecinos no lo entendían o él no sabía expresar las cosas con más claridad. Pero para sí, su obra personal, era un pequeño refugio. Junto al río y lo suficientemente apartado del barrio y de los caminos.

 

               Por eso él, en las calurosas tardes de verano y cuando terminaba su trabajo con sus padres y otros compañeros, se venía a este lugar. Algunas veces, a sembrar o regar algunas plantas por la puerta de su refugio y, en otros momentos, simplemente para estar aquí en su soledad y silencio. Le gustaba contemplar la corriente del río, mirar para la colina de la Alhambra y observarla, distraerse con los pajarillos que se camuflaban por entre las zarzas y dejar que pasara el tiempo. Meditaba sus cosas y nadie sabía qué. En otras ocasiones, recogía leña, ramas secas y troncos gruesos, de las montañas cercanas y en un rincón a la entrada de su refugio, la amontonaba. Se decía: “Para cuando lleguen los fríos del invierno, encender lumbre y calentarme acurrucado en este refugio mío”.

 

               Y como los vecinos, según pasaba el tiempo, lo veían cada vez más metido en su refugio, seguían comentando:

- A este joven tiene que haberle pasado algo.

- ¿Y qué puede haberle pasado?

- ¿Tú no te acuerdas que hace un tiempo muchos lo vimos por las calles y plazas del barrio en compañía de una joven muy bella?

- Me acuerdo que casi todas los días la acompañaba, se la presentaba a los vecinos y les decía: “Esta amiga mía viene de las montañas donde nace el río Darro. Sus padres tienen allí tierras que siembran con trigo y viñas y el grano que sacan de estos cereales, lo convierten en harina de donde obtienen un pan delicioso. Necesita venderlo para sacar algo de dinero y yo estoy ayudándole. ¿Queréis hoy comprarle algo?” Y los vecinos, también tú y yo, siempre le comprábamos algunos de los panes que la joven traía, que por cierto sí que era delicioso.

- Yo me acuerdo de todo esto y también me acuerdo que la joven era muy hermosa y siempre vestía muy pobremente. Pero también, desde hace tiempo, me he preguntado qué habrá sido de ella.

- Tú te has preguntado esto y muchos de los vecinos de este barrio. Porque aquella joven que venía por aquí a vendernos su pan, un día desapareció y ya nunca más hemos sabido de ella. Tampoco nunca, este amigo nuestro del refugio cerca del río, nos dijo nada.

- Eso es cierto pero si tú lo has observado, desde aquellos últimos días para acá, se empezó a comportar de una forma extraña. Comenzó a mostrar interés por su refugio junto al río y cada vez más, vive solitario.

- ¿Tendrá algo que ver este refugio suyo del río con aquella hermosa joven que ya nunca más por aquí hemos visto?

- Yo no lo sé pero deberíamos averiguarlo.

 

 

               Y desde aquellos días, algunos vecinos del barrio, empezaron a interesarse por el joven y su refugio. Y algunas veces, ellos veían que cuando el joven estaba en su refugio, grupos de niños que jugaban por allí cerca, entraban dentro de la cueva y tardaban mucho en salir. Los padres de algunos de estos niños, intrigados por lo que dentro del refugio hacían, les preguntaban:

- ¿Y qué es lo que hacéis vosotros dentro de ese refugio y con ese joven?

Y como los niños siempre han sido y son sinceros, con franqueza les decían a sus padres:

- Nada especial hacemos.

- Entonces ¿por qué cuando entráis luego tardáis tanto en salir?

- Porque allí dentro, sentados junto a él, en silencio y a veces calentándonos en la lumbre, no necesitamos más.

- ¿Pero qué es lo que hacéis y de qué habláis?

- Si ya lo hemos dicho.

Y los niños no salían de aquí porque nada más tenían que decir.

 

               Sin embargo, los vecinos y los padres, seguían y seguían cada día más intrigados. Por eso entre ellos, con frecuencia comentaban:

- Pues tenemos que averiguar por qué a nuestros hijos les gusta tanto acudir a este refugio y quedarse ahí tanto tiempo con este joven.

- Desde luego que sí debemos averiguar esto.  

Y en el barrio se empezó a correr el rumor de que el joven y los niños dentro del refugio no hacían cosas buenas. Pero los niños, por más que unos y otros les preguntaban, nunca contaban más de lo que anteriormente una vez y otra habían dicho. Hasta que un día, todos los padres prohibieron a sus hijos que se acercaran al refugio del joven y que entraran dentro. Pensando también ellos que con esta medida, hiciera o dijera algo.

 

               No dijo nada y sí siguió relacionándose con sus vecinos y amigos, del mismo modo que siempre lo había hecho. Pero una tarde, uno de los padres de los niños, sin contarle nada a nadie, oculto y sigiloso se acercó al refugio del río. Había visto al joven entrar y por eso, con mucho cuidado y más silencioso aun, se aproximó, se asomó al interior del refugio y vio al joven sentado frente al fuego y en silencio. Escondido en la entrada se quedó el hombre y se dijo: “Voy a esperar aquí quieto y muy callado para ver si hace algo más que lo que ahora veo. Y si me descubre le diré que vine a saludarlo”. Esperó inmóvil y sin hacer ningún ruido y media hora más tarde, vio que el joven se levantó, caminó despacio hacia la habitación que el refugio tenía a su derecha y vio que se asomó a una pequeña ventana que daba justo a un gran charco del río. Miró muy pensativo durante unos minutos y de pronto dijo:

- No te quedes ahí en la puerta. Entra a mi refugio y asómate conmigo por esta ventana. Te explicaré y mostraré lo que tanto, a ti y a otros, os intriga.

 

               Al oír esto, el hombre que se escondía en la puerta, se quedó de piedra. Entró al refugio, sintiéndose algo desconcertado por haber sido descubierto y por eso dijo al joven:

- Solo venía a saludarte y por si necesitas algo.

- Te lo agradezco y ahora no te disculpes más. Asómate a esta ventana, observa despacio y luego pregunta lo que quieras.

Obedeció el hombre al joven, se asomó por la ventana, miro y frente a él, vio un gran charco azul en el río y en estas aguas, reflejándose unas imágenes muy hermosas. Meditó un momento y luego preguntó:

- ¿Quién es esa joven con una niña tan bella de la mano y por qué se ven ahí las torres y palacios de la Alhambra?

Y el joven respondió:

- Ella y la niña, son mis sueños: la joven que hacía tiempo acompañaba por las calles y plazas del Albaicín para que vendiera su pan y otros productos del rincón donde vivía.

- ¿Y a qué se debe esto que veo reflejado en las aguas del charco?

- Un día, se la llevaron a los palacios de la Alhambra y desde entonces nada sé de ella. La esperé y la espero cada momento que pasa y a mi hija con ella. Cada día las sueño y lo único que me consuela es verlas reflejadas en las claras superficie de estas aguas. Son mi sueño.

 

POR EL CERRO DEL TESORO

 

               Se le vio, aquella fría y lluviosa mañana de otoño, subiendo por una de las sendillas. Iba solo, acompañado de un pequeño perro y con una bolsa de cuero a sus espaldas. Al levante y lejos, se veían las cumbres de Sierra Nevada, tapizadas de blancos inmaculados. Las primeras nieves del año, ya habían caído mientras en Granada, por la colina de la Alhambra, barrio del Albaicín y la ancha vega por donde se va el río Genil, todo era lluvia y viento. El otoño estaba siendo muy lluvioso y por eso, pequeños arroyuelos caían por la ladera que pisaba y los árboles, ya todos se cubrían de ocres, naranja y oro.

 

               A la derecha de la sendilla que recorría, sobre la colina, emergían las altas torres de la Alhambra, protegidas por las murallas y tapizadas en sus partes bajas, por jardines, fuentes y paseos. Y al frente, según iba subiendo, esperaba encontrar las cuevas para refugiarse. Pero conforme avanzaba, miraba para un lado y otro y se decía: “Me parece recordar que en uno de los árboles que veo al frente, tengo parte del tesoro escondido. Otro poco de este tesoro mío, creo que se encuentra por algún lugar del arroyuelo que salta un poco más acá. Y la porción más importante, también me parece que la tengo escondida al coronar este cerro”. Y mirando a su pequeño perro, como si pretendiera que lo entendiera, de nuevo comentó:

- No sé qué me está pasando pero ahora no recuerdo exactamente dónde tengo escondidas las riquezas que necesito.

 

               Tenía hambre y estaba cansado. Su corazón se encontraba triste por lo que había ocurrido hacía solo unos días. Desde pequeño, había crecido, había jugado y luego trabajó en cosas importantes en los palacios de la Alhambra. Al amparo del rey y por eso, a lo largo de toda su vida, había dormido bajo techo, no pasó nunca frío y ningún día careció de alimentos. Pero ahora, solo hacía dos días, había sido expulsado de los recintos de la Alhambra, con la advertencia muy tajante de parte del rey que le dijo:

- Quítate ahora mismo de mi vista y márchate lejos. Y si vuelves por aquí, serás encarcelado y con un poco de suerte, podrás seguir con vida.

Quiso hablar, porque lo necesitaba y argumentar las cosas con el rey. Pero como sabía bien que a su majestad, no se le podía contradecir ni poner en duda sus palabras ni decisiones, salió de los recintos de la Alhambra y ahora, esta lluviosa y fría mañana de otoño, se disponía a buscar refugio en las cuevas del cerro, frente a las torres y por encima de los jardines y palacios.

 

               Avanzó, sumido en la tristeza y con el corazón afligido y al llegar a las primeras cuevas del cerro, se encontró con tres de los que en estas cuevas vivían. Los saludó y les dijo:

- Ni tengo techo ni alimentos ni fuerzas ni motivos para seguir viviendo. Pero en estos momentos, me gustaría porque lo necesito, quedarme aquí a vivir con vosotros. Y si me dais algo de comer, creo que dentro de unos días podré pagároslo.

- Y si no tienes techo ni alimentos ni mantas ¿cómo vas a pagarnos lo que nos estás pidiendo?

- En tres puntos distintos de este cerro, tengo escondidos porciones de un tesoro muy grande. Aunque ahora mismo no recuerdo exactamente dónde están estos tesoros míos, los estoy buscando. Es como si de mi memoria se hubieran borrado los lugares donde tengo escondidas estas riquezas pero creo que me acordaré en algún momento y en cuanto los encuentre, todos por aquí seremos ricos.  

Volver a Granada

 

            El cortijo se alzaba en una pequeña llanura. Frente al río, no lejos del gran remanso por el lado de debajo de la estrecha cerrada y rodeado de bosque. Era cuadrado, con un amplio patio en el centro donde había un pilar siempre con agua limpia y varios árboles. Un olmo, dos almeces, tres moreras y una muy vieja higuera. Bajo estos árboles, él cada día amarraba la borriquilla o soltaba o recogía las herramientas de labranza o frutos de la cosecha. Porque su trabajo en el cortijo y en las tierras que le rodeaban, consistía en esto: en labrar las tierras, recoger las cosechas, llevar o traer cargas de leña con la borriquilla y otras cosas que con frecuencia le pedían los dueños de la finca.

 

               Pero su trabajo principal, el que más tiempo le ocupaba, era el rebaño de cabras. Cada mañana al salir el sol, le abría la puerta del corral y le daba suelta y luego las dejaba que se fueran a los montes cercanos. Por donde las riberas del río, por las laderas del cerro a la derecha del cortijo y por el barranco del gran remanso, al lado debajo de la cuerda. Durante mucho, mucho tiempo cada día había realizado este trabajo y también cada día se repetía: “Tengo que irme de aquí y volver a Granada. Un día de estos, cuando el rebaño de cabras suba a lo más alto del cerro que hay a la derecha, voy a buscarlo y en cuanto esté en aquellas alturas y lejanías, me escapo, salgo corriendo y no vuelvo más a este cortijo. Mi corazón está en Granada, en el barrio del Albaicín y en mi pequeña casa frente a la Alhambra”.

 

               Y era cierto porque él había nacido en estos sitios. De una familia pobre y conforme fue creciendo, jugó y corrió con los demás niños, tanto por las calles del Albaicín como por las plazas, caminos, huertecillos y orillas del río Darro. Por eso, la bella figura de la Alhambra sobre la colina, formaba parte de los paisajes que cada día vivía. Y por eso un día, ya de mayor, vio como unos soldados de la Alhambra, vinieron y se llevaron preso al padre. No supo en ese momento qué era lo que pasaba ni tampoco lo supo después. Pero sí su corazón se llenó de miedo y desde aquel día, vivió desconcertado y buscaba la manera de ir a los palacios de la Alhambra para ver si podía hablar con el padre o con las personas que él creía lo tenían cautivo.

 

               Pasó el tiempo y no lograba realizar nada de lo que soñaba. Sí un día, cuando ya estaba para cumplir los veinte años, a su pequeña casa del barrio, otra vez llegaron los soldados de la Alhambra. Saludaron a la madre y le preguntaron:

- ¿Dónde está tu hijo?

- En el huerto del río, haciendo algunos trabajillos. ¿Para qué lo queréis?

- Nos lo vamos a llevar prisionero.

- ¿Y eso por qué?

- El rey de la Alhambra lo ha decidido y nosotros cumplimos sus órdenes. Cuando vuelva tu hijo dile que mañana al salir el sol, vendremos a llevárnoslo.

 

               Y los soldados dieron media vuelta, bajaron hasta el río Darro, subieron luego por la cuesta de la colina de la Alhambra y regresaron a estos palacios. En la pequeña casa, la madre se quedó desmoronada y los vecinos, algunos acudieron para animarla. Entre sí, unos y otros se preguntaban cuales eran los motivos por los que apresaban al joven y ninguno encontraba razones. Sí alguno dijo:

- Ahí en la Alhambra, piensan que tu hijo es un peligro para ellos y por eso deciden quitarlo de en medio.

- Pero si más bueno que mi hijo no hay nadie aquí en Granada.

- Eso lo sabemos nosotros pero ellos solo les importan sus cosas.

 

               Y aquella misma tarde, los vecinos y la madre, prepararon algunas cosas en la pequeña casa y algunos dijeron a la madre:

- Es inútil que nos sublevemos. Si te han dicho que mañana se lo llevan, vamos a despedirlo esta noche, todos reunidos aquí en tu casa.

En la pequeña sala de la casa, al oscurecer, se reunieron, pusieron sobre la mesa algunos frutos de los huertos del río y juntos se los comieron. Le daban los mejores bocados al joven diciendo:

- Tú sed valiente y ni luches ni te enfrentes con los que te lleven preso. Ellos no son tus enemigos y, aunque lo fueran, no serviría de nada.

Escuchaba el joven, comía algunas cosas y esperaba. Al amanecer, se presentaron en la puerta de su casa, un grupo de soldados con un carro tirado por dos mulos y al ver, al joven le dijeron:

- Vente con nosotros que tenemos que hacer un viaje. Y no preguntes ni te resistas porque es lo que te conviene. Si no nos creas ningún problema, te dejaremos que subas a este carro y así no tendrás que hacer el camino andando.

 

               Lo empujaron un poco, subió en el carro y se pusieron en camino dirección al norte. Los vecinos miraban en silencio alejarse la comitiva hasta que, al poco, todo se quedó como parado en el barrio. Acurrucado en el carro, entre unas alpacas de paja, el joven miraba a un lado y otro. Lleno de miedo y notando que su corazón se le moría a chorros. Los soldados escoltaban al carro, montados en sus caballos. Llegaron a la orilla de un río, con un gran monte al frente y pararon el carro. Se acercaron los soldados a la corriente para que bebieran sus caballos y en estos momentos, el joven saltó del carro, se refugió rápido en el monte y a toda prisa, subió por la ladera huyendo. Sintió a los soldados persiguiéndolo pero en unas rocas se refugió y no lo vieron.

 

                  Todo el resto del día los sintió buscándolo y al llegar la noche, vio que se alejaban llevándose el carro. Al amanecer el joven salió de las rocas y del monte y al ver el cortijo, se acercó al hombre mayor que salió a recibirlo y le dijo:

- Ahora mismo no tengo a nadie en este mundo, busco trabajo y en estos momentos me muero de hambre. ¿Puedes ayudarme?

Y el hombre mayor le dijo:

- Puedes quedarte a labrar las tierras y cuidar el rebaño de cabras que tengo en este cortijo. A cambio, tendrás un techo donde dormir y algo que comer cada día.

 

               Y en aquel mismo momento, miró para la gran cerrada del río, para el gran remanso y para el redondo cerro al frente y poblando de monte. Se dijo: “Y cuando lleve aquí un tiempo, un día subo a ese monte a ver si desde ahí descubro Granada y mi barrio. Luego, pasado más tiempo, una mañana me escapo y vuelvo”. Y desde aquel día, cada mañana y cada noche, soñaba este sueño. Y cada día al salir el sol, a lo largo de mucho tiempo, una vez y otra se repetía: “Tengo que volver a Granada. Un día de estos, cuando el rebaño de cabras se vaya por aquel monte, subiré a todo lo alto y luego desde allí me escapo”. Pero después de esta reflexión, también cada mañana se repetía: “¿Y si vuelvo a Granada y me cogen preso otra vez los de la Alhambra?”

 

EL CUERVO

 

               En Granada, muchas personas conocen el rincón con el nombre de “Jesús del Valle”. Porque la congregación religiosa, Compañía de Jesús, los Jesuitas, compraron tierras ahí. Y, junto al río, construyeron un gran edificio. No un convento, como algunos personas dicen sino una gran casa de labor que al mismo tiempo servía para recreo y centro de estudios de los miembros de esta congregación. En aquellos tiempos, a estas grandes construcciones en medio del campo, la llamaban alquerías y era lo que ya he dicho: casa de labor, donde vivían personas que criaban animales, cultivaban tierras y sacaban cosechas de harina, vino y carne.

 

               El segundo nombre de este lugar “valle”, viene precisamente de eso: del bonito valle que junto al río Darro se forma. El único gran valle que este caudaloso y corto río, tiene. Es también conocido este cauce con el nombre del “río de la Alhambra” por ser el que alimenta de agua a la Acequia Real. Y porque a su paso por Granada, este pequeño y bonito río, corre cristalino justo a los pies de la Alhambra, por el lugar conocido como Paseo de los Tristes y Carrera del Darro.

 

               La alquería o casa de labor que los Jesuitas construyeron después de que los reyes de la Alhambra se marcharan de estos territorios, fue muy floreciente durante mucho tiempo. Tanto que de esta finca se sacaba el aceite, la harina y la carne suficiente para alimentar a la comunidad que trabajaba y vivía en el colegio que los Jesuitas tenían donde hoy se alza la facultad de derecho, en el mismo centro de Granada. Pero pasado el tiempo, la gran casa de labor de los Jesuitas en el corazón de Jesús del Valle, fue expropiada, cambió de dueño y, corriendo el tiempo, fue quedando poco a poco abandonada. Tanto que hoy en día, todo por ahí se encuentra en ruinas, aunque todavía hay olivos, viñas y muchos bosques repletos de encinas. Ahora todas estas tierras pertenecen al Patronato de la Alhambra, como parque periurbano y están declaradas Bien de Interés Cultural.

 

               Pero antes, mucho antes de que los Jesuitas fueran dueños y levantaran la alquería que ya he dicho, el lugar era solo un gran valle. No desierto del todo pero sí muy salvaje porque aun tenía mucha más agua y vegetación que tiempos después y ahora mismo. Vivían en este valle algunas familias en sus pequeñas casas de piedra y madera y también cultivaban las tierras, criaban animales y recogían cosechas. En la parte media del valle y por encima de donde luego fue construido el edificio de los Jesuitas, una de estas familias tenía algunas cabras que el padre guardaba, un huertecillo cerca de las aguas del río y mucho bosque por donde andar para buscar frutos silvestres y recoger leña para la lumbre y un pequeño horno donde cocían el pan. Solo una niña había nacido de su matrimonio y creció ésta en armonía y libertad por los paisajes y remansos del río.

 

               Por eso, desde sus primeros días de vida, veía y jugaba con los animales. Algunos corderos, los pajarillos del río, el perro pequeño que siempre acompañaba al padre cuando iba con el rebaño por el monte y también un gato. Otras veces, se iba con el padre, tras los animales por el bosque para darle compañía y para aprender cosas. Con frecuencia le decía:

- En río que baja encajado entre rocas y tienes charcos grandes como lagos, es lo que más me gusta en estos lugares. Un día tienes que llevarme a esos sitios porque quiero bañarme ahí y coger las trechas que tanto me has anunciado.

- Un día, cuando haga buen tiempo y seas algo mayor, primero te llevaré a lo más alto de la colina que hay a la derecha de este río. Desde ahí se ven las tierras de la Alhambra y las cumbres de Sierra Nevada. Y también en esos grandes charcos, muchas veces se reflejan imágenes que parecen sueños.

- Me muero en deseos de que un día me lleves a estos sitios.

 

               Y un año, después de un verano muy caluroso y pocas lluvias, en los principios del otoño, cayó una gran tormenta. Creció el río Darro y crecieron los arroyuelos que descolgaban por las laderas de las colinas a los lados y al día siguiente, amaneció sin una nube en el cielo. Preguntó la pequeña a su padre:

- ¿Es hoy un buen día para que me vaya contigo y me lleves a esa gran colina?

- Hoy no puede ser pero te prometo que te llevaré.

Y la pequeña, ayudó al padre a soltar las cabras del corral y luego, cerca de la vivienda y en una pequeña llanura, se quedó sola. Al poco, se puso a jugar con algunas piedras blancas y relucientes que por allí encontró. Avanzó la mañana y mientras ella se entretenía en su juego, vio varias veces a un cuervo muy negro. Alzó éste vuelo de un acebuche que había a la derecha del río y en dos o tres ocasiones, se paró a poca distancia de donde la niña jugaba. Lo vio ésta y en una de las ocasiones, le habló y le dijo:

- Me gustaría ser tu amiga pero no sé si tú me aceptas.

 

               Esperó ilusionada que el ave le dijera algo y como no obtuvo de él ninguna respuesta, otra vez le dijo:

- De acuerdo. Ya sé que tú no me hablas pero se me ocurre algo que puede ser importante para conocernos mejor.

Y la chiquilla, cogió un trozo de palo que tenía cerca, lo lanzó para su derecha y le dijo al cuervo:

- Ve a por él y me lo traes.

Como si hubiera entendido, el cuervo alzó vuelo, cogió el trozo de palo, voló hacia la niña y al pasar cerca de ella, soltó la madera. La recogió la niña y de nuevo lanzó lejos el trozo de palo pidiéndole al ave que repitiera el juego. Y el cuervo repitió el juego pero ahora, en lugar de volar para donde estaba la muchacha, se elevó en el cielo y se fue derecho al acantilado que tenía enfrente. Miró ella muy interesada y vio que el cuervo se posó en una pequeña repisa en las rocas. Se dijo: “Seguro que ahí tiene su nido o guarda algún tesoro. Voy a verlo ahora mismo”.

 

Dejó su juego, se fue derecha al acantilado y al llegar al pie de las rocas, se puso a escalar, sujetando sus pies en los salientes rocosos y agarrándose con fuerza. Subió por la inclinada pared y cuando estuvo en lo más alto de la repisa donde el cuervo se había parado, miró y descubrió que había como una cueva. Llamó al cuervo y al oírlo éste, alzó vuelo y se perdió río abajo como hacia la Alhambra. De nuevo se dijo: “Voy a entrar en esta cueva a ver qué guarda ahí”. Se agachó un poco, entró por la pequeña abertura y nada más dar unos pasos, a su derecha vio un montón de joyas y piedras preciosas. Asombrada no sabía qué hacer ni qué pensar. Pero pasados unos segundos, cogió algunas de las joyas, salió fuera de la cavidad y volvió a descender por la pared rocosa. Llamó a la madre, le mostró lo que traía en sus manos y luego le contó el tesoro que en el acantilado había encontrado. Le dijo a la madre:

- No hagamos nada hasta que esta noche venga tu padre. Sin duda ese tesoro puede tener dueño y por eso debemos ser prudentes.

 

               En cuanto por la noche regresó el padre, le comentaron lo ocurrido y éste dijo:

- Mañana por la mañana subiré yo a ver qué hay allí y después, ya veremos qué hacemos.

Pero al día siguiente, en cuanto salió el sol, lo primero que oyeron fueron los graznidos del cuervo. Se asomó enseguida la niña a la puerta de su casa y al verlo parado en un árbol, lo llamó. El cuervo alzó vuelo y se vino hacia la niña, trayendo en sus patas y cogido con las garras, algo muy reluciente. Se dijo: “Me trae un regalo del tesoro que tiene en la cueva del acantilado”. Y fue así: al llegar el cuervo a la altura de la niña, soltó lo que traía en sus garras y al caer al suelo, la niña cogió lo que era un bonito collar de piedras preciosas. Llamó enseguida a sus padres y mientras le mostraba lo que el ave le había traído, vieron como el cuervo alzaba vuelo y se perdió río abajo como hacia las torres de la Alhambra.

 

               Media hora más tarde y cuando el padre se disponía para subir a la gruta del acantilado, de nuevo sintieron los graznidos del cuervo. Miraron y lo vieron que subía volando río arriba. Y enseguida oyeron y luego vieron a un grupo de hombres montados a caballo. Se posó el cuervo en la copa del almez en la misma puerta de la casa y al llegar los que venían a caballo, dijeron al padre de la niña:

- Este maldito cuervo es un ladrón.

- ¿Por qué dices eso?

Preguntó la niña al soldado que había hablado.

- Porque ya le ha robado, a la princesa de la torre alta, muchas de sus joyas. Por fin lo hemos descubierto y lo venimos persiguiendo para acabar con él. Es lo que nos ha dicho la princesa.

 

               Al oír esto, la niña enseguida dijo:

- ¡No por favor! Este cuervo es mi amigo.

Pero en ese momento, uno de los soldados, disparó una flecha que veloz, cruzó el aire y fue a clavarse en el corazón del cuervo. Sin vida, cayó desde lo más alto del árbol y rápida la niña fue a recogerlo. Lo cogió y vio que ya no tenía vida. Miró a los soldados y enfadada les dijo:

- ¡Sois malos! Él era mi amigo y yo, a cambio de que no le hubierais hecho daño, os habría dado un tesoro que tengo.

Y el soldado que mandaba en el pelotón, dijo:

- Este cuervo ya no le robará más joyas a la princesa. Nos vamos con nuestra misión cumplida.

 

               Y espolearon sus caballos y río abajo hacia la Alhambra, desaparecieron. Al quedarse la niña sola con sus padres y el cuervo ahora muerto, mientras lo miraba ésta, le dijo a la madre:

- Pues del tesoro que hay en la cueva del acantilado, no vamos a darle a la princesa ni una sola perla.

Y el padre aclaró:

- Voy ahora mismo a por ese tesoro.

- ¿Y qué vamos a hacer con él?

Preguntó la niña. Abrazándola la madre, le dio un beso y le dijo:

- Por lo que sabemos, todas las joyas de tu tesoro son propiedad de una princesa. En cuanto las tengamos en nuestras manos, acompañas a tu padre, vais a la Alhambra y entregáis a esa princesa sus tesoros.

Y muy irritada la niña protesto diciendo:

- Pero si ellos me han matado a mi mejor amigo ¿por qué yo ahora tengo que ser buena y devolverle sus joyas?

- Precisamente por eso, hija mía: porque no debemos comportarnos del mismo modo que lo han hecho ellos. Todos los que viven en los palacios de la Alhambra, quizás sean más importantes, cultos e inteligentes que nosotros pero si somos buenos y honrados, puede que Dios nos premia con un tesoro mucho más grande e infinitamente valioso. Tú eras de este cuervo su mejor amiga y lo mismo debemos serlo nosotros de los reyes de la Alhambra y de las princesas.

LA CASA Y LA ANCIANA

 

               Regresaba y, al llegar a Granada, se fue andando hacia el barrio. Quería recorrer las calles para, según se fuera acercando, ir saboreando la emoción del encuentro. Y, cuando llegó al centro de la ciudad, por el lado de Sierra Nevada, subió a la colina de la Alhambra. Porque también quería, antes de pisar las calles del Albaicín, descubrirlo y saborearlo desde la distancia. Tal como mil veces o más, había visto en su sueño.

 

               Rodeó la muralla en la colina de la Alhambra y fue poco a poco buscando el mejor punto o mirador desde donde descubrir y observar las blancas casas del barrio. Era media mañana, el sol lucía algo velado y por eso la luz también todo lo tamizaba. Con el tono, la serenidad y el silencio de un día propio de otoño. Que por eso regresaba después de muchos, muchos años lejos de la madre y vecina del barrio. Ella tenía ahora más de ochenta años y, aunque se agarraba a la vida y pocas veces permitían que los vecinos le ayudaran, las fuerzas le iban dejando. Y él, el único de los tres hermanos que aun vivía, volvía, además de para verla y abrazarla, para llevársela lejos de Granada y que no estuviera tan sola en sus últimos años de vida. Con frecuencia se decía: “No puedo permitir que mi madre, ya tan mayor, viva sola y no tenga ni siquiera el consuelo de una caricia mía”.

 

               Bastantes veces, esto era lo que le había dicho a la anciana y ella, escuchaba atenta y callaba. Pero ahora, como el otoño se iba haciendo presente, y sabía que no tardaría en llegar el invierno, había pensado que era el momento de venir a por ella y llevársela a su casa. Antes de que otra vez los fríos llegaran y las nieves y los hielos se hicieran presentes en Granada. Por el lado, en la colina de la Alhambra, encontró el sitio que había imaginado. Justo en el pequeño barranco por donde el riachuelo brota en los costados de un lienzo de muralla de la Alhambra y se deja caer pendiente abajo en busca del cauce del río Darro. Por todos es conocido este lugar y desde tiempos muy lejanos, con el nombre de la Cuesta del Rey Chico. También él conocía estos sitios porque cuando pequeño, por aquí jugaba o iba a las montañas. Y sabía muy bien que estos rincones de Granada, ofrecían unas vistas espléndidas hacia el barrio del Albaicín y gran parte de la ciudad.

 

               Por eso caminó emocionado, dejándose empapar por las sensaciones de todo cuanto pisaba y veía. Y, comenzaba a recorrer el camino que va siguiendo el riachuelo de la Cuesta del Rey Chico, cuando lo que antes sus ojos se presentó, le dejó paralizado. Al otro lado del río y en la colina frente a la de la Alhambra, aparecían las casas del barrio que iba buscando. Pero no de la manera que él las recordaba y esperaba encontrar. Por la gran ladera, desde lo alto de la colina hasta el río, se veían pequeños grupos de casitas blancas. Separadas entre sí por trozos de tierra sembrados de huertos, por caminos que subían o bajaban de un lado a otro y por más trozos de tierra donde crecían árboles y abundante vegetación silvestre.

 

               Detuvo sus pasos, miró muy interesado en el extraño y a la vez bonito espectáculo, intentando comprender lo que observaba y luego se puso a buscar su casa. Donde había nacido y durante algunos años, había vivido hasta que se marchó a la ciudad de donde ahora regresaba. Dentro de la casa, la madre había enfermado y ahora lo esperaba. Y desde la distancia, le pareció encontrar la casa que buscaba. En mitad de la ladera y a media altura entre la parte más alta de la colina y el cauce del río. Y al descubrir el edificio, a su mente acudieron los recuerdos e imaginó a la anciana esperándole sentada en algún rincón de la vivienda. Un pensamiento extraño recorrió su espíritu y sintió algo de tristeza al mismo tiempo que pena.

 

               Siguió caminando, recorrió toda la cuesta, cada vez más inclinada hacia el río, llegó al cauce, por el pequeño puente de piedra lo cruzó, buscó uno de los caminos que por la ladera subían y remontó decidido derecho a la casa que buscaba. Llegó a la puerta y al encontrarla cerrada, llamó. Unos segundos después, sintió correrse el cerrojo y la puerta se abrió. Frente a él, la anciana apareció, con la cara muy arrugada, sus pelos lacios y sus ojos hundidos y apagados. Sin pronunciar palabras, fuerte la abrazó y durante unos segundos, la sujetó entre sus brazos, mientras la besaba y no paraba. Muy débilmente ella dijo:

- ¡Hijo mío! ¡Tanto tiempo te llevo esperando!

- Pues ahora sí es verdad que estoy a tu lado. Entremos a la casa y te ayudo a preparar las cosas que mañana mismo nos vamos.

 

               Caminó la anciana, algo vacilante y cogiendo de la mano al hijo, se lo llevó al jardincillo que crecía cerca de la puerta de atrás de la casa. Frente a un trozo de tierra algo tapizada de hierba y pasto, se paró y mirando para la Alhambra, dijo al que había llegado:

- Tú quieres que me vaya contigo a la ciudad donde vives ahora pero yo, en esta casa y este barrio he nacido y, a lo largo de toda mi vida, aquí he soñado y he sufrido.

- Pero ahora ya eres mayor y estás sola en esta casa. En la ciudad donde vivo yo, serás mucho más feliz porque todo por allí es de otra forma. Tú no te preocupes ni te apene tener que irte de esta casa.

Y la anciana, mostrándole un pequeño trozo de tierra tapizado con hierba y pasto, dijo al hijo:

- Aquí mismo, cuando tú eras pequeño, jugabas cada día frente a la Alhambra. Y aunque yo escasamente tenía para darte de comer, me sentía la más feliz de las personas cada vez que en este trozo de tierra te veía bañado por las rayos del sol y acariciado por el vientecillo que subía desde el río. La figura de la Alhambra y las blancas casas de este barrio, me parecían los más hermosos palacios construidos en esta tierra. Creciste y cuando un día te marchaste a donde ahora vives, yo cada mañana y cada tarde, me he sentado en este rodal de tierra, siempre soñando contigo.

 

               Y al pronunciar estas palabras, el hijo se dio cuenta que la anciana lloraba. Le preguntó y ella dijo:

- No quiero irme de este rincón aunque tú me digas que en aquella ciudad todo será muy bello. Y si te empeñas en llevarme contigo, solo voy a pedirte el último favor.

- ¿Qué es lo que quieres pedirme?

- Que me dejes dormir esta noche, recostada a tus pies y en este rodal de tierra, a la luz de la luna, acariciados los dos por el vientecillo que sube desde el río Darro y frente a la Alhambra.

- ¿Y eso para qué?

- Tú hazme caso y concédeme este último deseo.

 

               Cayó la noche, en el rodal de tierra el hijo se sentó frente a la Alhambra y esperó que la anciana saliera de la casa y se acera. Cuando comenzaba a salir la luna, ella se sentó a los pies del hijo y durante un buen rato, habló despacio repasando los recuerdos que a lo largo de tantos años en el rincón había vivido. Luego dejó de hablar y el hijo, pensando que se había quedado dormida, acarició su cara y dejó que descansara. Y avanzó la noche sin que ella dijera nada más ni hiciera ningún movimiento. Se ocultó la luna y poco antes de la salida del sol, el hijo quiso despertarla para comenzar a preparar las cosas para el viaje. Y fue ahora cuando se dio cuenta que sus manos estaban frías, por su boca no circulaba el aire y su corazón no latía.

 

LAS BORDADORAS DEL ALBAICÍN

 

               Las personas no podemos vivir sin el cariño y aprecio de los demás. Por eso, a lo largo de toda nuestra vida, continuamente nos comportamos como verdaderos niños pequeños. Deseando y hasta implorando en todo momento ser reconocidos y apreciados por los que nos rodean. Y sobre todo, lo que más continuamente esperamos de los otros, es cariño sincero. Como si en el fondo, no tuviéramos vida ni fuéramos nada si nos falta el aprecio de las personas.

 

               Y esto fue lo que les sucedió a ellos, sin que lo supieran, en aquella ocasión. Tres mujeres algo jóvenes, tenían una pequeña estancia en el barrio del Albaicín. En lo más alto de esta colina y por eso, desde las ventanas de esta estancia, se vía muy bien la gran colina de la Alhambra y las torres y murallas de este monumento. Se dedicaban ellas a bordar vestidos y cortinas y también a coser prendas. Porque la estancia de las ventanas a la Alhambra, era eso, un pequeño taller de bordados y confección donde estas tres mujeres trabajaban muchas horas a lo largo del día. Pero no les importaba a ellas porque esta pequeña fábrica de artesanía, era de su propiedad y todos los trabajos que realizaban, eran encargos que unos y otros les hacían. Incluso y en más de una ocasión, algunas de las personas que vivían en la Alhambra, le encargaban vestidos o bordados para ocasiones muy concretas.

 

               Cerca del pequeño taller de artesanía, vivía un hombre no muy mayor, que le gustaba mucho hacer figuritas de madera. Con su pequeña navaja, tallaba constantemente trozos de madera y daba forma a obras muy hermosas. Tan bonitas o más que los bordados que hacían las tres mujeres en su pequeño taller de las ventanas a la Alhambra. Y como las artesanas de los bordados y el virtuoso de la madera eran muy amigos, entre sí se mostraban continuamente las obras de arte que hacían. Como si tanto ellas como él, necesitaran de las palabras y aprobación de las cosas que elaboraban unos y otros. Ellas siempre le decían a su amigo:

- La talla de madera que el otro día nos enseñaste, nos gustó mucho. Eres un gran artista y por eso se ve claramente que tienes mucha sensibilidad para lo bello.

Él les daba las gracias y a su vez les correspondía diciendo:

- Pues los bordados que le hicisteis a la joven que se casa dentro de unos días, son realmente primorosos.

Y al oír esto, las bordadoras se llenaban de gozo. Como si el corazón se les esponjara y el espíritu se les llenara de la paz más sincera y limpia. Por eso un día, la más inteligente de las tres artesanas, dijo al hombre:

- A ver si en alguna ocasión nos ponemos de acuerdo y tú y nosotras, hacemos algo en común.

Y el hombre le preguntó:

- ¿Qué podemos hacer?

- Hay que pensarlo pero algo podríamos realizar.

- Pues vamos a pensarlo a ver qué se nos ocurre porque la idea es muy interesante y me gusta mucho.

 

               Y a partir de aquel momento, tanto las tres mujeres como el hombre, se pusieron a imaginar. Y una tarde de otoño, paseaba él por las partes altas del Albaicín, por donde hoy se alza la ermita de San Miguel Alto, y vio algo que le interesó mucho. Junto a un trozo de muralla, descubrió tres olivos y notó que uno de ellos estaba seco. Se acercó y a un hombre que había allí, le preguntó:

- ¿Tienen dueño estos olivos?

- Hasta no hace mucho, estos olivos tenían dueño pero ahora ya no.

- ¿Y eso?

- Eran propiedad de un hombre mayor que los ha cuidado a lo largo de toda su vida pero hace un par de meses, se los quitaron.

- ¿Quién y por qué?

- Un hombre rico de la colina de la Alhambra, quiere construirse aquí su palacio y como les estorban estos olivos, sin más le ha prohibido que siga cuidándolos.

- ¿Y por eso este olivo de aquí ya se ha secado?

- Por eso. Al pobre hombre mayor, le ha entrado miedo y ya hace bastante tiempo que no viene por aquí a cuidar de sus olivos.

 

               Y el hombre artista, en aquel momento no dijo nada más. Al día siguiente buscó al hombre rico de la colina de la Alhambra y le pidió permiso para cortar y llevarse el olivo seco. Y el hombre rico le dijo:

- Puedes llevarte no solo el olivo seco sino todos los que hay. Así me quitas de en medio estos estorbos y la tentación de que el dueño discuta otra vez conmigo.

El hombre artista agradeció el regalo del hombre rico y, aquel mismo día, buscó al que había sido dueño de los árboles. Lo saludó y le dijo:

- Uno de tus tres olivos, el que ya se ha secado, me lo ha regalado el hombre rico de la Alhambra.

- ¿Y qué vas a hacer con él?

- Con tu permiso, porque ese olivo te pertenece, lo voy a cortar y a traérmelo a mi casa. Se me ha ocurrido una idea que va a gustarte tanto a ti como a las mujeres del taller de bordados. Quizás consiga que tu olivo siga siendo importante no solo para ti sino para muchas personas de este barrio.

- Pues haz lo que quieras porque yo ya no tengo ninguna propiedad sobre ese árbol.

 

               El hombre artesano, ayudado por el que había sido dueño de los olivos desde siempre, al día siguiente cortaron el que estaba seco. Llevaron el tronco a la casa del artesano y enseguida fue al taller de las bordadoras y les dijo:

- Ya he encontrado la manera de hacer una obra de arte entre todos.

- ¿Qué es lo que se te ha ocurrido?

Y pacientemente y con detalle, el hombre explicó a las mujeres lo que se la había ocurrido. Al terminar su relato las tres mujeres dijeron:

- Nos parece una idea muy brillante. Ahora mismo nos ponemos nosotras y comenzamos con el trabajo que por nuestra parte corresponde.

 

               Aquel mismo día, tanto las mujeres en su pequeño taller como el hombre en su casa, comenzaron a trabajar en la gran obra que habían ideado. Y en un solo día, avanzaron mucho. A los tres días, tenían las cosas mucho más avanzadas y al quinto día, las tres mujeres y el hombre artista, hablaron con los vecinos y les dijeron:

- Necesitamos un patio grande, rodeado de macetas y que tenga hermosas vistas a la Alhambra. ¿Quién nos lo presta y quiere colaborar con nosotros?

- ¿Y para qué necesitáis el patio que decís, con macetas y vistas a la Alhambra?

Las mujeres explicaron a los vecinos su proyecto y enseguida todos dijeron:

- El mejor patio que hay por aquí, es el de la fuente y el ciprés.

- Ese patio es mío y desde este momento, tenéis las puertas abiertas para llevar a cabo ahí vuestro proyecto.

 

               Al día siguiente, en el fondo del patio, rodeada de macetas y junto a la fuente y el ciprés, el hombre puso la hermosa cruz de madera que había tallado con el tronco del olivo seco. En los brazos de esta cruz, las mujeres bordadoras colgaron su hermoso paño de seda azul, roja y blanca y bordada con los dibujos más originales y primorosos. Y al ver la hermosa cruz de madera de olivo y los delicados bordados en el lienzo de seda, unos y otros dijeron:

- Nunca se ha visto en este barrio del Albaicín una obra tan bonita como ésta vuestra. Sois unos auténticos creadores de belleza.

Y tanto las mujeres bordadoras como el hombre artista, se sintieron satisfechos y llenos de un gozo profundo y sincero. Los dueños del patio, al notar lo agradecidos que estaban los vecinos, decían:

- Lo mejor que podía ocurrirnos en esta vida, es notar que a todos los aquí presentes os gusta nuestro patio.

Y el hombre que tiempos atrás había sido dueño de los olivos, aclaró:

- Y yo me siento el más feliz de todos, viendo que uno de mis amados olivos ahora es esta obra de arte.                      

 

               Y tanto las tres bordadoras como el hombre artista de la madera y pequeñas cosas, el antiguo dueño de los olivos y los propietarios del patio de la fuente, comprobaron en ese momento que lo más importante en esta vida es tener y sentir el aprecio y cariño de los demás. Incluso más importante que la vida misma.

 

EL PADRE AGRIO

 

               Era otoño, ya casi tocando el invierno. Desde las huertas del Generalife, jardines y torres de la Alhambra, el cielo que cubría al barrio del Albaicín, se veía todo nublado. Color oro sangre justo al ponerse el sol y oscuro frío, unas horas después. Y aquella mañana de otoño, con este tono gris apagado, fue como amaneció y se veía el cielo por encima de la colina de la Alhambra.

 

               En las tierras de las pequeñas huertas cerca de la Alhambra y por el lado que da a Sierra Nevad, al ir a su trabajo, dos hombres comentaban:

- Las lluvias están haciendo falta.

- ¡Y tanto que hacen falta! Este año el verano ha sido el más seco y caluroso y por eso todos esperábamos que al llegar el otoño, las lluvias cayeran y refrescaran los campos.

- Pero el otoño, ya lo estás viendo: no solo ha llegado sino que casi se marcha y ni trae temperaturas frescas ni lluvias aunque sí muchas nubes negras.

- Y las lluvias son necesarias no solo para las plantas sino también para poder seguir regando estas huertas y que brote la hierba y que, por los campos, tengan alimentos los animales.

 

               Los dos hombres, llegaron a la altura del terreno propiedad de “el padre agrio”, que era como lo llamaban los conocidos y al mirar, lo vieron. Solo, labrando un trozo de tierra cerca de unos granados, encorvado sobre la azada y, de vez en cuando, se levantaba, miraba para la Alhambra y para el barrio del Albaicín y luego seguía cavando. Los dos hombres, al ver al padre agrio, dijeron:

- Míralo donde está. Como siempre, solo, triste y seguro que con un humor de perros. ¿Nos acercamos y lo saludamos?

   - El hombre debe estar amargado y nunca nos ha dicho por qué. Dicen que el otro día, le volvió a pegar a la mujer y que cuando el hijo se puso delante para defenderla, también llevó leña. Y la hija menor lloraba como una magdalena diciendo: “¡Qué desgracia de esta familia mía y de mi pobre hermano!”

- Y los vecinos ¿qué hicieron?

- Lo que hacemos tú y yo, dejadlos quietos.

 

               Los dos hombres desviaron un poco su camino, se acercaron al padre agrio, lo saludaron y después de comentar un par de cosas intranscendentes, le preguntaron:

- Y tu hijo ¿por qué no te ayuda a cavar estas tierras?

- Mi hijo es un vago redomado que lo único que quiere es marcharse de casa.

- Y tu mujer ¿qué dice?

- Mi mujer no es buena. Siempre está protegiendo a mi hija y poniéndose continuamente de parte de mi hijo.

- Qué mala suerte la tuya que tengas una familia tan desordenada. Pero ¿nos permites una pregunta?

- No estoy yo hoy para preguntas pero, para que luego no vayáis por ahí diciendo que soy un borde, preguntarme rápido que tengo que seguir con mi trabajo.

Y el hombre mayor le preguntó:

- ¿A qué se debe que tu hijo se lleve tan mal contigo?

Al oír esta pregunta, el padre agrio acachó la cabeza, se puso a cavar en la tierra y pasados unos minutos dijo:

- Se debe a que es un desgraciado y solo se preocupa de soñar y vivir la vida sin trabajar. Y ahora, dejadme solo que a mí sí me come el trabajo.

Despidieron los hombres al padre agrio, siguieron su camino hacia las huertas de arriba y, mientras se alejaban, el más joven dijo al mayor:

- Yo creo que ese muchacho no es tan malo. Lo que pasa es que el padre no es inteligente y por eso ni lo entiende ni sabe educarlo.

 

               Y el hijo, ya un hombre hecho y derecho, sí era cierto que estaba en rebeldía con el padre. No era feliz donde vivía ni de la manera que lo hacía. No le gustaba labrar la tierra ni se resignaba a vivir toda su vida del modo que veía en sus padres. Pero como estas cosas no podía hablarlas con el padre, protestaba mostrando su rebeldía. La madre lo apoyaba y por eso el padre, siempre estaba discutiendo con la mujer y castigando duramente a los hijos. Y un día de otoño, después de unas copiosas lluvias, una de las princesas de la Alhambra, salió a pasear por los jardines y por las huertas cercanas. Se encontró con el hijo del padre agrio y como lo vio sentado en el tronco de un olivo, triste y solitario, se acercó y le preguntó:

- ¿Te pasa algo?

Miró el joven a la princesa y como tenía el corazón lleno de pena, sin más se desahogó contándole la gran desgracia que en su familia estaba viviendo.

 

               Lo escuchó con mucho interés, la joven princesa y al final le dijo al joven:

- Si tú me haces caso, puede que tu vida, tu hermana y tu madre, encuentren la dicha que ahora os falta.

- ¿Tú puedes ayudarnos?

- Voy a intentarlo pero tú debes colaborar.

- Haré lo que me pidas y de la manera que quiera.

 

               Pocos días después, el joven trabajaba en el taller de artesanía de los palacios de la Alhambra. Unos meses más tarde, junto a este taller y en una bonita casa, la madre y la hermana se instalaron. Le pidieron al padre que también se fuera a vivir con ellos pero él les dijo:

- Vosotros haced lo que queráis pero a mí me dejáis tranquilo. Yo he nacido junto a la huerta que en este lugar tengo y aquí quiero morir.

Y lo dejaron tranquilo. La hermana del joven, se hizo amiga de la princesa y ésta la trataba como a una hermana mayor. Y la madre el joven, se hizo amiga de la reina y su vida cambió por completo.

 

               Se casó el joven unos años después y se casó la hermana. La madre envejeció y el padre enfermó, ya muy mayor, seguía con su mal humor, refugiado en la casita de la huerta. De vez en cuando, los hijos y la esposa, iban a verlo, lo cuidaban, le dejaban alimentos hasta que un día murió. La madre y los hijos lo lloraron sinceramente y luego, para cumplir el deseo del hombre agrio, lo enterraron junto a un granado del huerto. Y para animar a los hijos y que no guardaron ningún rencor a su padre, les dijo:

- Vuestro padre no era malo.

Y el hijo le preguntó:

- Pero mamá ¿entonces por qué te pegaba tanto y a nosotros también?

- Vuestro padre, de pequeño, no fue educado en el amor y respeto. No aprendió ni a leer ni a escribir y sí estuvo siempre despreciado. Lo que vivió de pequeño, lo practicó con nosotros pero él, no era malo. Por eso es necesario que lo perdonemos y que recemos por él al cielo.

272- ORIGINAL REGALO DE NAVIDAD

 

               En el Puente del Aljibillo, el que al final del Paseo de los Tristes da paso a la Cuesta del Rey Chico, Fuente del Avellano y Albaicín, han ocurrido muchas historias. Algunas son tristes y hasta trágicas pero la mayoría de las historias que yo conozco, son hermosas y están llenas de amor, luz y gozo. Y la otra tarde fría y nublada, porque ya estamos a dos pasos de la Nochebuena, me vine a este lugar del puente del Aljibillo. Con la intención solo de sentarme aquí, dejar que pasara el tiempo mientras me distraía viendo a los turistas, recordando algunas de las cosas que en este puente tengo vividas y gozando de los colores del otoño y aguas del río a su paso por este lugar. Y meditaba mis cosas, recordando a unas cuantas personas muy queridas y que ahora ya no están en Granada, cuando vino a mi mente lo ocurrido en este puente hace ya muchos años. Justo un día de Navidad muy parecido al de ayer por la tarde. Con algo también de frío, nieblas y clores de otoño, junto a las aguas del río.

 

               En tiempos de los reyes de la Alhambra, había una familia muy rica que tenía un gran palacio cerca de la plaza del Paseo de los Tristes. Tenía este palacio grandes salones, muy bonitos jardines y algunas fuentes con agua. Y la familia dueña del palacio, era un matrimonio no muy mayor que solo tenía un hijo. Una niña de unos doce años que, a su vez, era amiga de un vecino suyo algo más pequeño que ella. Se acercaban las fechas de la Navidad y un día, los padres dijeron a su hija:

- Queremos este año regalarle lo más bonito que tú nunca hayas soñado. ¿Qué regalo quieres tú para Navidad?

Y la niña les dijo a sus padres:

- Quiero comentarlo con mi amigo, los dos juntos lo pensamos y luego os lo digo.

- De acuerdo. Nosotros esperamos.

 

               En aquel mismo instante, la pequeña buscó a su amigo, le contó lo del regalo que los padres querían hacerle, lo hablaron y unas horas después, subieron a la Alhambra, buscaron a sus tres amigas princesas y a los dos jóvenes príncipes y con ellos comentaron lo del regalo. Los jóvenes príncipes dijeron:

- Nosotros, por nuestra religión, no celebramos la Navidad como vosotros pero vuestra idea es tan hermosa que hablaremos con nuestros padres para que nos den permiso y vivimos todos juntos la idea que se os ha ocurrido.

- ¿A que sería lo más hermoso que nunca se haya vivido aquí en Granada?

- Sería algo maravilloso y fantástico nunca por aquí vivido.

 

               Y muy satisfechos los dos niños, bajaron de la Alhambra, buscó la niña a sus padres y les dijo el regalo que quería para Navidad. Al saberlo, la madre le comentó:

- Por nuestra parte, habíamos pensado en otra clase de regalo pero como solo pretendemos que seas feliz, estoy de acuerdo con lo que me dices. Vamos a complacerte porque nosotros también seremos muy dichosos viéndote a ti disfrutando con tus amigos en estos días de la Navidad.

Y al día siguiente muy temprano, los padres comenzaron a preparar todo, en los salones del palacio. Los dos niños se fueron por el camino de la Fuente del Avellano, por las cuevas del Valparaíso y las que había en las laderas de San Miguel Alto. Saludaron a todas las personas pobres que en estas cuevas vivían y les dijeron:

- La gran comida, con motivo de la Navidad, será al caer la tarde, justo donde el Puente del Aljibillo, cerca del río Darro, a los pies de la Alhambra y frente al barrio del Albaicín.

- Y si nosotros vamos a esta gran comida ¿qué tenemos que llevar?

- Nada. Ni siquiera tenéis que vestiros con ropas limpias ni más o menos buenas.

- ¿Pero todo lo que nos dices será gratis?

- Por completo gratis y sin que nunca en vuestra vida tengáis que devolver nada a cambio.

- Nos parece un sueño y de tan bonito que es, nos cuesta creerlo pero iremos todos a vuestra original fiesta de Navidad.

- Allí, en ese día y hora, os esperamos. ¡Que no faltéis!

- Seguro que no.

Respondían animadas todas las personas de las cuevas que visitaban.

 

               Los niños volvieron a sus casas, el gran palacio de la niña rica y compartieron con los padres todas sus ilusiones y vivencias. Los padres ricos, ya habían dando órdenes y en la cocina y salones del palacio, la actividad era grande. Los padres ordenaron también que de la finca que tenían en las montañas, trajeran todos los alimentos que hubiera: frutos secos como almendras, nueces, ciruelas, higos y uvas pasas. También cereales, harina, vino y una buena partida de los mejores corderos. Todos estos productos comenzaron a prepararlos en la cocina y salones del palacio. Y justo el día de Navidad de esta mansión, salieron muchas personas portando ricos platos de exquisitos alimentos. En unas amplias mesas que pusieron cerca del Puente del Aljibillo, fueron colocando estos alimentos y la niña con su amigo, se pusieron junto al puente.

- Aquí mismo vamos recibiendo a las personas que vengan por el camino del Avellano, a los que bajen desde las cuevas del Sacromonte y a las princesas y príncipes que venga desde la Alhambra, por esta Cuesta del Rey Chico.

 

               Y al poco, cuando ya el día de la Navidad llegaba a su centro, vieron a las personas venir desde las cuevas a un lado y otro del río. Se iban parando al llegar al puente y los niños los saludaban diciendo:

- ¡Gracias por venir! Vamos a esperar a que lleguen los demás y también nuestros amigos las princesas y príncipes de la Alhambra.

- Esperamos todo lo que vosotros digáis.

Y al poco, por la Cuesta del Rey Chico, vieron bajar a muchos soldados con las armas en las manos y escoltando a las princesas. También vieron, en las torres de la Alhambra, otros soldados asomados y escoltando a los reyes.

 

               Y la niña, al ver a tantos soldados, se preocupó. Vio como las primeras personas que habían llegado desde las cuevas, cogieron palos y piedras diciendo:

- Nos habéis engañado. Esto es una trampa. Estos soldados ahora nos atacarán y nos cogierán presos.

Los soldados comenzaron a proteger el puente y los caminos a un lado y otro y daban paso a las princesas y príncipes hacia las mesas repletas de comida. La niña del palacio, al ver a sus amigos de las cuevas asustados y preparados para luchar, se sintió aterrada. Se acercó a sus amigas las princesas y príncipes y les dijo:

- Esta fiesta nuestra es nuestro obsequio y para compartir con todos vosotros mi original regalo de Navidad.

Se agarró al cuello de las princesas y de los príncipes, comenzó a llenarles sus caras de besos al tiempo que les decía:

- ¡Por favor, que a nadie hagan daño estos soldados!

Y luego se fue a cada uno de los soldados, los besaba en la cara y también les decía:

- También estáis invitados a la comida y fiesta pero, por favor, soltar las armas y no consideréis enemigos de nadie a ninguna de las personas que hay aquí.

Se fue acercando ella a las personas que habían llegado desde las cuevas, las besaba delicadamente en sus mejillas al tiempo que también les decía:

- Dejad los palos y las piedras, acercaros a las mesas y mezclaros con los soldados, princesas y príncipes, los criados y mis padres y consideraros como mis mejores amigos.

 

               Y unos y otros, al sentir en sus caras la dulzura y el calor de los besos que la pequeña les regalaba, se sintieron desalmados. En sus corazones brotaba un gozo limpio y profundo y una honda sensación de paz. Dijeron los amigos de los niños:

- Tus besos nos llena de confianza y nos anima a que compartamos todos juntos este original regalo de Navidad.

Y lo mismo dijeron los soldados y las princesas y príncipes. Se llenó de alegría la niña y su amigo y lo mismo los padres y personas que preparaban los ricos y abundantes alimentos. Junto al río, en el puente, por la plaza, por entre las hojas de los árboles en el suelo, unos y otros se fueron acomodando. Encendieron algunas lumbres y alrededor de sus llamas, también se sentaron muchas personas, con los platos de comida en sus manos y comentando entre sí:

- Nunca se vio aquí en Granada, nada parecido a esto. Todos juntos, ricos, pobres, soldados y princesas y príncipes y también niños, celebrando la Navidad, aquí junto a este claro río y a los pies de la Alhambra.

- Digo lo mismo. Esto tiene que ser obra del cielo porque nace de lo mejor que hay en el corazón de estos niños.

 

               Y en las torres y murallas de la Alhambra, los reyes padres de las princesas y príncipes, al ver la gran armonía y hermosa fiesta junto al río de la Alhambra y por donde el Puente del Aljibillo, también comentaban:

- No son necesarias las guerras para que haya gozo y armonía entre las personas. Ni tampoco tiene sentido discutir o pelearse por este Dios o por aquel. Lo más sincero y auténtico es la armonía y amor que esos niños han conseguido con solo regalar un beso.

EL AVELLANO

   Navidad 2012

 

               Los dos jóvenes eran muy amigos. Vivían en la parte alta del barrio del Albaicín y sus familias carecían casi de todo. No tenían estudios ellos, aunque sí sabían leer algo y trabajaban en cosas muy insignificantes: ayudando a los vecinos en la labranza y cultivos de los huertos, en la construcción de alguna casa o cueva, llevando o trayendo cargas de arena, piedras u hortalizas de los huertos con algún borriquillo prestado y también casi cada día iban a las montañas, al norte de Granada. En las montañas buscaban trozos de palos o ramas secas, bellotas en la época de estos frutos, majoletas, azufaifas, setas silvestres o moras de las zarzas.

 

               Vendían la leña que traían desde las montañas, a las personas más pudientes, siempre muy barata y vendían también los frutos silvestres que encontraban, a los vecinos y conocidos. Se quedaban ellos, cada día, con algo de la leña que traían y con puñados de bellotas, algunas setas o majoletas y con esto iban viviendo y ayudaban a sus familias. Y como los dos jóvenes eran nobles y siempre eran amables con los demás, en todo el barrio lo conocían mucho. Los llamaban “los amigos inseparables” y ellos de esto se sentían orgullosos. Porque habían ido descubriendo que si eran generosos y buenos con todos los que les rodeaban, recibían a cambio cariño y admiración. Por eso, los padres con frecuencia les decían:

- Vosotros proceder siempre en vuestra vida respetando y dando buen trato a todas las personas. Porque comportándose de este modo, tarde o temprano seréis recompensados. El cielo siempre premia a las personas buenas.

 

               Quizá por esto, ellos apreciaban mucho a una mujer anciana que vivía sola en su misma calle, unas casas más abajo. Cada mañana, al pasar por la puerta de la casa de esta anciana, se paraban, la saludaban, charlaban un rato con ella y ésta, antes de que los jóvenes siguieran su camino dirección a las montañas, les decía:

- Os voy a dar algo para que comáis cuando tengáis hambre.

Y entraba a su casa, cortaba dos trozos de pan, le echaba a cada trozo unas gotas de aceite de oliva y luego cogía unos cuantos higos secos y le daba a cada joven su pequeña ración de alimento. Estos a cambio, cada día cuando volvían de las montañas, se paraban de nuevo en la casa de la anciana y le dejaban, algunas veces un haz de leña seca y otras veces, setas, bellotas o moras y le decían:

- Para que te calientes en la lumbre cuando tengas frío y para que también comas algo cuando tengas hambre.

Agradecía la anciana el buen comportamiento de los jóvenes y al día siguiente les volvía a premiar con otro trozo de pan con aceite y unos cuantos higos secos.

 

               Y un día, cuando los fríos llegaron y cayeron las primeras nieves en Sierra Nevada, como la Navidad se aproximaba, a la mente de la anciana acudieron los recuerdos. De cuando era niña y jugaba por las calles con sus amigas y cuando le ayudaba a la madre a lavar la ropa en la corriente del río Darro. Al pasar los jóvenes una mañana fría por la puerta de su casa, se pararon como siempre a saludarla. Y cuando ésta les dio el trozo de pan con aceite, ellos le dijeron:

- Se acerca la Navidad y nosotros queremos tener contigo un detalle.

- ¿Qué más detalles vais a tener conmigo que la visita que me hacéis cada mañana?

- Podemos traerte algo especial de las montañas.

Y en ese momento, la anciana se acordó de las avellanas que de pequeña su padre le había traído muchas veces de las montañas. Se lo dijo a los jóvenes y enseguida estos le preguntaron:

- ¿Y tú sabes dónde crece el avellano del que cogía tu padre las avellanas que te traía?

- Solo sé que crece en las montañas, entre rocas, en las partes altas. Es lo que mi padre me dijo muchas veces.

- Pues no te preocupes que nosotros vamos a encontrar este avellano.

Le confirmaron los jóvenes.

 

               Y aquella mañana, más ilusionados que nunca, salieron del barrio y por las veredas se introdujeron en las montañas. Al pasar por la puerta de la casa del pastor que vivía cerca del río, le preguntaron:

- ¿Sabes tú donde crece el avellano que da avellanas gordas y color oro viejo?

- Yo conozco un avellano que crece allá en todo lo alto, entre unas rocas. Hace mucho que no voy por allí pero me parece que este año sí que tiene una muy buena cosecha de avellanas gordas y sanas.

Le dijeron los jóvenes para qué querían las avellanas y entonces el pastor los animó para que subieran hasta lo más alto y cogieran del árbol todas las avellanas que quisieran.

- Se las comen las ardillas o los jabalíes, algunos años pero a lo mejor tenéis suerte y encontráis una buena cosecha.

Agradecieron los jóvenes la amabilidad del pastor y rápidos subieron por las veredas en busca del avellano. Llegaron a todo lo alto, saltaron por las rocas buscando el avellano y bajaron a una hondonada y luego subieron otra vez. Al superar unos escalones rocosos, cerca de unas grandes encinas y entre rocas muy gruesas, vieron el árbol que iban buscando.

- ¡Es fantástico y fíjate que buena cosecha tiene!

Dijo uno de los jóvenes.

- Sí que es hermoso este árbol y su cosecha se encuentra en el mejor momento. Hemos tenido suerte que las ardillas todavía no se las hayan comido.

 

               Y sin perder más tiempo, se pusieron y en media hora, ya tenían llenas dos pequeñas barjas de esparto. Muy contentos descendieron de la montaña, regresaron por los caminos con sus pensamientos puestos en su amiga la anciana y por eso, en cuanto llegaron a la puerta de su casa, la llamaron. Salió ésta y al ver a los jóvenes, se alegró. Enseguida ellos le dijeron:

- Hemos encontrado el avellano que tú nos dijiste y de él, te traemos esta gran cosecha.

Abrieron sus barjas y en el delantal de la anciana, vaciaron todas las avellanas diciendo:

- Todas, todas para ti para que estas Navidades, no te falte este exquisito alimento y al mismo tiempo recuerdes aquellos viejos tiempos de cuando eras pequeña.

Y la anciana, muy asombrada por las buenas avellanas y tantas, dijo a los jóvenes:

- Os lo agradezco de corazón pero ahora tenéis que aceptar que yo os devuelva solo un puñado a cada uno de estas avellanas.

- Es que nosotros queremos que sean todas para ti.

- Y yo os lo agradezco y acepto pero a cambio, quiero premiaros regalándoos un puñado a cada uno. Es mi deseo.

- Pues aceptamos tu regalo.

Dijeron al final los jóvenes.

 

               La anciana puso en lo bolsillo de cada joven, un buen puñado de las avellanas le habían traído desde las montañas. Le dieron las gracias ellos, la despidieron deseándole feliz Navidad y se fueron a sus casas. Al llegar, contaron a los padres lo que habían hecho y al sacar las avellanas de los bolsillos, todos se quedaron asombrados. Los hermosos frutos redondos y color oro, se habían convertido exactamente en esto. En relucientes y bellísimas pepitas de oro que destellaban como diamantes y pesaban como el plomo.

 

               Junto al fuego y a lo largo de varias horas, estuvieron sentados los jóvenes comentando con sus padres el milagro. Al día siguiente, en cuanto el sol comenzó a derramar sus rallos sobre las torres y murallas de la Alhambra, los jóvenes rápidos fueron a la casa de la anciana para comentar con ella lo de las avellanas convertidas en oro. La llamaron varias veces y como ésta ni respondía ni abría la puerta como en otras ocasiones, se acercaron, abrieron la puerta, entraron y seguían llamándola y no encontraron por ningún rincón de su vivienda. Sí, junto a la pequeña lumbre de su chimenea, sobre una alfombra y formando un montó, vieron las avellanas que le habían dado el día anterior. Relucían como las que ellos tenían en sus casas y vieron un pequeño papel escrito, sobre el montón de las avellanas, ahora convertidas en oro. Cogieron el papel y en él vieron escrito el siguiente texto: “La bondad de vuestros corazones me han abierto las puertas del cielo y a vosotros, Dios os ha premiado. El cielo siempre premia a las personas buenas y de corazón puro como el vuestro”.

 

EL NIÑO, LOS PASTORES Y EL REY

Navidad 2012

 

               La reflexión

               Ser sabio, llegar a la sabiduría, es el mejor tesoro que podamos conseguir en esta vida. Y sabemos, nos damos cuenta que hemos llegado a la sabiduría cuando descubrimos que el mundo, la sociedad en general, necesita de personas buenas. Sin las buenas personas y la inocencia de los niños, la humanidad no existiría. Porque del corazón de las buenas personas, nace el gozo, la paz, la serenidad y el placer y gusto por la vida. Estos son los grandes pilares que sostienen y mantienen viva a la raza humana en este planeta.

 

El relato

               En la pequeña llanura, en mitad de la ladera del barrio del Albaicín, el joven dejó su borriquillo. Un jumento pequeño, color ceniza y nieve y bien aparejado con albarda y cincha. Y al amarrar el cabestro en las ramas del viejo granado, el joven le dijo al jumento: “No te muevas tú de aquí ni te inquietes porque yo vuelvo enseguida. Ellas me esperan en la casa y, como están tan ilusionadas con el viaje, necesitamos de tu ayuda”.

 

               Subió aprisa por una de las estrechas callejuelas y antes de llegar a la casa, las vio. Las tres le esperaban en la misma puerta, vestidas con ropa limpia que la madre les había puesto. Y fue la más pequeña, la que llamaban “Retaquete”, por su baja estatura y algo regordeta, la que le salió al encuentro nada más verlo. Corrió con sus brazos abiertos hacia el joven y según iba acercándose a él, le decía:

- Yo quiero sentarme la primera en el lomo del borriquillo.

Y el joven le aclaró:

- De las tres, una tenéis que quedaros aquí.

- ¿Y eso?

- Subidas en el borriquillo solo pueden ir tres y como vuestra amiga de la ciudad de la Alhambra también quiere venir, ya sois cuatro y eso no es posible.

- Pues yo no quiero quedarme aquí.

Refunfuñó muy enfadada la niña Retaquete.

Le dio el joven un cariñoso beso, según ella se le abrazaba al cuello, la cogió luego de la mano y caminaron hasta la puerta de la casa. Aquí la madre esperaba mientras observaba y al llegar, también la saludó. Con mucho tacto le dijo el joven que la pequeña debía quedarse en la casa. Al oírlo, la niña protestó:

- ¡Que yo quiero ir con vosotros y montarme la primera en el lomo del borriquillo!  

 

               El día se presentaba frío, gris y como amenazando no lluvia sino nieve. Sobre las cumbres de Sierra Nevada, este blanco elemento, ya hacía mucho que se amontonaba. Las primeras nieves habían caído al final del mes de noviembre y hoy ya era justo veinticuatro de diciembre, Navidad. Por eso en todo el ambiente, barrio del Albaicín, toda la ciudad de Granada, cuevas por el Sacromonte y colina de la Alhambra, se respiraba como una melancolía mágica, hondamente extraña. Las personas no lo comentaban pero la presencia de la Navidad, parecía invadirlo todo, despertando los recuerdos en los corazones y añoranzas de no se sabía qué. Como si de pronto, en estos días, todo el mundo echara de menos, los momentos felices de la infancia y las personas que ya no estaban.

 

               En la Alhambra y dentro de los palacios, las cosas eran diferentes. Nadie en estos recintos, se identificaban con la Navidad ni tenían que ver nada con estas fiestas. Por eso nadie sentía nostalgia de nada ni rememoraban los recuerdos de la infancia. Sin embargo, fue justo por estos días cuando el rey que aquel año reinaba, promulgó un edito que decía: “A todos los pastores que viven en las montañas al norte y sur de la Alhambra: es mi deseo y por eso ordeno que justo el día veinticuatro de diciembre, al caer la noche, os presentéis en los recintos de mis palacios. Y aquel pastor que no se presente este día en el lugar y hora que he dicho, que se atenga a las consecuencias”.

 

               Una semana antes del día de la Navidad, todos los pastores de las montañas, fueron visitados por soldados del ejército del rey. Entregaron éstos a los pastores el edito de su majestad y luego volvieron a los recintos de la Alhambra. Y los pastores, enseguida entre sí se comunicaron y empezaron a preguntarse:

- ¿Para qué asunto nos convocará este rey nuestro?

- Quizás para decirnos que necesita más borregos para sus grandes banquetes en los palacios donde viven.

- Para eso o puede que también para pedirnos que le paguemos más impuestos porque los necesita para abastecer a los ejércitos que luchan en las guerras.

- Pues ya veremos pero desde luego, el momento en que nos convoca no puede ser peor. Las montañas están cubiertas de nieve, los ríos llevan mucha agua, las noches son muy cortas y caen grandes heladas y los días, ya estamos viendo: grises, nublados y con amenaza de nieve y lluvia en todo momento.

 

               Una de las familias de estos pastores, vivía en las laderas de Sierra Nevada, cerca de un claro río y al borde mismo de las blancas nieves. Eran jóvenes y ella estaba embarazada, a punto de dar a luz. Por eso el marido, unos días antes de la noche del veinticuatro de diciembre, había hablado con el joven del borriquillo, familia suya, y le había dicho:

- Ven con tu borriquillo y ayudamos a esta joven y bella esposa mía en este viaje a la Alhambra. Ella no tiene que presentarse ante el rey pero como su niño puede nacer en cualquier momento, mejor que esté cerca de mí y de vosotros para atenderla.

 

               Desde la casa del Albaicín, las dos niñas y hermanas mayores, acompañaron al joven hasta el borriquillo en la plazoleta del granado. La pequeña llamada Retaquete, se quedó llorando y al poco vio como el borriquillo, guiado por el joven y con sus dos hermanas sobre el lomo, subían por la Cuesta del Rey Chico hacia lo más alto de la colina de la Alhambra. Y la hermana pequeña, llena de rabia y protestando, dijo a la madre:

- ¡No hay derecho que ellos puedan ver al niño nacer y yo no!      

Le dio un beso la madre y le pidió que entrara a la casa.

- Ellos no tardarán en regresar y si el niño nace, tú podrás también besarlo cuando esté aquí con nosotros.

- ¿Y si nace en el viaje o en aquellas montañas?

- La madre sabrá cuidarlo.

               Al poco, los niños con el borriquillo, se perdieron por las partes altas de la colina de la Alhambra. Siguiendo los caminos hacia las montañas y al encuentro de los pastores y la joven embarazada. En la Alhambra, el rey y otras personas, esperaban a los pastores al caer la noche. Pero en el barrio del Albaicín, antes de que la noche llegara, la niña Retaquete, se escapó de su casa, bajó rápida hasta el río Darro, subió luego a la colina de la Alhambra y al llegar a las murallas y torres, unos soldados la vieron. Le echaron el alto y le preguntaron:

- ¿Quién eres tú y a dónde vas tan sola por aquí?

Asustada la niña les dijo que buscaba al niño que iba a nacer en las montañas y, en ese momento, una princesa se acercó a ella y le pidió que la acompañara a los palacios. Al llegar la pequeña a la presencia del rey, éste también le preguntó:

- ¿Qué niño es ese que dices va a nacer en las montañas?

- Yo solo sé que su madre es una joven pastora que vive cerca de las nieves de Sierra Nevada.

Meditó el rey un momento y luego dijo al jefe de los soldados:

- Acompañad a esta niña a la casa de esos pastores y luego regresáis y me traéis noticias de quienes son esas personas y qué es lo que hacen allí.

 

               Al instante, un grupo de soldados salieron de los recintos de la Alhambra, llevando a la niña montaba en un bonito caballo colorado. Y durante unas horas, cabalgaron por los caminos hacia las montañas, siguiendo las indicaciones que la niña les daba. La noche llegó, la luna salió por lo alto de las cumbres de Sierra Nevada y un poco más abajo, los soldados de pronto vieron un gran resplandor. Al remontar una pequeña colina, descubrieron junto al río, una pequeña casa, iluminada por el resplandor de varias lumbres. Dijeron:

- Ésta puede ser la casa de los pastores que estamos buscando.

Y al llegar, preguntaron y unos hombres les dijeron:

- La pastora joven de la casa del río, acaba de dar a luz. Un niño precioso que tiene acurrucado junto a la lumbre que hemos encendido dentro de la casa para que no tengan frío ni la madre ni el niño. También le hemos traído queso fresco, miel de estas montañas y algunas mantas de piel de oveja. Es el niño más bello que nunca hemos visto en esta tierra.

Y la niña Retaquete, al ver a sus hermanas y al borriquillo amarrado en la puerta de la pequeña casa, enseguida se bajó del caballo, buscó al niño y al verlo dijo:

- Ya estoy yo aquí para cuidarlo, cogerlo en mis brazos y besarlo.

 

               Los soldados, observaron durante un rato, admirados del cariño y ternura con que arropaban los pastores, tanto al niño como a la madre y al joven padre. Luego despidieron a las personas que se calentaban en las lumbres cerca de la casa, cerca del río y al abrigo de algunas peñas. Cuando llegaron a la Alhambra, el jefe de los soldados, se presentó al rey y le informó de todo lo que habían visto. Y el rey, algo enfadado y también desorientado, preguntó:

- ¿Y por qué esos pastores no se han presentado en estos palacios tal como yo lo había ordenado?

- Quizás, majestad, porque al nacer el niño, ellos han sentido la necesidad de pararse allí para atender a los padres y alegrarse con el nacimiento de esa criatura. Es un niño muy bello. Y, como los pastores le tienen mucho miedo a usted, no respeto, creo que tendrán en cuanta su edicto y al amanecer, llegarán a estos palacios.

 

               Se tranquilizó el rey con las palabras del jefe de los soldados y pidió a uno de los sabios que lo acompañara. Subieron a lo más alto de una de las torres más altas de la Alhambra y miraron para Sierra Nevada. A lo lejos y como en las laderas más abruptas de las montañas, vieron el resplandor de las luces. Observó el rey despacio durante mucho tiempo, mientras meditaba y luego preguntó al sabio que le acompañaba:

- ¿Qué me aconsejas tú que diga a esos pastores cuando mañana se presenten aquí?

Y el sabio, muy seguro de sí, reflexionó al rey:

- Ser sabio, llegar a la sabiduría, es el mejor tesoro que podamos conseguir en esta vida. Y sabemos, nos damos cuenta que hemos llegado a la sabiduría cuando descubrimos que el mundo, la sociedad en general, necesita de personas buenas. Sin las buenas personas y la inocencia de los niños, la humanidad no existiría. Porque del corazón de las buenas personas, nace el gozo, la paz, la serenidad y el placer y gusto por la vida. Estos son los grandes pilares que sostienen y mantienen viva a la raza humana en este planeta.

 

Al terminar el sabio de pronunciar este pequeño discurso, el rey le preguntó:

- Y con esto ¿qué me quieres decir?

- Majestad, que esos nobles pastores de las montañas, son buenos. Ahora mismo adoran a un niño recién nacido, que hasta sus soldados dicen que es muy bello y lo calientan con sus lumbres y el calor de sus corazones. El reino de su majestad y usted mismo, necesitan de este niño y de la bondad de los pastores que lo cuidan. La sabiduría, gozo y paz de estas humildes personas, es lo que da sentido pleno a sus vidas. Cuando esos pastores mañana se presenten ante usted, dígales que el mundo, la humanidad entera, necesita de hombres buenos como ellos. Y dígales también que el nacimiento de un niño y por estas fechas, es motivo de la alegría más grande y por eso hay que celebrarlo.


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